El maestro Garreta

Llegamos a San Feliu de Guíxols. Ahora la parada de los autobuses está un poco más al fondo de la Rambla Vidal. Antes, la agencia estaba situada exactamente delante de la relojería de Garreta, de la relojería que el maestro Garreta tenía en dicha calle. Cuando, siendo estudiante, iba o venía yo de Barcelona, por esta línea, veía a don Julio detrás del escaparate, sentado ante una mesa llena de estos pequeños, minúsculos, graciosos objetos que manejan los relojeros. Garreta tenía puesta la lupa en el ojo y con unas pinzas reconstruía las maquinillas. El sol entraba a raudales por el cristal y a veces una ruedecilla dorada sacaba un levísimo destello. Dos o tres altos relojes de caja, adosados a las paredes, parecían contemplar absortos la paciente meticulosidad del relojero.

Garreta era un hombre pequeño, tirando a gordo, muy blanco de piel, de ojos azules melancólicos, nariz importante, con la raya al lado peinada impecablemente. Con sus camisas de cuello alto —no llevaba corbata casi nunca—, su redondeado abdomen, sus piernas pequeñas, la modestia general de su porte, era el tipo perfecto del buen artesano de otros tiempos. Daba la impresión de ser un hombre absolutamente sosegado y tranquilo, pero le denunciaba la mirada, suspensa en vaguedad y ensueño, la boca muy ávida y sensual y un dejo fatigado y escéptico en todo su cuerpo.

Cuando en época ya muy lejana iba yo a las fiestas mayores, trabé amistad con Garreta. Cada año, en San Feliu, por la fiesta, los últimos de acostarnos solíamos ser el maestro y yo. Nos topábamos, indefectiblemente, en la madrugada en el último café abierto y allí tomábamos el último veneno y encendíamos el último puro de quince céntimos. Nos sentábamos luego en una silla del paseo del mar que en aquella hora aparecía solitario e incierto. Un enorme entoldado, flácido y mortecino, situado sobre la playa, tocado por la luz del amanecer, parecía la grupa de un elefante de guardarropía. A levante, el cielo era morado; a poniente nacía un verde angélico; la luz tenía una suavidad mate, benigna; el mar, rizado por el viento de tierra, fresco y vivo, mantenía entre dos luces su misterio. Flotaba en el aire la melancolía exquisita y acerba de la bengala quemada, de la fiesta extinguida. Degustarla era casi un morboso placer y Garreta era capaz de pasarse un par de horas en silencio, sentado en un banco, mirando con los ojos un poco entornados, como iba amaneciendo. Pero esto era raro porque lo que más le gustaba era hablar, hablar con calma de cualquier banalidad, de las cosas más insignificantes, inacabablemente.

Cuando el autobús llegaba a la agencia, Garreta se sacaba del ojo el tubo de la lupa, se abrochaba los botones del chaleco y abandonando sus labores de relojero salía al dintel de su tienda. Con las manos en los bolsillos del pantalón, contemplaba, notoriamente complacido, cómo la gente subía o bajaba del coche, cómo descendían o izaban las maletas. Daba la impresión de un hombre que trataba de salirse de sí mismo, de evadirse, de huir de sus fantasmas y de sus sueños. Cualquier cosa le servía de pretexto para pasar el tiempo; era servicial para distraerse de sus pensamientos. Casi todos los hombres que tratan de evadirse de sí mismos suelen ser simpáticos. Son simpáticos por necesidad. «El modesto, el simpático relojero de San Feliu…» —decían los periódicos del tiempo hablando de Garreta—. Y era cierto.

—En el fondo —me dijo un día en tono confidencial—, en el fondo, si no hubiera sido por la relojería, mi vida hubiera sido muy triste…

—No le comprendo a usted —hube de decirle.

—Sí. La música, en estado de gestación interna, se me presenta a mí como un fluir muy vago, muy deforme, como un mundo impreciso. Sacar de esta vaguedad tan inaferrable, una línea melódica, una forma sinfónica, es un trabajo superior a mis fuerzas. Este esfuerzo me produce como un agotamiento físico… Los relojes, en cambio, tan concretos, con sus piececillas de precisión tan finas, tan exactas, tan divinamente dibujadas, han sido para mi un refugio, un descanso en mi forcejeo de la música.

—Mientras va disecando relojes pensará usted en su música…

—Claro está.

—¿Y los relojes van a la hora, le salen bien?

—Naturalmente.

—Perfecto. La explicación que me acaba usted de dar, amigo Garreta, es muy clara y muy humana.

—Pues ésta ha sido toda mi vida.

Garreta fue un producto típico del Ampurdán. No hizo ningún estudio musical coherente y serio. Tuvo que inventar todos sus medios expresivos, descubrir, a tientas, la técnica. El considerable esfuerzo que tuvo que hacer para superar el infantil tartamudeo comarcal, ampurdanés, me parece algo absolutamente respetable. Durante mucho tiempo tocó en las orquestas de sardanas que hacían bolos por los pueblos. Yo le había visto en los tablados de las poblaciones, en mangas de camisa, con un pequeño triángulo de pañuelo sobre la espalda, hinchadas las mejillas de viento, como un ángel barroco. Tocaba el fiscorno en las sardanas y el violín en saraos y oficios divinos. ¡Aquellas misas mayores en las que alternaban los explosivos y el almíbar…!

Sin embargo, en San Feliu se había formado, mientras tanto, y por razones que sería muy largo explicar, un ambiente musical correcto, perfectamente distinguido. Garreta se acercó a él. Oyó excelente música; formó parte de diversas formaciones íntimas. Tuvo que aprender tarde en la vida conocimientos que muchas veces los muchachos aprenden en las escuelas. Pero su marcha fue, desde ahora, ascendente. Aquí está su obra, que la muerte truncó en pleno movimiento.

Cuando las coblas tocaron las primeras sardanas de Garreta, el popularismo ampurdanés se levantó en vilo. Protestas por doquier. Unos decían que aquéllas eran sardanas de concierto y que no podían ser bailadas. ¡Otros que eran wagnerianas! La gente tenía callos en los oídos. Las sardanas que se elaboraban entonces utilizaban los motivos de las zarzuelas y de los cuplés. Música sobadísima. El sentimentalismo sollozante de Ventura, el blanco de sus ojos parpadeantes se había ido perdiendo en la lejanía del tiempo. La decadencia era completa. El primer gesto de enderezamiento vino del maestro Coto. Algunas, pocas, personas han hablado de Coto con gran respeto y cariño. La música de Coto tiene poca vida; en Cambio sus consejos tuvieron un gran valor normativo. Garreta, que consideraba a Coto como su maestro, apareció al fin, con su enorme alegría, como un cachorro de león sonriente: su música era meridiana, solar, saturada de exaltación y de placer, ¡qué brillante delicia! Las viejas plazas de los pueblos de mi país, morenas y doradas por el sol de los siglos, resplandecieron de pasión dionisíaca. Con su sardana «Juny», Garreta se puso al frente del Ampurdán y le seguimos todos, hombres, mujeres y niños. Fue un momento de maravilla, un grito estupendo de alegría. La sardana se ha popularizado por doquier y más se populariza todavía, pero continúa siendo una música profundamente ampurdanesa. En la vida puede existir una tendencia a las soluciones dialécticas y una tendencia a las soluciones musicales. Y tan agradable y satisfactoria puede ser una solución dialéctica como una solución musical. Entre una y otra de estas soluciones cabe escoger. Lo que quiero decir es que en contraste con la ferocidad dialéctica del resto del país catalán, el ampurdanés va a las soluciones musicales casi indefectiblemente. Al catalán, le gusta tener razón. La razón del ampurdanés suele ser casi siempre el placer. La sardana, tal como se baila en el Ampurdán, es el placer mismo. Es lo más cercano a la definición clásica del placer. Es la entrada en lo inconsciente que toda danza implica, controlada ahora por una numeración, es decir, por una presencia constante de la lucidez de los números. La manifestación más luminosa de la consciencia, no es quizá pensar, ni siquiera recordar, sino contar. Contar es comprender. Esta es la clase de la lucidez del poeta. Numerar el bramido interno, sordo y terrible del mundo, esto es la música.

Yo ya no bailo sardanas. Pero me gusta verlas bailar. Los dos pueblos en que bailan mejor son la Escala y San Pedro Pescador. He observado a veces la cara inmensa de satisfacción, de intenso placer que tiene un hombre o una mujer con los brazos en alto, los pies entregados al juego de la música, el cuerpo fajado, arropado en una forma terrestre de movimiento musical. El placer proviene de las entradas y salidas en la inconsciencia que tienen estos pasos de danza. El frenesí ordenado es la voluptuosidad. Uno se abandona casi a una caída deliciosa y luego, de un tirón, reentra en la verticalidad. En este juego de cabezadas entre el balbuceo y la lucidez está para los ampurdaneses el fondo placentero, embriagante, un poco rijoso de la sardana.

Garreta —como nadie— nos ha hecho comprender estas cosas tan íntimamente ligadas a nuestra sensibilidad. Con su música ha contribuido a que nos diéramos cuenta de como estamos hechos por dentro.

Cada vez que paso en el autobús por San Feliu de Guíxols, miro, casi instintivamente, hacia donde tuvo Garreta su tienda de relojería. Si la parada es muy larga, me llego hasta ella. Pero todo ha desaparecido. Hace ya mucho tiempo que Garreta ha muerto.