Llego a Malgrat ya muy tarde y ceno en la fonda. Malgrat es uno de los pueblos de la Maresma más ricos de agricultura. En este país de aficionados a la alubia, la alubia de Malgrat, la monjeta del carall, es considerada la más fina. Llego a Malgrat, pues, con unas pocas, modestas ilusiones. Pero estas ilusiones pronto se desvanecen. Sin duda los fondistas han hecho un positivo esfuerzo, pero la cena que me dan es aproximadamente atroz. Salgo a la calle —Malgrat es un pueblo tirado a cordel, cuadriculado— y enfilo la del Mar. Esta calle es muy larga. A medio trayecto, siento en el estómago una melancólica sensación de soledad. Entro en una tienda y compro unos panellets. Los panellets son excelentes.
—¿Cómo se llama la tienda que produce esos panellets tan exquisitos, señorita? —pregunto a la joven persona que me los ha servido—. La señorita me da una mirada ligeramente empañada de angustia. Inconscientemente o casi, me ha confundido con un inspector de abastos o con algún elemento del Subsidio. Ahora, en los pueblos, uno siempre arriesga ser confundido con un elemento oficial u otro y sobre todo con un funcionario de Hacienda. Las miradas son hurañas, la confianza indecisa…Luego la señorita se rehace y me dice:
—Esta es la confitería de Turró.
—¿Tendrá algo que ver quizá, esa confitería con el filosofo Turró?
—Sí, señor. En esta casa, nació el doctor Turró. En la fachada hay una lápida que lo recuerda.
—¿Y usted conoció al doctor Turró, señorita? Me parece usted muy joven. ¿Es usted de la familia del doctor?
—Sí. Si el doctor Turró viviera, sería mi tío abuelo.
—¿Y no recuerda usted nada de su tío? Sería tan agradable que me contara usted cosas del doctor Turró…
—Cuando yo vine a este mundo, él ya estaba muerto. Además, en casa se habla poco de él. Se habla más de Mossen Benét, hermano de tío Ramón, que era un santo.
—¿Y no habrá nadie, en Malgrat, señorita, que me hable del doctor Turró?
—Vaya usted a la Barretina… perdón a La Lira.
—¿Cómo dice usted?
—La Barretina es un café donde había antes un orfeón. Ahora, se llama la Lira. Pero, para los de Malgrat, será siempre la Barretina. Siga usted esta calle. Al final encontrará una plaza. Allí está la Lira.
—O sea la Barretina.
—Perfectamente. La Barretina.
La Lira es un café estupendo, ahumado y verdoso, bajo de techo, con unas columnas. Hay desde luego, la tertulia de la estufa formada por la gente de pro. Las otras mesas están ocupadas por treinta o cuarenta payeses de una solidez y una seguridad perfectas. Cuatro de ellos juegan al dominó con gran lentitud y prosopopeya. En una pared hay una vitrina que guarda la enseña del orfeón. Bordados están el mar y el cielo. El disco amarillento del sol acarioso. Dentro del disco solar flota una barretina… A ambos lados de la vitrina hay unos retratos: a la derecha, el de un señor con un largo bigote y un dije; a la izquierda, el de una señora con un aparatoso sombrero de estilo egipcio y una mirada muy firme. Sin duda —pienso— son los fundadores beneméritos de esas antiguas melodías.
El conserje es un exconfitero que trabajó durante veinte años en la confitería de Turró.
—¿Y no vio usted nunca a don Ramón —le pregunto— en la confitería?
—No, señor. Nunca.
—¿Y qué se decía del doctor?
—Unos decían que era muy sabio y otros que lo era menos. En realidad, todo giraba alrededor de Mossen Benét, que era un santo y de otro hermano, que también era cura y tuvo, a consecuencia de una enfermedad medular, que ser recluido.
—¿Y en la casa había algún recuerdo de don Ramón?
—A veces, muy de tarde en tarde subíamos con el aprendiz y la criada a quitar el polvo del segundo piso. Allí había unos libros. Oí decir varias veces que aquéllos eran los libros de escuela del doctor… Ya comprendo que todo esto es bien poca cosa. Pero quizá doña Adela…
—¿Quién es doña Adela?
—Doña Adela es una señora muy vieja, sobrina carnal del doctor. Mañana iremos a verla.
Acompañado del conserje, entro, para pasar el rato, en un pequeño cuarto del café que hace las veces de biblioteca. Dentro de la librería hay veinte o treinta volúmenes desperdigados y sueltos. De una pared cuelga un pequeño recuadro donde están escritos los nombres de las celebridades locales. Entre ellas está —cosa que para mí es una sorpresa— el de don Mariano Cubí, el célebre frenólogo que tiene en San Gervasio una calle puesta a su nombre. De don Mariano Cubí estoy buscando hace tiempo un libro que tiene un título pomposo. Se llama así: «Al pueblo español, sobre las causas que hacen el comunismo imposible y el progreso inevitable». El libro se editó en 1851.
—En Malgrat habrá sin duda algún rastro de don Mariano —le digo al conserje.
—Que yo sepa no hay nada. No he oído nunca hablar de este hombre y eso que en los cafés se suele hablar de todo.
—Por lo que veo, en Malgrat, hay poco interés por la historia…
—Debe ser —me dice riendo el conserje— porque las monjetas son tan buenas.
La. Frenología de Gall que popularizó don Mariano Cubí en estas latitudes ha pasado de moda como la Fisionómica de Lavater que tanto entusiasmó en su juventud a Goethe. Los viejos camelos han sido desplazados por los camelos nuevos. Todo está sometido a una eterna controversia. ¡Suspendamos el juicio! —decía hace casi dos milenios Sextus Empiricus, que también era médico.
Al día siguiente, El conserje de la Lira, me presenta a doña Adela. Cuando llegamos al comedor de su casa, vemos a doña Adela en el fondo del huerto, dentro de una blanca mancha de sol. Accede a recibirme en su comedor, que es glacial. Doña Adela —una viejecita pequeña, agarbanzada, un poco encorvada— me alarga una mano morada de sabañones. Cuando cito el nombre del doctor Turró, frunce ligeramente el entrecejo.
—¡Estoy tranquila! —me dice con rapidez inusitada—. ¡Estoy absolutamente tranquila! Antes de morir fue visitado por el Padre Pujiula y por el Padre Miguel de Esplugas. Ramón está en el cielo. ¡Estoy tranquila!
—Yo también, señora. Yo también estoy absolutamente tranquilo. Pero no se trata ahora de eso. Yo desearía que usted me contara sus recuerdos del doctor Turró…
—Sí, sí… —dice doña Adela, un poco más apaciguada—. De jóvenes nos vimos mucho. Ramón era el más joven de sus nueve hermanos. Su gran amigo de adolescencia y de primera juventud fue Joaquín Ruyra, de Blanes, que habrá usted oído nombrar. Ruyra venía a menudo a la confitería. De Blanes a Malgrat, es un paso: en el tren valía quince céntimos. Eran muy amigos. Ruyra, de joven, pensaba de manera muy distinta de como pensó después. Cambió mucho: lo único que no cambió en Ruyra fue llevar la americana llena de caspa. Ruyra y Turró, hacían de la noche, día. Decían que estudiaban pero yo les oía hablar constantemente. Se levantaban tarde. Les esperábamos para almorzar y no bajaban del segundo piso. Entonces la abuela nos hacía subir dos tazas de caldo, de aquellas tan buenas, con lunas, a la habitación de los amigos. Después, hacia las cuatro, llegaban al comedor sin hacer ruido, vergonzosos, pálidos, vestidos de negro. Pero comían dos o tres bocados y ya volvían a hablar, sin cansarse, todo el día. Luego Ramón se marchó a Madrid…
—Tendrá usted cartas, papeles, de su tío…
—Los tenía. Tenía muchas cartas, Todos los esfuerzos de Turró para abrirse paso en Madrid y en Barcelona, su lucha con Letamendi, el ruido enorme que se produjo en España con eso de la bacteriología, estaba en aquellos papeles. Pero ¿qué quiere usted que le diga? Eran cartas muy exageradas. Con esto de los microbios, se exagera mucho. Mossén Benet siempre lo decía…
—¿Y estas cartas han desaparecido?
—Sí, señor. Los rojos saquearon mi casa y mataron a otro sobrino del doctor Turró, que también era cura y con el que yo vivía. Los papeles desaparecieron.
—¿Pero en el curso de su vida, el doctor Turró debió venir mucho a Malgrat…?
—Muy poco. A Malgrat le tenía ojeriza. Vino en alguna ocasión para asistir al entierro de sus hermanos. Cuando vino al entierro de Mossén Benet lloró mucho.
—¿Y no iba usted a verle a Barcelona?
—Alguna vez, muy pocas. ¡Vivía en la calle del Notariado, con una familia tan distinta de la nuestra! Los veranos iba a San Fost. Poco antes de morir le vi en la cama y me dijo: Adela, ¡cántame una canción antigua, de cuando éramos jóvenes…! Yo le canté una canción y nos reímos. Pero en fin… Ramón está en el cielo… ¡Estoy tranquila!
En la fachada de la confitería está la lápida. La colocó el Colegio Oficial de Veterinarios de la Provincia de Barcelona en agosto de 1926 en homenaje al «eminente veterinario, bacteriólogo y filósofo». Apenas puede leerse. Al parecer las letras eran doradas y la substancia que las recubría no ha podido resistir la acción atmosférica. Unos escurrimbres rojizos cubren el mármol y las palabras son ilegibles. Esta es una de las lápidas menos lapidarias que yo he visto.
La memoria del doctor Turró se irá perdiendo. En su pueblo natal ya no queda apenas rastro de su paso por la tierra. Sin embargo, yo creo que la memoria del doctor Turró es digna de ser conservada por algunas razones. En el doctor Turró se concentra el más grande esfuerzo personal que se ha hecho en este país contra el kantismo. Los resultados de este esfuerzo me importan menos que la posición misma. Si no queremos naufragar en el caos intelectual y sentimental hemos de aprovechar las experiencias de todos los que sintieron este mismo peligro.