Reanudo la marcha. A veces el autobús se para de pronto en medio de la carretera. Quiero decir en despoblado, ante el paisaje. Cuando esto sucede y tengo ocasión de dar un consejo a la persona sentada a mi lado le digo —desde luego en forma insinuante, para que no se ofenda— que aproveche la oportunidad para contemplar la naturaleza. No suelen menudear estas oportunidades. Son cada vez más raras. Hay que aprovecharlas. El campo, el verdadero campo, con sus aires puros sus efluvios vegetales, el olor de la tierra, su geórgica elocuencia, está cada día más lejos.
—¡Qué paisaje más bello! —le dije un día a un señor que viajaba a mi lado—. ¿No le parece?
—Pse… —me contestó el caballero con un dejo ligeramente sardónico—. ¿Qué quiere usted que le diga?
—Sin embargo —repliqué— no puede negarse que este paisaje…
—Este es para mi un paisaje sin ton ni son —me atajó, rápido, el caballero—. A mí, no me interesan más que los paisajes míos.
—¿Entiende usted por míos —pregunté— los paisajes que responden adecuadamente a su criterio estético o los que figuran inscritos a su nombre en el Registro de la propiedad?
—Me refiero a estos últimos, naturalmente.
—Es un criterio.
Esta es una de las innumerables anécdotas reveladoras del aumento que durante los últimos años se ha observado en el amor de los hombres y de las mujeres por la naturaleza. ¡Cómo se ha enriquecido el acerbo de la sensibilidad en nuestra época! ¡Qué densidad de sentimientos! ¡Qué amplitud y anchura de matices! Y no pongo ahora, en mi pluma, ni una gota de ironía. Prefiero una concepción meramente romana de la propiedad y de la sensibilidad de la tierra que la indiferencia y el abandonismo anterior. Por aquí se empieza.
Esta tarde viajaba en el autobús con un entrañable amigo. En los asientos delanteros inmediatos estaban un joven y una señorita entregados a los juegos del amor más dulces e inocentes. Si en lugar de estar vestidos de bazar hubieran cubierto sus cuerpos con pieles de oveja y unas coronas de laurel hubieran ceñido sus frentes, se les hubiera podido tomar por un Dafnis y Cloe rezagados en la vida moderna. Ella bebía las miradas de él y él las miradas de ella. Como en los tiempos arcádicos, ella tenía la rosada mejilla recostada suavemente en el pecho de él y él tenía cogida de la mano, como un tibio pajarillo, la mano de ella. De tarde en tarde él susurraba al oído de ella, los labios muy pegados a su oreja, unas frases muy dulces y muy cariñosas, o sea perfectamente proféticas. ¿Qué le decía? ¡Quién sabe! El amor es un asunto tan añejo que todo lo que nos decimos entre sí los hombres y las mujeres está cuidadosamente recogido en las hojas de los calendarios, en las canciones malas y en las viejas comedias. Esto forma un tesoro enorme, muy difuso muy denso que está a la disposición de todos los casos que puedan presentarse. Este tesoro es lo que se suele llamar el «canto d’amore». Sin duda el joven cantaba sotto voce, una de las infinitas partículas del «canto d’amore». Quizás era la vieja canción, ejemplo clásico de lo que en epistemología se llama un juicio hipotético:
Y así pasaremos la vida enamorados.
A tu lado, vida mía,
Siempre a tu lado.
En el amor todo o casi todo es melancolía. Las hipótesis que lanza hacia afuera el neuma del amor, suelen ser ilusorias y de escasa consistencia. El amor si ha de ser perfecto ha de realizarse a través del tiempo y escribir sobre el tiempo es como escribir sobre el agua. El tiempo lo destruye todo implacablemente.
Speranze, speranze, ameni inganni
Della prima etá…!
Cantó Leoopardi con su habitual, lúcida tristeza.
De pronto, el autobús se ha parado, en medio de la carretera, en despoblado. Detrás del cristal aparece un paisaje esplendido. Hay un fondo de montañas de un perfil muy alargado y lento, suavísimo, tocado por un azul verdoso amoratado. Una leve neblina, vaporosa y sutil, flota aérea, sobre la tierra. El campo está cultivado con una exquisita delicadeza. Unas grandes masas arbóreas, de elegante pompa, encuadran el paisaje. A primer termino…
—¡Qué magnífico paisaje! —dice con la nariz en el cristal mi compañero de viaje—. Qué ordenación perfecta, qué ternura, qué delicadeza…
Mi amigo, ha pronunciado estas palabras con fuerza suficiente para que las oyeran las siete u ocho personas sentadas a nuestro alrededor. Sin embargo, nadie se ha movido. La belleza de la tierra deja, al menos en apariencia, a todo el mundo indiferente. Trato de comprobar la afirmación de mi compañero y mis ojos quedan como suspendidos en las líneas del fondo, en la sutileza con reflejos de absintio de la niebla vespertina, en los primeros términos. Los primeros términos, sobre todo, son bellísimos.
—Mire usted estos campos de primer término, estos campos de patatas… ¡Qué riqueza de verdes profundos y mojados! ¡Qué poesía!
Al oír la palabra patatas, se ha producido, entre los viajeros del autobús un movimiento de curiosidad vivísima. Oigo decir por todos lados a los viajeros: ¡patatas!, ¡patatas! La gente se levanta de los asientos. Hay un desplazamiento general sobre las ventanillas. Los enamorados de los bancos delanteros liquidan raudos sus inocentes juegos amorosos y después de una mirada profundamente significativa quedan, como arrobados ante la naturaleza. Ante la mirada de ternura que un hombre o una mujer vierten sobre la naturaleza, ¿cómo no inducir un aumento notorio, seguro, importante, de la sensibilidad de las gentes? ¡Patatas! ¡Patatas! El autobús de suyo tan monótono y opaco queda como envuelto en un torbellino vital. En el aire de su atmósfera flotan los más apetitosos tópicos geórgicos. Los ojos de los viajeros despiden una luz encendida. De pronto veo a un señor que no puede contenerse. Se levanta brusco de su asiento, da unos pasos rápidos en dirección a mí por el pasillo central —que por una rara casualidad está despejado de bultos y maletas— y me dice con una voz que me parece ligeramente engolada y muy nerviosa, los ojos un poco fuera de las órbitas:
—Pero oiga usted… ha dicho usted patatas, ¿no es cierto?
—Sí, señor, he dicho patatas… —le contesto tímidamente.
—¿Pero dónde están esas patatas? ¿Me lo quiere usted decir?
—Pues ahí, ya las ve usted, en el campo de primer término, salvada la cuneta…
El caballero se dirige rápido y fogoso a la portezuela del coche… Pero llega tarde. El autobús echa a andar después de producirse en sus hierros y aceros un golpe de hipo que nos sacude a todos las entendederas. Los campos de patatas quedan atrás, en la vaguedad de la niebla.
Y yo me pregunto: si el caballero hubiera podido descender del coche, ¿qué hubiera hecho? ¿A qué excesos o quizá a qué arrobos se hubiera entregado su alma apasionada? Por las trazas aquel señor sentía un amor al paisaje frenético. Si el horario nos hubiera dado tiempo hubiéramos visto probablemente repetido lo que cuentan los libros antiguos de ciertos poetas bucólicos y silvestres los cuales sintieron un tal amor a la tierra y a las especies vegetales que crecen en ella que llegaron a comer la tierna hierba y los pastosos tubérculos. ¿Era aquel buen señor un enamorado tan decidido de la corteza terrestre para llegar en sus movimientos sentimentales a ser un herbívoro? ¿O era quizá un poeta silvánico y rústico de esos que al conjuro de las formas de la tierra entran en contacto báquico y dionisíaco con su musa predilecta?
—¿Ha visto usted —le digo a mi amigo con una emoción que apenas puedo contener—, ha visto usted cómo aumenta la sensibilidad de las gentes? La contemplación de estas escenas es un espectáculo realmente satisfactorio. Para mi gusto es quizá ya ligeramente excesivo y morboso. En todo caso piense usted el síntoma de salud moral y material que representa este retorno activo, irresistible a la bucólica y al silvanismo. Nuestra existencia terrestre se ha simplificado considerablemente. Este retorno a la naturaleza corregirá sin duda los crecientes embates materialistas de la época.
Mi compañero de viaje asiente con dos o tres profundas inclinaciones de cabeza.
—Realmente yo no sé cómo terminará todo eso —le digo para acabar—. Es muy posible que eso termine con una apoteosis de las verduras, de las legumbres, de los tubérculos y de las frutas y en general de lo que tiene de más agradable y confortador, el paisaje y la naturaleza. No creo que eso sea un mal final. Al contrario. Ese es un final sentimental, matizado de exquisiteces finísimas.