El bachillerato de los chicos

El pretexto universal de la gente acomodada, socialmente construida, para huir del campo o de los pueblos e instalarse en una u otra gran ciudad, es la educación de los niños, concretamente el Bachillerato de los niños. Así en los pueblos, aparte de los silenciosos y graves cultivadores de la tierra, no queda ya casi nadie. Uno trata en ellos de hablar un momento de cualquier cosa que no sea comprar o vender y la gente se encoge de hombros, quedando uno plantado como mesilla de noche en medio de la calle.

En los mejores casos, el pretexto responde a una realidad. Otras veces es una simple excusa para entrar en la aventura más grotesca y absurda a que puede aspirarse en ese país: la aventura burocrática. Hay un número creciente de personas, generalmente de poca solidez de entendederas, que abandonan sus tierras para ser empleados, vivir en un piso, ir al cine, gozar del espectáculo de ver pasar los tranvías y eliminar de su existencia todo riesgo o sorpresa —excepto, claro está el riesgo de la miseria indefectible, grisácea, definitiva. Y esa es la marcha de la vida moderna, impregnada de socialismo hasta el tuétano— esa vida que consiste ya en dedicar una buena parte del día a hacer colas y dilucidar los problemas de las cartillas de racionamiento y otros papeles de amenidad parecida.

Pero, en fin, a veces el pretexto es cierto.

No se puede negar, me parece, que los padres de familia sueñen abundantemente en la indefectible inteligencia de sus hijos y en su ineluctable porvenir. Esos son sueños profundamente humanos y, desde luego, agradables. Pero, en los presentes días, ¿qué auguran en sueños los padres a sus hijos? ¿Les auguran un porvenir de fama y de inmortalidad inmarcesible? ¿Les auguran un porvenir de trabajo tenaz, ordenado, de responsabilidad rígida? Tengo la impresión de que se trata de sueños mucho más dulces y, desde luego, más modestos. Para sus hijos, los padres sueñan enchufes, prebendas, facilidades, «cosas seguras», un piso discreto en un barrio potable y la cantidad de trabajo mínima. En ese país, las únicas personas que han tenido, de siempre, un prestigio real, son las personas ricas. Pero después de los ricos, casi en el mismo plano, las personas más envidiadas por el popolino son aquellas personas que, trabajando lo menos posible, viven, en fin, discretamente. Ganar dinero trabajando mucho es considerado una mera redundancia, una vulgaridad perogrullesca. Ganar dinero sin hacer prácticamente nada, eso es lo que tiene un mérito positivo.

Objetar contra esos sueños no sería correcto. De su densidad depende, en definitiva, el que se pueda decir, de una sociedad determinada, que está afectada por lo que constituye la esencia misma de la burguesía: por el deseo de ascensión social. Cataluña posee desde su renacimiento industrial, comercial y literario, este sentido en grado máximo, y aquí está, esta pujante e inmensa Barcelona para demostrarlo. Todo el mundo quiere ser un poco más de lo que fue hace un momento, y bastante más de lo que fueron sus padres. Y los padres parten de la idea de que en su paternidad se considerarían hasta cierto punto fracasados si sus hijos no pudieran llegar a ocupar un peldaño más elevado de la ascensión social. Lo cual quiere decir que nadie está contento con su suerte y este descontento —que es característico de la vida moderna y de la civilización occidental, en lo que tiene esta civilización de contrario al conformismo asiático totalitario— forma un motor interno con un rodaje inmenso, que lleva a las gentes a aspirar cada día a más, a más y a más. Pero el ansia de ascensión se ha matizado, en los últimos años, con un factor que hubiera hecho caer la cara de vergüenza al señor Esteve: la gente aspira a ser cada día un poco más… pero trabajando lo menos posible. Eso es nuevo y de una gravedad inmensa.

Cuando comparo la época actual con la de mi adolescencia, no puedo dejar de considerar las proporciones que el ansia universal de ascensión ha tomado. Es algo formidable. En 1907-1908, cuando empecé a estudiar el Bachillerato en mi pueblo natal, que tenía entonces algo más de diez mil habitantes, sobraban dedos de la mano para contar a los que seguían esta clase de estudios. Ahora habrá alrededor de cincuenta chicos y chicas que estudian el Bachillerato. No todos, claro está, acabarán, y de los que acaben sólo un tanto por ciento exiguo se abrirán paso brillantemente en la vida. Lo cierto es que muchos habrán dejado lo seguro por lo inseguro: habrán abandonado la dirección de un negocio familiar del orden que sea, habrán distraído los intereses de una empresa agrícola —pequeña o grande— para seguir un camino lleno de incertidumbres y a la postre de pequeñas o grandes miserias. Porque esto no suele tenerse en cuenta cuando se exalta, a ciegas, el admirable fenómeno de la ascensión. Se subrayan los casos de éxito, se ejemplarizan los triunfos ruidosos, pero no se tiene jamás en cuenta el número incalculable de personas que, dotadas aparentemente de un utillaje para la lucha —un título cualquiera—, pero siendo totalmente inservibles para ejercer lo que oficialmente representan, acaban en la zozobra, la angustia y la miseria.

¿Qué sucede, en efecto? El payés tiene un hijo y este hijo ha de estudiar el bachillerato. A tales efectos es trasladado del manso o de la pequeña población rural en que vive la familia a la población en cuyo seno radica el Instituto, que por este sólo hecho es ya una capital de provincia o una población comarcal grande. Este desplazamiento es presentado al chico por parte de la familia y de los amigos de ella como algo extraordinario. ¡Habráse visto! ¡Poder ir a vivir a una población donde hay cine cada día y donde pasa el tren o los autobuses y donde llegan los periódicos y el correo cuatro horas antes que en el campo! ¡Ah! ¡Y donde hay rambleo de gentes, señoritas que se pintan cada día y jóvenes que dicen tonterías con más seriedad y más finura que en las tabernas de los pueblos! Algo soñado…

Cuando el muchacho llega a la población que es sede del Instituto, pueden suceder dos cosas: primero, que el muchacho sirva para los estudios y entonces ya no hay caso. Resulta, sin embargo, hablando en general, que la inmensa mayoría de estos chiquillos son un simple producto de la ensoñación de sus padres, de la imaginación de sus familiares. Es decir, no tienen afición alguna al Bachillerato y a sus misterios. Estos chicos hubieran servido para arar, para ser unos excelentes hortelanos, para ejercer las labores de la ganadería con provecho y distinción. Utilizo adrede la palabra distinción, y si alguien se ríe de la propiedad que en esta frase tiene la palabra, es que es un zafio. Todo se puede hacer con distinción, poniendo un amor al oficio verdaderamente delicado. Sucede, pues, esto: que el chico que ha sido desplazado a la ciudad para seguir unos estudios que no le importan un bledo y que no entiende ni entenderá jamás, queda como desarraigado. Queda como una pluma al viento, flotando en medio de cosas incomprensibles e inciertas y rodeado, naturalmente, de un mundo lleno de facilidades.

Pasan los años, y dado que es mucho más fácil cambiar el gusto de la corbata que desasnarse, sucede que el chico se va alejando cada día que pasa del camino exacto a que Dios le había llamado. Cuando por las vacaciones y en verano regresa a la vieja casa de sus antepasados, lo encuentra todo extraño y aburrido. El sentido de las palabras antiguas se va esfumando en su mente y acaba por perder el léxico natural de las cosas. En el pueblo, en la masía, todo es pequeño, arcaico, desagradable. El chico, que la ciudad ha convertido en un chuloide de grupo y de café, se convierte, en el campo, en un bobalicón que no sabe articular palabra, ni hablar con orden y claridad. El chico tiene un aspecto distinguido, pero en el fondo se ha cretinizado. El tiempo natural para aprender, en la sangre, las cosas para que estaba destinado, ha pasado yendo a escuchar a unos señores que en seis años no han podido fijarle la curiosidad sobre nada o deletreando manuales sin sentido, aburridísimos, indescifrables.

Cuando llega la prueba del examen, puede naturalmente ocurrir, aparte de otras desgracias, que el muchacho sea considerado apto para continuar sus estudios universitarios y hasta que obtenga un título cualquiera. En este caso el muchacho acabará en el mundo del hambre discreta, de la más dolorosa e insoslayable mediocridad, del sonambulismo ciudadano. Pero también puede suceder que por las dificultades observadas ante el referido examen, la familia recapitule y acuerde que el muchacho regrese a los lares para tratar de compensar el tiempo perdido. Es precisamente en estos casos que mi experiencia es larga y ella me incita a decir lo que formulé al principio, esto es, que el Bachillerato puede ser nefasto. Porque a lo que voy es a esto: a afirmar que el muchacho de las clases rurales fracasado en el bachillerato y que ha pasado su adolescencia y su primera juventud en una ciudad cualquiera, no sirve ya jamás para vivir en el campo, ni para sentir un verdadero amor por sus propios intereses rurales. Se convierte a veces en un payés teórico y absurdo; otras veces en un ciudadano nostálgico, perdido en la morosidad y el tedio del paisaje. Queda un tipo desdibujado, un quiero y no puedo, un fantasmón pedantesco y desagradable. Yo he conocido muchos tipos de éstos; la política rural está llena de esta clase de personajes. Yo he tratado a bastantes, y algunos han sido grandes amigos míos. Casi todos acaban en la incuria, el abandono y el desánimo. No saben hacer nada, porque nada concreto les han enseñado, aunque en las discusiones del tute en el café pueblerino puedan recordar —sin que por ello estén del todo seguros— que la capital de Colombia es Santa Fe de Bogotá. Viven inciertos, desfibrados, infelices; sus fincas son sistemáticamente saqueadas por sus aparceros y colonos, y casi todos acaban en la más pura y trágica inanidad.