Uno pues, de tarde en tarde, viaja por el país. Provisto del correspondiente billete y del indispensable salvoconducto —pagando, San Pedro canta—, uno se lanza al proceloso negocio de los autobuses y de los trenes. Uno discurre cuarenta, cincuenta o más kilómetros en un coche accionado por gasolina, decorado a la manera con que solían estarlo las casas de poca formalidad en mi época de estudiante. Algunos tienen una decoración vagamente cubista sobre un fondo de color de chocolate. Otros, de un color más claro, presentan unas flores de fogosa inventiva y trazado caprichoso. ¿Qué son estas flores? ¿Nenúfares? ¿Miosotis? ¿Orquídeas?
—Mira, Raquelita, mira los nenúfares del techo… ¡Qué monos! —oí decir un día a uno de esos maridos, poéticos y flácidos, que andan por el mundo transportando los bultos de su esposa.
Raquelita —una señora metida en carnes, de amplia mirada negra e impresionante pantorrilla— le dio al marido una furibunda ojeada de soslayo subrayada con un invisible pellizco, colocó sobre sus rodillas un saco de viaje que pesaba como un plomo y masculló entre dientes:
—¡Cállate! Para nenúfares estamos…
En el momento de tomar el autobús se nos quiere dar la impresión de que viajaremos como si estuviéramos en casa —o mejor dicho— en una casa bonita y rutilante como una peluquería: papeles pintados, iluminación indirecta, muebles tubulares. Todo tan aerodinámico. La intención es de apreciar; pero, francamente, no me siento capaz de agradecérsela a nadie. Todo el material, por otra parte, está un poco ajado. Veo dos cristales rotos: otro se ha encasquillado y no sube ni baja. Las Revoluciones ajan las cosas. En España, hoy, hasta los arboles parecen sobados y manoseados.
Después del asalto de rigor, logramos tomar un asiento. El derecho de poner las asentaderas en estos tremendos, ruidosos vehículos, esta sometido al azar más rigurosamente pascaliano. Digo pascaliano, porque Pascal invento el calculo de probabilidades y la ruleta. Este azar le proporciona a uno las contradicciones más extraordinarias.
—Qué flaco esta usted, señor Pla —le dice a uno, a veces, el vecino de al lado—. ¿Sabe usted que esta usted muy flaco? Allá por el año 1935 estaba usted mucho mejor, más gordo, más lleno. ¿Qué le pasa?
Otras veces le dice a uno el compañero de viaje:
—Pero señor Pla, ¡qué gordo esta usted! Esta usted en los kilos. ¿Qué le sucede? La última vez que le vi, allá por 1935, estaba usted muy flaco, estaba usted en los huesos. Va usted a perder la línea.
Esta es la primera lección de los autobuses: la relatividad de todo. Para unos, el infrascrito esta flaco. Para otros, esta gordo. Estas variaciones se producen a veces en una diferencia de horas. Hay razón para quedar perplejo. Uno piensa en las palabras del viejo Heráclito: la Naturaleza tiende a ocultarse a los ojos de los hombres. En este mundo, todo se suele ver a través del pie forzado de lo que a uno le falta. El que es gordo y quisiera ser flaco busca cómplices de su propia gordura. El que es flaco y quisiera estar gordo tiende a ver a sus semejantes en un proceso de acentuada delgadez. Y uno, en definitiva, no esta ni flaco ni gordo, ni delgado ni repleto, sino que es simplemente un individuo que va paseando por el mundo, mejor o peor, sus prejuicios y envejecimiento en medio de pequeñas y grandes catástrofes.
El autobús llega a un pueblo. Es domingo por la tarde. Hay la luz dominical en el aire: anaranjada y un poco triste. El cielo, muy alto y despejado, es de un color verde vítreo-verde vacío. Hay un grupo de payeses vestidos de negro delante de la taberna, con las manos en los bolsillos, encorvados por el frío. Sube un grupo de muchachos. Van, al parecer, a bailar al pueblo de al lado. Cuando el autobús llega a este pueblo bajan los muchachos y suben otros que a su vez van a bailar al pueblo inmediato. En este pueblo observo el mismo fenómeno: descienden los del segundo grupo, entre risotadas y empujones y sube otro grupo que se dirige también a bailar al pueblo de la próxima parada. Interpelo a los muchachos.
—Por lo que veo —digo— van ustedes a bailar al pueblo de al lado.
—Si, señor. Vamos a bailar al pueblo de al lado.
—Y eso, ¿por qué lo hacen ustedes? ¿Es que las chicas de su pueblo no son apetitosas? ¿Es que la orquesta del pueblo donde van ustedes a bailar es más impelente y excitante? ¿Es que podrán ustedes disponer de una sala mejor presentada?
—Las orquestas en invierno —me dice uno de ellos— en todas partes son malas. Los músicos soplan poco. Tienen miedo a resfriarse. Las orquestas son como las sandias: cosa de verano…
Y me dicen otras cosas por el estilo.
Y yo pienso: el número de personas que tiene tendencia a ir a bailar al pueblo de al lado, es considerable. Física o imaginativamente, todo el mundo tiende a bailar en un terreno que no es el propio terreno. Sin embargo, una de las más provechosas máximas de Goethe es esta: la felicidad es la limitación; ser feliz consiste en limitarse. Pero el hombre raramente se limita; aspira siempre a tener más. Según los poetas elegiacos antiguos, esta tendencia humana a la ilimitación, es debida a que el hombre es un animal melancólico y triste, dominado constantemente por el tedio: de a. C. que el hombre sea por afán de cambiar —para matar el tiempo— un constante destructor de su propia obra y de su propia vida. Porque a más querer más tristeza, a más deseo más dolor, a más posesión más destrucción. Mucho más triste que bailar en el propio pueblo, es bailar en el pueblo de al lado. Estos inquietos jóvenes del autobús —me digo— cuando regresen esta noche a sus casas, estarán más tristes que si no se hubieran movido de ellas y hubieran bailado al son de sus propios músicos. En vista de todo esto siento un momento la tentación de pronunciar un pequeño discurso de tonos francamente quietistas y sobre el tema: todo movimiento produce dolor. Pero me contengo porque la experiencia me ha demostrado —lo que no deja de tener bastante gracia— que del quietismo no quieren oír hablar más que las personas ya previamente aquietadas, sosegadas e inmóviles.
Mientras tanto, el autobús, dando resoplidos, va transitando por montes y por valles. En Palamós, suben unos ciudadanos. Se sientan como pueden y después de haberse sentado, encienden unos puros autárquicos. Y yo pienso: en Palamós, esta semana, la subalterna ha dado farias. En Çalonge, suben otros ciudadanos los cuales lían y encienden unos cigarrillos. En Çalonge —digo— la subalterna ha dado cigarrillos superiores al cuadrado. En el pueblo de más allá, veo salir unas volutas de humo azulado y dulzón de unos amarillentos cigarrillos de hebra. Ya apareció la hebra. Ay, estas hebras obscuras, ¡cuánto nos harán sufrir! —repito con el cariñoso poeta andaluz. En el pueblo siguiente, los viajeros recién llegados sacan el librillo de fumar y producen unos cigarrillos con unas motas negruzcas. En ese pueblo —pienso— la saca ha sido de picado entrefino… Y así sucesivamente van entrando en forma de humo por mi nariz todas las labores de la Arrendataria, tan diversas. Humo de hoja, de pipa, de picadura… Y todo tan fino, entrefino, prefino, subfino, superfino y extrafino. ¡Ah! Y el papel trigo…
De pronto, se ve caer la cabeza de una señorita sobre su hombro izquierdo. Sin duda le ha dado un vahído. Se produce un silencio en el autobús. En la suave tez de la señorita, va apareciendo un tornasolado, entrefinísimo albor entre salmón y marfileño; su frente se perla de pequeños gotas de rocío. Imagino la delicada poesía que ante un fenómeno de esta naturaleza hubiera producido un poeta romántico.
—A veces, todo es cuestión de la faja… —oigo decir a uno.
—¿Qué quiere usted que le diga…? Eso suele generalmente suceder cuando se ve un pollo o unas gallinas a lo lejos y uno se da cuenta de que son inasequibles, de que es imposible coincidir con ellas.
Se siente entonces, en el corazón, un gran vacío. Yo tengo experiencia… —dice otro viajero muy delgado—, los ojos un poco hundidos, con un cierto aire de suficiencia.
—Se cometen tantas imprudencias… —añade con la tremenda seriedad a que obliga una posición social solidamente establecida, un tercer viajero.
Me viene a la memoria lo que escribió el viejo Burton en su curiosísimo libro titulado «Anatomía de la Melancolía», sobre el tabaco. «Tabaco, divino, raro, excelentísimo tabaco, superior a toda posible panacea, oro potable, piedra filosofal, remedio soberano a toda clase de pesares…». Frente a la señorita desmayada pienso que el tabaco ha perdido sus virtudes o que, quizás, Burton era un humorista.
Ante el vahído, el movimiento de suspensión es total. A nadie se le ocurre nada. Ni abrir el cristal inmediato, ni apagar farias, pipas, hebras o picados. En el fondo, ¡qué bien estamos todos en el autobús, discurriendo por montes y por valles a una velocidad prudente, arropados en el humo de las labores variadas y finolis! En el fondo —incluso, quizás, la señorita— vamos todos, quién más, quien menos, a bailar al pueblo de al lado y si fuera posible percibirla, se vería una pequeña llama de ilusión en el fondo de nuestros ojos indiferentes. Mientras tanto, el autobús avanza, jadeante, feísimo, siniestro…