Estas tardes de los alrededores de Carnaval, suelen ser muy cristalinas. El día es un esfuerzo para colorear la blanca y tétrica helada matinal. El cielo es puro y claro, de una lívida, rosada, verde, azulada infinitud. El sol tiene un destello engañoso y rígido; el aire queda como lavado; sobre la atmósfera tensa los perfiles de las cosas ofrecen una caligrafía precisa, como dibujada a la punta seca y los términos se le acercan a uno como por arte de encantamiento. En el confín, aparece el Canigó, muy cerca, gran diamante del Pirineo, todo cubierto de nieve rosada, con la geometría centelleante de sus aristas sobre sus graves espaldas paquidérmicas, indiferente y fascinador de hermosura y de fuerza. Las aguas gimen, la pupila abierta, de color de estaño, en las acequias. Los árboles se alargan, lineales, esbeltos, puntiagudos, hacia el cielo.
En este tiempo, las formas vegetales toman un aire joven, presentan un pecho insolente. Los olivos, descargados del morado denso de las aceitunas, vuelven a su plateada ligereza, a su frivolidad aérea. Los almendros en flor —rosa y leche—, el pistilo trémulo, ponen una intimidad cándida sobre la cruda lividez del cielo. Las mimosas, de un verde amarillento. A punto de estallar, despiden un olor de sacarina. Los robles, de hoja bronceada, de sombreados rojizos, parecen un avinagrado aguafuerte. Las viejas hojas doradas, se acaban de pudrir, sobre la tierra incendiada, bajo los castaños de copa soberbia. Los menudos sembrados tienen, tocados por un poco de aire, como un estremecimiento fugitivo. Pasa una nube sobre la tierra, dejando una sombra clara, errante e imprecisa.
Es el tiempo de los huertos y de los bancales: la col abre su bambolla un poco engolada y pedantesca; la coliflor tiene un velo de color rosáceo sobre la pella blanca, dura, granulada; las hojas de zanahoria, menudas y ribeteadas, se encogen frioleras; las pequeñas hierbas acuáticas, sobre el remanso ensoñado, hacen un recodo violáceo y verde; los nabos y los rábanos estallan en un amarillo de litografía, un amarillo ridículo y tremendo.
Este era, en otras felices épocas, el momento de las comidas fuertes y de los vinos de cuerpo —el momento de sentarse a la mesa con la espalda tocada por el resplandor de la lumbre. Se comía el estofado de conejo de bosque, perfumado de hierbas, o la última liebre; el rape con patatas tocado ligeramente por el alioli ardiente; el centenar de caracoles al horno con una entusiasta vinagreta; el tordo de huesos crepitantes o la becada ilustre; el cerdo rosado, la butifarra suculenta…
El mar ofrece en estas efemérides su producción más delicada: los moixons de plata oxidada, de insospechadas finezas; los sonsos diminutos para dorar en la sartén: los calamares, los pequeños calamares tan tiernos y los insidiosos pulpillos; la lubina de blancas carnes, que no tiene rival para las convalecencias; la grebia suntuosa y el marisco más perfumado de todas las épocas —perfumado por las suaves calmas saladas y las lunas de estas noches tan claras y quietas. Acercarse al gusto terrenal de las cosas es practicar una forma plácida y respetable del idealismo. Y todos estos elementos cobran su máxima elocuencia expresiva cuando pueden degustarse con un poco de tramontana silbante en la puerta, la tierra un poco yerta y el fuego en la espalda o en el pecho.
Estas tardes de Carnaval, concentran en sí las crudezas del invierno y los gozosos presentimientos de la primavera. Tardes de carnaval, cristalinas, de una lucidez melancólica, mundo convaleciente, colocadas entre la sonoridad grave de las campanas que tocan a muertos y la zarabanda de los fiscornos y narizotas que andan por las callejuelas. Horas en que el aire tiene un sabor metálico, limpio, astringente; sabor que invita a poner sobre las honradas costumbres de una mesa generosa un vino manipulado inteligentemente; vino que hace percibir la eternidad de las cosas elementales: la dulzura del fuego; la fina elipse del vuelo de un pájaro; el color de un asado; el dibujo de una hoja; el perfume de una hierbecilla; el parpadeo lejano, frío, indiferente de una estrella.
Tiempo de Carnaval… Hasta mi casa llegan las campanadas fúnebres y graves y las destartaladas voces de las narices y de los clarinetes.
Un jour de fête
Un jour de deuil
¿Intercalaremos algo entre estas campanadas sombrías y estos deslumbradores clarinetes? ¿Un pedazo de pan? ¿Un vaso de vino, dos vasos de vino… mientras las llamas de la lumbre nos enrojecen las mejillas y nos sombrean la espalda ya un poco cargada de fatiga? Los ruidos se alejan. La botella está vacía. El atardecer será largo, solitario, impreciso…
Un jour de fête
Un jour de deuil.
La vie est faite
En un clin d’oeil…