Unas paradas más allá, en otro pueblo, desciendo del autobús. Voy a la fonda. El cuarto que me asignan está muy frío: una nevera. Dejo la maleta y salgo a la calle. Un pueblo en calma. Algún raro transeúnte. Oigo a lo lejos los martillazos rítmicos de un herrero. Me paseo al azar, por las calles, lentamente. Pasa una tartana dando tumbos, delante de la iglesia. Veo al farmacéutico —un señor viejo, con gafas y una bata blanca— leyendo un papel detrás del mostrador. Hay una pareja de enamorados en la sombra de una puerta. Algún vago ciclista, haciendo eses. En el silencio de las calles, el ruido de los pasos tiene una presencia obsesionante.
Desemboco en un paseo con palmeras. Es el atardecer —un atardecer plácido de invierno—. Hay una luz vítrea y amoratada sobre el mar. El aire se ensombrece lentamente. El crepúsculo es como un desmayo, como un cuello que se tuerce imperceptiblemente; la luz va desapareciendo como un eclipse que se desenfocara en la vaguedad —en función del infinito—. Aparece alguna luz en ventanas y puertas —un resplandor anaranjado, soñoliento, triste—. Percibo, amortiguada, la algarabía —que me parece melancólica— de los chicos al salir de la escuela. En los pueblos se siente físicamente, en la carne, la sensación espantosa del implacable paso del tiempo. ¿Hay alguien que pueda lúcidamente resistirla? Siento frío. Siento la hosquedad del pueblo. ¿Qué hacer? Examino las posibilidades. Son escasas. No habrá otro remedio. El de siempre. Tendré que ir a pasar un rato al casino. Quizás —pienso— habrá una biblioteca y una estufa en ella… Al llegar, pregunto al conserje:
—Es este casino, ¿son admitidos los forasteros?
—Sí, señor, perfectamente.
—Había desde luego biblioteca… Yo desearía que tuviera usted la amabilidad de servirme un café en ella.
—En la biblioteca —me responde, rápido, el conserje— hay dos mesas de canario y no sé, me parece que están completas. De a real poniendo todos.
—No, perdone. Yo desearía…
—Es barato. En invierno, ya se sabe…
—¡Pero si no es eso!…
—¡Por lo demás no se preocupe! Todos son amigos… Yo le presento a usted y asunto concluido.
—¡Un momento, conserje! Yo no tengo ganas hoy de jugar al canario. Yo desearía simplemente que me sirviera usted un café en la biblioteca y que me dejara usted ojear algún libro.
—¡Ah, bueno! Usted mismo.
Subo al piso. En el local que representa la biblioteca hay, en efecto, dos mesas de canario. En el momento de entrar en él, el que tiene la mano y los mirones me dibujan de arriba a abajo, torva e inquisitorialmente. Quedo un momento deslumbrado por las manchas de luz blanca, que descienden en forma geométrica de unas lámparas suspendidas sobre los tapetes verdes. Dentro de esta luz los jugadores tienen unas facciones exangües y estúpidas. Ellas me recuerdan otras luces de mi época de estudiante y no precisamente las de Justiniano y Acursio. La misma blancura cenital, el mismo resplandor fofo y cadavérico que produce el verde botella evaporado, de calidad fangosa, de los tapetes. El recuerdo de estas imágenes que se me agolpan de pronto en la memoria, va unido al olor insípido, deshuesado y canalla que la calderilla nos dejaba en los dedos. Advierto que desde mi entrada los jugadores han observado un obstinado silencio que me resulta francamente penoso. Soy un intruso, ¡curiosa biblioteca!
En el fondo del local, sumida en una sombra densa veo una gran baluerna, lo que se suele llamar una librería, con fuertes cristales y unos motivos decorativos pomposos en la cornisa. Me acerco a ella y trato de abrir el enorme mueble. Imposible. Está herméticamente cerrado. Voy por la llave. El conserje me dice que probablemente la tendrá guardada su señora en su monedero y que en este momento ha salido (la señora) a comprar unos cacahuetes para la merienda del chico.
Espero. El conserje me sirve un café que naturalmente es malta, como su nombre indica. La llave tarda. Pasan cinco, seis, siete minutos. Inconscientemente asocio la noción de cacahuete a la sensación de lejanía. Me acerco a la baluerna. Enciendo una cerilla y leo, a través de los cristales, los títulos de algunos libros. Un mirón se apiada de mí y pide al conserje gritando por el ojo de la escalera, que traiga una vela. Se trata de fuertes y grandes libros de una voluminosidad decisiva.
Con la candela que me da el conserje doy un vistazo a la librería. Aquí están: «Los fundamentos de la vida», «La ciencia y sus hombres», «La Inquisición y sus misterios», «El conejo, la liebre y el lepórido», «El Conde Montecristo», «Los fueros de Cataluña», «La génesis del universo», los «Viajes morrocotudos», el «Vocabulario» de Requejo y no sé cuantos más. En total, habrá unos doscientos volúmenes, encuadernados a toda presión —casi diría empacados— y escritos, sin duda, por plumas célebres. Frente a los títulos de los libros doy una ojeada al campo de mis lecturas y advierto con dolor —con el dolor que produce siempre la contrastación de la insensatez de nuestro orgullo— que escasamente habré leído dos o tres obras de las contenidas en esta impresionante biblioteca. Pienso:
—¡Qué poco ha leído uno y cuánta frivolidad he puesto en mis lecturas! Uno se afana, atosigándose, en conocer las cosas más falaces y más absurdas y aquí están estos libros tan sólidos sin leer, sin abrir, empacados en sus lomos terribles, encerrados en esta baluerna hermética. ¡Cuántas cosas no han pasado en España desde que estos libros fueron encerrados aquí! Guerras, revoluciones, incendios, saqueos, cambios de regímenes… Todo o casi todo se ha movido —incluso, quizás, la geología— y algunas cosas se moverán todavía, pero esta baluerna no la ha podido mover nadie. ¿Será el sino de algunas bibliotecas el mantener una incolumidad intrínseca?
…Y la llave no acaba de llegar. Los cacahuetes continúan manteniéndose en la más pura y remota lejanía. La estufa se va enfriando. La candela me ha dejado las manos llenas de grasienta y pegajosa cera. El café de la malta —o quizás la malta del café— me ha dejado en el estómago, una barra horizontal, insoluble y tenaz. Los jugadores dicen: ¡es la última vuelta! Me acerco a la ventana y a través de los cristales veo un cielo de invierno purísimo: las estrellas parecen haberse acercado y su incandescencia impresionante, subyuga la mirada. Este cacho de destello feroz, entre rojizo y amarillento, debe ser el planeta Marte… El conserje se acerca a la ventana y la abre un poco —muy poco, dos dedos— sin duda para que la sesión de canario de la noche se inicie en un ambiente de pureza. Por la rendija, sube, de la callejuela, un vago relente de coliflor hervida.
—En los casinos —pienso al salir a la calle— los libros están demasiado alejados de las parvas posibilidades humanas. En ellos es cosa tan ardua acercarse a la cultura, como que la cultura se le acerque a uno. ¡En este horro atardecer del pueblo, hubiera podido leer tantas cosas! Hubiera podido enfrentarme con «La génesis del universo» y anchos horizontes se me hubieran quizás abierto, en el sentido de comprender la existencia. «El conejo, la liebre y el lepórido», hubiera aumentado el acerbo de mis conocimientos prácticos. El «vocabulario» de Requejo sin duda hubiera perfilado mi superficie ornamental y decorativa… Y todo lo han echado a perder los cacahuetes de la merienda del chico del conserje…