En Vidreras, sube al autobús un viejo amigo, condiscípulo de bachillerato, que ejerce la carrera de la veterinaria en uno de los pueblos de la comarca. Me produce gran alegría ver a este antiguo compañero. Siento, por otra parte, gran admiración por los veterinarios. Pasteur fue un simple veterinario y descubrió el mundo de lo infinitamente pequeño. He observado que en nuestro país los veterinarios, en general —hay excepciones desde luego—, no tienen amor por su carrera. Y en parte es comprensible. Trabajan en un mundo hostil, abandonado, dominado por la pereza mental más espantosa y por las reminiscencias mágicas más grotescas: el mundo de los payeses. Yo he visto recientemente a un veterinario recetar una pócima para una vaca sin moverse del cinematógrafo.
Estábamos en el cine un veterinario y yo. Mi amigo estaba sentado cabe el pasillo. Se presenta un payés demudado y entristecido.
—¿Qué tiene la vaca? —le preguntó el facultativo.
El payés fue describiendo el aspecto que había tenido la vaca durante los últimos días, los síntomas de dolor que había manifestado, su desasosiego.
—¡Por lo que veo es un caso típico de mamitis! —dijo el veterinario.
—¿Cómo dice usted? —preguntó asustado el payés.
—Digo que es un caso de mamitis.
—¿No la quiere usted ver?
—¿Para qué, si tampoco hará usted nada de lo que yo le diga?
Cuando se hizo la luz, garabateó unas palabras en la hoja de un bloc, entregó el papel y dijo al rústico:
—Con el ungüento que le venderán en la farmacia hágale usted friegas a la vaca dos o tres veces al día.
El payés se marchó moviendo la cabeza tristemente. El veterinario me miró con aire abatido. Ya no dijo nada más en toda la tarde. Hipocondría. Esta es la vida de los veterinarios en los pueblos pequeños.
Recibí, pues, la llegada de mi viejo amigo con verdadera alegría.
—¿Te veo preocupado —me dijo—, qué te pasa? ¿Estás bajo la impresión de los últimos discursos?
—¿Te refieres a los discursos públicos? Vosotros los veterinarios habéis sido siempre muy políticos…Ya no los leo. ¡He tenido en mi vida que leer tantos! Pero te diré que hace poco he releído algunas oraciones de Demóstenes y las he comparado con los grandes discursos de la época presente. ¿Y sabes a que conclusión he llegado? He llegado a esta amarga conclusión: que, salvando algunas excepciones, los discursos amazacotados, furiosos, tremendos que se pronuncian en nuestros días serán dentro de muy poco tiempo perfectamente ilegibles. Son discursos sin estilo, sin esqueleto, fofos, sin vigor mental alguno, aburridísimos… Pero francamente, en el momento en que has llegado, pensaba en cosas muy distintas.
—¿Y en que pensabas?
—Pensaba en la primavera, en lo bello que es el campo en primavera. El autobús ha pasado, antes de llegar a Vidreras, al lado de un pequeño bosque de encinas. ¿Hay algo más fino que un bosque de encinas? La encina es un árbol oscuro y sombrío, de hoja perenne, magnífico. ¿Y sabes lo que estaba haciendo cuando me encontraste? Pues estaba poblando aquel pequeño bosque, que por cierto estaba tocado por las sombras bronceadas del atardecer, de ninfas esbeltas y simpáticas y desde luego acogedoras. Porque ya supongo que sabes que una de las ventajas de la imaginación consiste en forjar figuras generosas y amables, ninfas simpáticas, más simpáticas de lo que suelen ser las ninfas en el trato corriente.
—Curiosa manera de pasar el rato…
—Y además, muy formativa. Goethe en «Poesía y Verdad» dice reiteradamente que el libro mejor para dar a leer a la juventud son las «Metamorfosis» de Ovidio. Y este libro está lleno de ninfas y de toda clase de formas vagas y fugitivas. ¿Te acuerdas de la cantidad de ninfas que llegamos a soñar en el colegio? ¡Qué bellas e interesantes eran!
—¿Interesantes? ¿Crees que eran interesantes?
—En aquel momento, todo el mundo decía que las mujeres eran interesantes y por lo tanto también lo eran las ninfas.
—Y ya que has visto las ninfas del bosquecillo —me pregunta el amigo—, ¿puedes decirme cómo eran?
—Había de todo: ninfas morenas, ninfas rubias y una o dos parecían haberse teñido el cabello. En general eran delgadas porque hoy, ya comprenderás que las rotundideces que podríamos llamar valencianas son bastante inasequibles. Jugaban en un claro del bosque, cubierto de verde césped, e iluminado por el sol moribundo con un resplandor de yema de huevo. Lo demás ya te lo dije: eran simpáticas y acogedoras y parecían de muy buena familia.
—Distinguidas…
—Sí, sí. Perfectamente distinguidas.
—Pero yo te preguntaba como eran las ninfas físicamente. ¿Eran como las otras mujeres o tenían en su cuerpo alguna forma inédita?
—La cabeza y el pecho era, desde luego, igual que el de las chicas. En las piernas me fijé menos, francamente. Desde un autobús en marcha todo se ve muy por encima. Pero me pareció que las formas finales o terminales de las ninfas son un poco huidizas y se confunden con los remolinos de aire que se forman sobre la tierra.
—Sí, vamos, como las mujeres… Y oye, ¿qué idioma hablan esos seres quiméricos?
—Ah, eso no lo sé, porque no hablé nunca con ellas. Te acordarás de los esfuerzos que hicimos en el colegio para hablar, desde el patio de recreación, que era enrejado, con las ninfas que se nos aparecían en los tejados de color de albaricoque de la vetusta ciudad de Gerona. Y ya sabes que no lo conseguimos jamás. A las ninfas las hemos visto siempre, desgraciadamente, en una lontananza excesiva. Sin embargo, algunos autores de fantasías, de la época antigua, les hacen hablar en la lengua usada en los libros que las presentan. Así Ovidio en sus obras y Teócrito de Siracusa en sus idilios.
—Y las ninfas, ¿qué hacen en los bosques? ¿Andan desnudas o vestidas? ¿Se dedican a la dialéctica o a bailar sobre el césped? Porque según tengo entendido estos seres caprichosos realizan los movimientos que profesa el maestro Llongueras en la gimnasia rítmica…
—Las ninfas, amigo, no van desnudas ni vestidas sino que cubren su cuerpo de vaporosos velos, velos que cada uno, según su pudor, puede adelgazar o tupir. No excluyo que conozcan a fondo la gimnasia rítmica, porque es muy buena gimnasia. Así me lo dijo al menos, la última vez que le vi hace ahora quince o dieciséis años en Ginebra, el propio maestro Llongueras. ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! Sin embargo, esas ninfas del bosque de encinas, cuando las vi hacían cosas diversas. Unas se paseaban bajo los árboles con una postura muy recatada. Otras merendaban. ¡Si hubieras visto qué apetito tenían! ¡Madre de Dios, cómo engullen las ninfas!
—Tendrán un racionamiento preferente…
—¡Tu dirás! Son seres semidivinos.
Pero el autobús estaba llegando al pueblo de mi destino. Me despedí de mi entrañable condiscípulo.
—¿Hay algún microbio nuevo? —le pregunté al darle la mano.
—Que yo sepa…
—Buenas noches, amigo.
—Buenas noches. Adiós.