De mi paso por los pórticos del Novecentismo se me ha quedado grabada aquella atinada recomendación que el Maestro emitía de una manera silabeante, apretando los dientes, frunciendo las cejas y con acento de Valls. Hay que leer —decía— a Platón en el tranvía. No solamente leí, en mi adolescencia, a Platón en el tranvía, sino que, desde aquellos lejanos días, no he emprendido ningún viaje, por corto que haya sido, sin echarme un libro en el bolsillo. ¡Libro grave, desde luego! Nada de fruslerías sentimentales o policíacas. Mi autor preferido, para viajar, fue siempre Baruch Spinoza. Poseo la inmortal traducción al francés de su obra completa, en tres volúmenes. Me la vendió Margraff, el librero de viejo, en su tiendecilla de la Rué Jacob en París. El atardecer de invierno en que compré el libro, Anatole France, que iba mucho a la tienda, estaba en ella.
—Mi joven amigo —le dijo Margraff señalándome, con una leve sonrisa— quiere leer a ese viejo loco de Spinoza. ¿Qué piensa usted, maestro?
—Pauvre malheureux! —contestó France con una morosidad vegetal, derramando sobre mi persona una errática y líquida mirada de compasión infinita.
En nuestra época profetizar a un joven la infelicidad ha sido bastante sencillo. Sin embargo, debo confesar que Spinoza ha tenido bien poco que ver con los sucesos que uno ha debido ver transcurrir en la vida. Al contrario. Me ha distraído y a veces divertido con más reiteración que cualquier otro fantasioso metafísico. Cuando viajando, le leo, sobre todo cuando viajo por Cataluña, el paisaje y el contenido del libro se me funden en la retina. En la obra, la presencia difusa de Dios es permanente; en el paisaje veo también esa difusión, sobre todo en primavera, cuando, después de haber caído un ligero chubasco, el viento abre las nubes y el sol pone un destello brillante, deslumbrador, en los más insignificantes incidentes de la tierra y flota en el aire una luz mojada, fresca, nueva. El método spinoziano, la manera de sus demostraciones more geométrico, con postulados, teoremas, escolios, lemas y toda suerte de piececillas de relojería, todo tan bien arreglado, engranado y apañadito, me hace pensar en nuestro paisaje: en los pequeños campos, las minúsculas parcelas, los cuadradillos, tan bien delimitados, tan admirablemente dibujados y compuestos. Así, cuando viajo leyendo el libro, el paisaje se me hace presente; cuando contemplo el paisaje es el método del libro lo que se abre ante mi vista.
Llevábamos ya mucho rato —más de una hora— corriendo por la carretera, si es que al andar de los autobuses se le puede llamar correr. El viaje se desarrollaba plácidamente. El aforo del vehículo no había sido forzado con exceso. No sobrábamos más que dos viajeros. En los asientos delanteros al mío iban tres jóvenes de robusto aspecto, de buen color, dentadura fuerte, perfumados, densamente vestidos. Por las trazas se veía que eran del comercio —hijos de tenderos enriquecidos— y por las rutilantes corbatas que presentaban se colegía que formaban parte del mundo del porvenir. La conversación que mantenían era tan animada que ello me distrajo de la lectura de la «Ética». Escuché casi sin querer. Uno de ellos contaba sus aventuras. Sus aventuras comerciales. Uno de los compañeros le preguntó detalles de lo que iba diciendo.
—¿Entonces fue ayer noche? —dijo.
—Sí. Ayer noche. Fuimos dos o tres amigos, todos de confianza.
—¿Y qué? ¿Te interesó?
—¡Tú dirás…! Primero desmontó una de las balanzas de precisión que tiene en la tienda, aquella blanca, con incrustaciones de níquel, y nos enseñó cómo hay que hacerlo…
—¿Lo tiene todo enseñado?
Pronunció lentamente en—se—ña—do, cortando las sílabas.
—Sí, todo. La báscula, la romana y las balanzas. Desde luego, ya se comprende. Hay que tener una báscula para comprar y otra para vender. Y quien dice báscula dice lo demás…
—¿Pero cómo se hace para enseñarlas? ¿Tú sabrías hacerlo?
—¡Claro! Pero lo mejor será que te espabiles. Lo único que puedo decirte es que si se pretende trabajar sin compromiso, hay que hacer las cosas bien, en el interior, en los plomos…
El muchacho que explicaba sus aventuras hablaba a dos interlocutores de receptividad distinta. Uno, el que generalmente mantenía con él la conversación, parecía muy entusiasmado y dominado por una irresistible curiosidad. El otro tenía un aspecto más reservado y hasta un poco displicente. Fue ese segundo tipo quien preguntó al entusiasta, cuando el relator principal aludió a los compromisos:
—¿Quieres saber cómo se hace para enseñarlas? No te preocupes. Ya te contará tu padre si quiere…
—¿Mi padre? ¿Crees que sabe hacerlo?
—¡Válgame Dios bendito!
—Bueno, no hará mucho tiempo…
—¡Bah! De cuando comenzaron esos líos…
Y todos rieron jovialmente.
No me había equivocado. Formaban parte del comercio, eran vástagos de tendero y de los términos de su conversación deduje que deliberaban sobre la manera o maneras existentes en la presente época para corregir maliciosamente los inmortales principios de la fiel contrastación. Ante lo cual, la primera cosa que se me ocurrió pensar fue que las sublimes verdades contenidas en la «Ética», abierta de par en par sobre mi gabardina, tenían poca adecuación para el lugar y el momento. Cerré, notoriamente avergonzado, el libro.
Y luego grité in mente: ¡Fieles contrastes titulares, si es que todavía existen y no se han muerto de pena: sursum corda! ¡Láncense ya en tropel por montes y por valles, por tierras y por mares, adéntrense en ciudades, villas y aldeas! Ya no hay pesos ni precios. Las máquinas están amaestradas, nos engañan, son instrumentos ciegos y taimados de la cutrez general. Nuestra recalcitrante bobaliconería es objeto de un sistemático saqueo por parte del egoísmo más audaz y del cinismo más glacial… ¡Fieles guardadores de la contrastación, la moral os contempla!
Todo eso lo dije para mis adentros. De haberlo gritado, no me hubiera salido, probablemente, ni tan redondo ni tan elevado. De haberlo hecho así, ¿qué hubiera sucedido? De haber expresado en voz alta mi pensamiento, ¿qué hubiera podido esperarse objetivamente? Poca cosa, me parece. Hubiera sido tomado por un contraopinante tocado de locura verbal progresiva. En el mejor de los casos, las personas de criterio hubieran hecho notar que el lugar era perfectamente inadecuado para vociferar frases elevadas, y especialmente desplazado para excitar el celo de funcionarios dignísimos. Sea como fuere, lo cierto es que no se pueden hacer en la vida dos cosas a la vez. No se puede viajar en autobús y al mismo tiempo levantar el ánimo en volandas al conjuro de sublimidades éticas. Por su contextura, el hombre no puede desarrollarse más que sucesivamente.
Sin embargo, pensé que esto de salir de casa y sentir constantemente la cercanía del ladrón —desde luego del ladrón robusto, de óptimo aspecto, de buena dentadura, cariñoso, bueno, vestido densamente— pensé, digo, que salir de casa y sentirse rodeado permanentemente, durante tantas horas del día y de la noche, de esa clase de gentes, produce una sensación de fatiga. No logro encontrar en el fenómeno ni interés romántico o folletinesco, ni apenas un interés zootécnico. Sin duda ello es debido a que mis reservas de curiosidad son escasas a consecuencia de mi peculio mísero. ¡Qué buena cosa —pienso— debe ser el dinero para comprender los matices del subsuelo de la naturaleza humana! Saqué mi pequeña libreta y escribí: «¡Urgente! Aunque no sea más que para avivar la curiosidad, lo más urgente es ganar dinero».
Luego contemplé el paisaje. Siempre tan bello e indiferente. Al poco rato volví al libro. Dos cosas intercambiables, en estado de mutua substitución… Y hoy, al cabo de seis o siete meses, me encuentro con esta ridícula línea en la libreta: «¡Urgente! Aunque no sea más que para avivar la curiosidad, lo más urgente es ganar dinero…»