Este año, aquí en este país, las ranas comenzaron a croar allá por el quince de mayo. Un día, ya anochecido, se desgajó del cuerpo del mundo cósmico, el ronco, húmedo y gutural ruido de una rana. Luego, croó otra y luego una tercera y ahora la cosa, gracias a Dios, ya esta armada hasta el próximo otoño. Dos o tres días después de las ranas —el dieciocho— aparecieron los primeros grillos. Hicieron una entrada musical modesta y pobre, tímida, como corresponde a los músicos de poca categoría. ¡En mala hora aparecieron! Este año el equinoccio de primavera se presentó acompañado de un fuerte temporal de levante y chubascos de gran ímpetu. Llovió, a cántaros, durante dos días. Casi todos los grillos primerizos debieron morir ahogados. Millones de grillos. Afortunadamente, la Providencia ha dado a esos animales grandes facilidades para la reproducción. De lo contrario, este año, nos hubiéramos quedado sin grillos.
También oigo los pájaros. Los oigo piar y correr por el ramaje todavía seco que cae detrás de la ventana del cuarto de la fonda. Ya van haciendo todos acto de presencia. El carro de la primavera. Pomposo y carnavalesco, transportando ninfas etéreas y dioses de la mitología con casco de bombero, avanza seguro e inexorablemente.
Quiero decir aquí, en la intimidad, que no tengo simpatía por los pájaros. Si los pájaros no hicieran más que volar por los aires, sentiría por ellos una gran admiración. Pero los pájaros vuelan muy poco. Tengo la impresión de que cada día vuelan menos. Los pájaros se arrastran por las ramas, por las zarzas, por el suelo. Y entonces parecen reptiles. Un pájaro es un reptil fracasado, un reptil corto. Sus movimientos, sus correrías, su forma, su raza, recuerdan al reptil constantemente. Y yo siento por los reptiles un asco y una aprehensión insuperables. La visión de un lagarto al sol, en verano, me hace vomitar. Es algo más fuerte que uno mismo: algo físico, sensorial, mental. Las serpientes me ponen la carne de gallina. Odio la selva virgen y aunque me dieran millones no viviría en un país con selvas vírgenes. Es probablemente el horror que me producen los reptiles lo que me hace sentir un amor cada día más entrañable por la cultura y la civilización en tanto que valores opuestos a la destructora, ciega, repugnante, violenta, guerrera, desordenada y atroz Naturaleza.
La palabra, ya empieza por ser en castellano, muy fea. Este idioma, que tiene tantas y tan finas palabras no ha dado a esos animales el nombre correspondiente a su ligereza. ¡Pájaro! La palabra es fea. Parece de trapo y de serrín. En cambio, forzoso es reconocer que las mayores lenguas europeas les han dado nombres bellísimos: vogel, en alemán; bird, en inglés; oiseaux, en francés; ucello, en italiano, etc. Esto es debido a que los poetas que inventaron estas palabras no se fijaron en los pájaros más que en el momento de volar. Un vuelo de pájaro es desde luego, cosa fina. Pero ya he dicho que volar, lo que se dice volar es lo que los pájaros hacen menos.
Hoy, la chiquilla de la fonda, ha dado un gran grito.
—¡Mamá! —ha dicho—. Han llegado las golondrinas.
Y en efecto hoy, día quince de abril, han llegado las golondrinas. Hemos salido todos a verlas y las hemos saludado cariñosamente. Primero han descrito diez o doce maravillosas curvas alrededor de la casa. En el curso de algunas de ellas, han pasado rozando los nidos que construyeron el año pasado, bajo el alero. Sin duda los han examinado para ver si les podían ser de alguna utilidad, todavía. Luego, se han acercado todas al aljibe para beber. Y entonces hemos presenciado esto. La niña de la fonda —una chiquilla rubia de ojos azules— ha descubierto que las golondrinas están tullidas.
—¡Mamá! —ha dicho—. Las golondrinas no pueden mantenerse derechas.
Y así es en efecto. Las golondrinas no pueden sostenerse derechas. Las patas no les llevan. A diferencia de la mayoría de los pájaros tienen unas palmas inservibles. Para beber un pequeño sorbo en el aljibe han debido poner su diminuto tórax en el muro. Algunas han renunciado incluso a esto y beben rozando el pequeño cónico pico por la superficie del agua tersa. Porque hay también esta otra diferencia: la golondrina es el pájaro que vuela más, es el que tiene más horas de vuelo. No solamente realiza sus largos viajes anuales. Además, viviendo como vive de los mosquitillos que flotan en el aire, se ve obligada a volar constantemente. Cuando la golondrina descubre un mosquito, abre su boca enorme y acelera la velocidad del vuelo. El mosquito entra en sus fauces y desaparece como por encanto. Y esta es la manera que tienen las golondrinas de matar mosquitos.
Y lo curioso es esto: las golondrinas suelen utilizar los campanarios como eje de las curvas que describen. Si algún día vais a alguna ciudad decrépita, con una catedral y un campanario esbelto, veréis, a la hora del atardecer generalmente, una gran cantidad de golondrinas dibujando circunferencias alrededor del campanario. La finalidad de estas curvas no es meramente decorativa, desde luego; este incesante volar tiene una finalidad alimenticia. Pero los poetas que tienen la obligación de ignorar la existencia de los mosquitos, han unido estas gráciles líneas descritas por las golondrinas y su chirriar romántico (que no es más que un grito de caza feroz) con el encanto de las piedras viejas. Y así llegaron a tener el prestigio literario que tuvieron. Quien las cantó con más elevación y sensibilidad fue Giovanni Páscoli y aquella poesía que empieza:
Dunque, róndini, róndini, addio…
Es una bella poesía. Don Santiago Rusinyol, me dijo un día, en Gerona (donde hay muchas) que lo que acompaña mejor al absintio es el vuelo y el chirrido de las golondrinas. Rusinyol y sus amigos, llamaban hacia 1800 a la hora del absintio y de las golondrinas, la hora triste. Bonito. Sin embargo, en los últimos años, las golondrinas han perdido prestigio. La juventud de hoy, no hace caso de ellas. Yo sospecho que la juventud de hoy pasará por la vida sin darse cuenta de las pequeñas, amables, si queréis insignificantes, pero únicas cosas que la vida contiene. Y esto es triste.
Sobre los pájaros leí hace años la célebre tesis —clásica— de Espinas, que se titula «Las sociedades animales». Es, quizá, una tesis un poco antigua, pero ¿se sabe hoy, sobre estos animales, algo más substancioso y fundamental que lo que dijo Espinas? ¿Qué vida llevan los pájaros? ¿Viven en familia o en régimen de anárquica libertad? Según Espinas, contestar estas preguntas implica entrar en el campo de la pura diversidad.
Especies hay de pájaros que llevan una rigurosa vida de familia. Aquí están los periquitos para demostrarlo. ¿Cuál es, al parecer, el ideal del periquito? Pues es el mismo ideal profesado por muchos maridos de nuestro país y del extranjero: estar siempre, mañana, tarde y noche, al lado de la periquita. Y el ideal de la periquita no parece ser otro que vivir constantemente, al lado del periquito. Tanta fidelidad, en estos peldaños bajos de la escala biológica, parece más que realidad positiva y real, una fidelidad simbólica, un ejemplo vivo de la fuerza del amor cuando está alumbrado por la luz de la razón y del buen sentido. Es decir: cuando el amor se presenta dosificado con la conveniencia.
Otros pájaros son monógamos sólo en el momento de la cría. Algunos llegan incluso a ayudar a la hembra en los trabajos de incubar los huevos. Ternura. Luego, nacen los pequeños y abren dentro del nido aquellas bocas rojas y amarillas tan enormes que uno siempre tiene miedo de que el pájaro se coma a sí mismo en un descuido, como quien da la vuelta a un calcetín. Algo debe traer el macho a estos pequeños, al menos los primeros días; pero cuando los pequeños se van del nido está demostrado que todos los vínculos que podríamos llamar familiares desaparecen. Los naturalistas dicen que en los pájaros hay entre padres e hijos y entre hijos y padres la misma sensibilidad y el mismo apego que existe entre los peces: es decir, absolutamente ninguna sensibilidad y absolutamente ningún apego. La ternura desaparece. Luego el macho se marcha —sin dar el portazo clásico, naturalmente— y vive con los amigos en régimen de club, de café o de tertulia —como quiera el lector— régimen que dura, frívolamente, hasta la próxima cría. Así aparecen estas tertulias volantes de pájaros, estas bandadas volando de rama en rama, haciendo piruetas y trazando curvas o correteando, en tierra, como los reptiles.
Hay finalmente, unas variedades de pájaros que viven en plena libertad incluso en los momentos de la cría. El gorrión —pájaro sinvergüenza, fornicante e individualista— puede ser un ejemplo de estos descastados animales. El gorrión vive en régimen de tertulia sistemática y perpetua, y no le importan ni los vínculos de la sangre ni los sentimientos pajariles, que aunque rudimentarios no pueden dejar de existir. Estos deben ser los pájaros más acercados a los reptiles. En cambio pienso —después de haber dado una vuelta por las jaulas de la Rambla— que los antípodas de los reptiles son quizá los loros y las cacatúas. Éstos al menos se mantienen rígidos y erguidos. Ellos me reconcilian un poco con estas formas ingrávidas de la vida.