Las fondas

Llego a un pueblo a la hora meridiana y me dirijo a la fonda. Subo a la habitación, dejo la maleta, me arreglo un poco y bajo al comedor. El acto de entrar en un comedor de fonda me hace pensar, siempre en Stendhal. Veo siempre a este hombre bajito y rechoncho entrando con un aire un poco petulante en uno de estos locales tan ricos de humanidad y de tradición y —a menudo— tan pobres de comida y de bebida.

Hace dieciocho o veinte años, en las fondas de los pueblos monopolizaban el predicamento público, los viajantes de comercio. Eran los que pagaban menos y los que podían pronunciar más discursos con una más asegurada impunidad. Apoyados en la admiración que producían, los manjares más delicados gravitaban indefectiblemente sobre sus mesas. Eran peligrosos y quedarse sin comida en una mesa de viajantes de comercio era deprimente y si uno se descuidaba casi seguro. Aparte de esto, yo siento una gran simpatía por los viajantes. Estos hombres modestos y parlanchines han creado la prosperidad de las naciones y el bienestar de los pueblos, Stendhal se hacía pasar por viajante de comercio. Las mesas redondas le aseguraban un público que escuchaba, más o menos, sus exabruptos anticlericales y su fraseología volteriana. Ante una mesa redonda, Stendhal perdía la máscara del dandismo: un hombre de una insondable ingenuidad. Los viajantes, van entrando en la paleontología. Su historia irá unida a la época de más grande bienestar y prosperidad que ha conocido el globo terráqueo.

Ahora, en las fondas, el predicamento lo tienen los chóferes. Hace ya años el conde Keyserling escribió que esta era la época de los chóferes y esto continúa siendo verdad a pesar de la falta de gasolina. No se puede dar de esta clase una definición de sentido restrictivo, de hombre que conduce un coche. El chofer es el hombre que entiende de máquinas, desde el que entiende de máquinas de coser al que entiende de motores de aviación. El chofer es el hombre que maneja herramientas y mientras existan guerras basadas en el principio de poder matar a todo el mundo menos a los que realmente las hacen —quiero decir basadas en la técnica— el chofer tendrá una situación privilegiada.

Federico Nietzche postuló en su obra la necesidad de ofrecer a las clases bajas, a los esclavos —al pueblo— una vida puramente maquinal. Si Nietzche viviera sentiría sin duda una gran admiración por los chóferes; él, que decía que ¡las máquinas no se equivocan jamás! Vería, probablemente con inmenso placer, que lo que caracteriza al chofer es un punto de estupidez acentuada, producida quizá por la salud física que dimana de la adaptación de un ser humano a una máquina. Si las profecías, pues, se cumplen, es natural que lo viejo deje paso a lo nuevo; que los chóferes desplacen a los viajantes y que monopolicen la fama universal.

Me encontraba en este punto de mis observaciones, cuando llegó la comida. En esta fonda, impera, como en todas —puesto que la mesa redonda ha desaparecido por desgracia de estos establecimientos— el régimen de mesas individuales. Aparecieron primero unos salmonetes al horno, de una estupenda coloración pero ligeramente pasados. A mi lado come un chofer. Le presentan una docena de sardinas frescas, grandes, magníficas. Hube de decir a la señoriíta que servía:

—¿Por qué sirven ustedes a unos sardinas frescas y a otros salmonetes pasados? ¿Es que hay alguna consigna?

—No, señor —me dice la señorita—. Lo que pasa es que consideramos que las sardinas son un pescado inferior para los viajantes y por esto les damos salmonetes.

Esto me dio una idea clara del prestigio a que han llegado los chóferes y de cómo van los viajantes de capa caída. Y no digamos nada de cómo van desplazando a los ciudadanos mondos y lirondos de sus posiciones, que siempre fueron precarias por no decir irrisorias. Cuando a una clase determinada se le atribuyen los salmonetes pasados y a otra las sardinas frescas y se utiliza para dar el cambiazo el sofisma de decir que los salmonetes son en todo caso de superior calidad que las sardinas, es que una de las dos clases triunfa sobre la otra irremediablemente.

Las fondas de los pueblos tienen dos aspectos dramáticos: en verano, son un cafarnaum; en invierno, son una nevera.

¡Qué agradable sería en invierno llegar a una fonda y encontrar en un rincón un fuego de chimenea! Uno llega y se encuentra con que el propietario tuvo unas ciertas posibilidades de primer establecimiento y enladrilló la casa con mosaico. El mosaico quedó como el primer día porque a nadie se le ocurrió cubrirlo con una alfombra, estera u objeto de esparto cualquiera. El frío del suelo es intenso, es la concentración de todos los fríos ocurridos en este país desde Adán y Eva. Un rincón con un poco de fuego, al menos con una estufa, será bendecido. Nada.

Al entrar en la habitación, uno siente que desde hace unas semanas no ha sido abierta: un vaho glacial de humedad. El espectro de la gripe, de un resfriado fuerte está ahí, a dos pasos. ¿Qué hacer? Uno podrá marcharse pero el problema de los transportes esta muy delicado. No hay más remedio que apechugar con la noche. Uno se mete en la cama en la misma situación en que se encuentra un corazón de alcachofa respecto de su realidad circundante. Uno se encuentra separado del mundo exterior por los siguientes elementos: un pijama, un salto de cama, una sábana, dos mantas de algodón, una manta de lana, un cubrecama, un edredón y el abrigo. El peso que producen estos selectos productos del ramo textil sobre el cuerpo, es inenarrable. Cualquier movimiento de rotación en la cama toma el aspecto aparatoso del desplazamiento de la masa de un planeta. El más insignificante de estos movimientos —de un milímetro no más— es una ventosa de frío. Uno dispone como único elemento de defensa y de reserva del calor animal —de lo que se llama el calor animal. El calor animal es algo así como el movimiento continuo: es una fuerza que vive de sí misma. Ahora bien: el movimiento continuo es una deplorable entelequia.

Sobre las habitaciones de estas fondas suele existir una especulación en la que se asegura que hay calefacción, cuarto de baño, agua caliente y fría, teléfono, toallas en todas las habitaciones, timbres susceptibles de ser actuados con el dedo meñique… Y uno piensa: ¡si fuera posible tan sólo aumentar unos grados el calor de estos muros y estas camas glaciales! ¡Si fuera posible sacar un brazo de la cama sin peligro!

Yo creo que el frío, explica muchas cosas de este país. ¡Cuánto tiempo hace perder! ¡Cuántas horas, semanas, meses, años, lustros, siglos, ha hecho perder el frío a este país! ¡Cuánto mal humor, molestia, malestar, desilusión, capricho, desgana, tristeza, agresión, no ha producido! La idea de que Cataluña es un país de verano, un país cálido, es una de las más grandes idioteces que se han podido formular. Cataluña tiene dos meses y medio de verano y nueve meses y medio en que las habitaciones sin lumbre o fuego, son inhabitables. A pesar de ser este un fenómeno constatado desde los últimos tres o cuatro milenios, cada año sucede lo mismo: en octubre, cuando comienza el malestar, la gente —y sobre todo los barceloneses— ponen una notable cara de extrañeza, como si la Providencia o la Naturaleza les hubiera hecho objeto de un desaire odioso. La comicidad de la escena es inenarrable. Este fenómeno crea un tipo curioso: el del señor que pasa el invierno medio aterido y que no está totalmente convencido de que lo esté. A Barcelona, como un todo, le sucede lo mismo: es una ciudad, si queréis, de clima tropical en la que hace un frío de alambique, de usurero. ¡El mosaico! ¡Las puertas que no cierran! ¡Las ventanas semiabiertas! ¡La humedad! ¡Las manchas de sol —engaño puro— en las calles y plazas!

No he comprendido nunca el porqué no se consideran los gastos de calefacción de una casa —en la forma que sea— como un gasto de necesidad primera. No he comprendido nunca el porqué la gente prefiere ir dos o tres veces al cinematógrafo o a un espectáculo cualquiera cada semana y vive en pisos o habitaciones glaciales. La gente vive así transitoriamente y su única ilusión es echarse a la calle desde primera hora. Pasa uno entonces a nutrir las aglomeraciones —cines, cafés, teatros— buscando el calor de los demás. Los que se quedan en casa viven arropados como esquimales, con los pies en braseros y arquillas, cultivando sabañones y alifagas. ¡Y todo tan soleado y claro!

En mi época de estudiante, sufrí en las casas de huéspedes de los alrededores de la Universidad, temperaturas muy desagradables. Esto, no lo he podido olvidar jamás. Cuando ahora voy por los pueblos y me encuentro, avivadas, estas reminiscencias me pregunto si nuestra cultura material ha superado la simple apariencia espectacular. Y me digo: si la gente tiene tan poco interés en lo que ve y en lo que toca, ¿qué interés podrá poner en lo que a costa de tanto esfuerzo ha podido o podrá soñar?