Sueño en fonda modesta

Hoy, al levantarme de la cama, en la fonda, sentí una cierta pesadez de párpados y me di cuenta de que había pasado casi toda la noche soñando. ¡Qué extraño sueño, con tantos detalles preciso micrográficos! Pero ¿fue un sueño verdadero?

Soñé que era rentista en Palafrugell, mi pueblo natal, en 1905 y mi renta ascendía exactamente a cuatro duros diarios. ¡Qué bellos pueden ser a veces los números! Se suele decir que los enormes guarismos de la astronomía son poéticos. ¡Pero ese cuatro, ese pequeño cuatro de los cuatro duros de mi renta diaria, qué encanto tiene! ¡Divino Pitágoras! Era rentista, pues, y de la época más gloriosa. E incluso iba, en el sueño, vestido de rentista: me tocaba con una gorrita a cuadros, llevaba tirantes —prenda que he usado poco en mi vida—, cuello de celuloide, corbata de nudo mantenido por un alambre ad hoc, pantalones estrechos, chaleco de fantasía y una americana de solapas pequeñitas, bastante ridícula. En aquella época, llevar el bigote con las guías un poco levantadas era un síntoma de inteligencia y de optimismo y sin duda por esto mis guías se levantaban discretamente, aunque sin fiereza: lo justo para indicar que pagaba la contribución y no formaba parte de la bohemia. Marcel Proust, por la misma época, tenía un bigote fino, lacio, caído.

Al empezar el sueño, salía de casa. Eran las ocho de la mañana de un glorioso día de primavera, soleado, brillante, clarísimo. El aire era ligero, de un picante suavísimo. Por el cielo vagaban, sobre el azul lavado, unas flotantes nubecillas. Mi rumbo era inequívoco: el mercado y del mercado, la pescadería. En una mesa descubrí unos salmonetes vivos, grandes, de escama dura, de carne apretada. Y me dije en sueño; estos salmonetes son excelentes. Los compré. Pesaban libra y media y me costaron una peseta Como era costumbre, los salmonetes me fueron entregados: envueltos en una hoja de col perleada de gotas de rocío. Con el paquete me fui a casa y mi vieja criada me preparó el desayuno. Los salmonetes a la parrilla bien regados con aceite y vinagre. En sueños me los comí y luego de postre, unas pasas. Un buen vaso de vino: trece o catorce grados treinta céntimos el litro. Y finalmente como cada día: café, copa y puro. Este era el desayuno de los rentistas de Palafrugell en 1905.

Puro en la boca salí después de casa y me dirigí lentamente al sitio donde trabajaba la brigada municipal. Siempre he apreciado la grandeza de las obras públicas. Jamás he sido reacio a rendirme ante los prodigios de la habilidad o de la tenacidad de mis semejantes. Tengo temperamento de admirador nato. Ante la realidad, a mí no me duelen prendas. Por entonces no era infamante trabajar en una brigada municipal. Ahora, esos organismos están formados por parados a los que hay que resolver de manera urgente, el problema de la verticalidad. Antes, no; sus componentes eran la flor de la laboriosidad y constituían el máximo orgullo de nuestra excelente, modesta y abierta corporación municipal. Obras edilicias. ¡Cosa romana! El alcalde solía llegar entre diez y once, inspeccionaba los trabajos. Luego se acercaba, con cara risueña, a los que formábamos la tertulia de admiradores de la brigada municipal. Aquel día —el día del sueño— arreglaban una tubería de gas. Era en las afueras del pueblo. Estábamos todos resguardados por una tapia sobre la que el sol se volcaba a chorros. A pesar de nuestras angostas solapas, ofrecíamos una impresión primaveral. La mañana era un prodigio de luz y de bienestar. Ante nuestra vista se ofrecía un dilatado panorama de campos que verdeaban. Los pinares ponían unas manchas verde obscuro sobre los verdes aguados de los minúsculos sembrados. Daba gusto descansar la vista sobre las curvas dulces, largas, suaves, de las colinas extasiadas. Las paredes encaladas de las casas de labor, sus dispersos tejados de color de albaricoque, tenían una presencia fuerte, obsesionante. El alcalde hablaba. Nos elogiaba la labor de la brigada. Luego, insensiblemente, se pasaba a los temas generales de la política. El caballo de batalla entonces era muy importante: los entierros civiles. Había muchos contraopinantes. ¡Las cosas van muy mal! —decían algunos–. ¡Las cosas no pueden ir peor de lo que van! —clamaban los demás. Yo me retiraba de estas controversias abstrusas y peligrosas. He vivido siempre en paz con las situaciones constituidas. Aunque muchas respetables personas me han dicho que ello era una utopía, aspiro llegar al otro mundo sin haber ido a la cárcel. Ante la crítica general, el alcalde, por delicadeza, por pura delicadeza, se consideraba obligado a protestar dando cabezadas. De pronto nuestra primera autoridad municipal sacaba un reloj de oro del bolsillo de su chaleco; este reloj aparecía enfundado en una bolsa de bayeta azul; al salir de la funda, el sol sacaba de la preciosa joya, un destello radiante. Eran las doce menos cuarto. Iremos a comer, si no mandan ustedes lo contrario… —decía muy cabal el alcalde. Y nos íbamos todos a comer con un aire lento y acompasado.

Mientras nos acercábamos a casa nos ofrecían el periódico. Lo comprábamos cuando teníamos en proyecto la formación de algún envoltorio, Era la época del género chico. «La Gatita Blanca»… Amenidades del rentista beato. Luego, sobre una mesa, como un milagro, aparecía un caldo humeante con cuatro granos de arroz y unos cabellos de ángel, un cocido substancioso, un plato de carne o de pescado, guisado. Y postres. Total: una peseta con cincuenta céntimos. Y todo esto soñando. Y luego, nos echábamos, en el buen sentido de la palabra, otra vez a la calle. Nos aguardaba una tertulia grandiosa y cordial. Digo nos aguardaba porque en aquellos tiempos tan felices siempre y en todas partes teníamos la sensación de que nos aguardaba alguien cordialmente. El café valía quince céntimos. Las copas de caña o de coñac, diez céntimos. Puedo decir que recordar en sueño esas cifras es como soñar una lánguida y cariñosa odalisca.

Después de la tertulia hacíamos la partida: el tresillo. ¿Hay un juego más fino, más noble, más completo que el tresillo? En aquella época todas las personas inteligentes en España, sobre todo los políticos jugaban al tresillo. Hoy ya no se juega a nada. Pasábamos una hora o dos con una ilusión sostenida y los días de máxima desgracia perdíamos cuarenta céntimos. Luego íbamos a dar una vuelta. El paisaje de los alrededores de Palafrugell, es muy fino, tiene formas y colores de una suave delicadeza. A menudo subíamos a una loma cualquiera y veíamos una pincelada de mar en lontananza, azul y límpida. O íbamos en verano, a una fuente a beber, con unos confites de anís, un trago de agua fresca. Y luego, a media tarde, regresábamos lentamente. Los atardeceres son en los pueblos, un poco sosos y aburridos. Existía, sin embargo, un recurso apacible. Era una botillería situada un poco a trasmano, donde servían unas señoritas. Estas señoritas tenían una consideración un poco contradictoria. Algunos decían que eran unas maturrangas. Otros más finos que eran unas titarritas. Maturrangas o titarritas, titarritas o maturrangas lo cierto es que eran generalmente de Narbona y muy carnosas y apetecibles. El cabo de mar, el gigantesco Sopella, con sus barbas blancas a lo almirante Concas, se movía en la casa con familiaridad indiscutida. Estas señoritas tenían una tendencia instintiva a sentarse en las rodillas de los parroquianos. Su substancioso peso y las posibles insidiosidades de las varillas del corsé, fatigaban a veces los soportes del afortunado cliente. «Tu te sens mal, poulet?»—preguntaba entonces la señorita con una inquietud fingida en el rostro. Y así las horas, rápidas, pasaban… Sopella, el cabo de mar, se quejaba, a la hora de pagar, amargamente. Protestaba contra los precios abusivos de la botillería. Lo cierto es que los días no feriados, tener toda la tarde una señorita sentada en las rodillas costaba ochenta céntimos. Dos cafés, dos copas de coñac, sesenta céntimos. Veinte céntimos de propina. Total cero pesetas ochenta céntimos.

Y al toque otra vez a casa para la cena. Como en Europa entera, en este país, se comía entonces, a horas decentes. La cena consistía en una sopa de legumbres, unas verduras y el plato de carne o pescado guisado —lo que llamamos el platillo—. El postre, variaba, según el tiempo. Y luego otra vez el casino, la tertulia —que por la noche tenía un matiz más acentuadamente político— y el tresillo. Yo no juego por la noche. Me gusta recogerme con los sesos en paz, los sentidos aquietados y tranquilos. Y a las once, a la cama. Enfundado el blanco y holgado camisón —más cómodo aunque un poco más grotesco que los pijamas modernos—, sumo, in mente, el gasto hecho durante el día. Me resultan —con la amortización del vestido—, me resultan once pesetas menos unos céntimos. He ahorrado nueve pesetas. El doctor Fernández Villaverde decía: ¡Españoles, hay que ahorrar! Hoy he ahorrado nueve pesetas. Estoy en paz con todo el mundo, con el Estado inclusive.

Los viernes, íbamos al mercado de La Bisbal. He considerado una medida de gran prudencia conocer, siempre de visu, las oscilaciones del precio de la volatería. Hay que comprar las cosas de primera mano. Hay que suprimir intermediarios. Esta era otra de las consignas económicas de aquella época tan agradable. Realizada, sobre el mercado, una investigación atenta y vigilante, nos dirigíamos a almorzar. En la fonda de Carull, el almuerzo constaba de cuatro platos y postres. Los platos eran: arroz con pollo y pescado; ternera con guisantes; dentó guisado y pollo a la parrilla, con una ensalada. En La Bisbal, en invierno, comíamos el recuit, el famoso recuit de leche de oveja de La Bisbal que no tiene rival. Luego, bajo los elegantes porches de la capital saboreábamos —teniendo bajo la silla el par de polos o la oca que habíamos mercado— un excelente café con una copilla de cordial. Al regresar subíamos al coche de los curiales y oíamos sabrosas historias de pleitos y mandangas. Aquellos hombres prudentes y sabios, con el rollo de papel sellado bajo el brazo, hacían desfilar ante nuestro inalterable candor los siete pecados capitales de la comarca. El gasto había sido el siguiente: tren ida y vuelta, una peseta. Almuerzo, dos pesetas. Café, cincuenta céntimos. Total, catorce reales. En gran parte, esta cantidad había sido compensada cuando al comprar la volatería había suprimido los intermediarios.

Pero en fin, sueños tan agradables, no pueden ser de conspicua duración. Se acaban y este se acabó justamente al apearme del pequeño tren, teniendo en la mano un par de pollos atados con un cordel, de un peso considerable. En realidad, no tenía en la mano ni pollos, ni cordel, ni nada. Al poco rato oí cantar un gallo. ¡Gallo remoto e inaferrable! Me incorporé, salté a tierra y abrí un poco la ventana. A oriente, el lucero del alba hacía esfuerzos titánicos para no naufragar en la claridad matinal. El aire era templado. Del huerto inmediato subía un olor de lechuga y de albahaca. La luz iba inundando la tierra con una solemnidad impresionante. Al volver a la cama, sentí en la frente un dolor opaco y una gran pesadez en los párpados.