En el Casino

Después de cenar, pregunto al propietario de la fonda si no habrá en el pueblo algún modo o manera de pasar el rato plácida y sosegadamente y a ser posible con una temperatura que no moleste excesivamente. El dueño me da una mirada larga y sostenida cuyo significado es este: este individuo es muy exigente. No, no la hay. Habrá que volver al casino.

Entro en el casino y me acerco a la estufa. Alrededor del tubo hay un círculo de caballeros. Esta tertulia tiene en el pueblo una cierta cotización. Sus opiniones son escuchadas y tenidas en cuenta. La luz del local es un poco difusa. En su atmósfera flota una mezcla de olor de tabaco entrefino y de leña fumosa y verde. El tubo despide un cierto calorcillo, pero uno tiene la sensación de que le está rondando, por uno o por otro lado, una corriente de aire. Estas procelas explican sin duda el porqué algunos caballeros de la tertulia se mantienen con el abrigo puesto y el sombrero o la gorra, un poco echada hacia atrás, sobre la cabeza.

En verano, estos caballeros hacen su círculo en la terraza, debajo de la palmera. En invierno, se recogen alrededor de la estufa. Cuando en verano o en invierno entro en uno de estos casinos y veo organizada permanentemente la tertulia pienso: estos señores son los noctámbulos del pueblo. Desde luego, son los noctámbulos de buena ley. Algunos son jóvenes, otros viejos. Hace diez, veinte, treinta, algunos cuarenta años que vienen al casino. En el momento de salir de casa en invierno, las respectivas esposas dicen a sus correspondientes maridos con un aire un poco triste:

—¿Vas a salir? ¿Vas al casino? No regreses tarde. La noche está muy fría. Hay mucha gripe. Podrías cogerla.

Y en verano:

—¿Vas a salir? ¿Vas al casino? No regreses tarde. La noche está muy húmeda. Hay anginas.

Esta escena, en muchas casas se repite indefectiblemente durante treinta o cuarenta años. Ella no quiere que él vaya al casino. El en cambio quiere ir al casino y en definitiva logra durante medio siglo ir al casino. En los primeros años de matrimonio, el marido está en la tertulia un poco intranquilo. ¿Qué sucederá —se pregunta— cuando regrese a casa? ¿Estará despierta? ¿Estará dormida? ¿Con qué cara me recibirá? ¿Adusta? ¿Seria? ¿Alegre? Durante algún tiempo la esposa espera al marido. Pero un día sucede lo irreparable: cuando el marido entra en la habitación haciendo el menor ruido posible, aguantando el respiro, se encuentra a su esposa durmiendo como un tronco, a pierna suelta. Primero, queda perplejo, después extrañado, después disgustado. Pero no dice nada: la ida al casino ha quedado asegurada para toda la vida. ¡La vida!

Pido un café y con la venia de la tertulia me acerco a la parte alícuota del calorcillo. Llego a punto. Se habla de mujeres. Se pasa revista a las últimas noticias del freudismo. A primera hora en las tertulias se habla generalmente de mujeres. Parece que hay una rubia muy brillante, de un cierto porvenir a quien un caballero de respetable apariencia ha regalado un monedero.

—Le ha costado treinta duros —dice un contertulio muy serio.

—A mí me habían dicho veinte —corrige otro contertulio con una seriedad idéntica.

Se produce una pausa. La conversación cambia de tema.

—¿Quieren ustedes saber mi opinión? —oigo decir a un señor muy serio que podría ser notario o farmacéutico—. ¿Quieren ustedes saber mi opinión? Se la voy a exponer en seguida. ¿Cuál es la producción ganadera de la provincia de Gerona? Vamos a examinarlo. Vacas, tantas. Terneras, tantas. Vacuno, tanto. Lanar, tanto. Total, tanto, lo que grosso modo suma tantos kilos. ¿Cuántos habitantes tiene la provincia de Gerona? Tantos. Procedamos a dividir el número de kilos por el número de habitantes y tendremos la cifra que nos corresponde por persona y día…

—Tenga usted en cuenta que el año tiene trescientos sesenta y cinco días… —interrumpe tímidamente un señor muy atildado, que parece rentista, con una vocecita de tenorcillo.

—Desde luego. Lo tengo en cuenta. Si dividimos el número de kilos por el numeró de habitantes tendremos lo que nos corresponde por persona y día. ¿Estamos?

—¡Perfectamente! —decimos todos con entusiasta unanimidad.

—Pues para el problema general, no hay más que hacer las ampliaciones correspondientes. ¿Cuántos garbanzos? Tanto. ¿Cuántas alubias? Tantas. ¿Cuántos pollos? Tantos. ¿Cuántos habitantes? Tantos. Se divide y asunto concluido. La cosa —dice para terminar el caballero con la interior satisfacción marcada en el semblante— no puede ser más sencilla.

En los casinos, en las tertulias de los casinos está uno siempre expuesto a sufrir los efectos de una gran emoción. La que me produjo el razonamiento de aquel caballero podría describirse de la siguiente manera; inmediatamente después de terminada la emisión del mismo me pareció que en el local se producía una claridad solar y que la Diosa Razón, con sus ojos azules, una diadema de oro en la frente y un camisón de gusto académico entraba en el casino.

No es necesario decir que esta aparición deslumbró a casi todo el mundo. El asentimiento fue casi general. Excepto dos o tres personas de las doce o catorce del círculo que quedaron pasándose ligeramente un dedo por el cogote —yo, como forastero, no consideré correcto manifestarme—, me pareció que los demás daban el problema absolutamente por resuelto. Los que se rascaban pretendían con ello de manera fehaciente formular objeciones contra las ideas tan sencillas y claras y al mismo tiempo tan absurdas, de aquel caballero. Pero no dijeron nada. La Diosa Razón los había anonadado definitivamente. Es lo que sucede siempre cuando uno oye exponer soluciones racionales, racionalistas, es decir, socialistas, de los problemas humanos: uno queda sumido en un estado de estupidez profunda, que puede durar varios días.

En las tertulias, lo que impera es el racionalismo —un racionalismo de vuelo gallináceo, casero, pequeño-burgués, de ayudante de contaduría. Todo el arbitrismo del país— las tertulias se nutren de arbitrismos racionalistas. Se divide una cantidad por otra y asunto concluido. Dos y tres son cinco. El año tiene trescientos sesenta y cinco días. Se siembran tantos kilos de patatas y se recogen tantos. Etcétera, etcétera. Por eso sin duda, las tertulias son tan aburridas.

Y ya después, no pasó casi nada más. El discurso había sido tan luminoso, la solución tan clara y decisiva, la luz de la razón había brillado en forma tan esplendorosa que no había más que decir. La materia había quedado prácticamente agotada y como siempre que se agota una materia, nos entró a todos un poco de sueño. Dormir, ¡qué delicia! Poder dormir casi siempre. ¡Qué maravilla! Hubo todavía unos apartes, pero ya no hubo manera de generalizar el diálogo. Se levantó la sesión y comenzó el desfile. Y mientras se iban marchando a la cama, yo pensaba: estos señores se van a dormir convencidos quizá —y esto habrá sucedido también a otras personas que forman parte de otras tertulias mucho más empingorotadas y desde luego importantísimas—, estos señores se van a dormir pensando que han resuelto un gran problema. ¡Dormir, dormir, qué delicia!

En la calle hacía fresquillo.