En San Pol de Mar con el maestro Vives

El autobús me deposita en San Pol de Mar y en el momento de poner pie a tierra, un mundo de recuerdos me aflora en la memoria. San Pol es una población blanca, limpia, pulida, una de las más agradables de la Maresma. En otros tiempos había venido a ella para conversar con el maestro Vives, que en gloria esté. Lo que le gustaba más a don Amadeo era charlar. A mi también me ha gustado y me gusta sobremanera.

Íbamos al café. El maestro Vives veraneaba en el pueblo, donde tanto se le quería. Sentado en una silla, curvadas las enormes espaldas, abiertas las piernas, los brazos largos y fuertes apoyados en el pomo del bastón, parecía, con su cara ancha, llena, de pómulos enormes, la boca sensual, las orejas peludas, de color terroso, un chimpancé agarrado al tallo de un arbolillo. Llevaba gafas con montura de oro y los nobles reflejos de los cristales ponían gravedad a sus facciones y parecían devolverlo de la selva virgen a la civilización.

El maestro Vives era un ferviente católico y tenía una tendencia instintiva a referir todas las cosas —incluso las cosas artísticas— al problema religioso. En el trato que podríamos llamar intelectual —séame perdonada la palabra— resultaba un poco confuso. Esta confusión era probablemente voluntaria. Todo lo que constituía su personalidad le llevaba a ser un hombre claro: la sensibilidad, la inteligencia, la malicia, la puerilidad, la vasta experiencia que tenía de la vida. Era vivo como una centella, era lo que en argot madrileño se llama un primache. Sin embargo, el maestro se había convencido que hay una forma de viveza más aguda que la de las personas que tienen fama de tenerla, que es la del hombre que teniéndola no la demuestra. Y así, se había construido una mascarilla, que presentaba a sus amigos y conocidos y que le servía sobre todo para conciliar las sublimidades de la virtud con las tendencias turbias de la vida. Este autómata funcionaba a base de una inaferrable vaguedad; de un punto de confusión e incoherencia elevado a la categoría de sistema. La voz del maestro, su medio de comunicación con el mundo exterior era una vocecita de cascarrabias, atenorada, entre impertinente y sacristanesca.

—Yo soy católico, amigo —me decía intermitentemente don Amadeo— y mi consuelo y mi fuerza están en el catolicismo.

Un día le pregunté, dejando caer la pregunta con indiferencia:

—Sería curioso saber las razones de su sólida posición religiosa…

El maestro levantó la cabeza como si le hubiera picado algo. Me miró intensamente con los labios cerrados y golosos, cerró sus ojillos de almendra y me dijo:

—Soy católico por muchas razones, pero principalmente por la promesa que nuestra santa religión nos hace de la resurrección de la carne.

—¿Interpreta usted este dogma —pregunté— de una manera literal?

—Lo interpreto —contesto rápido— no de una manera literal, sino literalísima. Creo que resucitará mi cuerpo, este cuerpo mío tullido que puede usted ver y no me cuesta nada imaginar que volveré a llevar americana, chaleco y pantalones y que si es de mi gusto me podré dejar la barba, el bigote o las patillas.

—¿Entonces, según usted —le digo riendo— podremos volver a tener dolor de muelas?

—Perfectamente.

—¿Y podremos volver a llevar sombrero de paja?

—Sí, sí, podremos volver a llevar sombrero de paja y no se ría usted porque aunque hablemos de estas cosas en términos vulgares, su seriedad es enorme. Vulgarmente le diré que podremos volver a cantar la «Marina», a comer arroz a la catalana y bacalao a la vizcaína. Desde el punto de vista humano la cosa me llega tan adentro que llego a sospechar —hablando siempre al ras de tierra— que los que sean aficionados a las pasiones del amor…El gran poeta de la resurrección de la carne ha sido Maragall. Su «Canto espiritual» está saturado del hambre de este dogma…

El realismo de la interpretación del maestro le comunicaba un creciente entusiasmo. Ello me retrotraía la mirada a los capiteles de los claustros románicos, tan ferozmente toscos y sensuales.

—Vale la pena de hablar de estas cosas —decía don Amadeo—. Si nuestra religión católica no tuviese estos aspectos tan insondablemente humanos, su interés sería relativo. Sería un interés de museo. Quiero decir que esta religión ha sido, es y será la verdad permanente porque está tan cerca de la vida. Los problemas teológicos son inconsútiles, son utilísimas logomaquias para los técnicos. La inmortalidad del alma es tan incontrovertible que apenas puede apasionar a nadie. ¡Lo importante es la promesa de la inmortalidad del cuerpo! ¿Se acuerda usted del revuelo que se armó en el mundo intelectual cuando Nietsche lanzó la idea —que está en los presocráticos— del retorno eterno? ¿Pero cómo es posible que se coticen ideas que son plagios jorobados de un dogma que nuestra religión nos enseña desde hace dos mil años? ¿En qué mundo de primarios vivimos?

Hay una pausa. El maestro me da una mirada de arriba a abajo, cargada de tanta timidez y satisfacción que a duras penas puede disimularse. Le pido una aclaración y se presta gustoso a continuar hablando.

—Si le he comprendido a usted fielmente —le digo— su interpretación de la resurrección de la carne le lleva a creer que lo que llamamos la gloria del ciclo ¿será una vuelta a las delicias de este mundo y a las dulzuras de esta vida?

—¡Un momento! Sabemos perfectamente lo que serán las penas del infierno. Los que vayan al infierno —yo no quiero ir ni a tiros— quemarán eternalmente. Así nos lo dice la Iglesia. Detrás de la palabra pena, vemos el sufrimiento físico. Detrás de la palabra gloria, en cambio, vemos algo más que el goce físico. ¿Pero qué vemos? Dante vio en el paraíso una luz maravillosa, una luz portentosa que sólo el gran poeta ha sabido describir. En su «Paraíso», la luz está dada a chorros. Sin embargo, cuando nos describe lo que en el paraíso «sucede» ha de hacer una referencia constante a los sentimientos humanos. En un momento determinado el poeta nos describe la alegría inmensa de Ana contemplando el triunfo de su hija, la Virgen María. Y el poeta dice:

Dicontro a Pietro, vedo sedere Anna

Tanto contenta di mirar sua figlia

Che non muove ochio per cantare hosanna!

¡Tanto contenta di mirar sua figlia! ¡Qué sabor terrenal tiene este verso! ¿No os imagináis a vuestra propia madre arrobada, suspensa de gozo ante la alegría de su hija? No podemos figurarnos, pues, con certeza lo que es la luz del cielo porque nuestra limitación, nuestra miseria, nuestra cortedad lo impiden. Sólo las grandes almas, los fosforescentes místicos han podido tener una presunción de lo que serán los deliquios en aquel trasmundo etéreo. No podemos llegar a tanta lucidez. Por eso el pueblo se ha forjado una idea popular del paraíso. La gente cree que en el paraíso —volvamos al ras de la tierra— podrá hacer lo que más le ha gustado en este mundo. Así, los aficionados a comer brazos de gitano, creen que podrán comer allí unos brazos de gitano magníficos, eternamente. Los que les gusta ser diputados están seguros que en el cielo harán elecciones gloriosas y podrán asistir a sesiones parlamentarias de un dramatismo continuado e intenso. Yo creo que en el cielo podré oír eternamente a Händel y a Mozart. Etcétera, etc.

—¿Le satisface a usted esta interpretación?

—Mi inteligencia no llega a más. La gente refiere siempre su felicidad a las cosas de la tierra. Por esto es tan profunda la promesa de la resurrección de la carne. Esto da una vaga verosimilitud —vaga desde luego— a la interpretación popular del cielo. Mi sensibilidad llega escasamente a figurarse el cielo como una tierra sin escorias, sin peso, alta y etérea. Pero mi punto de referencia constante es la tierra. La vida puede ser noble y agradable, ¿no lo cree usted? Es un valle de lágrimas, que tiene sus inconvenientes y sus encantillos.

—A veces, es larga y espesa.

—Es usted joven… —me decía don Amadeo dándome una palmada—. Deje pasar unos cuantos años y ya hablaremos.

—¿Cuántos años cree usted?

—Hasta cincuenta años el hombre comprende apenas…