En las primeras horas de la tarde, bajo el sol, el aire hace pocos días era frío; ahora es fresco. En el autobús, abro un poco la rendija del cristal y entra un hilo de viento que tiene un frescor de menta. Dentro de pocos días el aire será tibio. Decir que tenemos la primavera encima sería un poco tosco: estamos dentro de la primavera. Respirar esta pequeña brisa cargada de ligeros perfumes, que pasa sobre la piel de una manera tan tierna, que da la vuelta a las hojas de los álamos, y riza los estanques dormidos, esta pequeña brisa en la que flotan, ingrávidos, perfumes de la tierra y de las hierbas floridas o de los arbustos secos, es una de las cosas más agradables, más finas, más agradecidas que pueden hacerse en la vida.
Este milagro anual de la primavera se produce en el pensamiento y en la epidermis. En la época de la adolescencia y de la juventud la primavera casi embrutece. Es una inmersión en el mundo de la Naturaleza, de consecuencias a veces terribles. Pasa uno la mirada sobre los amigos de infancia y de colegio y queda uno sorprendido de la cantidad que murieron de juventud en manos de la primavera. En medio del camino de la vida, la primavera es un engaño. El rejuvenecimiento anual de la Naturaleza hace creer al hombre en la posibilidad de su rejuvenecimiento, en la idea de que comparte con las plantas la virtud de regenerarse, de sacar hojas y capullos —real o metafísicamente—. Pero, desgraciado el hombre que modifica con hinchazones primaverales las líneas de su cuerpo. En esta época aparecen en los periódicos los anuncios de los depurativos. A lo más que pueden aspirar nuestras viejas cabezotas es a poblarse de ninfas rubias o morenas, robustas o delgadas, de nariz chata o de perfil helénico. ¡Ilusiones, simples y fugaces ilusiones de la vida…!
Casi sin querer le llegan a uno los ecos armoniosos de la eterna canción de los poetas. En este tiempo, esos juglares hacen hablar a los pájaros y sobre todo a los ruiseñores. Hacen hablar a algunos animales y hasta atribuyen una fluencia verbal a las plantas. Sin embargo, estos elementos, si hablan, utilizan un alfabeto cuyo significado nos es desconocido. La atribución a los ruiseñores de una capacidad interpretativa de la vena amatoria es cosa inexplicable. Los naturalistas afirman que el ruiseñor es uno de los pájaros de vida familiar más correcta. Los gorriones, en cambio: ¡qué tropa descarada y libertina! Todos polígamos. ¡Y qué poco amor sienten por sus hijos! Adscribir a los ruiseñores las virtudes amatorias que les atribuyen los poetas es tan absurdo como suponer que los tenores y barítonos, porque cantan bien, tienen un corazón más henchido de amor que los demás mortales. Pero la humanidad ha tenido siempre el irresistible, secreto e ineluctable deseo de cantar la primavera, como inicio de un mundo más claro, más libre y más sereno.
¡Qué bello es el campo en primavera! Estos verdes glaucos y mojados de alfalfas y esparcetas, el amarillo de los nabos, la pomposidad de la coliflor, los menudos sembrados en los que se vuelca el viento, los árboles, en un nimbo sutil de color verde botella… Los almendros están todavía en flor, pero ya un poco de aire arranca los pequeños pétalos rosados y los esparce por el suelo. En una subida el autobús anda lentamente y ello me permite ver esa maravilla: un campo de habas con el puntito negro de ojo de perdiz de sus flores blancas y entre ellas, sobre un suelo rojizo, una gran cantidad de flores de almendros… Pienso en Mallorca, como tantas veces me ocurre en este Ampurdán nativo. Este campo de habas con las flores de almendro en el suelo es para mí la quintaesencia del paisaje del llano de la isla y uno de los recuerdos de mi juventud más agradables y persistentes.
Vamos pasando la tarde en el viaje y ya la luz va cayendo. En el tope de uno de los palos de la línea telefónica, que corre paralelamente a la carretera, aparece de pronto, un mochuelo. El animal deja llegar impávidamente el autobús y cuando lo tiene a dos o tres metros levanta el vuelo y se mete en el pinar vecino. El mochuelo tiene un vuelo muy corto y agita las alas pesadamente. Una señora que viaja a mi lado —por las trazas una recién casada apetitosa y fresca— ha visto también el pajarraco y se pone las manos en la cara, con un gesto de horror.
—¡Un mochuelo! —dice—. Tendremos una desgracia… Qué animal más feo con aquellos ojos tan abiertos…
—Este mochuelo, señora —le digo— no hará daño a nadie. Ni a usted, ni a mí, ni a nadie. Ahí donde usted lo ha visto, este pajarraco ha estado durmiendo durante todo el día en la grieta de algún olivo o en algún tejado, debajo de una teja y ahora que la tarde se ensombrece ha salido a buscarse la vida. Esta noche tratara de comer una ratilla o un par de topos o un lagarto; pero la preocupación más importante de este mochuelo será, esta noche, buscar una hembra. Señora, estamos en primavera. Esta es la realidad pura y simple… Cuando estoy en el campo, me gusta observar los mochuelos. A veces los veo desde la ventana de mi cuarto. Estos animales de aspecto melancólico, viven en la pura galantería; tienen, llegadas las sombras de la noche, una vitalidad dionisíaca y magnífica. Cuando hay luna sorprendo a veces un mochuelo en la rama más alta de un árbol: la suave claridad permite ver todos sus movimientos. El animal saca, sobre sus dos ojos redondos y pasmados sus dos cuernecillos de pluma y se dedica con la cabeza a la producción de reverencias, saludos, zalamerías, muestras de asentimiento, dulces inclinaciones y monerías sin cuento. El sopor blanco de la luz lunar difumina un poco el caudal de fosforescencia y de pasión que contiene el amarillo—negro de sus ojos: así y todo el fuego es obsesionante. Y todo esto, señora, el mochuelo lo hace para ser agradable a una hembra invisible, lejana, situada a veces en la más remota lejanía.
—¿Me quiere usted reconciliar con los mochuelos? —me pregunta la señora sonriendo.
—¡Hay señora! —le digo sotto voce—. Si los hombres sintieran por el objeto de su amor la tenacidad, el ímpetu la obsesión que por el suyo siente el mochuelo, ¡qué vida regalada pasaría la humanidad entera!
Unos kilómetros más allá, el autobús hace una parada en despoblado. La tarde ha caído completamente. Es ya de noche. Del campo nos llega un vasto, dilatado silencio. Y en medio de este silencio, se levanta, solitario, catarral y ronco el canto de una rana
—¡Una rana! —dice la señora. Es la primera que oigo este año.
—Las ranas croan. Estamos en primavera.
—Sin duda lloverá.
—Es posible que llueva pero no creo que en la producción de la lluvia intervengan en lo más mínimo las ranas. En esta época —perdone— las ranas entran en celo. En esta época —sobre todo si las aguas de su medio son un poco turbias— viven en una felicidad completa. Entran y salen del agua con una gran parsimonia y si alguien las inquieta se tiran de cabeza, como un nadador moderno. A veces se mantienen a flote al filo de las aguas y quedan como adormiladas con la cabeza fuera. Otras veces se sientan al aire libre, sobre una piedra y pasan un par de horas al sol, contemplando con sus ojos salidos, redondos y amarillentos, la bóveda celeste y los sembrados tiernos. Y las ranas cantan… Las ranas machos emiten unos ruidos guturales para entusiasmar y ser bien recibidos por las ranas hembras. Tienen estos sonidos gangosos el mismo sentido que el que pueda tener en un ciudadano que ha de presentarse ante una señora rozagante, cortarse el pelo, hacerse una fricción de champú o comprarse una gran corbata. A las ranas, no les interesan los cambios atmosféricos. Si la sequía les agota su medio de vida líquido, se dejan morir estúpidamente.
Cuando oigo cantar una rana, veo un mochuelo, observo una cigarra chupando la sabia de un árbol o contemplo el andar afanoso de una hormiga, pienso en el viejo Fabre, el entomólogo. Fabre puso orden en esta maraña inextricable de la naturaleza. Su obra me produce una admiración constante, inextinguible, sin límites. Fabre era antidarwinista. Decía que Darwin le daba miedo. Al oír su nombre se ponía las manos en la cabeza. No es cierto —decía— que los animales canten, salten, silben, píen y hagan toda clase de excentricidades y de tontería, en virtud de su instinto sensual. No. Los animales hacen esto para demostrar la satisfacción que sienten en la vida, exactamente como el hombre se frota las manos para manifestar su alegría…