Consideraciones actualísimas

A ver, al acostarme, dejé una pastilla de jabón que me vendieron como buena, de un confortable color de avellana tostada, en el cuenco del lavabo del cuarto de la fonda. Esta mañana, al disponerme a utilizarla he notado que el cuenco se ha llenado de un líquido espeso y grasiento, de un color verdinegro y que la consistencia de la pastilla se había convertido en una masa informe y flácida. Desde luego, uno no compra pastillas de jabón para tener el gusto de constatar la producción de reacciones químicas espontáneas. Pero… no he tenido más remedio que presenciar la disociación de la pastilla, su liquefacción. Ante el fenómeno, mis sentimientos han sido contradictorios.

Después, trato de afeitarme. Hace pocos días compré, a precio exorbitante, una flamante brocha de afeitar, cuyas virtudes me garantizaron copiosamente. Es una brocha aparatosa de cerdas muy fuertes.

—Estas cerdas son excelentes —me dijeron en la tienda—. Por más años que viva usted, no las verá ceder ni clarearse. Cosa buena, desde luego.

Mi candorosidad es grande. Además, en las tiendas me aburro. Compré la brocha de las cerdas eternas.

Ha llegado el momento de estrenar la brocha. Tengo fama de escéptico y sin embargo constato —avergonzado— que cada vez que estreno una cosa un soplo de ilusión me invade. Procedo a enjabonarme con la brocha nueva. Al poco rato observo que mi cara se va llenando, mezcladas con la espuma jabonosa, de cerdas largas, muy fuertes. Estas cerdas o pelos se mantienen a veces rígidos; otras se encogen en un ovillo y forman un cuerpo absolutamente extraño a la operación que estoy realizando.

Trato de explicarme el fenómeno con perfecta serenidad. Digo:

—Sin duda ello es natural. La brocha estaba por estrenar y a veces suceden cosas impensadas en los estrenos. Estas cerdas habrán saltado por la impresión que les habrá producido el contacto del agua. Mañana, acostumbradas a la operación, tendrán la fortaleza y la consistencia necesarias. El funcionamiento de las cosas no es nunca perfecto. Todas tienen truco —truco que hay que conocer si uno las quiere plenamente utilizar—. A veces el funcionamiento de una gran baluerna depende de un pequeño tornillo insignificante. A veces depende de la lubrificación. Hay que lubrificar. Con los hombres sucede lo propio. Con la inteligencia estricta, se dominan raramente los hombres y las cosas. Hay que taparse la nariz y ahondar un poco más.

Al día siguiente, sucede lo mismo. Mi barba queda poblada copiosamente de cerdas de la brocha. Me escamo un poco. Al otro día, reincidencia. La brocha pierde de peso y de volumen a simple vista y en un momento determinado me asalta la duda de si la brocha me servirá a mí para afeitarme o por el contrario si no será mi barba la que deje a la brocha monda y lironda. Tres o cuatro días más y la cosa se presenta con la majestad, de la cosa juzgada. En lo que tiene de eficaz, el objeto tiende notoriamente a desaparecer del mundo de las brochas. Las cerdas caen como las hojas de los árboles en otoño. Ya quedan pocas. Al final la arandela que une las cerdas al mango bruñido empieza peligrosamente a moverse y las pocas cerdas que quedan inhiestas caen tristemente en el fondo del mango deslumbrante.

Desde luego, mi barba ha triunfado de la brocha, pero las victorias pírricas jamás me han satisfecho. Y mientras me encamino a comprar otra brocha pienso en lo bonita que hubiera sido la antigua, tan llamativa, colocada encima de un arrimadero.

Ya en la tienda recuerdo la necesidad en que me encuentro de comprar un pequeño paquete de hojas de afeitar. He de decir que poseo dos maquinas de afeitar absolutamente corrientes. Una es una Gillette antigua que me regalaron mis padres hace un sin fin de años, cuando estudiaba en Gerona el tercer año de bachillerato. Es de tres agujeros y con ella he hecho todas mis campañas y vivido durante treinta años fuera de casa, corriendo por el vasto mundo. Durante todo este tiempo he tenido fama de ser un hombre afeitado discretamente. Luego, cuando se produjo en la fabricación de hojas de afeitar la tremenda revolución consistente en substituir los tres agujeros por el hueco torneado de la hoja, mi amigo don Luis Figueras, banquero, me regaló un excelente aparato dotado de las condiciones modernas.

—Hoja fina, señorita. Esto es lo que su servidor necesita.

—¿Qué clase de máquina tiene usted?

—Absolutamente corriente.

—Como hoja fina, hay esa.

Compré, claro está, «esa». El nombre comercial de estas hojas empieza por M. Luego las probé en mi máquina. Sin duda estas hojas son finas, pero tantas veces como las puse entre los dispositivos en sandwich para mantenerlas, se quebraron, hechas trizas. Yo creo que la desgracia fuera causada por mi inhabilidad o por brusquedad en el manejo del aparato No. Las hojas no encajaban en mi pobre máquina absolutamente corriente. No encajaban. Habían sido calculadas para otra clase de máquinas distintas de las corrientes. Diabólico, ese fabricante —pensé—. Ese hombre pretende que adoptemos las máquinas a sus hojas cuando lo más natural sería que él hiciera lo posible para adaptar las hojas a las máquinas. ¿Hay que adaptar los sombreros a la cabeza o la cabeza a los sombreros? ¿Hay que supeditar la tontería a la inteligencia o la inteligencia a la tontería? Hasta ahora se había creído que hacer lo primero era lo más plausible. Ahora se trabaja para adaptar la cabeza a los sombreros y con ello se gana dinero. ¡Estupendo!

Y ya, después de tantas desgracias, decidí marchar de aquel pueblo. Al autobús otra vez. Me tocó un gran cacharro antiguo, equipado en la grupa con un gasógeno todo en redondeces. Los gasógenos —hay que confesarlo— tienen poco ambiente. Al principio, cuando se vio la forma tubular que presentaban estos aparatos se creyó que su combustión estaría asegurada con carburo de calcio o de Berga y eso levantó unas ciertas esperanzas. El gas pobre, los mecheros de gas, han dejado un recuerdo de cosa modesta pero honrada. El carbón nacional, la leña, tienen una consideración diferente.

Estoy haciendo cola frente a la taquilla. A mi lado, había dos caballeros. Uno de ellos tiene un gangoso acento extranjero. El otro tiene la cara infalible que el oficio de transportista da a los que lo practican. En un momento determinado, el caballero del acento extranjero resume su pensamiento con esta frase, que emite con satisfacción evidente:

—Desengáñese usted. Los gasógenos son unos aparatos que necesitan nodriza y niñera…

El otro señor, ante este juicio, queda notoriamente impresionado. Se coloca el sombrero un poco atrás y se pasa, con lentitud, la mano por la frente.

La frase a mí también me interesa. Tengo observado que los técnicos hablan generalmente de sus cosas, a base de comparaciones e imágenes. ¿Será ese señor que acaba de emitir esta comparación —me pregunto— un técnico de gasógenos? En efecto: aquel señor resultó un gran técnico alemán de gasógenos. El transportista a quien interrogué me dijo en el lenguaje típico de los transportistas:

—Este señor representa una casa que es a los gasógenos lo que la casa Bayer es a la aspirina.

Después de la frase del técnico, la invitación a subir a un autobús accionado por un gasógeno, me pareció poco impelente. Pero hay días que a uno lo mismo le da hacer tres kilómetros más como tres kilómetros menos. Por otra parte, los gasógenos me interesan desde otro punto de vista. ¿No es curioso? Me hacen pensar en Cerdeña y en el conde de Cavour. Quiero explicar, brevemente, lo que me sucede a este respecto.

Hay una isla en el Mediterráneo, llamada Cerdeña. A su lado está otra isla, también muy conocida, llamada Córcega. La isla de Córcega está poblada de una vegetación espesa. La isla de Cerdeña, es, en casi toda su extensión, un páramo triste. El contraste, produce una extraordinaria impresión. Con ella está unida íntimamente la consideración que el célebre conde de Cavour tiene en Cerdeña. Este gran político y diplomático es considerado por los sardos como un enemigo. Su nombre es pronunciado con reticencia.

Camilo, conde Benzo di Cavour, residió en su juventud largamente en Londres y París, con la finalidad de estudiar la organización industrial y la hacienda pública de Francia e Inglaterra. Cuando regresó a Turín profesaba ya un sistema económico y un principio político que logró ver implantados diez años más tarde, gracias a su habilidad táctica y a su manera prudente y moderada, firme y atrevida. Colocado al frente de los negocios públicos procuró sacar a Italia del marasmo en que yacía, presentando a los ojos de sus compatriotas el triste espectáculo de un país que había iniciado a Europa a todos los progresos. Gioberti había publicado el «Primato», razonada exaltación del espíritu italiano. Cavour, en el terreno de la política de realidades hizo lo propio que Gioberti en su plano. En este sentido insertó en las publicaciones periódicas trabajos verdaderamente notables y que causaron profunda impresión. Tal fue, entre otros, el escrito sobre las «Laminas de hierro en Italia», publicado en 1846. En esta memoria mostraba Cavour que el establecimiento de un sistema uniforme de vías férreas sería el medio de llegar a la constitución de la unidad italiana por las relaciones cariñosas «de los príncipes nacionales, francamente apoyados por todos los partidos», que la existencia de las líneas férreas fomentaría.

Primero, desde el ministerio de Comercio y Agricultura, después desde la presidencia del Consejo, el conde de Cavour dio un gran impulso a la construcción de los ferrocarriles en el Piamonte. A medida que la casa de Saboya fue dilatando sus terrenos de soberanía, fue tendiendo nuevas líneas. Pero Cavour se encontró con el problema de la falta de carbón en la península. ¿Cómo hacer andar los trenes? Ni corto ni perezoso, Cavour echó mano de los bosques de Cerdeña. Fue la hecatombe. Durante varios decenios, el transporte de leña de los puertos sardos a Génova fue ininterrumpido. Los árboles de la isla alimentaron durante muchos años las calderas de las locomotoras de la época infantil de los ferrocarriles. Cerdeña quedó sin árboles. Arrasada. Los ferrocarriles anduvieron. La unidad italiana fue un hecho.

Cuando a los sardos se les habla del conde de Cavour, se suben por las paredes. A pesar de ser Cerdeña la región más monárquica de Italia, Cavour, el hombre que ha servido con más inteligencia a la Casa de Saboya, es detestado cordialmente.

El conde de Cavour, a pesar de su genial vocación política pagó tributo a su época. En muchos aspectos fue un hombre del 48, el hijo de una época que sintió el fanatismo de la ciencia, que profesó unos vagos ideales humanitarios, gratuitos y contraproducentes, que creyó que la historia había empezado en las arrebatadas soflamas de Lamartine. De lo que se llama el espíritu ochocentista, los matices del 48, son quizás los más ingenuos. Cuando se abrió el túnel de San Gotardo, se publicaron artículos, libros, elucubraciones copiosas para demostrar que después de la apertura del túnel el mundo germánico y el mundo latino vivirían en un abrazo indisoluble, en un ambiente de tanto cariño y familiaridad que ello sería el inicio de la paz perpetua. Se creía, en suma, que el tendido de ferrocarriles, la apertura de orificios en las montañas, el incremento de la navegación, la prosperidad del comercio, cambiarían la naturaleza humana y producirían un ambiente tan denso de sentimentalismo que ello implicaría la apertura de una nueva era.

El espíritu del 48 arrasó Cerdeña. Ahora, los problemas son otros. Las causas son distintas, pero los hechos son idénticos. Estos gasógenos destrozarán mucha leña, arrasarán muchos bosques. España es un país de un arbolado pobre y escuálido. Por esto, los árboles que hay en el país tienen un valor inmenso —un valor oro inmenso—. Los gasógenos contribuirán a aumentar su rareza. Cuando el técnico del acento extranjero decía que los gasógenos necesitan nodriza y niñera, se refería a los intereses de los transportistas. Pero con referencia a los intereses generales, el juicio es igualmente cierto.