Abundancia de fotografías

A mí me parece que es bastante razonable suponer que el sistema general de las ideas de la época, sobre todo de las ideas sociales y políticas, favorece, en todo caso, el arte de la fotografía. La mayoría de las cosas que el hombre de hoy realiza —viajar, consumir el racionamiento, pasear, fumar, comprar o vender, trabajar a través de uno u otro de los numerosos organismos existentes— requiere la presentación previa de unas fotografías. Y no precisamente de unas fotos del paisaje circundante, generalmente magnífico, ni de la fotografía de las personas bajo cuya responsabilidad transcurre nuestra vida —en las fábricas, talleres, comercios, despachos, Ayuntamientos, sindicatos, obispados, institutos, que contribuyen a nuestro sustento y a generar seguridad— ni siquiera de las fotografías artísticas, o sea, de reproducciones de obras de arte, de que tan pródigo fue el pasado del país. No, lo que se requiere es la presentación de fotografías propias, de uno mismo, de un tamaño fijado previamente y aptas, por tanto, de ser colocadas en el cuadrito que presentan los importantes papeles que por el mero hecho de existir le van a uno produciendo. Los cuadriles son para las fotografías.

Hace pocos días, en el momento de sacar un billete kilométrico oí que el empleado me decía con acusada displicencia occidental —es hora de empezar a poner los puntos sobre las íes—, oí que el empleado me decía:

—Se requieren tres fotografías.

—¿Para un kilométrico tres fotografías? —pregunte—. ¿El kilométrico ha de ser considerado un documento de identidad?

—No, señor. No es un documento de identidad.

Un kilométrico —ya lo sabía— es un documento que permite viajar, pagando por adelantado, cuando hay sitio.

—¿Entonces? ¿Es que les espanta la idea de que el billete se consuma rápidamente y que yo tenga que comprar otro dentro de pocos días? ¿Les espanta que la gente viaje cada día más? ¿No son ustedes de la Compañía? Pero sin duda estoy confundido.

Y entonces se produjo la escena típica. El empleado me invitó, con el rabillo del ojo, a entrar por una puerta situada cerca del mostrador donde el empleado desarrollaba su carrera. Traspuse la puerta y me encontré en un fotomatón cualquiera. El fotógrafo hizo todo cuanto pudo para demostrarme que todo era normal y hasta me dijo el clásico: «Mire usted el pajarito». Un kilométrico servirá más o menos para viajar, pero en esa clase de billetes el sobreprecio de las fotografías es importantísimo.

En autobuses y trenes he presenciado divertidas escenas sobre la autenticidad de las fotografías.

—Esta no es su fotografía… —he oído decir algunas veces.

—Aquí tiene usted el recibo.

—¿El recibo de qué?

—El recibo del fotógrafo. Además, puedo mostrarle las fotografías sobrantes de la serie. Aquí las tiene usted. Bonitas, ¿verdad? En el pueblo tenemos un fotógrafo muy inteligente.

—Pero si esta no es su fotografía… No se parece usted en nada.

—Todo el mundo dice que a quien me parezco es a mi madre. En todo caso, me parezco a mi fotografía moralmente.

—¿Qué es eso de moralmente?

—Quiero decir de aire, ¿comprende?

¿Qué hacer? No hay más que dejarlo correr. A la corta o a la larga, directa o indirectamente, todo el mundo se parece a su familia. Lo que es difícil, lo que prácticamente es imposible, es que uno se parezca a su fotografía. Y ello es comprensible. Antiguamente, ir a fotografiarse, a retratarse, como solía decirse, era un considerable acontecimiento que requería una larga y cuidada preparación. Uno se vestía, se acicalaba, se alisaba de manera adecuadísima y, además, uno adoptaba el tono, el gesto, el perfil correspondiente a un hecho de tanta categoría. Y sin embargo, ¡cuán pocas veces se logró, a pesar de las precauciones que se tomaban, que uno se pareciera a aquellos solemnes monigotes que la máquina reproducía! Y si entonces no se logró el parecido, ¿cómo es posible que se alcance hoy —hoy que la gente se fotografía como quien va a comprar una caja de cerillas?

Y así vamos dejando en la vida un rastro de fotografías. Estos papelitos con monos son a veces enganchados con goma, y en otras ocasiones con un trozo de alambre, a unos documentos que a la corta o a la larga van a parar, en grandes cantidades, a unos armarios o estanterías situados en una u otra oficina. Cuando peligren los techos sobre los cuales los armarios se mantienen, su contenido será vendido o quizá trasladado al Archivo General de Alcalá de Henares —que es donde está o estaba (en 1934 cuando lo visité estaba todavía) el Archivo General de los papeles llamados oficiales—. Es de suponer, pues, que llegará un momento que en Alcalá habrá millones y millones de fotografías. Todos los que habremos vivido en esa época, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros nietos, quedaremos catalogados allí, en fotografía. Y así, podremos ser examinados y vistos. Porque es de suponer que habrá cola para contemplar los especímenes humanos de la época presente.

Sin embargo, ¿cuántas personas vieron a los grandes hombres de los pasados siglos? No hablo de los de épocas remotas, que de ésos, no fueron vistos ni los que tuvieron escultor propio. ¿Cuántas personas vieron con sus propios ojos a Ramón Muntaner, a don Miguel de Montaigne, a Dante, a Cervantes, a Galileo Galilei, al canónigo Copérnico? Algunos, pocos, centenares de personas. Los reyes, príncipes y validos fueron vistos, con los ojos, algo más, debido a sus desplazamientos y magnificencia. Ha pasado muchísima más gente ante el retrato de Descartes, por Franz Hals, que está en el Louvre, que gente trató o vio a Descartes en el curso de su vida mortal. Los personajes de boato, algunos estrategas, algunos intelectuales tuvieron su pintor. Cuando el pintor resultó bueno, la efigie sobrevivió. En caso contrario —y a veces los retratados fueron grandes tipos— no sobrenadaron en la memoria de las gentes. Se sumergieron. Y no hay que apenarse por ello, porque jamás fue un ideal humano, que hubiera chocado con el sentido de lo ridículo, quedar simplemente por la efigie. La efigie fue una consecuencia de la permanencia por méritos reales, anteriores e indefectibles.

Ahora, todos quedaremos. Todos quedaremos en fotografía. Las fotografías que habremos producido serán tantas, que cuando un erudito tratará de encontrar la foto concreta de un señor o de una señora concreta, no lo logrará ni a tiros. Verán ustedes —cuando les llegue el momento de celebridad— la cantidad de fotos de primos, parientes y extraños que se publicarán como si fueran sus fotografías. Si hay dos cosas distintas son dos fotografías de un mismo ser humano realizadas en minutos de diferencia. Por el contrario, es siempre sorprendente lo que se parece la foto de uno al cuñado del primo hermano de su tío.

La cuestión está, pues, en fotografiarse para lograr la producción de un país fotografiado completamente. Y no fotografiarse anónimamente, en imágenes colectivas o comanditarias, sino en imágenes personales; de pasaporte o salvoconducto, para decirlo con exactitud técnica. Cuando estemos todos fotografiados, no pasará nada, naturalmente. Los fotógrafos habrán ido tirando, más o menos. El volumen de los archivos será mayor. El número de archiveros también. La carcoma y el ratón de biblioteca tendrán un campo de actividad y de alimentación como jamás tuvieron. Y la confusión que de nosotros mismos sentimos, ¿no aumentará ante la cantidad exorbitante de imágenes que de nuestra persona van apareciendo?