III

1

La celebridad literaria se hallaba junto a los ordenadores situados en el extremo de la larga mesa y contemplaba la pared del fondo del laboratorio, donde aproximadamente una docena de personas habían sido colgadas de ganchos como sujetos experimentales en un campo de exterminio nazi. Todo coincidía poco más o menos con la descripción de Steve y Cynthia salvo por un detalle: la mujer colgada justo debajo del rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO, la que tenía la cabeza tan ladeada a la derecha que la mejilla prácticamente le reposaba en el hombro, tenía un extraño parecido con Terry.

Ya sabes que eso es fruto de tu imaginación, ¿no?

¿Lo sabía realmente? Quizá. Pero… ¡Dios, el mismo pelo rojo, la frente amplia y la nariz un poco torcida…!

—Olvídate de su nariz —dijo—. Bastante problema tienes con la tuya. Así que sal de aquí cuanto antes, ¿entendido?

Pero en un primer momento fue incapaz de moverse. Sabia que debía hacer —cruzar la sala y registrarles los bolsillos en busca de llaveros—, pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Meter la mano en los bolsillos, notar la carne rígida y muerta de sus piernas a través de la fina tela del forro, manipular sus objetos personales, no sólo las llaves de los coches sino también las navajas de bolsillo, los cortaúñas, los tubos de aspirinas…

Todo lo que la gente lleva en los bolsillos se designa con palabras o expresiones compuestas. Fascinante.

… paquetes de pañuelos, portamonedas…

—Ya basta —susurró—. Ve y hazlo.

La radio emitía ráfagas de interferencia estática semejantes a cañonazos. Johnny movió el dial. No había música. Pasaba de medianoche, y las emisoras locales habían interrumpido ya la programación Volverían con otro cargamento de Travis Tritt y Tanya Tucker al amanecer, pero con un poco de suerte para entonces John Edward Marinville, el hombre que en una ocasión la revista Harper’s definió como el único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, se habría marchado.

«Si se marcha, ya no habrá remedio».

Se frotó la cara con la mano como si el recuerdo fuese una mosca molesta que pudiese ahuyentar, y se encaminó hacia el otro extremo de la sala. Tenía la impresión de que estaba desertando, por así decirlo, pero el hecho era que podían marcharse si así lo deseaban, disponían de un medio de transporte. En cuanto a él, estaba decidido a regresar a un mundo donde la gente no balbuceaba en idiomas absurdos ni se descomponía ante tus ojos. Un mundo donde uno podía dar por sentado que la gente ya no crecía más a partir de los veinte años. Notó el roce de sus chaparreras de piel mientras se acercaba a los cadáveres.

En ese momento más que una celebridad literaria se sentía como los saqueadores que había visto en Quang Tri buscando medallones de oro en los cadáveres, llegando incluso a separar las nalgas de los muertos por si había allí un diamante o una perla, pero eso era una comparación capciosa… y sin duda sería una sensación transitoria. Él no había ido allí a saquear. Todo su interés se centraba en las llaves, un juego que se correspondiese con alguno de los vehículos aparcados junto al barracón. Por otra parte…

Por otra parte la chica muerta que colgaba bajo el rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO se parecía realmente a Terry. Una pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio que llevaba puesta. Naturalmente el tiempo en que podía llamarse pelirroja a Terry había quedado atrás; ahora tenía el pelo prácticamente gris, pero…

«Se arrepentirá en cuanto perciba el olor de Tak en su piel».

—Por favor —dijo—. No seas infantil.

Miró hacia la izquierda con el único propósito de apartar la vista de la pelirroja muerta que tanto se parecía a Terry —Terry en aquellos tiempos en que le bastaba cruzar las piernas o contonearse para hacerle perder la cabeza— y vio algo que le arrancó una sonrisa de esperanza. Había allí un todoterreno. Aparcado dentro del garaje como estaba, era muy probable que las llaves estuviesen en el contacto. Si era así, al menos se ahorraría la indignidad de registrar los bolsillos de las víctimas de Entragian, o quizá era aún Josephson cuando hizo aquello. Poco importaba. Sólo tendría que desenganchar el remolque de mineral, levantar la puerta del garaje y marcharse.

«… en cuanto perciba el olor de Tak en su piel».

Quizá en un primer momento lo percibiera, pero no por mucho tiempo. Acaso David Carver fuese un profeta, pero era un profeta joven, y por lo visto aún no se había dado cuenta de ciertas cosas, tuviese línea directa con Dios o no. Una era el hecho elemental de que el mal olor se iba con agua y jabón. Sin duda se iba. Esa era una de las pocas cosas en esta vida de las que Johnny estaba totalmente seguro.

Y la llave del todoterreno estaba, gracias a Dios, en el contacto.

Se inclinó sobre el salpicadero, giró la llave sólo hasta la posición de indicadores para comprobar el nivel de gasolina, y observó que estaba en unos tres cuartos de depósito.

—Sobre ruedas, encanto —dijo, sonriendo—. Ahora todo va sobre ruedas.

Se acercó a la parte trasera del vehículo y examinó el enganche del remolque. Tampoco eso era problema. Estaban unidos por una simple chaveta. Buscaría un martillo… la sacaría de un par de golpes…

Ni Houdini hubiese sido capaz de salir así, Marinville. En esta ocasión era la voz del viejo borracho la que oía en su mente. Por la cabeza. ¿Y que me dice del teléfono? ¿O de las sardinas?

—¿Qué pasa con las sardinas? Simplemente había unas cuantas más de las que parecía, así de sencillo.

Sin embargo Johnny sudaba copiosamente. Sudaba como sólo había sudado en Vietnam algunas veces. No era por el calor, aunque hacia un calor sofocante; y tampoco era el miedo, aunque uno pasaba miedo, incluso dormido. Era sobre todo el sudor enfermizo que producía saber que uno estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno y en compañía de gente en esencia buena que iba a echarse a perder, quizá para siempre, por hacer lo que no debía.

Milagros discretos, pensó Johnny, sólo que de nuevo lo oyó en la voz del viejo borracho. Era más locuaz muerto que vivo, el condenado. De no ser por el chico, ahora seguiría en la celda, ¿no? O estaría muerto. O algo peor. Y sin embargo lo ha abandonado a su suerte.

—Si yo no hubiese distraído al coyote con mi cazadora, David estaría muerto ahora —repuso Johnny—. Déjeme en paz, viejo idiota.

Vio un martillo en un banco de trabajo adosado a la pared y fue a buscarlo.

—Dime una cosa, Johnny —dijo Terry, y Johnny se paró en seco—. ¿Cuando has decidido que la solución a tu miedo a la muerte es renunciar a la vida por completo?

Esa voz no procedía de su cabeza, estaba casi seguro. No, estaba totalmente seguro. Era Terry, colgada de un gancho en la pared. No era un mero parecido, no era un espejismo ni una alucinación; era Terry.

Si se volvía en ese momento, la vería con la cabeza erguida, no caída sobre el hombro, mirándolo como siempre lo miraba cuando metía la pata; paciente porque en Johnny Marinville meter la pata formaba parte de su comportamiento habitual, decepcionada porque sólo ella confiaba en que algún día mejorase. Lo cual era absurdo, como esperar que un caballo cojo gane el Gran Derby. Salvo que a veces con ella —por ella— había procurado enmendarse, elevarse por encima de lo que había acabado por considerar su manera de ser. Pero cuando lo conseguía, cuando se superaba, cuando volaba por encima del jodido paisaje, ¿tenía ella alguna vez palabras de reconocimiento? ¿Decía alguna vez algo? Bueno, sí, tal vez «Cambia de canal; a ver que hacen en la PBS», pero poco más.

—Ni siquiera has renunciado a vivir para escribir —dijo Terry—. Eso, aunque despreciable, al menos habría sido comprensible. Renunciaste a vivir para hablar de escribir. ¡Por Dios, Johnny, en serio!

Se acercó a la mesa con piernas temblorosas, dispuesto a lanzarle el martillo a esa bruja para ver si así se callaba. Y fue en ese preciso momento cuando oyó un gruñido grave a su izquierda.

Volvió la cabeza en esa dirección y vio un lobo —probablemente el mismo que se había aproximado a Steve y Cynthia con el can tah entre los dientes— en el umbral de la puerta que comunicaba con la oficina. Miró a Johnny con ojos brillantes. Por un instante el animal vaciló, y Johnny se permitió albergar cierta esperanza: quizá tenía miedo, quizá se marcharía. Pero de pronto empezó a correr hacia él, contrayendo el hocico para enseñarle los dientes.

2

La criatura que había sido Ellen Carver llevaba un rato profundamente concentrada en el lobo —cuya misión era acabar con el escritor—, en un estado próximo a la hipnosis. De pronto algo, una alteración en el curso de los acontecimientos previstos, arrancó a Tak de su concentración. Se retiró un momento, manteniendo al lobo donde estaba pero dirigiendo hacia el Ryder el resto de su terrible curiosidad y siniestra atención. Algo había ocurrido en el camión, pero Tak era incapaz de discernirlo. Tenía una sensación de desorientación, la sensación de despertar en una habitación donde las posiciones de los muebles han sido sutilmente modificadas.

Quizá si no tratase de estar en dos sitios al mismo tiempo…

Mi him, en tow! —gruñó, y envió al lobo contra el escritor. Ese sería el final del hombre que pretendía emular a Steinbeck; el cuadrúpedo era rápido y fuerte, el bípedo, lento y débil. Tak retiró su mente del lobo, y la imagen de Johnny Marinville primero se desdibujó y luego se desvaneció por completo mientras el escritor, con ojos aterrorizados, buscaba algo a tientas con una mano en el banco de trabajo.

Enfocó toda su mente hacia el camión y los otros, aunque de estos el único que importaba, el único que había importado desde el principio (si se hubiese dado cuenta antes…), era el meapilas de mierda.

El camión amarillo de alquiler continuaba aparcado en la calle —Tak lo veía claramente a través de las miradas superpuestas de las arañas y la perspectiva a ras de tierra de las serpientes—, pero cuando intentaba entrar, le era imposible. ¿Acaso no había ojos allí dentro?

¿Ni siquiera los de una minúscula y escurridiza araña? ¿No? ¿O quizá el meapilas había vuelto a oscurecer su visión?

No importaba. No tenía tiempo para esa clase de disquisiciones. La cuestión era que estaban allí, todos, tenían que estar por fuerza, y de momento Tak debía conformarse con eso, porque otro asunto andaba mal, y estaba más cerca.

Algo ocurría con Mary.

Sintiéndose incómodamente acosado, coaccionado, dejó disiparse la imagen del Ryder y se centró en la oficina situada al pie de la mina, observando el interior a través de los ojos en continuo movimiento de las criaturas que allí se encontraban. En primer lugar detectó la secadora fuera de sitio, e inmediatamente después el hecho de que Mary había escapado.

—¡La muy puta! —gritó, y una lluvia de sangre brotó de su boca. Esa palabra no expresaba con fuerza suficiente sus sentimientos, y recurrió a la antigua lengua, ensartando improperios mientras se ponía en pie al borde del ini con movimientos vacilantes. Aquel cuerpo se había debilitado a un ritmo alarmante. Y para colmo no disponía ya de otro cuerpo al que trasladarse de inmediato en caso de ser necesario; por el momento tendría que conformarse con aquel. Consideró brevemente la posibilidad de utilizar a un animal, pero no había allí ninguno capaz de prestarle ese servicio. La presencia de Tak llevaba a la muerte en cuestión de días incluso a sus recipientes humanos más fuertes. Una serpiente, un coyote, una rata o un buitre estallarían de inmediato o poco después de acoger a Tak, como un barril de hojalata en cuyo interior alguien colocase un cartucho de dinamita encendido.

El lobo podía servirle durante una hora o dos, pero era el único de su especie que quedaba en aquella zona, y en ese momento se hallaba a cinco kilómetros de distancia, ocupándose (y probablemente dando buena cuenta) del escritor.

Tenía que ser la mujer.

Tenía que ser Mary.

La criatura que parecía Ellen Carver salió por la brecha abierta en la pared del an tak y cojeó hacia el recuadro tenuemente púrpura que marcaba el lugar donde el viejo túnel salía al mundo exterior. Las ratas emitieron voraces chillidos en torno a los pies de Ellen, olfateando la sangre que fluía sin cesar del coño ridículo y enfermo de Ellen. Tak las apartó a patadas, maldiciéndolas en la antigua lengua.

En la entrada de la vieja Mina de los Chinos se detuvo y miró alrededor. La luna se había ocultado ya tras la cara opuesta de la mina, pero proporcionaba aún cierta claridad, a la que se sumaba la luz que provenía del interior del coche patrulla. Eso bastaba a los ojos de Ellen para ver que el capó del coche estaba levantado, y al cerebro de Ellen para comprender que la taimada os pa había provocado alguna avería en el motor. ¿Cómo había salido de la oficina? ¿Y cómo había osado hacer una cosa así? ¿Cómo se había atrevido?

Tak sintió miedo por primera vez.

Miró a la izquierda y vio que las dos furgonetas tenían las ruedas pinchadas. Eso mismo había ocurrido a la caravana de los Carver, sólo que ahora Tak era la víctima, y la sensación no le gustaba. Sólo le quedaba, pues, la maquinaria pesada, y aunque sabía dónde estaban las llaves —un juego para cada máquina en un cajón de uno de los archivadores de la oficina—, no le servirían de nada; no había allí ningún vehículo que supiese conducir. Cary Ripton si conocía el funcionamiento de aquellas máquinas, pero Tak había perdido las aptitudes físicas de Ripton en el momento en que lo reemplazó por Josephson.

En cuanto a Ellen Carver, conservaba parte de los recuerdos de Ripton, Josephson y Entragian (aunque incluso estos empezaban a desvanecerse como fotografías sobreexpuestas) pero ninguna de sus habilidades.

¡La muy puta! Os pa! Can fin!

Abriendo y cerrando nerviosamente los puños de Ellen, consciente de que las bragas y la camiseta que había puesto entre sus piernas a modo de compresa estaban empapadas, consciente de que Ellen tenía los muslos teñidos de sangre, Tak cerró los ojos de Ellen y buscó a Mary.

Mi him, en tow! En tow! En tow!

Al principio no percibió nada salvo oscuridad y los lentos y continuos calambres en el estómago de Ellen. Y miedo. Miedo de que la os pa se hubiese marchado ya. De pronto vio lo que buscaba, no con los ojos de Ellen sino con los oídos que había dentro de los oídos de Ellen: un repentino y extraño eco que reproducía la forma de una mujer.

Era un murciélago, y había localizado a Mary en la pista de grava que ascendía al borde norte de la mina. Y no estaba ni mucho menos fresca: jadeaba y volvía la cabeza cada diez o doce pasos para comprobar si la seguían. El murciélago «vio» claramente los olores que despedía su cuerpo, y lo que Tak percibió resultaba alentador. Era básicamente el olor del miedo, esa clase de miedo que con el debido impulso se convierte en pánico.

No obstante, Mary se hallaba sólo a unos cuatrocientos metros de la cima, y después de eso el camino era cuesta abajo. Y si bien Mary estaba cansada y respiraba con esfuerzo, el murciélago no captó el acre aroma metálico del agotamiento profundo en el sudor que brotaba de sus poros. Al menos no todavía. Se daba además la circunstancia de que Mary no sangraba como un cerdo herido; en cambio, el casi inútil cuerpo de Ellen Carver . No era una hemorragia descontrolada —todavía no—, pero no tardaría en serlo. Quizá retirarse un rato a recobrar fuerzas, a descansar en el reconfortante resplandor del ini, había sido un error, pero ¿cómo iba a pensar que ocurriría una cosa así?

¿Y si enviaba a los can toi a detenerla? ¿Aquellos que no se encontraban en el interior del perímetro como parte del mi him?

Podía ser, pero ¿de que serviría? Podía rodear a Mary de serpientes y arañas, de pumas sibilantes y coyotes sonrientes, y la muy zorra con toda seguridad pasaría a través de ellos, separándolos como supuestamente Moisés había separado las aguas del mar Rojo. Debía de saber que «Ellen» no podía permitirse dañar su cuerpo, ni con los can toi ni con ninguna otra arma. Si no lo supiese, seguiría en la oficina, probablemente acurrucada en un rincón, casi catatónica de miedo, incapaz de emitir el menor sonido después de haberse quedado ronca de tanto gritar.

¿Cómo lo había descubierto? ¿Había sido el meapilas? ¿O había recibido un mensaje del Dios del meapilas, del can tak de David Carver? No importaba. Y tampoco importaba que el cuerpo de Ellen hubiese empezado a desintegrarse, o que Mary le llevase casi un kilómetro de ventaja.

—Voy a ir a por ti de todos modos, encanto —susurró, y se encaminó hacia la pista de grava por uno de los bancales.

Sí. Iba a ir a por ella de todos modos. Quizá tuviese que reventar aquel cuerpo para alcanzar a la os pa, pero la alcanzaría.

Ellen volvió la cabeza, escupió sangre y sonrió. Ya no tenía apenas nada que ver con la mujer que había considerado la posibilidad de solicitar una plaza de inspectora de enseñanza, con la mujer que comía de vez en cuando con sus amigas en un restaurante chino, con la mujer cuya más profunda y oscura fantasía sexual era hacer el amor con el supermacho de los anuncios de Coca-Cola baja en calorías.

—Por más que corras, os pa, no escaparás.

3

La oscura silueta volvió a lanzarse en picado sobre Mary, y ella intentó ahuyentarla a manotazos.

—¡Lárgate, joder! —masculló.

El murciélago viró en el aire, chirriando, pero apenas se alejó. Voló en círculo sobre ella como un avión de reconocimiento, y Mary tuvo la desagradable impresión de que precisamente ese era su cometido.

Alzó la vista y vio el borde de la mina por encima de ella, ya más cerca —quizá sólo a unos doscientos metros— pero todavía burlonamente lejos. Tenía la sensación de que arrancaba un pedazo al aire cada vez que inhalaba, y le dolía al entrar en los pulmones. El corazón le latía con fuerza, y sentía una punzada de dolor en el costado izquierdo.

Creía que estaba en buena forma para una mujer de treinta y tantos años, pero obviamente las visitas al gimnasio tres veces por semana no la preparaban a una para aquello.

De pronto resbaló en la fina grava, y sus piernas temblorosas no le permitieron recuperar el equilibrio a tiempo. Evitó caer de bruces poniendo por delante una rodilla, pero se le desgarró la pata de los vaqueros, y sintió cómo se le clavaba la grava en la piel. De inmediato la sangre tibia empezó a correrle por la pierna.

El murciélago arremetió contra ella al instante, chirriando y batiendo las alas contra su pelo.

—¡Lárgate, gilipollas! —gritó, y le asestó un puñetazo. Fue un golpe afortunado. Notó cómo se hundían sus nudillos en la superficie granulada de un ala y después vio al animal aleteando desesperadamente en el suelo a un par de metros por delante de ella, boqueando y mirándola —o eso parecía— con sus ojos pequeños e inútiles. Mary se levantó de un salto y lo pisó, lanzando un grito de satisfacción al oír el crujido de los huesos bajo su zapatilla.

Se disponía a reanudar el ascenso cuando vio algo más abajo: una sombra deslizándose entre las sombras.

—¿Mary? —Era la voz de Ellen Carver y a la vez no lo era. Sonaba espesa, gangosa. De no haber pasado por el infierno de las últimas seis u ocho horas habría pensado que Ellen estaba resfriada—. ¡Espérame, Mare! ¡Quiero ir contigo! ¡Quiero ver a David! ¡Iremos a verlo juntas!

—Vete al infierno —dijo Mary. Se dio media vuelta y continuó el ascenso, respirando con dificultad y frotándose el costado. Habría corrido si le hubiera sido posible.

—¡Mary, Mary, todo lo contrario! —exclamó Ellen Carver, casi riendo—. No puedes escapar, cariño, ¿lo sabías?

El borde de la mina parecía tan lejos que Mary se obligó a bajar la vista y mirarse las zapatillas. Cuando volvió a oír la voz que la llamaba a sus espaldas, sonaba más cerca. Mary intentó caminar más deprisa. Cayó dos veces más antes de llegar a lo alto, la segunda tan violenta que se le cortó la respiración, y perdió unos segundos preciosos al levantarse. Deseó que Ellen volviese a llamarla, pero no lo hizo. Y Mary prefirió no mirar atrás por temor a lo que vería.

Sin embargo cuando estaba a cinco metros del borde, se atrevió a volver la cabeza. Ellen se hallaba a unos veinte metros más abajo. Jadeaba quedamente con la boca muy abierta. Su sangre empañaba cada exhalación; tenía la pechera del mono teñida de rojo. Vio que Mary miraba, sonrió, tendió las manos hacia ella con los dedos crispados intentó correr. No pudo.

Mary descubrió de pronto que ella, en cambio, si podía correr, espoleada por la expresión que vio en los ojos de Ellen Carver. No quedaba en ellos el menor rastro humano.

Llegó a lo alto con la respiración agitada y un silbido en la garganta. A partir de allí se iniciaba un tramo llano de unos treinta metros, después la pista de grava empezaba a descender. Vio una chispa amarilla en medio del desierto, un parpadeo: el intermitente que colgaba sobre el cruce en medio del pueblo.

Fijando la mirada en aquella luz, Mary corrió un poco más deprisa.

4

—¿Qué haces, David? —preguntó Ralph con voz tensa.

Tras un breve período de concentración durante el cual debió de rezar en silencio, David se dirigía a la puerta trasera del Ryder. Instintivamente, Ralph se interpuso entre su hijo y el tirador de la puerta Steve comprendió su reacción, pero dudaba que fuese a servir de algo. Si David había decidido salir, saldría.

—Voy a devolver esto —contestó el chico, levantando la cartera de Johnny.

—No —dijo Ralph, negando enérgicamente con la cabeza—. Ni hablar. Por amor de Dios, David, ni siquiera sabes dónde esta ese hombre. A estas alturas probablemente ya habrá salido del pueblo. Y no es una gran pérdida.

—Se dónde está —repuso David con calma—. Puedo encontrarlo. Está cerca. —Titubeó, y añadió—: Es mi obligación encontrarlo.

—¿David? —dijo Steve, y su propia voz le pareció vacilante, extrañamente juvenil—. Has dicho que la cadena se había roto.

—Entonces aún no había visto la foto de su cartera. Tengo que ir a buscarlo. Tengo que ir ahora mismo. Es nuestra única posibilidad.

—No lo comprendo —dijo Ralph, pero se apartó de la puerta—. ¿Qué significa esa foto?

—No hay tiempo, papá, y aunque lo hubiese, no sé si sería capaz de explicártelo.

—¿Te acompañamos? —preguntó Cynthia—. No, ¿verdad?

David movió la cabeza en un gesto de negación.

—Regresaré si puedo. Con Johnny si es posible.

—Esto es una locura —protestó su padre, pero con voz sepulcral, exánime—. Si sales a pasearte por ahí fuera, te devorarán vivo.

—No me ha devorado el coyote al salir de la celda, y no van a devorarme ahora —replicó David—. El peligro no está en que yo salga, sino en que nos quedemos todos aquí dentro.

Miró a Steve y después hacia la puerta del camión. Steve asintió y levantó la puerta. La noche del desierto se filtró en el camión, apretándose contra el rostro de Steve como un frío beso.

David se acercó a su padre y lo abrazó. Cuando Ralph rodeó al chico con los brazos en respuesta, David notó de nuevo la poderosa fuerza que lo había agarrado antes en la cabina de proyección. Se sacudió convulsivamente entre los brazos de su padre, jadeando, y por fin dio un paso atrás. Tenía las manos extendidas y le temblaban.

—¡David! —exclamó Ralph—. David, ¿que…?

Ya había pasado. Así de rápido. La fuerza se había desvanecido. Pero aún podía ver la Mina de los Chinos tal como la había visto por un momento entre los brazos de su padre; había sido como una vista aérea. Resplandecía bajo la luna, ya casi oculta, una enorme y horrenda concavidad de alabastro. Oía el susurro del viento y una voz

(mi him, en tow! mi him, en tow!)

que llamaba a alguien. Una voz que no era humana.

Se esforzó por despejarse y mirarlos: los miembros de la Asociación de Supervivientes de Collie Entragian, ya tan diezmados. Steve y Cynthia de pie, juntos; su padre inclinado sobre él, y detrás la noche iluminada por la luna.

—¿Qué pasa? —preguntó Ralph con voz trémula—. Por Dios, ¿qué pasa ahora?

David vio que se le había caído la cartera y se agachó a recogerla.

No podía dejarla allí. Pensó en guardársela en el bolsillo trasero, pero recordó que así precisamente la había perdido Johnny y se la metió tras la pechera de la camisa, en contacto con la piel.

—Tenéis que ir a la mina, papá —dijo David—. Tú, Steve y Cynthia tenéis que ir a la Mina de los Chinos ahora mismo. Mary necesita ayuda. ¿Comprendes? ¡Mary necesita ayuda!

—¿De qué hab…?

—Se ha escapado. Viene por la pista de grava hacia el pueblo, y Tak la persigue. Tenéis que ir ya. Ahora mismo.

Ralph alargó los brazos hacia él, pero esta vez de un modo débil e indeciso. David lo esquivó fácilmente y saltó del camión.

—¡David! —gritó Cynthia—. ¿Estás seguro de que nos conviene separarnos?

—No —respondió el chico, alejándose. Se sentía desesperado, confuso y perplejo—. Ya sé que parece peligroso. A mi también me lo parece, pero no tenemos alternativa. Lo juro. No podemos hacer otra cosa.

—¡Vuelve aquí! —dijo Ralph a voz en cuello.

David volvió la cabeza, y vio la expresión angustiada de su padre.

—Id a la mina, papá. Los tres. Ahora. Tenéis que ir. ¡Ayudadla! ¡Por el amor de Dios, ayudad a Mary!

Y antes de que pudieran hablar, David Carver se echó a correr y desapareció en la oscuridad, con un brazo encogido contra el cuerpo, sujetando la cartera de piel de cocodrilo auténtica por la que Johnny Marinville había pagado trescientos noventa y cinco dólares en Barney’s de Nueva York.

5

Ralph intentó correr tras su hijo. Steve lo agarró por los hombros y Cynthia por la cintura.

—¡Suéltenme! —gritó Ralph, forcejeando sin demasiada convicción—. ¡Déjenme ir por mi hijo!

—No —dijo Cynthia—. Debemos pensar que sabe lo que hace, Ralph.

—No resistiría perderlo a él también —susurró Ralph, pero se relajó, renunció a zafarse de ellos—. No lo resistiría.

—Quizá la mejor manera de asegurarnos de que eso no ocurre sea seguir sus instrucciones —sugirió Cynthia.

Ralph tomó aire y lo exhaló.

—Mi hijo ha ido a buscar a ese gilipollas —dijo como si hablase para sí. Como si buscase una explicación—. Ha ido a buscar a ese gilipollas, a ese fanfarrón, para devolverle la cartera, y si le preguntásemos el porqué, nos diría que es la voluntad de Dios. ¿Es así?

—Sí, probablemente —contestó Cynthia. Apoyó una mano en el hombro de Ralph. El abrió los ojos, y ella le sonrió—. ¿Y sabe que es lo más gracioso? Que seguramente es verdad.

Ralph miró a Steve y preguntó:

—Usted no lo abandonaría, ¿verdad? No cogería un todoterreno y dejaría a mi hijo aquí después de rescatar a Mary, ¿no?

Steve negó con la cabeza.

Ralph se llevó las manos a la cara, pareció serenarse, bajó las manos y los miró. De pronto su rostro semejaba tallado en piedra, con una expresión de resuelta e inquebrantable decisión. Una extraña idea acudió a la mente de Steve: por primera vez desde que conocía a los Carver veía al hijo en el padre.

—Muy bien —dijo Ralph—. Dejaremos que Dios proteja a mi hijo hasta que volvamos. —Saltó de la caja del camión y miró severamente a lo lejos—. Tendrá que ser Dios, porque ese cabrón de Marinville sin duda no lo hará.