I

1

Johnny se disponía a proponer que se pusiesen en marcha —Cynthia podía sujetar la cabeza del chico en su regazo para amortiguar las sacudidas— cuando David se llevó las manos a las sienes. Respiró hondo.

Al cabo de un momento abrió los ojos y los miró a todos: Johnny, Steve, Cynthia, su padre. Los dos hombres de mayor edad tenían los rostros tan hinchados y lívidos como el de un boxeador de segunda fila tras un mal día en un pueblo de mala muerte; los cuatro presentaban claros síntomas de cansancio y temor, y al menor sonido saltaban como espoleados. Los restos de la Asociación de Supervivientes de Collie Entragian.

—Hola, David —saludó—. Me alegro de que hayas despertado. Estás en…

—El camión de Steve —dijo David—, que se encuentra aparcado cerca del cine. Lo han traído de la gasolinera de Conoco. —Se incorporó con visible esfuerzo, tragó saliva e hizo una mueca de dolor—. Debe de haberme agitado como a unos dados.

—Sí —confirmó Steve, lanzándole una mirada suspicaz—. ¿Te acuerdas de eso?

—No —contestó David—, pero ya me han informado.

Johnny miró a Ralph, que hizo un leve gesto de incomprensión, como diciendo: «A mi no me pregunte».

—¿Tienen agua? Me arde la garganta.

—Hemos salido del cine a toda prisa y sólo hemos cogido las armas —explicó Cynthia—. Pero tenemos esto. —Señaló una caja de Pepsi-Cola en la que faltaban ya varias botellas—. Steve la lleva en el camión para el señor Marinville.

—Desde que deje la bebida me he convertido en un fanático de la Pepsi —aclaró Johnny—. Y por fuerza tiene que ser Pepsi, no se por qué. Está caliente pero…

David aceptó una y tomó un largo trago, contrayendo el rostro al notar el gas en la garganta pero no refrenándose por ello. Por fin, tras haberse bebido tres cuartos de botella, apoyó la cabeza contra el panel lateral del camión, cerró los ojos y soltó un sonoro eructo.

Johnny sonrió y exclamó:

—¡Premio!

David abrió los ojos y le devolvió la sonrisa.

Johnny le ofreció el tubo de aspirinas que había conseguido en el Owl’s Club.

—¿Por qué no te tomas un par? Están caducadas, pero parece que aún hacen efecto.

David lo pensó por un momento. Finalmente sacó dos y se las tragó con el resto de la Pepsi.

—Nos marchamos —anunció Johnny—. Primero probaremos por el norte. Unas caravanas bloquean la carretera, pero Steve cree que podrá rodearlas por el lado del camping. Si no es posible, tendremos que ir a la mina y tomar por la carretera de servicio que va de allí a la interestatal 50. Tú y yo nos sentaremos delante con…

—No.

Johnny enarcó las cejas.

—¿Cómo?

—Debemos ir a la mina, sí, pero no abandonar el pueblo. —David tenía la voz empañada, como si hubiese estado llorando—. Debemos bajar al fondo de la mina.

Johnny se volvió hacia Steve, que se encogió de hombros y miró de nuevo al chico.

—¿Por qué lo dices, David? —preguntó Steve—. ¿Por tu madre? Porque probablemente lo mejor para ella, y también para nosotros, será…

—No, no es por eso. ¿Papá? —David alargó el brazo y cogió a su padre de la mano, en un gesto de consuelo curiosamente adulto—. Mamá ha muerto.

Ralph inclinó la cabeza.

—Bueno, David, no estamos seguros, y aunque sea lo más probable, no debemos perder la esperanza.

—Yo si estoy seguro. No son suposiciones. —A la luz de los haces cruzados de las linternas el rostro de David se veía ojeroso. Al cabo de un instante se volvió hacia Johnny—. Tenemos una tarea pendiente. Usted lo sabe, ¿verdad? Por eso han esperado a que despertase.

—No, David. Te equivocas. Simplemente no queríamos arriesgarnos a moverte hasta estar seguros de que te encontrabas bien —respondió Johnny.

Sin embargo tuvo la impresión de que mentía. Notó un vago y creciente nerviosismo. Era la misma sensación que experimentaba días antes de empezar un nuevo libro, cuando comprendía que lo inevitable no podía postergarse más, que pronto se hallaría de nuevo en la cuerda floja, aferrado al balancín y pedaleando en el ridículo monociclo.

Pero ahora era peor. Mucho peor. Sintió deseos de asestarle un culatazo en la cabeza al chico, de cerrarle la boca antes de que dijera algo más.

No nos jodas, mocoso, pensó. No nos vengas con esas ahora que hemos visto un rayo de luz al final del túnel.

David miró otra vez a su padre. Tenía aún cogida la mano de Ralph.

—Está muerta pero no en paz. No descansará mientras Tak habite en su cuerpo.

—¿Quién es Tak, David? —preguntó Cynthia.

—Uno de los gemelos Wintergreen —bromeó Johnny—. El otro es Tik.

David le dirigió una prolongada y ecuánime mirada, y Johnny bajó la vista. Le molestó profundamente hacerlo pero no pudo evitarlo.

—Tak es un dios —dijo David—. O un demonio. O quizá no sea nada en absoluto, solo un nombre, una silaba sin sentido; pero una nada peligrosa, como una voz en el viento. En cualquier caso, eso poco importa. Lo importante es que mi madre descanse en paz. Así podrá reunirse con mi hermana en… bueno, dondequiera que vayamos después de la muerte.

—Hijo, lo realmente importante es que salgamos de este pueblo —insistió Johnny. Mantenía aún la voz controlada, pero percibía ya en ella una nota de impaciencia y temor—. En cuanto lleguemos a Ely, nos pondremos en contacto con la policía estatal… y con el FBI si hace falta. Mañana habrá aquí un centenar de policías y una docena de helicópteros, te lo prometo. Pero ahora…

—Mi madre está muerta, pero Mary no —lo interrumpió David—. Ella aún vive. Está en la mina.

—¿Cómo sabes que ha desaparecido? —preguntó Cynthia, atónita.

—Bueno, para empezar no la veo aquí —contestó David con una débil sonrisa—. Lo otro lo sé por la misma razón que sé que Audrey ha intentado estrangularme. Me lo han dicho.

—¿Quién, David? —dijo Ralph.

—No lo sé —respondió David—. Ni siquiera sé si tiene mucha importancia. Lo importante es que me ha contado cosas. Cosas que son verdad. Me consta que son verdad.

—Ya no es momento de contar historias, chico —atajó Johnny.

Se advertía cierta aspereza en su voz. Él mismo lo notó, pero no pudo evitarlo. ¿Y qué tenía de extraño? Al fin y al cabo, aquello no era una mesa redonda sobre el realismo mágico o la prosa concreta. La hora de las historias había pasado; en ese momento el objetivo prioritario era huir. No tenía el menor interés en oír una sarta de gilipolleces de aquel espeluznante beato.

El beato ha logrado salir inexplicablemente de la celda, ha matado al coyote que Entragian había dejado de guardia, y ha salvado tu miserable vida, dijo Terry en el interior de su cabeza. Quizá deberías escucharlo, Johnny.

Y esa, en pocas palabras, era la razón por la que se había divorciado de Terry. Se portaba divinamente en la cama, pero nunca sabía cuando debía callar y escuchar a quienes la aventajaban en el terreno intelectual.

Pero el daño estaba ya hecho; sus pensamientos habían tomado esa dirección y no había manera de desviarlos. Recordó lo que Billingsley había dicho sobre el modo en que David había salido de la celda. Ni Houdini lo habría hecho. Por la cabeza. Y por otra parte estaban el detalle del teléfono, cómo había ahuyentado a los coyotes, y la multiplicación de las sardinas y las galletas saladas. El mismo había calificado todo aquello de «milagros discretos».

No podía seguir pensando en esos términos. Porque los beatos siempre acababan provocando matanzas. Y para muestra ahí estaban san Juan Bautista, o las monjas de Sudamérica, o…

Ni siquiera Houdini.

Por la cabeza.

Johnny comprendió que de nada servía dorar la píldora, o hacer malabarismos mentales, o —y ese era el truco más viejo de todos— utilizar otras voces para disuadirse de su actitud. La cuestión se reducía al simple hecho de que ya no sólo temía al policía o las otras fuerzas que pudiesen haberse desencadenado en aquel pueblo.

Temía también a David Carver.

—En realidad no ha sido el policía quién ha matado a mi madre y mi hermana y al marido de Mary —dijo David, y dirigió a Johnny una mirada que curiosamente le recordó a Terry. Una mirada que lo llevaba al borde de la locura. Sabes a qué me refiero, decía esa mirada. Lo sabes perfectamente, así que no me hagas perder el tiempo obstinándote en no comprender—. Y con quién he hablado mientras estaba inconsciente era de hecho Dios. Dios no puede presentarse ante los hombres tal como es; nos aterrorizaría y nunca podría sacar nada en claro. Se presenta con apariencia de ave, columna de fuego, arbusto en llamas, torbellino…

—O apariencia humana —añadió Cynthia—. Claro, Dios es un maestro del disfraz.

El tono comprensivo de Cynthia colmó la paciencia de Johnny.

—¡Esto es demencial! —prorrumpió—. Tenemos que marcharnos, ¿no os dais cuenta? Estamos aparcados en la calle principal del pueblo, encerrados en la caja del camión sin una sola ventana por donde vigilar. Entragian podría estar en cualquier sitio, hasta sentado al volante en la cabina, que sepamos. Y aparte… no sé… los coyotes, los buitres…

—Se ha ido —dijo David con su voz serena. Se inclinó y cogió otra Pepsi de la caja.

—¿Quién? —preguntó Johnny—. ¿Entragian?

—El can tak. Da igual en qué cuerpo habite, el de Entragian, el de mi madre, el de su primera víctima; siempre es el mismo. Siempre es el can tak, el gran dios, el guardián. Se ha ido. ¿No lo nota?

—Yo no noto nada.

No seas idiota, dijo Terry en su cabeza.

—No sea idiota —dijo David, mirándolo con firmeza. Sostenía la botella de Pepsi lánguidamente entre las manos.

Johnny se inclinó hacia él.

—¿Estás leyéndome el pensamiento? —preguntó casi con amabilidad—. Porque si es así, chico, te agradecería que te largases de mi cabeza.

—Sólo pretendo que me escuche —contestó David—. Si usted me escucha, los demás escucharán también. No le hace falta enviarnos sus can taks o can tah si estamos enfrentados. A la que encuentre una sola grieta, entrara y nos dividirá.

—Vamos —dijo Johnny—, no me cargues a mí con el muerto. Yo no tengo la culpa de todo esto.

—Yo no digo que la tenga. Sólo quiero que escuche, ¿de acuerdo? —insistió David casi con tono de suplica—. Se ha ido, así que hay tiempo; por eso no se preocupe. Las caravanas que había puesto en la carretera tampoco están. Quiere que nos marchemos, ¿no lo entiende?

—¡Estupendo! ¡Lo complaceremos!

—Escuchemos lo que David tiene que decir —terció Steve.

Johnny se volvió hacia él.

—Me parece que has olvidado quién te paga, Steve. —Sus palabras le repugnaron en cuanto las pronunció, pero no hizo el menor intento de retractarse. Su deseo de salir de allí, de sentarse al volante del Ryder y alejarse unos kilómetros, en cualquier dirección menos hacia el sur, era tan intenso que rayaba en pánico.

—Me has pedido que no volviese a llamarte «jefe», y a eso me atengo.

—Además, ¿qué vamos a hacer con Mary? —preguntó Cynthia—. Dice David que está viva.

Johnny se volvió hacia ella, se volvió contra ella.

—Puede que tú quieras hacer las maletas y viajar con David en las Aerolíneas Transcelestiales, pero yo paso.

—Lo escucharemos —susurró Ralph.

Johnny lo miró asombrado. Si esperaba ayuda de alguien, era precisamente del padre del chico. «David es lo único que tengo —había dicho Ralph en el vestíbulo del Oeste Americano—. El único que queda de mi familia».

Johnny recorrió a los otros con la mirada y advirtió con consternación que estaban todos de acuerdo; sólo él disentía. Y Steve tenía en su bolsillo las llaves del camión. Sin embargo el chico lo miraba básicamente a él, John Edward Marinville, a quién siempre miraba todo el mundo desde la publicación de su primera novela a la precoz edad de veintidós años. Pensaba que ya se había acostumbrado, y quizá así fuese, pero esta vez era distinto. Tenía la impresión de que ninguno de los otros —profesores, lectores, críticos, editores, compañeros de copas, mujeres— había querido nunca de él lo que aquel chico parecía querer, que no era simplemente ser escuchado; eso, temía Johnny, era sólo el principio.

Sin embargo los ojos de David no sólo lo miraban; le suplicaban.

Olvídate, chico, pensó. Cuando conduce la gente como tú, el autobús siempre acaba estrellándose.

Si no fuese por David, sospecho que tu autobús personal se habría estrellado ya, dijo Terry, atrincherada en su cabeza. Sospecho que ahora estarías muerto y colgado de un gancho. Escúchalo, Johnny. ¡Por lo que más quieras, escúchalo!

Bajando notablemente la voz, Johnny preguntó.

—¿Entragian se ha ido? ¿Estás seguro?

—Sí —respondió David—. Y los animales también. Los coyotes y los lobos, seguramente cientos o quizá miles, han apartado las caravanas de la carretera. Ahora casi todos ellos se han retirado al mi him, el círculo del guardián. —Bebió un trago de Pepsi. La mano con que sostenía la botella le temblaba ligeramente. Los miró a todos uno por uno, pero al final sus ojos se posaron de nuevo en Johnny.

—Él quiere lo mismo que usted: que nos vayamos.

—Si es así, ¿por qué nos ha traído?

—No ha sido él —replicó David.

—¿Cómo?

—Él cree que sí, pero no ha sido él. Nos ha traído Dios —afirmó David—. Para detenerlo.

2

En el silencio que se produjo a continuación Steve advirtió que ya no soplaba el viento. Escuchó con atención, y le pareció oír el ruido de un avión a lo lejos —gente cuerda camino de algún destino cuerdo durmiendo, comiendo o leyendo el U.S. News & World Report—, pero nada más.

Fue Johnny, cómo no, quién rompió el silencio, y aunque al hablar parecía tan seguro de sí mismo como siempre, Steve detectó algo en sus ojos (una mirada escurridiza) que no le gustó. Prefería, la expresión enloquecida que había visto un rato antes: los ojos desorbitados y la mueca de terror a lo Clyde Barrow que tenía en el momento de acercar los cañones de la escopeta a la oreja del puma y volarle la cabeza. Que Johnny llevaba dentro un alocado forajido era algo que Steve sabía de sobra; había captado fugaces destellos de esa personalidad oculta desde el principio del viaje, y no ignoraba que era ese forajido lo que había inducido a Bill Harris a exponer sus Cinco Mandamientos el día de la entrevista en el despacho de Jack Appleton. Sin embargo en ese momento Clyde Barrow se había retraído, dejando su lugar al otro Marinville, el del ceño irónico y la retórica de charlatán de feria.

—Hablas como si todos tuviésemos el mismo Dios, David —dijo Johnny—. No es mi intención discutir contigo, pero dudo que ese sea el caso.

—Si es el caso —replicó David con calma—. Comparado con Tak, el Dios del jefe de una tribu caníbal y el suyo serían el mismo. Usted ha visto los can tahs, lo sé. Y ha percibido su poder.

Johnny contrajo los labios, indicando, pensó Steve, que había encajado un revés pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Puede que tengas razón —dijo—, pero el individuo que me ha traído aquí no se parecía en nada a Dios. Era un policía enorme y rubio con problemas en la piel. Ha metido una bolsa de droga en mi alforja, después me ha dado una paliza.

—Sí, lo sé. La droga procedía del coche de Mary. Y ha puesto una especie de clavos en la carretera para obligarnos a parar. Pero hay un detalle curioso si nos paramos a pensar. Ha pasado por el pueblo como un ciclón, matando a cuantos le salían al paso: a tiros, a puñaladas, a golpes, tarándolos por las ventanas, atropellándolos. Y sin embargo no se ha acercado a nosotros, a ninguno de nosotros, ha sacada la pistola y ha dicho simplemente: «Acompáñenme». Necesitaba un… no se cómo expresarlo. —Miró a Johnny.

—Un pretexto —apuntó el ex jefe de Steve.

—Sí, exacto, un pretexto. Es como cuando en las películas de terror el vampiro no viene por su propia cuenta; hay que invitarlo.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Cynthia.

—Quizá porque Entragian, el auténtico Entragian, estaba todavía en su cabeza. Como una sombra. O como una persona a la que no permiten entrar en su propia casa pero puede mirar por las ventanas y aporrear las puertas. Ahora Tak habita en mi madre, o lo que queda de ella, y nos mataría si pudiese; pero a la vez, probablemente, podría preparar la mejor tarta de lima del mundo. Si quisiese. —David, con labios trémulos, bajó la vista por un momento, y luego volvió a mirarlos—. Pero el hecho de que necesitase un pretexto para detenernos es secundario. Muchas de las cosas que hace o dice carecen de importancia; son estupideces o impulsos. Pero hay pistas. Siempre hay pistas. Se insinúa, muestra su verdadera identidad, como alguien que interpreta lo que ve en una mancha de tinta.

—Si eso es secundario, ¿dónde esta la clave? —preguntó Steve.

—En que nos ha seleccionado a nosotros y ha dejado pasar a otra gente. Piensa que nos ha detenido al azar, como un niño que coge de los estantes del supermercado las latas que le llaman la atención y las echa en el carrito de su madre; pero no es eso lo que ha ocurrido.

—Ha hecho lo mismo que el Ángel Exterminador en Egipto, ¿no? —comentó Cynthia con una voz curiosamente átona—. Sólo que al revés. Teníamos una marca que indicaba a nuestro ángel de la muerte, ese tal Entragian, que debía detenernos en lugar de pasar de largo.

—Sí —confirmó David—. Antes no sabía, aunque ahora sí lo sabe (mi him en tow, diría él), que nuestro Dios es fuerte, que nuestro Dios está con nosotros.

—Si esto es un ejemplo de lo que significa estar en gracia de Dios, espero no atraer su atención cuando se ponga furioso —bromeó Johnny.

—Ahora Tak quiere que nos marchemos —prosiguió David—, y sabe que podemos marcharnos. Por el pacto de libre voluntad. Así lo llamaba siempre el padre Martin. Él… él…

—¿David? —dijo Ralph—. ¿Qué te pasa?

David se encogió de hombros.

—Nada. No es nada. Lo importante es que Dios nunca nos obliga a cumplir su voluntad. Él solo manifiesta esa voluntad; luego se queda al margen y observa. Un día, mientras el padre Martin hablaba del pacto de libre voluntad, su esposa entró en el despacho y se quedó un rato escuchando. Al final dijo que su madre tenía un lema: «Dios dice: “Coge lo que quieras, y luego págalo”». Tak nos ha abierto la puerta de regreso a la interestatal 50, pero no es ahí adónde debemos ir. Si salimos por esa puerta, si abandonamos Desesperación sin cumplir la misión que Dios nos ha encomendado, pagaremos el precio. —Volvió a mirar uno por uno el círculo de rostros que le rodeaba, y de nuevo terminó concentrando su atención en Johnny Marinville—. Yo me quedaré en cualquier caso, pero eso no servirá de mucho si no nos quedamos todos. Tenemos que abandonarnos a la voluntad de Dios, y tenemos que estar dispuestos a morir, porque ese podría ser el desenlace.

—Hijo, estás loco —dijo Johnny—. Por lo general, ese es un rasgo que me atrae en la gente, pero esto se pasa de la raya, incluso para mí. No he sobrevivido hasta este momento para que ahora me peguen un tiro o me devoren los buitres en el desierto. Y en cuanto a Dios, por lo que a mí se refiere murió en la zona desmilitarizada de Vietnam en 1969, En ese momento sonaba Purple Haze de Jimi Hendrix por la emisora de las fuerzas armadas.

—Escuche el resto, por favor, ¿o es mucho pedir?

—¿Por qué iba a escucharlo?

—Porque tengo que contar una historia. —David tomó otro trago de Pepsi, haciendo una mueca al notar el cosquilleo del gas en la garganta—. Una historia interesante. ¿Escuchará?

—La hora de contar historias ha pasado —respondió Johnny—. Ya te lo he dicho.

David calló.

Por un momento reinó el silencio en la caja del camión. Steve observó a Johnny con atención. Si hacía ademán de dirigirse a la puerta trasera del camión, estaba dispuesto a sujetarlo. No le gustaba la idea —había pasado muchos años en el ambiente brutalmente jerarquizado que se respiraba entre los bastidores del mundo del rock, y era consciente de que se sentiría como Fletcher Christian al relevar en el mando del Bounty al capitán Bligh, en su caso Johnny—, pero lo haría si no quedaba más remedio.

De modo que experimentó un gran alivio cuando Johnny hizo un gesto de indiferencia, se sentó en cuclillas junto al chico, y cogió también el una botella de Pepsi.

—Muy bien. Alargaremos la hora de contar historias. Pero sólo por esta noche. —Revolvió el pelo a David, y su propia falta de naturalidad confirió un extraño encanto a aquel gesto—. Las historias han sido mi talón de Aquiles desde que abandoné el biberón. Pero, te lo advierto, quiero que termine con la frase: «Y vivieron felices para siempre».

—En eso estamos todos de acuerdo —convino Cynthia.

—Creo que el hombre con el que he hablado me lo ha contado todo —dijo David—, pero hay partes que desconozco. Partes borrosas o totalmente oscuras. Quizá porque no las he comprendido, o porque he preferido no comprenderlas.

—Hazlo lo mejor que puedas —alentó Ralph—, con eso basta.

David, con la vista perdida en las sombras, pensó por un momento —a Cynthia le pareció que evocaba algo— y empezó.

3

—Billingsley nos ha contado la leyenda, y como la mayoría de leyendas, supongo, se aleja bastante de la realidad. En primer lugar, no fue un derrumbe accidental lo que provocó el cierre de la Mina de los Chinos; la derruyeron a propósito. Y no ocurrió en 1858, aunque fue en esa fecha cuando llegaron los primeros mineros chinos, sino en septiembre de 1859. No había dentro cuarenta chinos sino cincuenta y siete, y no había dos blancos sino cuatro. Sesenta y una personas en total. Y el túnel no tenía cuarenta metros de profundidad sino casi sesenta. ¿Se imaginan? Sesenta metros de profundidad en un terreno de esquisto que podía desplomarse en cualquier momento.

El chico cerró los ojos. Parecía extremadamente frágil, como un niño que convalece de una grave enfermedad y puede recaer de un momento a otro. Ese aspecto podía deberse en parte a las escamas verdes de jabón que cubrían aún su piel, pero Cynthia dudaba que fuese esa la única causa. No dudaba, en cambio, del poder de David, y aceptaba sin reparos la idea de que pudiese haber sido tocado por la mano de Dios. Ella se había criado en una parroquia, y había visto ya antes personas con ese aspecto, aunque nunca tan marcado.

—A la una y diez de la tarde del veintiuno de septiembre, los mineros que encabezaban la cuadrilla, al perforar la roca, encontraron una cavidad. En un primer momento pensaron que era una caverna. Esa cavidad contenía un montón de estatuillas de piedra como las que hemos visto. Representaban ciertas clases de animales, animales perversos, los timoh sen cah: lobos, coyotes, serpientes, arañas, ratas, murciélagos. Los mineros, asombrados, hicieron lo más natural del mundo: agacharse y cogerlas.

—Mala idea —murmuró Cynthia.

David asintió con la cabeza.

—Algunos enloquecieron de inmediato y se abalanzaron sobre sus amigos, hasta sobre sus familiares, dispuestos a degollarlos. Otros, no solo los que estaban más atrás y no habían llegado a tocar los can tahs sino también algunos que los habían tenido en sus manos, no parecieron afectados por ese delirio, al menos durante un rato. Entre estos había dos hermanos de Tsingtao, Ch’an Lushan y Shih Lushan. Los dos vieron la brecha en la pared del túnel y entraron en la cavidad que era de hecho una cámara subterránea. Era redonda, como el fondo de un pozo. Un relieve hecho de caras decoraba las paredes. Eran las caras de esos animales de piedra; caras de can taks, creo, aunque no estoy seguro. A un lado se alzaba una especie de pequeño edificio, el pirin moh, que no sé lo que significa, y en medio se abría un agujero redondo de unos tres metros y medio de diámetro. Como un ojo gigante, u otro pozo. Un pozo en un pozo. Como las tallas, que en su mayoría son animales con otros animales en la boca en lugar de lengua. Can tak en can tah, can tah en can tak.

—O una cámara con una cámara oculta —dijo Marinville enarcando una ceja, señal inconfundible de que bromeaba.

Sin embargo David tomó en serio el comentario. Asintió y empezó a temblar.

—Esa es la morada de Tak —añadió—. El ini, el pozo de los mundos.

—No entiendo nada —dijo Steve con delicadeza.

David no le prestó atención; seguía hablando básicamente para Marinville.

—La fuerza del mal procedente del ini se hallaba en los can tahs de mismo modo que los minerales en la tierra, insuflada en cada una de sus partículas como si fuese humo. Y se hallaba también en el resto de la cámara. No es humo, pero el humo es la imagen que mejor lo representa. Afectó a los mineros en distintos grados, como el bacilo de una enfermedad. Los que enloquecieron de inmediato atacaron a los otros. Algunos empezaron a corromperse como Audrey antes de morir. Esos habían tocado los can tahs; habían cogido un puñado de golpe y después lo habían dejado para… ya saben… atacar a sus compañeros.

»Algunos mineros empezaron a ensanchar la brecha que comunicaba el túnel con la cámara. Otros penetraban directamente por la estrecha grieta. Algunos actuaban como si estuviesen borrachos; otros parecían tener convulsiones. Algunos corrieron hasta el borde del pozo y se lanzaron al vacío riendo. Los hermanos Lushan vieron follar a un hombre y una mujer (tengo que usar esa palabra, porque aquello era lo menos parecido imaginable a hacer el amor); sostenían una estatuilla entre los dientes.

Cynthia cruzó una mirada de perplejidad con Steve.

—Los mineros que seguían en el túnel se agolpaban ante la brecha, empujándose y golpeándose mutuamente con piedras para entrar los primeros. —David les miró con expresión sombría—. He visto claramente esa parte. En cierto modo era divertido, como una escena de los hermanos Marx. Y eso empeoro aún más las cosas, el hecho de que fuese divertido. ¿Entiende?

—Sí —contestó Marinville—. Perfectamente, David. Sigue.

—Los hermanos Lushan percibían alrededor lo que emanaba de la cámara, pero no como algo que estuviese dentro de ellos, al menos todavía. A los pies de Ch’an cayó un can tah. Se inclinó para cogerlo, pero Shih se lo impidió. Prácticamente ya solo ellos dos conservaban la cordura. La mayoría de los que no se habían visto afectados en el primer momento habían sido asesinados. Entonces empezó a salir algo de la brecha, una especie de serpiente de humo, y los dos hermanos corrieron hacia la salida. A unos veinte metros de la cámara se encontraron con uno de los capataces blancos. Llevaba desenfundado su revolver, y preguntó: «¿A qué viene tanto alboroto, chinos?».

Un escalofrío recorrió a Cynthia. Alargó un brazo hacia Steve, y sintió alivio cuando él le cogió la mano. El chico no simplemente imitó el gruñido del capataz blanco, sino que de hecho dio la impresión de que hablaba con la voz de otra persona.

—«Vamos, muchachos, volved al trabajo si no queréis acabar con una bala en las tripas». Pero fue él quién murió de un disparo. Ch’an lo agarró por el cuello, y Shih le quitó el revolver. Luego le apoyó el cañón aquí —David se señaló bajo la mandíbula con el índice— y le voló la cabeza.

—David, ¿sabes qué pensaban mientras mataban al capataz? —preguntó Marinville—. ¿Ese amigo que has conocido en sueños ha podido llevarte hasta el interior de sus mentes?

—Básicamente yo solo veía lo que ocurría.

—Esos can tahs debían de haberse adueñado de ellos, pues —dijo Ralph—. De lo contrario no habrían matado a un hombre blanco, por más que deseasen escapar de allí.

—Puede ser —contestó David—. Pero también Dios moraba en ellos creo, del mismo modo que ahora mora en nosotros. Aunque estuviesen mi en tak, Dios podía atraerlos a su servicio, porque mi him tow, nuestro Dios es fuerte. ¿Entienden?

—Creo que sí —dijo Cynthia—. ¿Qué paso después, David?

—Los dos hermanos siguieron corriendo hacia la salida, encañonando con el revolver del capataz a cuantos intentaban detenerlos, que fueron muchos; ni siquiera los otros blancos los miraron apenas cuando se cruzaron con ellos. Todos deseaban ver que ocurría, que habían encontrado los mineros. Aquella fuerza los arrastraba hacia la cámara Comprenden, ¿no?

Todos asintieron.

—A unos veinte metros de la bocamina los hermanos Lushan se detuvieron y empezaron a trabajar en la pared colgante. No intercambiaron una sola palabra; simplemente vieron picos y palas en el suelo y se pusieron manos a la obra.

—¿Qué es la pared colgante? —preguntó Steve.

—El techo de un túnel y la capa de roca y tierra que hay encima —explicó Marinville.

—Trabajaron como desesperados —prosiguió David—. La roca era tan blanda que comenzó a desprenderse de inmediato, pero el techo no cedía. Del fondo de la mina llegaban gritos, aullidos y carcajadas.

—Conozco los nombres de los sonidos que oí, pero no encuentro palabras para describir lo horribles que eran. Algunos de ellos dejaron de ser voces humanas para convertirse en otra cosa. Una vez vi una película sobre un científico que vivía en una isla tropical y transformaba animales en hombres…

Marinville movió la cabeza en un gesto de asentimiento y apuntó:

La isla del Dr. Moreau.

—Los sonidos procedentes del fondo de la mina, los que han llegado a mí a través de los oídos de los hermanos Lushan, eran como los de esa película pero al revés. Cómo si los hombres se transformasen en animales. Y probablemente era eso lo que ocurría. Supongo que de ese modo afectan los can tahs a las personas. Esa debe de ser su función.

»Los hermanos (aún los estoy viendo, dos chinos tan parecidos como gemelos, con coletas colgando sobre las espaldas desnudas y sudorosas) siguieron trabajando, observando el techo, que debería haberse desplomado con solo rozarlo pero resistía inexplicablemente, volviendo la vista atrás a cada dos o tres golpes de pico para ver quién se acercaba. Para ver qué se acercaba. Grandes fragmentos de roca caían del techo frente a ellos, sobre ellos, hiriéndoles en los hombros y la cabeza. Pronto la sangre empezó a correrles por el rostro, el cuello, el pecho. En esos momentos llegaban otros sonidos del fondo de la mina. Rugidos. Extraños chapoteos. Y el techo seguía sin desmoronarse. Entonces empezaron a verse luces en el túnel, quizá velas, o quizá los quinqués que usaban los capataces.

—¿Los qué? —preguntó Ralph.

—Quinqués. Unas lámparas de queroseno que se ataban a la cabeza.

—De pronto surgió alguien de la oscuridad, alguien que conocían. Era Yuan Ti, un tipo divertido, supongo; hacía muñecos de animales con trapos y representaba escenas para entretener a los niños. Yuan Ti se había vuelto loco, pero no sólo eso. Era más grande, tan grande que casi tenía que doblarse por la cintura para caminar por el túnel. Empezó a lanzarles piedras, insultarlos en mandarín, maldecir a sus antepasados y ordenarles que interrumpiesen de inmediato lo que estaban haciendo. Shih le disparo con el revolver del capataz. Tuvo que dispararle varias veces para matarlo. Pero los otros corrían ya hacia ellos, dispuestos a eliminarlos. Tak sabía qué se proponían.

David los miró pensativamente. Se advertía en sus ojos una expresión distraída, como si estuviese medio en trance, pero Cynthia no tuvo la impresión de que hubiese dejado de verlos. En cierto modo eso era lo más horrible. David los veía perfectamente, y también la fuerza que habitaba en él, la que en algunas partes del relato afloraba a la superficie para aclarar aquello que David no había entendido bien.

—Shih y Ch’an siguieron golpeando con los picos la pared flotante como locos, y locos acabarían antes de que todo aquello terminase.

»Para entonces la parte del techo que estaban socavando era como un bóveda sobre sus cabezas —David trazó una curva con las manos, y Cynthia notó que le temblaban— y apenas llegaban a lo alto con los picos. Así que Shih, el mayor, se subió a los hombros de su hermano y siguió picando de ese modo. Caía una lluvia de rocas, y el montón de escombros que se había formado le llegaba ya a las rodillas a Ch’a Lushan. Sin embargo el techo no se derrumbaba.

—¿Estaban poseídos por Dios, David? —preguntó Marinville. No había el menor indicio de sarcasmo en su voz—. Poseídos por Dios ¿Qué crees?

—Lo dudo —respondió David—. Dudo que Dios necesite poseer; por eso es Dios. Creo simplemente que deseaban lo mismo que Dios; mantener a Tak bajo tierra. Hundir el techo para impedirle salir si era posible.

»El caso es que vieron acercarse luces desde el fondo de la mina. Oyeron voces. Era una multitud. Shih dejó de perforar la pared colgante y se concentró en un travesaño del encofrado, golpeándolo con el mango del pico. Los mineros que se aproximaban les lanzaron piedras, y varias hicieron blanco en Ch’an, pero el se mantuvo firme bajo su hermano. Cuando por fin el travesaño cedió, cedió todo el techo Ch’an estaba enterrado hasta las rodillas, pero su hermano tiro de él lo sacó a rastras del montón de escombros. Ch’an tenía magulladuras por todo el cuerpo, pero no se había roto ningún hueso. Y lo importante era que habían quedado en el lado exterior del derrumbe. Al otro lado del muro de escombros oían pedir ayuda a los demás mineros: sus amigos, sus parientes, y en el caso de Ch’an incluso su prometida. De hecho Ch’an empezó a retirar algunas rocas, pero Shih lo detuvo y lo disuadió. Es decir, que aún razonaban.

»Entonces, como si los mineros atrapados en el lado interno del derrumbe, el lado de Tak adivinasen de pronto que no iban a recibir ayuda, los gritos de socorro se convirtieron en aullidos. Eran las voces de… en fin, personas que en realidad no eran ya personas. Ch’an y Shih corrieron hacia la bocamina. Se cruzaron con otros trabajadores tanto blancos como chinos. Nadie preguntó nada salvo lo evidente: ¿Qué había ocurrido? Y cómo la respuesta era igual de evidente, los hermanos Lushan no tuvieron problemas. Se había producido un derrumbe; muchos hombres habían quedado atrapados, y lo que menos importaba a nadie era aquel par de muchachos chinos que había escapado milagrosamente. —David apuró la Pepsi y dejó la botella vacía a un lado—. Y poco más o menos esta es la versión que conocía el señor Billingsley, una mezcla de verdades, errores y rotundas mentiras.

—En eso consiste exactamente una leyenda —dijo Marinville con una forzada sonrisa.

—Los mineros y los vecinos del pueblo oyeron los gritos de los chinos al otro lado de la pared de escombros, y no se quedaron cruzados de brazos; intentaron sacarlos y apuntalaron los primeros veinte metros de túnel. Pero se produjo otro desmoronamiento, este menor, y se rompieron un par de travesaños del encofrado. Así que retrocedieron y esperaron a los expertos de Reno. No almorzaron ante la bocamina; eso es una mentira descarada. Prácticamente en el momento en que los ingenieros de minas bajaban de la diligencia en Desesperación, se produjeron otros dos derrumbes en la mina, los dos muy grandes, y esta vez si fue por causas naturales. El primero tuvo lugar entre la pared de escombros y la bocamina, y tapó esos veinte metros de túnel como un corcho el cuello de una botella. Y el estruendo producido por el desprendimiento de toneladas y toneladas de esquisto desencadenó el segundo derrumbe, más adentro. Eso acabó con los gritos, al menos los de la gente que se hallaba más cerca de la salida. Y todo ocurrió mientras los ingenieros se trasladaban del pueblo a la mina en una carreta. Cuando llegaron, examinaron el terreno, escucharon lo ocurrido, y al saber que se había producido un segundo derrumbe (que, según los testigos, sacudió la tierra como un terremoto e hizo encabritarse a los caballos) hicieron gestos de pesimismo y dijeron que casi con toda seguridad no había supervivientes. E incluso si los había, un intento de rescate habría puesto en peligro más vidas de las que podían salvarse.

—Y además solo eran chinos —dijo Steve.

—Exacto —convino David—, insignificantes chinos. En eso el señor Billingsley tenía razón. Y entretanto los dos muchachos chinos que habían escapado estaban en el desierto, cerca de Rose Rock, y habían empezado a enloquecer. Así que finalmente también los afectó. Volvieron a Desesperación al cabo de dos semanas, no de tres días. Y en efecto entraron en el Lady Day… ¿Ven como Billingsley mezclaba verdades y mentiras? Pero no mataron a nadie. Shih saco el revolver del capataz, que estaba descargado, y con eso bastó. Un grupo de vaqueros y mineros los redujo de inmediato. No llevaban más que taparrabos. Estaban cubiertos de sangre. Los parroquianos del Lady Day pensaron, erróneamente, que esa sangre procedía de las víctimas que habían asesinado. Habían estado en el desierto, atrayendo animales del mismo modo que Tak envió al puma que usted mató, señor Marinville. Sólo que los hermanos Lushan no los querían para nada semejante; los querían para comer. Se comieron todo lo que encontraron: murciélagos, buitres, arañas, serpientes. —David se llevó una mano trémula a la cara y se enjugó primero un ojo y luego otro—. Siento lástima por los hermanos Lushan. Y tengo la sensación de que los conozco un poco, de que sé cómo debieron sentirse, cómo en cierto modo debieron dar gracias cuando la locura se adueñó de ellos y pudieron dejar de pensar.

»Podrían haberse quedado para siempre en las estribaciones de los montes Desatoya, supongo, pero eran el único recurso de Tak, y Tak es voraz. Los envió al pueblo porque no había otra posibilidad. Uno de ellos, Shih, resultó muerto allí mismo, en el Lady Day. A Ch’an lo ahorcaron dos días más tarde, más o menos donde estaban esta mañana las tres bicicletas vueltas del revés, ¿recuerdan? Maldijo en el idioma de Tak, la lengua de los seres sin forma, hasta el final. Se quitó la capucha de la cabeza para que lo ahorcasen con el rostro descubierto.

—¡Chico, vaya Dios el tuyo! —exclamó Marinville jovialmente—. Desde luego sabe devolver un favor, ¿no te parece, David?

—Dios es cruel —afirmó David en una voz casi demasiado baja para ser oída.

—¿Cómo? —preguntó Marinville—. ¿Qué has dicho?

—Ya lo sabe. Pero la vida no consiste sólo en soslayar el sufrimiento. Eso es algo que antes usted tenía muy claro, ¿no, señor Marinville?

Marinville desvió la mirada hacia un rincón del camión y guardó silencio.

4

La primera sensación que penetró en la conciencia adormecida de Mary fue un olor dulzón, fétido, nauseabundo. ¡Oh, Peter! ¡Vaya por Dios!, pensó aturdida. Es la nevera; se ha estropeado toda la comida.

Pero se equivocaba. El frigorífico se había averiado durante sus vacaciones en Mallorca, y de eso hacía mucho tiempo. Fue incluso antes del aborto. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces. De hecho habían ocurrido muchas cosas recientemente. Malas en su mayoría.

Pero ¿qué cosas?

«Nevada está llena de gente intensa».

¿Quién había dicho eso? ¿Marielle? En su cabeza parecía desde luego la voz de Marielle.

Poco importa si es verdad. Y lo es, ¿no?

Mary no lo sabía. No quería saberlo. Su único deseo era volver a la oscuridad de la que una parte de ella intentaba salir. Porque se oían voces

(son un hatajo de villanos)

y sonidos

(un monótono chirrido)

en los que prefería, no pensar. Era mejor seguir allí tendida y…

Algo le corrió por la cara. Era ligero y velloso al tacto. Se incorporó y se pasó las dos manos por la cara. Una atroz punzada de dolor le traspasó la cabeza, puntos brillantes parpadearon ante sus ojos en sincronización con su repentinamente acelerado ritmo cardíaco, y un recuerdo destelló en su mente con tal nitidez que incluso Johnny Marinville lo habría admirado.

«Me he dado un golpe en el brazo herido al intentar poner una caja sobre la otra para subir».

«Un momento, enseguida la ayudo a entrar».

Y después alguien la había agarrado. Ellen. No; la criatura

(Tak)

que llevaba puesto el cuerpo de Ellen. Aquella criatura la había golpeado, y se habían apagado las luces.

Y seguían apagadas en sentido literal. Tuvo que pestañear varias veces sólo para asegurarse de que tenía los ojos abiertos.

Sí, claro que los tienes abiertos. Quizá sea simplemente que este lugar está a oscuras… aunque también es posible que te hayas quedado ciega. Esa sí es una idea agradable, ¿no, Mare? Quizá te ha pegado con fuerza suficiente para…

Tenía algo en el dorso de la mano. Se desplazó por su piel y se detuvo; parecía palpitar. Invadida por una sensación de profundo asco chasqueó con la lengua y sacudió la mano como alguien que rechaza a una persona molesta. Dejó de notar la palpitación; la criatura había desaparecido del dorso de su mano. Mary se puso en pie con un nuevo estallido de dolor al que apenas prestó atención. Había allí insectos o alguna otra clase de sabandijas, y no tenía tiempo de ocuparse de un simple dolor de cabeza.

Giró lentamente sobre los talones, inhalando aquel repugnante olor tan parecido al hedor que los envolvió al regresar a casa después de unas breves vacaciones en las islas Baleares. Los padres de Pete le habían pagado el viaje como regalo de Navidad en su segundo año de matrimonio, y todo había salido a pedir de boca hasta que entraron cargados de bolsas, y aquel hedor los golpeó como un puño. Se había estropeado todo: dos pollos, las chuletas y el redondo que había comprado a buen precio en una carnicería de Brooklyn, los bistecs de ternera que le había regalado a Peter su amigo Don, las cajas de fresas que habían traído de la Mohonk Mountain House el verano anterior. Aquel olor… tan parecido…

Algo del tamaño de una nuez le cayó en el pelo.

Gritando, se golpeó con la palma de la mano en la cabeza pero no sirvió de nada. Se deslizó los dedos entre el pelo y lo encontró. La criatura se revolvió por un momento y luego reventó entre sus dedos.

Una sustancia viscosa le impregnó la palma de la mano. Rastrillándose el pelo, extrajo el cuerpo velloso y deshinchado y lo tiró al suelo. Al caer golpeó algún objeto y se oyó un chasquido. La palma de la mano le escocia como si hubiese tocado una ortiga. Se la restregó contra los vaqueros.

Por favor, Dios, no permitas que yo sea la próxima, pensó. Prefiero cualquier cosa antes que acabar como el policía. Como Ellen.

Reprimió el impulso de echarse a correr en la oscuridad. Quizá se hallaba en las dependencias de la compañía minera, y en tal caso podía tropezarse con alguna grotesca máquina y terminar empalada, destripada o con la cabeza rota. Pero no era eso lo peor. Lo peor era que, aparte de las sabandijas, podía haber allí algo más. Algo que permanecía al acecho en espera de que ella se echase a correr presa del pánico.

Algo que la esperaba con los brazos abiertos.

Empezó a tener la sensación —quizá eran sólo imaginaciones suyas pero lo dudaba— de que se producían en torno a ella movimientos furtivos. Un susurro a su izquierda. Una fricción a su derecha. Un súbito chirrido a su espalda, apenas audible y tan fugaz que ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

Ese último no era nada vivo, se dijo. O eso creo. Probablemente era una bola de rastrojo que ha arañado a su paso una superficie de metal.

Me parece que estoy en el interior de un pequeño edificio. Me ha encerrado en un pequeño edificio, y hay en algún sitio una nevera, apagada como las luces, cuyo contenido se ha estropeado.

Pero si Ellen era Entragian en un nuevo cuerpo, ¿por qué no la había llevado de nuevo a la celda del ayuntamiento? ¿Porque temía acaso que los otros la encontrasen y la ayudasen a escapar? Era la razón más lógica que se le ocurría, y además le permitía ver un rayo de esperanza. Aferrándose a esa posibilidad, Mary empezó a avanzar lentamente con los brazos extendidos y casi sin levantar los pies del suelo.

Tuvo la sensación de que caminaba de ese modo durante un largo tiempo, años casi. Esperaba que en cualquier momento otra criatura volviese a tocarla, y finalmente así fue. Algo pasó por encima de su zapatilla. Mary se quedó inmóvil. La criatura siguió su camino sin mostrar mayor interés en ella. Pero a continuación oyó algo que la sobresaltó más aún: un campanilleo grave y seco frente a ella, ligeramente a la izquierda. Que ella supiese, sólo un animal producía ese sonido. El campanilleo no se interrumpió pero pareció amortiguarse, como el estridor de una cigarra en una tarde de agosto. Volvió a oírse un chirrido apagado como el de momentos antes. Esta vez tuvo la certeza de que se trataba de una bola de rastrojo al rozar una superficie metálica.

Se hallaba en efecto en una de las dependencias de la compañía minera, quizá el barracón donde Steve y la chica del pelo estrafalario, Cynthia, habían visto la estatuilla de piedra que tanto los había inquietado.

Muévete.

No puedo. Aquí dentro hay una serpiente de cascabel. Quizá más de una. Probablemente más de una.

Pero no es eso lo único que hay aquí dentro. Mejor será que te muevas, Mary.

Sentía un palpitante y vivo escozor en la palma de la mano, donde la piel había entrado en contacto con los viscosos fluidos de la sabandija que se había quitado del pelo. El corazón le martillaba en los oídos. Empezó a avanzar centímetro a centímetro con las manos por delante. La asaeteaban ideas e imágenes horrendas. Imaginó una serpiente del grosor de un cable de alto voltaje colgada de una viga frente a ella con las fauces abiertas, la lengua viperina vibrando sin cesar y los colmillos listos para hincarse en la carne. Avanzaría derecha hacia ella sin darse cuenta hasta que le golpease en la cara, inoculándole su veneno justo entre los ojos. Vio a uno de los fantasmas de su infancia un ogro malévolo al que por alguna razón llamaba Aguardiente, acurrucado en un rincón, sonriente, dispuesto a estrecharla en un abrazo letal; el último olor que percibiría en esta vida, mientras la estrujaba la cubría de besos húmedos y voraces, sería su cargado aliento de borracho, encubierto de momento por el hedor a podredumbre que flotaba en el ambiente. Vio un puma, como el que había matado al pobre Tom Billingsley, agazapado en un rincón agitando la cola. Vio a Ellen con un garfio de carnicero en una mano y una paciente sonrisa tan curva como el propio garfio, aguardando sin prisa a que Mary se acercase lo suficiente para ensartarla.

Pero sobre todo veía serpientes.

Serpientes de cascabel.

Rozó algo con las yemas de los dedos. Sofocó un grito y casi retrocedió. Sólo fue una falsa alarma de sus crispados nervios, pues se trataba de un objeto duro, sin vida, un borde recto a la altura de la cadera. ¿Una mesa, quizá? Eso parecía. Empezó a palpar la superficie con los dedos, y se obligó a quedarse totalmente inmóvil cuando notó el contacto de otra sabandija. Trepó por el dorso de su mano, llegó a la muñeca y bajó de nuevo a la mesa. Casi con toda seguridad era una araña. Siguió buscando a tientas en la mesa, y otra sabandija —más «fauna», como lo llamaba Audrey— se acercó a examinarle la mano.

No era una araña. Fuera lo que fuese, aquella criatura tenía uñas y un caparazón duro.

Mary se obligó de nuevo a quedarse quieta como una estatua, pero un gemido escapó de su garganta. El sudor le corría por la frente y las mejillas como tibio aceite lubricante. A continuación la invisible criatura le dio un obsceno pellizco en la mano y se alejó. Mary oyó el castañeteo de sus patas en la mesa. Venciendo el abrumador impulso de retirar la mano, reanudó su vacilante reconocimiento. ¿Qué iba a hacer, si no? ¿Quedarse temblando en la oscuridad hasta que los furtivos sonidos que la envolvían acabasen por enloquecerla, hasta que, desbordada por el pánico, no pudiese reprimir más el deseo de salir corriendo, tropezase con algo y perdiese de nuevo el sentido?

Encontró un plato —no, un tazón— con algo dentro. ¿Un cuajarón de sopa, quizá? Buscó a tientas alrededor del tazón y halló una cuchara. Sopa, sí. Más allá tocó algo que podía ser un salero o un pimentero, y luego algo blando y flácido. De pronto recordó un juego al que jugaba con sus amigas durante su infancia en Mamaroneck. Un juego que debía desarrollarse en la oscuridad. Consistía en pasar de mano en mano unos espaguetis y recitar «Estas son las tripas del muerto», pasar un trozo de membrillo y recitar «Estos son los sesos del muerto».

Su mano tropezó con un objeto duro y cilíndrico, erguido sobre la mesa. Lo volcó, y de inmediato identificó el ruido… o eso esperaba: unas pilas dentro del tubo metálico de una linterna.

Por favor, Dios, pensó, buscándola a tientas. Por favor, que sea lo que parece.

De fuera llegó otro chirrido ahogado, pero Mary apenas lo oyó. Su mano topó con un trozo de carne fría

(esta es la cara del muerto)

pero Mary apenas lo notó. El corazón le latía con fuerza en el pecho, en la garganta, incluso en los párpados.

¡Aquí! ¡Aquí!

El metal frío y terso, resbaló por la mesa escapando a sus dedos, pero finalmente lo agarró con firmeza. Sí, era una linterna. Notó el interruptor en la membrana de piel que unía sus dedos pulgar e índice.

Que funcione, Dios, por favor.

Accionó el interruptor. Un haz de luz brotó en un amplio cono, y el martilleo de su corazón en los oídos se detuvo en seco por un momento. Todo se detuvo.

La mesa era un rectángulo alargado. En un extremo había material de laboratorio y muestras de roca; en el otro, un mantel de cuadros extendido. Sobre el mantel todo parecía preparado para una cena: un tazón, un plato, cubiertos y un vaso. Una enorme araña negra había caído en el vaso y no podía salir; se revolvía y arañaba el cristal pero sus esfuerzos eran inútiles. De vez en cuando mostraba el reloj de arena rojo que se dibujaba en su abdomen. Otras arañas, también viudas negras en su mayoría, deambulaban majestuosamente por la mesa.

Algunos escorpiones de roca se paseaban con parsimonia de un lado a otro, como parlamentarios, con los aguijones enroscados sobre el dorso. Sentado al extremo de la mesa había un hombre calvo con una camiseta de la compañía minera Diablo. Le habían disparado en el cuello a bocajarro. La sustancia que contenía el tazón, la sustancia que Mary había tocado con sus dedos no era un cuajarón de sopa sino sangre coagulada.

El corazón de Mary volvió a latir, enviando un flujo de sangre a su cabeza con la fuerza de un pistón, y de pronto la amarillenta luz de la linterna se tornó roja y trémula. Un canto melodioso y penetrante sonó en sus oídos.

No te desmayes, no te atrevas

El haz de luz se desplazó hacia la izquierda. En el rincón, bajo un póster que rezaba ¡ADELANTE, PROHÍBAN LAS PROSPECCIONES MINERAS, DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD!, había un bullicioso nido de serpientes de cascabel. Recorrió la pared metálica con la luz. Vio varias congregaciones de arañas (algunas de las viudas negras eran tan grandes como su mano) y, en el rincón opuesto, más serpientes. Libres ya del letargo diurno, se revolvían sin cesar, entrelazándose, haciendo y deshaciendo toda clase de nudos: ballestrinques, ases de guía, ahorcaperros. De vez en cuando una agitaba los discos óseos de la cola.

No te desmayes, no te desmayes, no te desmayes…

Siguió girando, y cuando la linterna enfocó los otros tres cadáveres que había allí dentro con ella, comprendió varias cosas a la vez, y el hecho de que acabase de descubrir el origen del mal olor no era ni mucho menos la más trascendente.

Los cuerpos que yacían junto a la pared se hallaban en avanzado estado de descomposición —en realidad, eran un hervidero de gusanos—, pero no habían sido abandonados allí de cualquier manera. Estaban pulcramente alineados, y tenían las manos —tumefactas y ennegrecidas— cruzadas sobre el pecho. El hombre colocado en medio parecía de raza negra, pensó, aunque dado su estado era imposible asegurarlo.

Mary no lo conocía a él ni al cadáver de su derecha, pero si reconoció el tercer cuerpo pese a la putrefacción y los afanosos gusanos. En su mente lo oyó enunciarle sus derechos e insertar la frase: «Voy a mataros».

Mientras lo observaba, una araña salió de la boca de Collie Entragian.

El haz de luz tembló al pasar de nuevo sobre la hilera de cadáveres. Tres hombres. Tres hombres corpulentos, ninguno medía menos de un metro noventa y cinco.

Ya sé por qué estoy aquí y no en la celda, pensó. Y sé también por qué no me ha matado. Soy la siguiente. Cuando Ellen ya no le sirva, yo ocuparé su lugar.

Mary empezó a gritar.

5

La cámara de an tak resplandecía con una tenue luz roja que parecía proceder del propio aire. Un ser que aún recordaba vagamente a Ellen Carver la cruzó, acompañada de un séquito de escorpiones y arañas violinistas. Los pétreos rostros de los can taks la contemplaban desde el techo y las paredes. A un lado se hallaba el pirin moh, un resalte en el muro que semejaba la fachada de un rancho mexicano. Frente al pirin moh se abría el ini, el pozo de los mundos. Quizá la luz provenía de allí dentro, pero era imposible precisarlo. Sentados en círculo en torno a la boca del ini había coyotes y buitres. De vez en cuando una de las aves sacudía las plumas o uno de los coyotes alzaba una oreja; salvo por estos mínimos movimientos se habría dicho que también ellos eran de piedra.

El cuerpo de Ellen caminaba despacio, con la cabeza gacha. El dolor palpitaba en su vientre. La sangre corría por sus piernas en finos y continuos hilillos. La criatura que moraba en ella había colocado una camiseta de algodón rota a modo de compresa entre los muslos de Ellen y eso había retenido la sangre durante un rato, pero la camiseta estaba ya empapada. Había tenido mala suerte, y no sólo con ese cuerpo. El primero padecía un cáncer de próstata —no diagnosticado—, y la putrefacción había empezado por ahí, propagándose a tal velocidad que a duras penas había conseguido llegar al cuerpo de Josephson a tiempo. Josephson había durado un poco más; Entragian —un espécimen casi perfecto— más aún. ¿Y Ellen? Ellen sufría una dermatitis.

Una simple dermatitis, nada alarmante en condiciones normales, pero había bastado para desencadenar la caída del domino, y ahora…

Bueno, aún le quedaba Mary. Sin embargo prefería, no apoderarse aún de ella, al menos mientras no supiese que decidía el resto del grupo. Si el escritor imponía su voluntad y los conducía de regreso a la interestatal 50, entraría en Mary de inmediato y partiría hacia las montañas con alguno de los todoterrenos (cargado con tantos ca tahs como cupiesen en el remolque). Incluso había elegido ya un destino: Alphaville, una comuna vegetariana asentada en los Desatoya.

No seguirían siendo vegetarianos por mucho tiempo cuando Tak llegase allí.

Por otra parte, si el miserable meapilas conseguía imponerse y se dirigían hacia el sur, Mary le serviría de cebo. O de rehén. Ahora bien, no le serviría de nada si el meapilas percibía que ya no era humana.

Se sentó en el borde del ini y miró hacia abajo. El ini tenía forma de embudo, y sus toscas paredes convergían gradualmente hasta que, unos ocho metros de profundidad, el inicial agujero de cuatro metro de diámetro se reducía a un minúsculo orificio de poco más de un centímetro. De este orificio surgía una siniestra luz pulsátil de color escarlata, tan intensa que casi era imposible mirarla. Era un orificio semejante a un ojo.

Uno de los buitres hizo ademán de hundir la cabeza en el regazo ensangrentado de Ellen. La criatura lo apartó de un manotazo. Tak había pensado que mirar en el interior del ini lo tranquilizaría, le ayudaría a planear el siguiente paso (pues el ini era su verdadera morada; Ellen Carver no era más que una avanzadilla), pero en realidad aumentó su inquietud.

Las cosas estaban a punto de torcerse de manera irreparable. Volviendo la vista atrás, comprendió que otra fuerza había actuado contra él desde el principio.

Temía al chico, especialmente considerando el débil estado de su actual cuerpo. Pero le aterrorizaba sobre todo quedar de nuevo confinado más allá de la estrecha garganta del ini, como un genio en una botella. Pero eso no tenía por qué ocurrir. Incluso si el chico se presentaba allí con el resto del grupo, no tenía por qué ocurrir. Los otros se hallarían debilitados por sus dudas, el chico se hallaría debilitado por sus preocupaciones humanas —en particular por su madre—, y si el chico moría, Tak cerraría de nuevo la salida al exterior, les cortaría toda posible escapatoria, y se apoderaría de los demás. El escritor y el padre del chico tendrían que morir, pero intentaría serenar y salvar a los dos de menor edad. Posiblemente tarde o temprano desearía utilizar sus cuerpos.

Se inclinó, ajeno a la sangre que borbotaba entre los muslos de Ellen, tan ajeno como a los dientes que se habían desprendido de sus encías o a los tres nudillos que le habían estallado como piñas en una hoguera al golpear a Mary en la barbilla. Miró el cónico perímetro descendente del pozo, y el ojo escarlata circunscrito en su vértice.

El ojo de Tak.

El chico podía morir.

Al fin y al cabo era sólo eso, un chico, no un demonio, un dios o un salvador.

Tak se inclinó más aún sobre el embudo de irregulares paredes cristalinas y sobre la siniestra luz rojiza. Oyó un sonido muy tenue, una especie de zumbido átono y grave. Era un sonido estúpido, pero a la vez era magnífico, irresistible. Cerró sus ojos robados y respiró hondo, absorbiendo la fuerza que percibía, intentando henchirse de ella, deseando retardar —al menos temporalmente— la degeneración de aquel cuerpo. Y además ahora notaba por fin la paz del ini.

Tak —susurró en la penumbra—. Tak en tow ini, tak ah lah, tak ah wan.

Siguió un profundo silencio. De las profundidades del vibrante silencio rojo del ini llegó el húmedo sonido de algo al deslizarse.