Ante esas y otras muchísimas cosas que sería ocioso enumerar y que convierten nuestra vida cotidiana en una destartalada y desagradable manera de pasar el rato, le vienen a uno ganas de protestar, tan grande es el desorden en tono menor que impera en las relaciones humanas. Y entonces sucede una cosa enorme: entonces uno se ve indefectiblemente tratado de caprichoso, de cascarrabias y de pesado. Hay una cosa que llevamos en la masa de la sangre: no podemos tolerar la menor crítica, la más ligera alusión a nuestros modos de pensar o de obrar, aunque objetivamente se demuestren nefastos, inútiles o perjudiciales. Aunque nuestra vida consista en el saqueo continuado de los demás, no toleraremos que nuestra consideración no esté sistemáticamente rodeada de las volutas del fervor y del halago. En un país de gentes tan puntillosas, la supresión de toda posible crítica representa una inmensa cucaña.
La primera vez que me oí tildar de caprichoso —quiero decir de hombre caprichoso y no se alarmen— fue en una población del centro de la península, desteñida y grande. Sucedió que en la cama donde me tocó dormir aparecieron unos parásitos que mi cansancio y la escasa luz del cuarto me representaron como fieras desorbitadas. Consideré que la cosa era un deplorable mal asunto —y perdonen mi pusilanimidad—. Llamé al sereno del hotel y le expuse el caso. Lo hice como fue siempre en mí costumbre al exponer las cosas, sin gritar, de una manera clara y franca. El sereno me escucho con una sonrisa de conejo, zafia, y al remate dijo, mientras me volvía la espalda:
—Mire usted, no me complique la vida. ¡No sea usted caprichoso! Duerma y calle…
Cuando uno ha nacido en un ambiente modesto, modestísimo, pero limpio y discreto y ha sido educado para el uso de unas pocas, sencillas, sencillísimas calidades; cuando uno sabe distinguir naturalmente las ventajas que el orden tiene sobre el desorden sin necesidad de recurrir a la razón, al silogismo o a la tranca; cuando está más habituado a la ironía que a la intolerancia, escenas como la que acabo de describir se le quedan a uno grabadas, quedan enraizadas en la memoria por más años que pasen. Nada las puede borrar ya, y lo que menos las borra, sino que parece excitarlas, es lo que enfáticamente se llama la propaganda.
Otro día, en otra fonda —de este país, exactamente— me sucedió algo parecido. Resultó que las sábanas de la cama tenían un aspecto equívoco. Exactamente, en la cama había dormido previa y sucesivamente uno o más ciudadanos. Me permito llamar a la señorita criada. La productora se encontraba en los trances ardorosos de la juventud y no estaba en realidad para nada que no fuera ideal y nacarado. Me objetó de plano:
—¡No, señor! Está usted equivocado. Las sábanas son limpias, no cabe ni dudarlo. En esta casa…
—Deje usted las generalidades aparte, señorita. ¿Quiere usted que examinemos las sábanas con calma? —le contesté en el tono más amable de que es susceptible el método socrático.
—¡Hombre! —replicó desorientada.
—Es sencillo, señorita. Se trata simplemente de examinarlas. No cuesta nada…
—¡Habrase visto! —gritó indignada—. ¡Qué caprichoso es usted! Es usted un maniático, un pesado…
—Lo que usted diga. Perdone la molestia que le voy a dar, pero usted traerá, por favor, ropa limpia para la cama.
Se fue refunfuñando y refunfuñando regresó con las sábanas y las cubiertas de la almohada. Lo puso todo de mala gana. Aquella señorita me hizo objeto, sin duda, de sus más nefastos augurios. ¡Atreverse a protestar! ¡Atreverse a formular una opinión contraria! ¡Habrase visto! ¡Qué caprichoso y recalcitrante cascarrabias!
Esas son escenas de la vida vulgar, es decir, de la vida básica. Lo que en ellas sucede afecta a todo lo demás, aun a lo más elevado.
En ambientes socialmente más considerables, me han ocurrido cosas semejantes. Una vez sostuve una conversación edificante con una señora que estaba aliñando una ensalada para su marido.
—Señora, por lo que veo —que yo le dije—, está usted aliñando una ensalada.
—Sí, señor. Tanto a mi marido como a mí nos gustan las ensaladas, las buenas ensaladas.
—¿Y qué pretende usted hacer? ¿Una ensalada sabrosa o una ensalada insípida e insignificante…?
—Nos gustan las ensaladas un poco picantes…
—Sin embargo, su ensalada está condenada a ser, perdone, una ensalada bastante insignificante.
—¿Cómo?
—¿Por qué deja usted tanta agua en la ensalada? La lechuga que está usted aliñando está nadando en agua. ¿No cree usted que lo más prudente sería, si de lo que se trata es de producir una ensalada y no de beber agua con lechuga, eliminarla?
—Eso es una ensalada natural…
—Señora, la palabra natural generalmente me horroriza. Fíjese usted. Esa riquísima lechuga está nadando en agua. Si no elimina usted previamente ese líquido, ¿cómo será posible que la lechuga se empape de ese picantillo de sal, aceite, vinagre, pimienta y mostaza que está usted preparando? Yo creo que la cosa es bastante clara, sobre todo si lo que pretende usted es elaborar una ensalada ligeramente subrayada…
—¿Sabe lo que le digo?
—Señora, la estoy a usted escuchando…
—Pues le digo que es usted muy exigente y caprichoso y que tiene usted unas manías, que vamos…
—¿Cree usted que es ser exigente pretender comer una ensalada sabrosa cuando hacerla cuesta exactamente lo mismo, exactamente el mismo trabajo que construir una ensalada insignificante?
—Bueno, ¿y qué? De aquí a cien años todos calvos…
—Absolutamente de acuerdo. Pero mientras tanto, creo que vale la pena de hacer un pequeño esfuerzo. ¿Qué diría usted si en virtud del magnífico apotegma nacional de que dentro de cien años estaremos todos calvos yo acordara no lavarme más la cara? Probablemente no dejaría usted que traspasara el umbral de su casa. Socialmente, señora, lo natural es malo. Es mucho más natural no lavarse la cara que lavársela, y, sin embargo, hay que lavarse la cara.
—Bueno, ¿qué quiere usted? Es cuestión de gustos…
—Tampoco eso es una razón. ¿Se considera usted tan infalible para poder prescindir no ya de mi opinión, que es insignificante, sino de la opinión general? Cuando en mi adolescencia aparecieron los primeros dentífricos una gran parte del público decía: «¡Qué horror! Yo no voy a usar esas cosas, aunque sean lo que de ellas se dice, porque en cuestión de gustos…»
—Es usted un cascarrabias, un caprichoso, un pesado…
Y alargándome una cuchara y un tenedor de madera me dijo:
—Bueno. Haga usted la ensalada…
La cosa hubiera podido terminar peor… Me entretengo en esas aparentes insignificancias porque una de las raíces de nuestra manera de ser está afectada por esas reacciones y coloreada por esas frases. A mí me gusta coincidir con todo el mundo siempre que la coincidencia pueda producirse sobre calidades probadas y ciertas. Se me hace difícil, en cambio, sumarme a la opinión de los demás si de lo que se trata esencialmente es de contribuir a densificar el entontecimiento general.
—Señor Pla —que me dice un amigo—, voy a hacerle probar un vino. Es un vino del país, absolutamente natural, hecho por mi tío, que ya sabe usted entiende mucho de vinos. ¿Qué me dice usted?
—Primero probaremos el vino, ¿no le parece?
El vino resulta agrio y no sé cómo decírselo. Le pido mil perdones, utilizo vanos circunloquios y al final mi amigo comprende que yo pretendo decirle que su vino es agrio.
—¿Cómo agrio? —dice indignado—. ¿Cómo puede ser agrio si es del país, si es natural, si está hecho por mi tío?
—Como si fuera hecho por su padre, amigo. El vino es agrio, es del país, es natural y esta hecho por su tío.
En nuestra época se ha hecho un esfuerzo gigantesco para eliminar el impulso natural del hombre a dar a las palabras del Diccionario su significado auténtico y trocarlo por otros más adecuados a intereses determinados. Sin embargo, en las lenguas neolatinas la palabra agrio tiene un significado prístino y los vinos agrios molestan a casi todos los paladares.