Tiempo lento

Unos kilómetros antes de llegar a X el autobús se para, de pronto, en la carretera. El chofer —viejo conocido mío— se me acerca con sigilo y me dice con un aire de disgusto:

—¿Tiene usted mucha prisa? Llevamos un retraso considerable…

—¿Es que pasa algo? —le pregunto.

—Hace diez minutos que estoy esperando que me traigan el bidón de leche que hemos de cargar en esta masía. En el momento de ordeñar las vacas, los payeses se habrán retrasado. Los payeses son incorregibles…

—A mí, realmente, me es igual —le digo—. Yo comprendo que usted se preocupe del horario. Pero los demás, ¡apañados estaríamos si nos inquietáramos, en esta época, por estas nimiedades! Desgraciado, amigo, el que en estos tiempos que vivimos tenga prisa…

—Bueno, bueno… —dice el chofer un poco más tranquilo.

El autobús se ha parado delante de una gran casa de campo, que se levanta a pocos metros de la carretera. Un autobús parado, produce siempre una sensación de gran silencio, de cansancio definitivo. Los viajeros dormitan. Pasa el tiempo y la leche no llega. Me apeo y ando por la carretera. Al poco rato me encuentro con un puente. Los puentes suelen ser muy bonitos. Me siento en la piedra del pretil y enciendo una pipa.

En las carreteras reinan ahora una paz y un silencio profundos. No transita apenas nadie. Oigo piar a los jilgueros en las zarzas del bosque vecino. A veces, desde muy lejos, se oye, invisible, venir un carro. El sonido rítmico de la herradura y las campanillas del collar, que primero se perciben en la lejanía suspendidas en el aire como un ruido celestial, se van acercando lentamente. El carro pasa soñoliento. El caballo anda como dormido. El arriero, en el fondo de la bolsa, está tumbado indolentemente sobre unos sacos mullidos. Hace cien años, este pasar sosegado, que hoy nos parece un poco sonambúlico debió constituir el dinamismo de las carreteras: ahora nos evoca un pasado agradable, pero remotísimo. En las carreteras de hoy reina la paz y la inmovilidad que nos imaginamos que tenían hace dos siglos.

No me ha sido dable en la vida, a pesar de mi entusiasta admiración por la industria y el comercio, entrar a menudo en los despachos y oficinas de lo que se suele llamar enfáticamente las fuerzas vivas, Pero recuerdo que en los pocos despachos que entré, época normal con el objeto, desde luego, de fumar un cigarrillo con uno u otro amigo, observé la presencia en las paredes de aquellos locales de rótulos que decían: ¡sed breves!, ¡el tiempo es oro!, ¡lo que podáis hacer hoy no lo dejéis para mañana!, y otros varios apotegmas de la llamada educación de la voluntad. Cuando pienso en la educación de la voluntad me figuro un señor con los ojos fuera de las órbitas, la mirada saturada de los efluvios del imán, la frente muy salida y prominente, agitado por papeles, teléfonos, secretarios, ruidos y luces invisibles… un señor que tan pronto está sentado que de pie, que lo mismo anda a gatas que salta por encima de las mesas y de las sillas… ¡Sed breves! Bueno.

Lo cierto es que en aquella época la gente tenía prisa. Era la época de la prisa. La recordáis perfectamente. El producto más típico de ella fue aquel señor, insolente y descortés, que a cada momento se consideraba obligado a sacar el brazo por delante, levantarse la manga de la americana y mirar el reloj que llevaba atado con una cadena a la muñeca. ¿Qué pretendían demostrar aquellos hombres? ¿Pretendían demostrarnos que sus ocupaciones eran incesantes? ¿Que su dinamismo era cruento? ¿Que su amor al trabajo era abrasador? Ahora bien: dado que todas las personas inteligentes, equilibradas y razonables que yo he tratado no me dieron jamás la impresión de tener prisa —y la mayoría daban un rendimiento de trabajo abrumador— yo me preguntaba, muchas veces si aquellos especimenes de la pulserita frenética eran algo más que unos estúpidos irreparables… Todavía quedan algunos rezagados de esta clase. Producen la impresión de unos seres antidiluvianos.

Sí. Aquella fue, efectivamente, la época de la prisa. Pero ¡cuidado! Yo comprendo muy bien que en ciertos momentos de la vida un hombre tenga prisa. Yo comprendo muy bien que un amigo me diga: tengo prisa, voy al notario porque he heredado…O que otro me advierta: tengo prisa, voy a beber un litro de vino porque se me está volviendo agrio… O que el de más allá me confíe: tengo prisa, voy a comprar un bolso para la querida… Sin embargo, ninguna de las personas que en aquella época alegaban tener prisa me dieron nunca razones del peso de ésas. Se tenía prisa por la prisa misma. Andaba uno con la lengua fuera durante todo el día sin saber exactamente por qué. Se hacían cuatro o cinco cosas a la vez y todas se hacían igualmente mal. Se quería dar una impresión de dinamismo continuado que en definitiva no era más que una manera continuada de perder el tiempo. Cuando uno piensa en esto que se ha llamado la vida moderna, se da cuenta de que lo que quizá la caracteriza de una manera más acentuada, son estos dos hechos: la baja calidad de sus obras y el despilfarro del tiempo.

Ahora, una serie de circunstancias a cual más trágica, nos ha engolfado en un tiempo lento. En el mundo en que vivimos, la prisa, la rapidez, el ganar tiempo, son problemas absolutamente implanteables, inexistentes. La Providencia, en forma y modos administrativos, vela todas nuestras actividades espirituales y temporales. Hoy es imposible tener prisa. Intentarlo es un anacronismo e incluso puede costar algún disgustillo. La gente tiene tiempo para todo. Esta es la característica de la época.

Sobre esta situación de hecho mi opinión no tendría la menor trascendencia, y por esto la reservo. Quiero decir, sin embargo, que una situación así no puede combatirse con argumentos del pragmatismo. Por el momento al menos, se gana tanto o más dinero ahora que antes. Los que están graciosamente destinados por la Providencia a ganar dinero lo ganan con prisa o sin ella. Los que estamos graciosamente destinados a ser pobres lo seremos siempre tanto si forzamos como si no forzamos el tiempo.

Cuando los del dinamismo me prometían construir un mundo más justo, más sabio y más bueno yo les pedía permiso, modestamente, para sonreírme. No voy a decidir ahora si los del tiempo lento construirán un mundo más bueno, más sabio y más justo. Y sin embargo —pienso— todas las cosas esenciales de la vida son lentísimas. Las guerras han sido siempre largas. Las hambres endémicas. La formación moral e intelectual de un hombre o de una mujer requieren cuidados persistentes. Llegar a dominar un instrumento cualquiera, una herramienta cualquiera, es cosa de larga paciencia. Los antiguos decían, comprensivamente: ars longa, vita brevis. ¿Y el amor? ¿Y el ritmo de las cosechas? ¿Y la cocina? Todo lento, lentísimo.

Pero finalmente, llegó el bidón con los quince litros de leche y lo izamos al techo. Al aparecer, hubo, entre los viajeros, un movimiento de curiosidad sin trascendencia. Si se hubiera retrasado cinco o diez minutos más hubiera dado lo mismo. El camión, avanzó entonces francamente por la carretera y mi meditación se disolvió en el torbellino de los hierros y de los aceros.