Viajar, mal asunto

El desmayo de la viajera del autobús me hace pensar, sin embargo, en la manera como se viaja en los presentes días. ¡Qué mal viajamos, Dios mío, la pobre gente!

Antes, en la época de mi juventud, existía un contraste muy acusado entre el viajero y el hombre sedentario. El viajero iba de acá para allá, de pueblo en pueblo y de casino en casino; pasaba de un lugar a otro, si no como pluma al viento, al menos con bastante comodidad. El hombre sedentario consideraba que el viajero era un tipo feliz. El viajero se evadía, se esfumaba, aparecía, volvía a desaparecer y todos esos movimientos hacían el efecto de liquidaciones agradables de los asuntos que el azar iba tejiéndole en el curso de la vida. El viajero tuvo siempre prestigio literario —los italianos crearon la figura del passeggiero—, y en los países dominados por la envidia —que sospecho son casi todos—, el sedentario envidió al viajero. El sedentario no puede evadirse. Está permanentemente atado a sus minúsculos problemas. Vive aprisionado en sus obsesiones y en sus quehaceres. No tiene tiempo. Su única salida es el sueño.

—¿Sueña usted mucho, amigo? —he preguntado a veces a personas establecidas, estables en un punto determinado de la corteza de la tierra.

—Sí, señor. Generalmente sueño que soy rico. Luego me despierto cubierto de sudor. Y resulto tan pobre como en el momento de conciliar el sueño. Sueño también que viajo por la tierra. ¡Desagradables sueños! Cuando llega la hora de empezar el trabajo, parece que me quitan un peso de encima…

El sedentario sueña. El viajero vive, o mejor dicho, se suponía antes que vivía en un estado de dispersión, de variedad y, en definitiva, de aérea ligereza. Todo en su desplazamiento era agradable: las caras nuevas, los roces superficiales, los paisajes distintos. ¡Qué buena y divertida vida! ¡Cuánta envidia producía el pasajero!

Pero ahora las cosas parecen haber cambiado bastante. Hoy, los viajeros son, más que nada, compadecidos. Se viaja puramente por necesidad. La sola idea de tener que desplazarse produce desasosiego. Los únicos seres que se entusiasman cuando ven pasar algo en movimiento son los chiquillos de corta edad, a partir de los niños de teta. Cuando ven pasar un auto se quedan mirando, pasmados, el cacharro, y levantan los brazos con un entusiasmo incontenible. Cuando oyen silbar una lejana locomotora, vuelven la cabeza y paran la oreja. Si les suben a un vehículo cualquiera, sobre todo si tiene motor, se muestran contentos y satisfechos. El motor de explosión es una de las delicias más evidentes del género humano. Es, sobre todo, el encanto máximo de las criaturas de nuestra época. Los niños, cuando viajan en taxi, se convierten en seres impertinentes. Miran a los peatones casi con desprecio. Es verdaderamente curiosa la capacidad de adaptación que tienen las criaturas a todas las formas del progreso.

Excepto unos cuantos magnates que viajan en el avión, el resto de la humanidad se desplaza en nuestros días con mucha más lentitud que treinta o treinta y cinco años atrás. Cada día se baten los llamados records de velocidad en sus diversos aspectos, pero ir en tren de Barcelona a Gerona o de Barcelona a Madrid, se ha convertido en un fenomenal problema. Lograr ser admitido en uno de esos convoyes tiene muchos pelendengues. Hay pocos trenes y, en general, son muy lentos. Las clases de asentamiento a que uno puede aspirar son, en general, mugrientas. Viaja muchísima gente. Parece que en un sistema dominado por el más universal de los paternalismos, la gente podría quedarse en casa tranquilamente con la sensación de tenerlo todo resuelto. Pero no es así, y la gente va de una parte a otra con el buche lleno de sugerencias —yo sospecho— para mejorar el sistema. Jamás existió en el país, jamás pudieron encontrarse a lo largo de los caminos de hierro del país tantos arbitristas, tantas personas interesadas en llenar nuestra vida de felicidad completa. Por el momento, la obturación que su incesante actividad produce, convierte el viajar en un tormento.

Y luego están las carreteras. En su estado reina la más completa de las diversidades. Las de primer orden están bien, sin duda, para dar la oportunidad a las personas de primer orden a viajar cómodamente por ellas. Las de segundo orden están en el estado que su nombre indica, así como las de tercero. Uno transita por ellas en un coche cualquiera —de suspensión generosa o de suspensión avara— y uno va saltando en el asiento como botella vacía en el oleaje del mar, con el riesgo constante de dar con el cuero cabelludo en la techumbre del vehículo. Luego están los neumáticos —quiero decir la falta de ellos—, lo que hace que si a uno se le ocurre tomar un autobús, viaje con el alma en un hilo, esperando el reventón de cada día, indefectible.

—¡Bueno, ya está, ya hemos reventado otra vez! —oigo decir al chófer del carro voluminoso.

—¿Podremos enlazar con el tren? —preguntan los viajeros, más muertos que vivos.

¡Enlazar! He aquí una palabra que se va vaciando cada día de sentido. ¡Enlazar! —menudo problema—. El desenlace del enlace ha sido este desenlace. Otra palabreja que no tiene sentido alguno en nuestra época es la palabra urgente. Las restricciones eléctricas han acabado por deshinchar el neuma de la urgencia.

—Tengo que verte urgentemente… —oigo que dice un señor a otro señor.

—Venga a verme al despacho dentro de tres o cuatro días, cuando el ascensor funcione. Entonces el asunto será un poco más urgente.

La urgencia, como la prisa, como la premura, son cosas absolutamente desprovistas de sentido. En lo único que hay una prisa notoria es en aumentar los precios.

El viajar ha pasado a convertirse, pues, de raíz de la felicidad en una obligación penosa y desagradabilísima. El viajero es considerado hoy un infeliz, una especie de botarate de menor cuantía que va dando tumbos por el mundo porque no tiene más remedio. Al viajero de hoy se le concede, desde luego, una indudable fuerza física, no sólo por lo que hace referencia al empuje indispensable para asaltar un tren o un autobús, sino para organizar una buena defensiva destinada al mantenimiento de las posiciones adquiridas. Se le presumen, además, unas tales dotes para el ejercicio de la paciencia y de la mansedumbre, que uno sospecha si no las tendrá rayanas en la bobaliconería. ¡Cómo han cambiado las cosas y los tiempos! Ahora, los sedentarios contemplan compasivamente a los viajeros y les dicen con una punta de ironía:

—¿Se marcha usted? ¡Cómo le compadecemos!

Ahora, los que sueñan son los viajeros. Uno de ellos me decía, mohíno y apesadumbrado, que soñaba en la llegada a un pueblo remotísimo, totalmente incomunicado, situado a horas y horas de marcha del lugar más próximo a lo que los sociólogos llaman el sistema nervioso de un país, que no es más que el sistema de los transportes en común, para decirlo con la vulgar exactitud debida. Pero —añadía— al despertarme cubierto de sudor, oigo el ruido de chatarra que en la puerta de la fonda del pueblo remotísimo desarrolla un autobús al emprender el «servicio».

Ahora, los sedentarios viven —modestamente, desde luego—, y los viajeros sueñan, en cambio, las cosas vulgares que soñaban antes las personas establecidas. Ya no se concibe el viaje —por más fértil que sea la esperanza— como una evasión. Viajar continúa siendo, esencialmente, el cambio de aires que siempre fue, pero para lograr cambiar de aires hoy se requieren condiciones excepcionales de perspicacia y de fuerza. Llegará un momento que viajar será una actividad profesional como el ejercicio de la Veterinaria o la elaboración de artículos en el papel de la Prensa. Los profesionales no suelen, como tales, ser risueños. Son seres afectados por la pesadumbre de sus ejercicios gimnásticos. Los profesionales no pueden tener el candor de los predestinados a víctimas.

En los periódicos, desde luego, se irán batiendo todos les records de la prisa, de la velocidad y de la mecánica de fantasía. ¡Ay, Dios mío! Llegará un momento que cuando estas criaturas que paran ya la oreja al silbato lejano conozcan las delicias del viajar, la visión de una locomotora —o de un autobús— les producirá, como a mí, un cierto vacío en el estómago. Pero hemos de esperar que durante los dos o tres decenios necesarios para que los actuales niños de teta sientan algún vacío, las cosas se habrán arreglado al menos un poquito.