El almuerzo fue denso y generoso, digno de las mayores alabanzas. Por la tarde fuimos a tomar el sol por el campo y cogimos unos espárragos de una ternura exquisita. Al atardecer nos recogimos bajo la gran campana de la chimenea. Los últimos fuegos tardíos son agradabilísimos. El reloj de la sala dio seis campanadas lentamente.
—¡Las seis! —dijo la señora bajando la cabeza con un velo de tristeza.
—En este momento, señora —advierto—, o poco más o menos, se estarán encendiendo las luces de la gran ciudad. ¿Ha pensado usted alguna vez en la importancia que en nuestra época tiene la luz en la vida de los hombres y de las mujeres? Quiero decir la luz pública, porque sucede esto: en el interior de las casas la luz es cada día más turbia y más indirecta y, en cambio, en algunos puntos públicos, los frecuentados por la gente, la luz está dada a chorros, de una manera espectral y siniestra. ¿No es curioso? Se han encendido, pues, las luces de la gran ciudad y se han inflamado todos los grandes camelos: los anuncios, los cines, los teatros, los periódicos, los nombres de las comadronas y de los médicos, los Bancos y las empresas de capital anónimo y errabundo. La gente revolotea alrededor de los tubos incandescentes. Cuando recuerdo el espectáculo, señora, pienso en el efecto que la luz hace a los pescados. Los pequeños calamares, al conjuro de la incandescencia del agua —de un azul de cloro deslumbrador—, suben a la superficie, se apelotonan bajo la luz y mueren formando un ovillo informe. Las anchoas y las sardinas, bajo la deslumbradora claridad, se estrujan entre sí, algunas sacan la cabeza melancólica, en un esfuerzo supremo, de debajo del agua y dejan salir una burbuja muy pequeña —probablemente el alma de la sardina—. La burbuja se disuelve en la noche inmensa. En las cosas esenciales, los hombres y los pescados tienen un gran parecido.
—¿No le gustan a usted las luces de la ciudad?
—Me gustan más, francamente, los fuegos de leña. ¿No se ha fijado usted, señora, en la variedad de los fuegos de leña? Los troncos de pino dan una llama rojiza; los sarmientos un chisporroteo entre rosado y verde; la leña de haya, un resplandor amarillento; el roble y la encina, un destello blanco, continuado, inmóvil, de una fijeza e intensidad que parecen ultraterrenas. Si coloca usted en el fuego un tronco de alcornoque con su corteza, despide primero una gran llamarada; luego su combustión es un poco fumosa; finalmente el tronco forma un rescoldo que se mantiene durante mucho tiempo vivo y deslumbrador. Los fuegos de leña me hacen pensar en otros momentos, en otras cosas, en otros fuegos… Su fuerza evocadora es estupenda.
—¡Qué apasionado es usted de la vida campestre…! Apasionado con temperatura. ¿O es que quizá se nos ha vuelto usted, como los vegetarianos —añade después de una corta pausa—, enemigo de las grandes ciudades?
—Ni amigo, señora, ni enemigo. Estamos ante una realidad: de las grandes ciudades han desaparecido, en los días que vivimos, todas las ventajas que la civilización había concentrado en ellas. Y esto es cierto no sólo en nuestro país, sino en todo el Continente. En cambio, cuando entro en una casa de campo me parece pisar un terreno mucho más firme, penetrar en un refugio en el que se conservan todavía algunos residuos de civilización. En el campo puede uno satisfacer aún aquel mínimo de necesidades cuya carencia coloca al hombre frente a la Naturaleza en una posición irrisoria y ridícula. En las ciudades, en las grandes ciudades, esto es ya imposible. Le hablo en nombre de la modestia, de las personas modestas como yo, es decir, de la inmensa mayoría.
—Habla usted sólo de las necesidades materiales. ¿Pero, y las otras, las espirituales?
—Pero, señora, ¿cómo cree usted que en las grandes ciudades la gente pueda resolver sus necesidades espirituales si andan atosigados con la coliflor y las judías? ¿Cómo es posible imaginar hoy la aparición de una segunda Madame de Sevigné de pluma tan suelta y agradable, si el gas del hornillo no tiene presión y la carne es tan coriácea? Ahora bien: un mundo que no tiene un mínimo de necesidades materiales resueltas se convierte en un mundo que no se puede admirar. Me acuerdo siempre a este respecto de una frase de Goethe sobre Lessing que dice: «Compadezcamos a Lessing por haber vivido en una época en que no hubo más que polémica y lucha». Sí. Somos dignos de compasión. Una de las más nobles facultades del hombre —la facultad de admirar— ha quedado exhausta. El torbellino de la lucha y la polémica nos arrastra. No podemos admirar.
—¿Entonces…? —me dice la señora mirándome fijamente.
—¿Es usted capaz, señora, de vivir sin admirar algo, alguna persona, alguna cosa, un paisaje, un trozo de mar? ¿Se puede vivir sin sentir admiración por algo? ¿Se puede vivir sin admirar? Su deseo es trasladar su vida a la gran ciudad, entrar a formar parte de la inmensa legión de personas que llevan en su cara, marcada, la desilusión y el escepticismo. ¿Le conviene a usted entrar en este páramo? Si supiera usted la inmensa cantidad de gente de todas las grandes ciudades de Europa que desearían hacer el camino en sentido inverso al que usted propala. ¡Cuántos millones y millones de seres humanos están suspirando por tener un huertecillo con tres coles, diez matas de patatas y cuatro gallinas! ¡Cuántas estarían dispuestas a no ver jamás las luces de la ciudad! ¿No cree usted que por el momento lo más prudente, el sentido más elemental aconseja quedarse en este refugio del campo? Aquí podrá usted continuar creyendo —precisamente por tener resueltas las necesidades de que le hablaba— que sus necesidades espirituales son importantes. Fuera de aquí, en la estantería en forma de piso de la calle de Valencia o de Mallorca a que irá usted a vivir, yo no podré responder de nada.
—Pero…
—Sí, sí, ya comprendo. El Bachillerato de los chicos… El Bachillerato de sus chicos, todos los bachilleratos del mundo no tienen hoy, señora, ni la menor importancia. Recordar en estos momentos estas pequeñeces produce la misma comicidad que aquel gracioso dibujo de Walt Disney, en que se representaba al viejo Noé en el momento de iniciarse el Diluvio universal, yendo a comprar una caja de pastillas contra el resfriado.
El fuego estaba magnífico. Había en la lumbre un gran tronco de olivo que emitía una llama pequeña, viva, azulada.