Paseo matinal

Al día siguiente, el desayuno fue muy substancioso y luego salimos, anfitrión y huésped, a dar una vuelta por el pueblo. Fue un excelente paseo. Mi amigo se tomó la molestia de presentarme las cosas más notables de la población y sus alrededores, que resultaron, como suele suceder con los alrededores, verdaderamente estupendos.

Al pasar por la calle que es tenida por la principal del pueblo, noté con satisfacción que se estaban construyendo dos o tres casas nuevas, con la particularidad de que dos de ellas, al menos, presentaban en sus fachadas voluminosos síntomas de la voluntad de construir sobre las mismas estos pegotes que en Barcelona se llaman tribunas —tribunas que cuando aparecen en los pueblos son un indicio casi infalible de acumulación de dinero fresco—. Cuando lo que los romanos llamaban la Fortuna concentra sobre un ciudadano cualquiera de ese país una determinada cantidad de papel moneda, parece que podrían suceder muchas cosas, pero, en general —y de una manera perentoria—, no suele suceder más que eso: aparece una tribuna o dos en la fachada que el individuo habita o en la casa que se propone habitar, al objeto de que la esposa del afortunado goce de distracciones honestas, pueda ver pasar la procesión y el ir y venir de las gentes. En estos climas, lo importante es estar siempre en la calle, y si no se puede estar, hacer el milagro de estar sin estar en ella. Aquellas tribunas, en todo caso, me impresionaron vivamente, no ya por tener columnas que imitaban no solamente el dórico, sino hasta cierto punto el jónico, sino, además, porque reunían condiciones relacionadas con lo que los concejales de todas partes suelen llamar, para abreviar, la estética.

Ante aquel movimiento de tribunas y de columnas, felicité a mi antiguo amigo de Universidad y le auguré las bienandanzas correspondientes. Construir es un buen síntoma. «Recordarás sin duda —le dije— lo que decía nuestro profesor de Economía Política arrancando la máxima del proverbio francés: Cuando la construcción prospera, todo prospera».

¡Pero qué le hube dicho! En los pueblos —y este es uno de los más grandes inconvenientes de la vida en los mismos—, en los pueblos la gente es malpensada. Su característica es la socarronería. Los comentarios que se hacen sobre las cosas son generalmente insignificantes, ¡pero qué riqueza de matices saben poner en sus sonrisas! Pocas veces es posible ver en los pueblos la sonrisa franca y abierta, pero ¡cuántas clases de pequeñas sonrisas silenciosas, ahogadas, menudas, capta uno constantemente! Hay algunas de estas pequeñas sonrisas que llegan a producir escalofrío. Cuando hube dicho mi satisfacción por las casas que se estaban construyendo, fui objeto de una de estas últimas sonrisas.

—¿Sabes de quién son estas dos casas? —me dijo—. La que tenemos delante es la de un panadero, y la que está allí, a treinta pasos más abajo, es de otro panadero…

—De manera que estas columnas de gusto antiguo salen de la panadería… ¡Válgame Dios! Sin embargo, yo había oído decir que todo esto estaba arreglado desde hace mucho tiempo. ¿Cómo es posible imaginar que después de la eliminación de tantos intermediarios todavía las cosas puedan dar para construir casas de nueva planta con columnas de opereta?

Mi amigo me miró con una sorpresa creciente.

—Te equivocas —le dije—. ¿Por qué sois tan maliciosos, tan insondablemente malpensados, en los pueblos? ¡Desengáñate! Estos panaderos habrán heredado de algún pariente, les habrá tocado la Lotería, habrán hecho algún negocio perfectamente lícito. No te quepa duda.

—Veo que no has cambiado… Eres impermeable como en nuestra lejana juventud. Defiendes…

—No te molestes en decirlo… Te lo adivino. Me vas a decir que defiendo lo impopular. Siempre lo hice… Éste es precisamente mi oficio. Vamos a ver. ¿De quién es esta otra casa en construcción?

—Se la está construyendo el del estanco. Según dicen, ha ganado mucho dinero…

—¿En el tabaco, papel y cerillas?

—Perfectamente… —y me envolvió en otra sonrisa muy tenue que pasó por su cara como una pequeña sombra fugaz.

—¡Sois diabólicos! Ya sabes que yo soy fumador de negro, y, excepto en los días que se sirve el racionamiento, no se ve en las estanterías de los estancos más que el vacío. Tú te habrás también dado cuenta. Hay papel, hay cerillas, es decir, hay todo lo que se necesita para liar un cigarrillo y producir humo… pero el tabaco, los demás días, se puede encontrar a veces en las peluquerías, otras veces en una carpintería. En los estancos, yo al menos, no lo encuentro. Te concedo que este concesionario de la Subalterna haya podido ganar algún dinero con el tabaco rubio, o con el de Canarias, que es dulzón, o el de La Habana, que ahora se fuma a pesar de sus altos precios. Te concedo más: te concedo que a base de las hierbas de la autarquía haya podido dar gato por liebre, y farias y trompetas por vegetales de los huertos de los alrededores. ¡Pero con el otro tabaco, qué va! Esto tiene muchos alambiques…

—En efecto, es cosa delicada, pero es cuando las cosas son delicadas que empiezan a ser divertidas…

—¡Si seréis malpensados! ¡Con qué facilidad levantáis en los puebles falsos testimonios! No se puede dudar de los sistemas mecánicos, y en nuestra época todo es mecanismo. Sabes igual que yo que esto va con tarjetas, y cuando no hay tarjeta, con un documento ciertamente abolido, pero valedero todavía para fumar: la cédula, la cédula personal de los viejos tiempos. Si tienes la desgracia de perder una persona masculina de la familia en edad de fumar, la primera visita que recibirás será la de un empleado que vendrá a retirar la tarjeta de fumador del difunto.

Sin embargo, mi acompañante se mostró totalmente insensible. Y. además, displicente, porque observé, mientras terminaba el párrafo anterior, que realizaba un movimiento con la espalda de los llamados jupiterinos. En los pueblos son malpensados y, además, recalcitrantes y testarudos. Se mantienen firmes. Anduvimos unos pasos más y me paré ante otra casa en construcción. Mi amigo se paró por cumplido, a regañadientes. A la casa le estaban poniendo unos arquitos de punto redondo, una monada de arquitos.

—He aquí una casa que será bonita… con arquitos.

—Se la está haciendo el carnicero… —me respondió seco.

——Ya comprendo. Desde que dejaron en libertad a la carne, habrá ganado unas pesetas.

—¡Ca, hombre! Fue antes, cuando la tasa, que las ganó. ¡No aciertas ni una! ¡Desde entonces no hace más que quejarse y decir que el carro está por el pedregal!

—En aquella época, amigo, en las carnicerías, lo más visible eran los azulejos. Ya lo recordarás.

—Sí, en efecto, no se veían más que azulejos, pero es cuando no se ven más que azulejos que la matanza es de rendimiento.

Llega un momento que no vale la pena de insistir. Los argumentos, de puro trillados y manoseados, se convierten en vulgares logomaquias. Uno trata de convencer a las gentes, y en los pueblos, sobre todo, se logra escasas veces. Uno trata de convencer a los amigos, de llevarlos a la razón y a la prudencia, y uno lo logra todavía menos. Determiné callar, y seguimos andando. Atravesamos la calle conceptuada como principal del pueblo. Al final unos campos se ofrecieron a nuestra vista. Más allá de los huertos, tocando los rastrojos, vimos la silueta en construcción de una torre a los cuatro vientos.

—Es la torre del confitero… Confitería y colmado —dijo mi viejo compañero.

—¿Cómo dices?

—Digo: confitería y colmado. La flor de la harina.

No consideré discreto decir más. Hay que dejar a las almas muertas inmersas en su triste escepticismo.