V

1

Incluso en su época de alcoholismo y drogadicción Johnny Marinville había poseído una memoria casi siempre infalible. En 1986, cuando viajaba en el asiento trasero del llamado Juergamóvil de Sean Huttel (Sean, Johnny y otros tres habían salido de bares por East Hampton un viernes por la noche en el viejo y enorme Cadillac del 65), se vio envuelto en un accidente fatal. Sean, que estaba demasiado bebido para andar, y no digamos para conducir, se salió de la carretera al intentar tomar un desvío sin reducir la velocidad. El coche dio dos vueltas de campana, y la chica sentada junto a Sean resultó muerta. Sean, por su parte, quedó con la columna vertebral pulverizada. En la actualidad el único Juergamóvil que conducía era una silla de ruedas motorizada, una Cadding, de las que se manejan con el mentón. Los otros sufrieron heridas menores, y Johnny se consideró afortunado porque salió de aquella sólo con una espinilla magullada y un pie roto.

Pero la cuestión era que únicamente él recordó después lo ocurrido.

A Johnny eso le pareció tan curioso que interrogó con detenimiento a los otros supervivientes, incluso a Sean, que entre sollozos le suplicó una y otra vez que se marchase (Johnny no cedió hasta obtener lo que buscaba; al fin y al cabo, pensó, Sean se lo debía). Patti Nickerson dijo que recordaba vagamente haber oído decir a Sean «¡Agarraos, que vamos a dar una vuelta!» justo antes de volcar. En los otros casos el recuerdo se interrumpía poco antes del accidente y no se reanudaba hasta algún tiempo después, como si alguien hubiese tachado con tinta china aquel suceso de sus memorias. Sean en particular sólo recordaba hasta el momento en que salió de la ducha esa tarde y limpió el vaho del espejo para afeitarse. Después de eso, afirmó, todo era oscuridad hasta que despertó en el hospital. Quizá mintiese, pero Johnny creía que era cierto. Sin embargo él lo recordaba todo. Sean no dijo «¡Agarraos, que vamos a dar una vuelta!», sino «¡Agarraos, que nos vamos a la cuneta!». Y lo dijo riendo. De hecho seguía riendo cuando el Juergamóvil empezó a ladearse. Johnny recordaba que Patti gritó:

«¡Mi pelo! ¡Mierda, mi pelo!»; recordaba también que al volcar ella cayó sobre su entrepierna, y el consiguiente dolor en los testículos.

Recordaba el alarido de Bruno Gartner, y el sonido que se produjo cuando el techo se hundió y aplastó la cabeza contra los hombros a Rachel Timorov, abriéndole el cráneo como si fuese una flor de hueso. Fue un chasquido seco, el ruido que uno oye en su cabeza cuando parte con los dientes un trozo de hielo. Siempre recordaba la mierda.

Sabía que eso formaba parte del trabajo de un escritor, pero ignoraba si era una cualidad congénita o un hábito contraído con la experiencia, causa o efecto. Suponía que tampoco tenía mucha importancia. La cuestión era que recordaba la mierda incluso cuando se daba en circunstancias tan confusas como los últimos segundos de un gran espectáculo de fuegos artificiales. Hechos superpuestos parecían desglosarse automáticamente y ordenarse incluso mientras ocurrían, como limaduras de hierro colocándose en fila por la atracción de un imán. Hasta la noche del accidente con el Juergamóvil, Johnny nunca había lamentado poseer esa cualidad. Y desde entonces no había vuelto a lamentarlo… hasta aquellos momentos. De pronto deseó que alguien tachase aquellos momentos con tinta china en las células que almacenaban su memoria.

Vio saltar astillas del marco de la puerta de la cabina de proyección cuando Audrey disparó el revólver, y vio que parte de ellas caían en el pelo de Cynthia. Oyó el silbido de una bala a escasos centímetros de su oreja. Vio cómo Steve, con una rodilla en el suelo pero aparentemente ileso, desviaba el revolver con la mano cuando Audrey se lo arrojó. A continuación ella levantó el labio superior, gruñó como un perro acorralado, y de inmediato se volvió y aferró de nuevo la garganta del chico.

¡Vamos!, se dijo Johnny. ¡Ve a ayudarlo! ¡Como has hecho antes con el puma!

Pero no pudo. Lo veía todo, pero era completamente incapaz de mover un músculo.

Los hechos empezaron a superponerse, pero su mente se obstinó en ordenarlos secuencialmente, organizarlos, darles una forma coherente, como en una narración. Vio cómo Steve se abalanzaba sobre Audrey, diciéndole que soltase al chico, cómo la agarraba del cuello con una mano y de las muñecas con la otra. En ese mismo momento algo embistió a Johnny, arrojándolo al interior de la cabina con la fuerza de un hombre bala lanzado por un cañón. Era Ralph, naturalmente, que lo empujaba desde atrás y gritaba a pleno pulmón el nombre de su hijo.

Johnny voló por encima de los dos peldaños con las rodillas flexionadas, convencido de que la caída le depararía como mínimo fractura múltiples en varios huesos, convencido de que el chico estaba muerto o a punto de morir, convencido de que Audrey Wyler había perdido el juicio a causa de la tensión y en su delirio había creído que David Carver era el policía o un secuaz del policía. Entretanto sus ojos continuaron registrándolo todo y su cerebro siguió almacenando las imágenes que recibía. Vio las musculosas piernas de Audrey separadas, tensando la tela de la falda. Vio también que iba a aterrizar junto a ella.

Cayó sobre un pie, como un patinador que ha olvidado los patines.

Le falló la rodilla. En lugar de intentar recuperar el equilibrio, aprovechó el impulso para saltar sobre Audrey, tendiendo una mano hacia su pelo. Ella apartó la cabeza y le lanzó una dentellada a los dedos. En ese mismo instante (salvo que la mente de Johnny insistía en que era el instante siguiente, empecinada en reducir aquella locura a algo coherente, a una narración con un hilo argumental). Steve consiguió arrancarle las manos de la garganta del chico. Johnny vio en la piel de este las huellas blancas de los dedos mientras su impulso lo llevaba hacia la pared. Audrey no logró morderle, y esta fue la buena noticia, pero él no logró agarrarla por el pelo, y esta fue la mala.

Audrey emitió un grito gutural mientras Johnny se estrellaba contra la pared. El brazo le salió por una de las ventanillas de proyección, y por un horrible momento creyó que el resto de su cuerpo seguiría al brazo, afuera, al vacío, adiós. Era imposible, por supuesto; la abertura era demasiado estrecha, pero Johnny lo pensó de todos modos.

En ese mismo momento (su mente volvió a insistir en que era el siguiente momento, el siguiente suceso, la nueva frase). Ralph gritó:

—¡Aparte las manos de mi hijo!

Johnny rescató el brazo y se dio media vuelta, apoyando la espalda contra la pared. Vio cómo Steve y Ralph alejaban a Audrey de David.

Vio cómo el chico se desplomaba contra la pared y se deslizaba lentamente hacia el suelo, revelando con brutal claridad las marcas de la garganta. Vio cómo Cynthia entraba en la cabina de proyección intentando mirar en todas direcciones a la vez.

—¡Coge al chico, jefe! —dijo Steve, jadeando. Forcejeaba con Audrey, sujetándole las muñecas con una mano y rodeándole la cintura con el otro brazo. Ella corcoveaba como un potro indómito—. ¡Cógelo y sácalo de a…!

Audrey lanzó un alarido y se zafó de él. Ralph intentó torpemente rodearle el cuello con los brazos para inmovilizarla, pero ella le puso la palma de la mano bajo el mentón y lo empujó hacia atrás. A continuación Audrey retrocedió un paso, vio a David y volvió a gruñir enseñando los dientes. Cuando hizo ademán de avanzar hacia el chico, Ralph avisó:

—Si vuelve a ponerle la mano encima, la mato. Se lo juro.

A la mierda, pensó Johnny, y levantó en brazos al chico. Notó su cuerpo tibio, inerte y pesado. Su espalda, ya bastante maltratada por el viaje en moto a través de casi todo un continente, le dio una punzada de advertencia.

Audrey miró a Ralph como si lo desafiase a cumplir su promesa, y luego tensó los músculos, dispuesta a saltar sobre Johnny. Pero Steve no le dio ocasión. Volvió a sujetarla por la cintura, esta vez de cara a ella, y empezó a girar sobre los talones. Audrey profirió un chillido largo y continuo, tan agudo que a Johnny le dolieron hasta los empastes de las muelas.

A mitad del segundo giro Steve la soltó. Audrey salió despedida hacia atrás como una piedra lanzada con una honda sin dejar de gritar.

Cynthia, que se hallaba detrás de ella, se puso a cuatro patas con la presteza de una superviviente de patio de colegio nata. Audrey tropezó con ella y cayó de espaldas en el rectángulo de color más claro donde en su día estuvo el segundo proyector. Desde el suelo, momentáneamente aturdida, los miró a través del pelo despeinado.

—¡Sácalo de aquí, jefe! —Steve señaló los peldaños que ascendían a la puerta de la cabina—. A esta mujer le pasa algo; actúa como todos esos animales que nos han atacado.

¿Que actúa como los animales?, pensó Johnny. Es un jodido animal. Oyó lo que Steve decía, pero no se dirigió hacia la puerta. Un vez más parecía incapaz de moverse.

Audrey, deslizando la espalda contra el rincón de la cabina, se puso en pie. Todavía gruñendo y enseñando los dientes, observó a Johnny el chico inconsciente que sostenía en brazos, luego a Ralph y por último a Cynthia, que también se había puesto en pie y se apretaba contra Steve. Johnny echó de menos por un instante la escopeta Rossi y el fusil Rugger del 44. Las dos armas se habían quedado en el vestíbulo, apoyadas contra la taquilla. Esta ofrecía una amplia vista de la calle, pero debido al escaso espacio había sido más cómodo dejar fuera las armas. Y ni él ni Ralph se habían acordado de recogerlas al subir. Pensó que una de las lecciones más escalofriantes que podían extraerse de aquella pesadilla era lo poco preparados que estaban todos ellos para la supervivencia. Sin embargo hasta el momento habían sobrevivido.

Al menos la mayoría de ellos.

Tak ah lah! —dijo Audrey, hablando con una voz potente y aterradora que en nada se parecía al murmullo vacilante con que les había contado su historia. A Johnny se le antojó un ladrido de perro.

¿Y acaso reía? Pensó que al menos una parte de ella si reía. ¿Y aquella extraña oscuridad movediza que bullía bajo la superficie de su piel? ¿Realmente estaba viéndola?

Min! Min! Min en tow!

Cynthia dirigió una mirada de perplejidad a Steve.

—¿Qué dice?

Steve movió la cabeza en un gesto de incomprensión, y Cynthia miró entonces a Johnny.

—Es el idioma del policía —explicó él. Rebuscó en su eficaz memoria el momento en que el policía aparentemente ordenaba a un buitre que lo atacase y, volviéndose hacia Audrey, espetó—: Timoh! Candy latch!

No había reproducido fielmente las palabras, pero debía de haberse aproximado bastante, porque Audrey retrocedió y por un momento asomó a su rostro una expresión de sorpresa muy humana. A continuación contrajo de nuevo el labio superior, y la delirante sonrisa reapareció en sus ojos.

—¿Qué le ha dicho? —preguntó Cynthia a Johnny.

—No tengo la menor idea.

—Jefe, tienes que llevarte al chico de aquí. Ahora —indicó Steve.

Johnny dio un paso atrás, dispuesto a salir. Audrey se metió la mano en el bolsillo del vestido, la sacó cerrada en torno a algo, y clavó en él su mirada de bestia furiosa, sólo en él, John Edward Marinville, destacado novelista y extraordinario pensador. Tendió la mano, rió y dijo:

Can tah! Can tah, can tak! ¡Serás lo que cojas! ¡Claro que lo serás! Can tah, can tak, mi tow! ¡Coge esto! So tah!

Cuando Audrey abrió la mano y le mostró lo que contenía, el clima emocional cambió de inmediato en la cabeza de Johnny, y sin embargo seguía viéndolo todo y reelaborándolo en una secuencia ordenada, tal como había hecho cuando volcó el condenado Juergamóvil de Sean Hutter. Lo había registrado todo en aquella ocasión, cuando creía que iba a morir, y también lo registró todo en ese momento, cuando se adueñaron de él un súbito odio hacia el chico que sostenía en brazos y un intenso deseo de hundir algo —la llave de la moto, por ejemplo— en la garganta de aquel entrometido meapilas y abrírsela como una lata de cerveza.

Al principio pensó que en la mano de Audrey había tres extraños dijes, esa clase de adornos que las chicas jóvenes llevaban a veces colgados de las pulseras. Pero eran demasiado grandes, demasiado pesados. No eran dijes sino tallas, tallas de piedra, cada una de unos cinco centímetros de longitud. Una era una serpiente. La segunda representaba un buitre con un ala arrancada; unos ojos enloquecidos y protuberantes lo miraban desde el cráneo desplumado. La tercera era una rata erguida sobre las patas traseras. Todas estaban picadas y parecían antiguas.

Can tah! —exclamó Audrey—. Can tah, can tak! ¡Mata al chico, mátalo ya, mátalo!

Steve avanzó hacia Audrey. Ella, con toda su atención puesta en Johnny, no lo vio hasta el último instante. Steve le golpeó la mano, y las estatuillas cayeron al suelo y rodaron hasta un rincón de la cabina. Una, la serpiente, se partió en dos. Audrey lanzó un grito de terror y cólera.

La furia asesina que se había apoderado de Johnny se disipó, pero no lo abandonó por completo. Sus ojos deseaban volverse hacia el rincón, donde yacían las tallas, esperándole. Sólo tenía que cogerlas.

—¡Sal de aquí de una jodida vez! —ordenó Steve.

Audrey se abalanzó hacia las tallas, pero Steve la agarró del brazo.

Su piel se oscurecía y arrugaba por momentos. Johnny supuso que el proceso que la había transformado empezaba a repetirse en sentido inverso, pero el resultado no era precisamente satisfactorio. Audrey estaba… ¿cómo decirlo? ¿Encogiéndose? ¿Menguando? Johnny no encontró la palabra adecuada, pero…

—¡Sal de aquí! —gritó Steve de nuevo, y le dio una palmada en el hombro.

El golpe lo despertó, pero cuando se volvía hacia la puerta, Ralph se acercó y le arrancó a David de los brazos. Con su hijo a cuestas, subió por los peldaños con andar torpe pero poderoso y se marchó de la cabina de proyección sin mirar atrás ni una sola vez.

Audrey lo vio salir. Aulló —esta vez Johnny advirtió desesperación en su voz— y volvió a lanzarse hacia las piedras. Steve tiró de ella, y se oyó un peculiar desgarrón cuando el brazo de Audrey se desprendió del hombro. Steve se quedó con el miembro cercenado en la mano como si fuese una pata de pollo demasiado asado.

2

Audrey no parecía consciente de lo que acababa de ocurrirle. Con un solo brazo y el lado derecho del vestido empapado de sangre, se acercó a las tallas balbuceando en aquella extraña lengua. Steve se hallaba paralizado, contemplando lo que sostenía en la mano: un brazo humano un poco pecoso con un reloj Casio en la muñeca. El jefe estaba tan paralizado como él. De no haber sido por Cynthia, pensó Steve más tarde, Audrey habría recuperado las tallas, y sabía Dios que hubiese ocurrido entonces. Pese a que obviamente había concentrado el poder de aquellas piedras en el jefe, también Steve había notado su influencia. Esta vez no infundían perversas fantasías sexuales. Esta vez incitaban directamente al asesinato.

Antes de que Audrey se arrodillase en el rincón y recogiese sus juguetes, Cynthia los alejó con destreza de una patada. Audrey volvió a aullar, y en esta ocasión una bocanada de sangre acompañó al sonido.

Volvió la cabeza hacia ellos, y Steve retrocedió a trompicones, alzando una mano como para protegerse de aquella visión.

El rostro de Audrey, antes atractivo, colgaba ahora de los huesos anteriores del cráneo en sudorosos pliegues. Sus globos oculares pendían de las dilatadas órbitas. La piel se le ennegrecía y agrietaba. Sin embargo no fue eso lo peor. Algo mucho más horrendo ocurrió cuando Steve soltó el miembro caliente que sostenía en la mano y ella se puso de pie.

—Lo siento mucho —dijo, y en aquella voz débil y ahogada Steve adivinó la presencia de una mujer real, muy distinta de aquella monstruosidad en estado de descomposición—. No era mi intención hacer daño a nadie. No toquen los can tahs. ¡No toquen los can tahs por nada del mundo!

Steve miró a Cynthia. Ella le devolvió la mirada, y el leyó en sus ojos lo que pensaba: Yo toque uno. Dos veces. ¿Puedo considerarme afortunada?

Mucho, pensó Steve. Puedes considerarte muy afortunada. Y yo también.

Audrey avanzó hacia ellos con paso tambaleante, alejándose de las piedras grises. Steve percibió un olor dulzón a sangre y podredumbre.

Alargó un brazo pero le faltó valor para agarrarla por el hombro y detenerla, pese a que se dirigía hacia la escalera y el pasillo de la galería… hacia el lugar a donde Ralph había llevado a su hijo. Le faltó valor porque sabía que si la tocaba, sus dedos se hundirían en la carne descompuesta.

Empezó a oírse un viscoso y creciente goteo a medida que diversas partes de su cuerpo se licuaban y desprendían en una especie de lluvia de carne fundida. Consiguió subir los dos peldaños y, dando tumbos, cruzó la puerta. Cynthia miró a Steve con la cara pálida y contraída en una mueca de asco. Él le rodeó la cintura con un brazo, y los dos salieron de la cabina de proyección detrás de Johnny.

Audrey consiguió mantenerse en pie hasta la mitad del corto pero empinado tramo de escalera que descendía al pasillo de la galería, y allí se desplomó. Rodó hasta el pie de la escalera, y en su interior se oyó un repugnante sonido, casi como el chapoteo de un líquido untuoso dentro de una vasija. Sin embargo aún vivía. Siguió avanzando a rastras; el pelo le colgaba en húmedos mechones, ocultando afortunadamente su rostro. Al otro extremo del pasillo, en lo alto de la escalera que conducía al vestíbulo, Ralph, con su hijo en brazos, observaba a la criatura que reptaba hacia ellos.

—¡Por amor de Dios, que alguien le pegue un tiro! —bramó Johnny.

—Imposible —dijo Steve—. Aquí arriba sólo tenemos el arma del chico, y está descargada.

—Ralph, llévese a David abajo —instó Johnny mientras avanzaba con cautela por el pasillo—. Llévelo abajo antes…

Pero, por lo visto, la criatura que había sido Audrey Wyler no tenía ya interés en David. Al llegar al arco de acceso a la galería, entró por él. Casi de inmediato los soportes de madera, resecos por el clima del desierto y roídos por generaciones de termitas, empezaron a crujir.

Steve, aún con el brazo alrededor de Cynthia, corrió tras Johnny.

Ralph se acercó también desde la otra punta del pasillo. Coincidieron ante el arco justo en el momento en que la criatura con el vestido empapado de sangre llegaba a la barandilla de la galería. Audrey había pasado por encima de la muñeca deshinchada, dejando en su cintura de plástico una ancha estela de sangre y otros fluidos difícilmente identificables. La boca redonda y apretada de la muñeca quizá expresase indignación ante tal trato.

Lo que quedaba de Audrey Wyler estaba aún aferrado a la barandilla, intentando erguirse lo suficiente para saltar al vacío, cuando los soportes cedieron y la galería se desprendió de la pared con un atronador rugido y una densa polvareda. En un primer momento se deslizó horizontalmente en el aire, arrancando las tablas del borde del pasillo. Steve y los otros retrocedieron al ver que la vieja alfombra primero se rasgaba y después se abría como una falla geológica. Los listones se partieron con sonoros chasquidos; los clavos chirriaron al divorciarse de las tablas a las que habían estado unidos en largo matrimonio. Al cabo de unos instantes la galería comenzó a ladearse. Audrey, ya casi erguida, se tambaleó. Por un segundo Steve vio sus pies por encima de la nube de polvo; luego desapareció. Un momento después la galería desapareció también. Desplomándose como una piedra y aplastando las butacas de la platea con un estrépito ensordecedor. El polvo ascendió como el hongo de una bomba atómica en miniatura.

—¡David! —gritó Steve—. ¿Cómo esta David? ¿Vive?

—No lo sé —contestó Ralph. Miró a su hijo con ojos confusos y lacrimosos—. Desde luego vivía cuando lo he sacado de la cabina de proyección, pero ahora no lo sé. No noto su respiración.

3

Todas las puertas de acceso a la platea se habían abierto, y el polvo levantado por el derrumbamiento inundaba el vestíbulo. Llevaron a David junto a una de las puertas de la calle, donde una corriente de aire alejaba el polvo.

—Déjelo en el suelo —dijo Cynthia. Intentaba pensar que hacer a continuación, por dónde empezar, pero los pensamientos se agolpaban sin orden en su mente—. Y tiéndalo recto. Hay que ventilarle las vías respiratorias.

Ralph le lanzó una mirada de esperanza y, con la ayuda de Steve, dejó a David sobre la alfombra raída.

—¿Entiende de esto? —preguntó Ralph.

—Depende de a que se refiera —contestó Cynthia—. Aprendí algunas nociones de primeros auxilios, incluida la respiración artificial, cuando trabajaba en Hijas y Hermanas, sí. Pero en cuanto a mujeres que se convierten en maníacos homicidas y después se pudren, no, de eso no se nada.

—David es lo único que tengo —gimió Ralph—. El único que queda de mi familia.

Cynthia cerró los ojos y se agachó junto a David. De inmediato percibió algo que le produjo un inmenso alivio: el roce ligero pero estable del aliento del niño en la mejilla.

—Esta vivo. Noto su respiración. —Miró a Ralph y sonrió—. No me extraña que usted no la haya notado. Tiene la cara tan hinchada como la cámara de aire de un neumático.

—Sí. Quizá haya sido por eso. Pero sobre todo era que tenía tanto miedo… —Trató en vano de sonreír. Exhaló un entrecortado suspiro y se dejó caer contra las tablas del puesto de chucherías situado a la entrada del vestíbulo.

—Ahora voy a ayudarlo un poco —dijo Cynthia, observando la cara pálida y los ojos cerrados del chico—. Voy a ayudarte, David. Para acelerar un poco las cosas. Déjame que te ayude, ¿vale? Déjame que te ayude.

Le giró suavemente la cabeza e hizo una mueca al ver las marcas en el cuello. En el interior de la sala una porción de galería que había quedado sujeta a la pared cedió por fin y cayó sobre los escombros con gran estruendo. Los otros se volvieron en dirección al ruido, pero Cynthia continuó concentrada en David. Con los dedos de la mano izquierda le abrió la boca, se inclinó sobre él y le cerró suavemente la nariz con el dedo medio y el pulgar de la mano derecha. A continuación apoyó la boca en la del niño y exhaló. El pecho de David cobro más volumen y volvió a bajar cuando ella le soltó la nariz y se irguió.

Luego Cynthia se inclinó a un lado y le habló al oído.

—Vuelve con nosotros, David. Te necesitamos. Y tú nos necesitas a nosotros. —Volvió a insuflar aire en sus pulmones y dijo—: Vuelve con nosotros, David. —El chico exhaló una mezcla de su propio aire y el de ella. Cynthia lo miró a la cara. David respiraba ahora con más vigor, y sus globos oculares se movieron tras los párpados azulados. Sin embargo no dio señales de recobrar el conocimiento—. Vuelve con nosotros, David. Vuelve con nosotros.

Johnny miró alrededor, parpadeando como alguien que regresa de los confines de su conciencia.

—¿Dónde esta Mary? —preguntó—. No habrá quedado sepultada bajo la galería, ¿no?

—No veo por qué —dijo Steve—. Estaba con el anciano.

—¿Y crees que seguirá con el anciano después de los gritos y los disparos? ¿Después de desplomarse la jodida galería?

—Sí, tienes razón —admitió Steve.

—Vuelta a empezar —se lamentó Johnny—. Lo sabía. Vamos, mejor será que la busquemos.

Cynthia no prestaba atención. Continuaba arrodillada junto a David, mirándolo a la cara en espera de alguna reacción.

—No se dónde estas, chico, pero mueve el culo y vuelve. Ya es hora de ensillar el caballo y salir de la ciudad sin ley.

Johnny cogió la escopeta y el rifle, y entregó este a Ralph.

—Quédese aquí con su hijo y la chica —dijo—. Ya volveremos.

—¿Si? —repuso Ralph—. Y si no vuelven, ¿qué?

Johnny lo miró por un momento con expresión de incertidumbre, y finalmente asomó a sus labios una radiante sonrisa.

—En ese caso, queme los documentos, destruya la radio e ingiera su cápsula letal.

—¿Eh?

—¿Qué carajo quiere que le diga? Use el sentido común. Pero una cosa si puedo asegurarle: en cuanto encontremos a la señora Jackson, nos largaremos de este condenado pueblo. Vamos, Steve, por el pasillo de la izquierda, a menos que te apetezca escalar el monte Galería.

Ralph los siguió con la mirada hasta que atravesaron la puerta y después se volvió hacia Cynthia y su hijo.

—¿Qué le pasa a David? ¿Lo sabe? ¿Ha quedado en coma por falta de oxígeno? Un amigo de David estuvo en coma una vez. Se recuperó… según dicen, fue un milagro… pero no le desearía una cosa así ni a mi peor enemigo. ¿Cree que es eso lo que le pasa?

—Ni siquiera creo que este inconsciente, y desde luego no está en coma. Fíjese en el movimiento de los párpados. Es más bien como si estuviese dormido y soñando… o quizá en trance.

Cynthia levantó la vista, y sus miradas se cruzaron por un instante.

A continuación Ralph se arrodilló frente a ella. Le apartó el pelo de la frente a su hijo y lo besó suavemente entre los ojos, donde un ligero ceño arrugaba la piel.

—Vuelve, David —dijo—. Vuelve, por favor.

David tenía los labios apretados y respiraba regularmente. Tras los párpados amoratados los ojos se movían sin cesar.

4

En el servicio de caballeros encontraron un puma muerto, prácticamente sin cabeza, y un veterinario muerto con los ojos abiertos. En el servicio de señoras no encontraron nada, o eso le pareció a Steve.

—Enfoca hacia allí con la linterna —indicó Johnny. Cuando Steve dirigió el haz de luz a la ventana, precisó—: No, la ventana no; debajo de la ventana.

Steve iluminó media docena de botellas vacías alineadas contra la pared a la derecha de la ventana.

—Esa es la alarma improvisada del veterinario —comentó Johnny—. Y las botellas no están rotas sino que alguien las ha apartado cuidadosamente.

—Ni siquiera me había dado cuenta de que no estaban en la repisa. Muy agudo, jefe.

—Ven a ver una cosa. —Johnny se acercó a la ventana, la levantó, se asomó, y se apartó un poco para dejar hueco a Steve—. Intenta recordar por un momento tu llegada a este bucólico palacio de los sueños, Steve. ¿Qué es lo último que has hecho antes de saltar al interior del servicio? ¿Te acuerdas?

Steve asintió con la cabeza.

—Claro. Había dos cajas de embalaje, una sobre otra, a modo de peldaños para facilitar la entrada. He empujado la de encima, porque he pensado que si el policía pasaba por aquí y las veía apiladas, enseguida sacaría conclusiones.

—Bien. ¿Y que ves ahora?

Steve enfocó las cajas con la linterna, aunque en realidad no era necesario; el viento había amainado casi por completo y apenas flotaba polvo en el ambiente. Incluso había salido la luna.

—Están otra vez apiladas —dijo, y se volvió hacia Johnny con expresión de alarma—. ¡Mierda! Ha venido Entragian mientras buscábamos a David. Ha venido y…

«Se la ha llevado», iba a añadir, pero vio que el jefe movía la cabeza en un gesto de negación y se interrumpió.

—Olvidas un detalle. —Johnny cogió la linterna y volvió a iluminar la hilera de botellas—. No están rotas. Alguien las ha apartado y las ha alineado contra la pared. ¿Quién ha sido? ¿Audrey? No. Ella se ha ido en la otra dirección detrás de David. ¿Billingsley? Imposible, a juzgar por el estado en que se encontraba antes de morir. Eso nos deja a Mary, pero ¿habría retirado las botellas por el policía?

—Lo dudo —respondió Steve.

—Yo también. Si el policía hubiese aparecido por aquí, probablemente Mary habría venido a buscarnos de inmediato, gritando como una desesperada. ¿Y por qué están apiladas las cajas? Yo he tenido contacto personal con Collie Entragian; mide más de dos metros. No habría necesitado la segunda caja para subir a la ventana. En mi opinión, esas cajas apiladas revelan que se trataba de una persona más baja que Entragian, o que ha sido una treta para engañar a Mary y atraparla, o tal vez las dos cosas. Puede que este excediéndome en mis deducciones, pero…

—Es decir, que podría haber otros. Otros como Audrey.

—Quizá, pero dudo que eso pueda concluirse de lo que vemos aquí —dijo Johnny—. No creo que haya apartado las botellas para dejar entrar a un desconocido. Ni siquiera a un niño llorando. Creo que en ese caso hubiese venido a buscarnos.

Steve cogió la linterna e iluminó el pez de Billingsley, tan alegre y estrafalario en la oscuridad. No le sorprendió descubrir que ya no le gustaba demasiado. De pronto le parecía como una risa siniestra en una casa embrujada o un payaso en mitad de la noche. Apartó el haz de luz con brusquedad.

—¿Y qué crees, pues, jefe?

—No vuelvas a llamarme así, Steve —protestó Johnny—. Nunca me ha entusiasmado.

—De acuerdo. ¿Qué crees, Johnny?

Johnny miró alrededor para cerciorarse de que seguían solos. Su rostro, dominado por la nariz tumefacta y torcida, reflejaba cansancio y a la vez una actitud alerta. Mientras sacaba otras tres aspirinas y se las tragaba en seco, Steve advirtió un detalle asombroso: Marinville parecía más joven. Pese a todo lo que había visto y sufrido en las últimas horas, parecía más joven.

Volvió a tragar saliva, hizo una mueca de repugnancia por el amargo sabor de las pastillas, y dijo:

—La madre de David.

—¿Cómo? —preguntó Steve.

—Es una posibilidad. Piénsalo un momento. Verás cómo encaja. Es todo tan lógico que, a su horrenda manera, resulta incluso fascinante.

Steve reflexionó. Y se dio cuenta de que aquella posibilidad explicaba por completo la situación. Ignoraba dónde se había desviado de la verdad la historia de Audrey Wyler, pero sabía con toda certeza que en algún punto aquellas piedras —los can tahs, como ella las llamaba— la habían cambiado. ¿Cambiado? Más aún: le habían inoculado alguna clase de rabia temible y degenerativa. A Ellen Carver podía haberle ocurrido lo mismo.

De pronto Steve, a su pesar, esperó que Mary Jackson hubiese muerto. Era una idea abominable, pero en aquellas circunstancias era preferible la muerte. Preferible a caer bajo el hechizo de los can tahs; preferible a lo que por lo visto ocurría al separarse de los can tahs.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

—Marcharnos de este pueblo —contestó Johnny sin vacilar—. Como sea.

—De acuerdo. Si David sigue inconsciente, lo llevaremos en brazos. Pongámonos en marcha.

Se encaminaron hacia el vestíbulo.

5

David Carver caminaba por la avenida Anderson. Pasó ante el instituto de Wentworth Oeste y vio que en una pared lateral del edificio alguien había escrito con pintura amarilla ALGO PODRÍA SURGIR DE ESTOS SILENCIOS. A continuación dobló una esquina y siguió por la calle Bear. Eso resultaba bastante extraño, porque la calle Bear y los jardines homónimos estaban a nueve manzanas del instituto; sin embargo así ocurrían las cosas en los sueños. Pronto despertaría en su cama y todo aquello se desvanecería.

Mas adelante había tres bicicletas en medio de la calle. Estaban vueltas del revés, y sus ruedas giraban impulsadas por el viento.

—Y el faraón dijo a José: «He tenido un sueño, y según dicen de ti, si oyes un sueño, eres capaz de interpretarlo» —declamó alguien.

David miró hacia la otra acera y vio al padre Martin. Estaba borracho y necesitaba un afeitado. En una mano sostenía una botella de whisky Seagram’s Seven. Entre sus pies había un charco amarillo de vómito. David apenas resistió verlo de aquel modo. Tenía la mirada muerta y vacía.

—Y José respondió al faraón: «No soy yo el intérprete; será Dios quién en buena hora conteste al faraón». —El padre Martin brindó con la botella y bebió. Luego dijo—: Vamos por ellos. Ahora averiguaremos si sabes dónde estaba Moisés cuando se apagaron las luces.

David siguió adelante. Pensó en darse la vuelta, pero de pronto lo asaltó una idea peculiarmente persuasiva; si se daba la vuelta, vería acercarse a la momia, tambaleante y envuelta en una nube de vendas y antiguos ungüentos.

Apretó el paso.

Al pasar junto a las bicicletas abandonadas en medio de la calle advirtió que una de las ruedas producía un penetrante y desapacible chirrido al girar. Le recordó al sonido que emitía la veleta del Bud’s Sud, el duende con la copa de oro bajo el brazo, el que estaba en…

¡Desesperación! ¡Estoy en Desesperación, y esto es un sueño! Me he quedado dormido mientras rezaba. Estoy en la cabina de proyección del viejo cine.

—Nacerá entre vosotros un profeta, y un soñador de sueños —dijo alguien.

David miró a la otra acera y vio un felino muerto —un puma— colgado de una señal de limitación de velocidad. El puma poseía cabeza humana. La cabeza de Audrey Wyler. Sus ojos cansados se posaron en él, y David tuvo la impresión de que intentaba sonreír.

—Pero si os dice «Busquemos otros dioses», no lo escuchéis.

Con una mueca de repugnancia en el rostro, David desvió la mirada, y justo delante de él, en su misma acera, vio a Bombón en el porche de la casa de su amigo Brian (Brian nunca había vivido en la calle Bear, pero por lo visto allí las reglas habían cambiado). Bombón tenía abrazada a Melissa Sweetheart.

—Ha resultado que sí era el hombre del saco —dijo su hermana—. Ya te has dado cuenta, ¿no?

—Sí, Bombón, ya me he dado cuenta.

—Ve un poco más deprisa, David. Te persigue el hombre del saco.

El olor a vendas y antiguos ungüentos era ahora más intenso, y David avivó de nuevo el paso. Frente a él se hallaba el hueco entre los arbustos que marcaba el comienzo del Camino de Ho Chi Minh. Antes no había allí nada salvo alguna que otra declaración de amor o una cuadricula para jugar a la rayuela pintadas con tiza en la acera, pero ese día una antigua estatua custodiaba la entrada al camino. Era demasiado grande para ser un can tah, un pequeño dios; aquella estatua era un can tak, un gran dios. Representaba un chacal con la cabeza ladeada, la boca abierta en un gruñido y unos ojos saltones llenos de ira.

Tenía una oreja rota o erosionada. Entre sus fauces no asomaba una lengua sino una cabeza humana, la cabeza de Collie Entragian, con sombrero incluido.

—Témeme y no entres por este camino —advirtió el policía desde la boca del chacal cuando David se acercaba—. Mi tow, can de lach: teme a los seres sin forma. Existen otros dioses además del tuyo: can tah, can tak. Sabes de que hablo verdad.

—Sí, pero mi Dios es más fuerte —dijo David con naturalidad. Tendió la mano hacia la boca del chacal y agarró su psicótica lengua. Oyó gritar a Entragian, y percibió el grito en forma de vibración en la palma de su mano como si agitase un sonajero. Al cabo de un momento la cabeza del chacal se desintegró en una insonora y contenida explosión de luz. Sólo quedó una mole de piedra que terminaba en los hombros.

Se adentró por el camino, consciente de que alrededor crecían plantas que nunca antes había visto allí: cactus espinosos, cactus huecos, castillejas. De entre los arbustos salió su madre y le cortó el paso.

Tenía la cara negra y arrugada, la mirada mortecina. Verla de aquel modo lo llenó de horror y pesar.

—Sí, sí, tu Dios es fuerte —dijo—, de eso no hay duda. Pero fíjate en lo que me ha hecho. ¿Es su fuerza digna de admiración? ¿Nos merecemos un Dios así? —Tendió las manos y le mostró las palmas putrefactas.

—No ha sido Dios —replicó David, y se echó a llorar—. ¡Ha sido el policía!

—Pero Dios lo ha consentido —adujo su madre, y uno de sus ojos se desprendió de la órbita—. El mismo Dios que permitió a Entragian empujar a Kirsten escalera abajo y después colgarla de una percha para que tú la encontrases. ¿Que Dios es ese? Reniega de Él y abraza al mío. Al menos el mío no disimula su crueldad.

Pero esta conversación —no sólo la proposición final sino el tono desdeñoso y amenazador— era tan ajena al recuerdo que David conservaba de su madre que se dispuso a reanudar su camino. Tenía que reanudarlo. La momia lo perseguía, y era lenta, sí, pero David supuso que así daba caza a sus víctimas: recurriendo a su antigua magia egipcia para poner obstáculos en su camino.

—¡No te acerques a mí! —exclamó la corrompida criatura que parecía su madre—. ¡No te acerques a mí, o te convertiré en una piedra en la boca de un dios! ¡Serás can tah en can tak!

—No puedes hacerlo —respondió David con paciencia, y volvió a detenerse—, y no eres mi madre. Mi madre esta con mi hermana en el cielo, en compañía de Dios.

—¡No me hagas reír! —gritó indignado el ser putrefacto. Su voz era ahora gutural y líquida, como la del policía. Escupía sangre y dientes mientras hablaba—. El cielo es una farsa, la clase de idea que el padre Martin intentaría venderte durante horas si le mantuvieses el suministro de whiskys y cervezas; no es más real que los peces y caballos de Tom Billingsley. No iras a decirme que te lo has tragado, ¿verdad? ¿Un chico listo como tú? ¿Te lo has tragado? ¡Oh, Davey! No sé si reír o llorar. —Lo que hizo fue reír con furia—. No existe el cielo, no existe otra vida después de la muerte, al menos para nosotros. Sólo los dioses, can taks y can tahs, pueden…

David adivinó el propósito de este confuso sermón: retenerlo allí.

Retenerlo para que la momia lo alcanzase y lo estrangulase. Dio un paso al frente, agarró la delirante cabeza y la estrujó entre sus manos.

Con sorpresa advirtió que también el reía al hacerlo, porque su gesto recordaba al de los telepredicadores chiflados, que cogían a sus víctimas por la cabeza y bramaban: «¡Saaal enfermedad! ¡Saliiid tumores! ¡Saaal reumatismo! ¡En el nombre de Jesuuus!». Se produjo otro estallido insonoro, y esta vez ni siquiera quedó el cuerpo; volvía a estar solo en el camino.

Siguió adelante, afligido por lo que la criatura que parecía su madre había dicho: «No existe el cielo, no existe otra vida después de la muerte, al menos para nosotros». Eso podía ser verdad o no; no le era posible averiguarlo. Pero la criatura había dicho también que Dios había consentido la muerte de su madre y su hermana, y eso sí era verdad, ¿o no?

Bueno, puede ser. ¿Cómo va un niño a saber esa clase de cosas?

Llegó por fin al roble donde se hallaba el Puesto de Observación Vietcong. Al pie del árbol había un papel de colores rojo y plata, un envoltorio de chocolatinas Los Tres Mosqueteros. David se agachó, recogió el papel y se lo metió en la boca, dejando que los restos de chocolate se disolviesen en su saliva con los ojos cerrados. «Ten, come —oyó decir al padre Martin (para alivio suyo, era un recuerdo, no una voz)—. Este es mi cuerpo, desmenuzado para ti y para muchos otros».

Abrió los ojos, temiendo no obstante ver el rostro ebrio y los ojos muertos del padre Martin, pero el padre Martin no estaba allí.

David escupió el envoltorio y trepó al Puesto de Observación Vietcong con el dulce sabor del chocolate en la boca. A medida que subía fueron envolviéndolo unos acordes de música rock.

En la plataforma había alguien sentado, contemplando los jardines. Por su postura —las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en las palmas de las manos— creyó que era Brian, sólo que convertido en un adulto joven. David pensó que también a él podía hacerle frente. No sería mucho más siniestro que la efigie putrefacta de su madre o el puma con la cabeza de Audrey Wyler, y sin duda mucho menos angustioso.

El hombre llevaba una radio colgada del hombro. No era un Walkman sino un aparato de aspecto más antiguo. La funda de piel de la radio tenía pegados dos adhesivos circulares, una sonriente cara amarilla y el símbolo de la paz. La música salía de un pequeño altavoz exterior. Sonaba a lata y sin embargo la música llegaba con fuerza, la vigorosa batería, la impresionante guitarra eléctrica y una voz perfecta para el rock and roll: «Muy mal me encontraba… le pregunté al doctor que me pasaba…».

—¿Bri? —preguntó David, agarrándose a la plataforma y encaramándose—. ¿Eres tú?

El hombre volvió la cabeza. Era delgado, de pelo oscuro, y llevaba una gorra de béisbol de los Yankees, vaqueros, una sencilla camiseta gris y grandes gafas de sol con cristales de espejo (David se veía reflejado en ellos). Era la primera persona que veía en aquel… lo que fuese… que no conocía.

—Brian no está aquí, David —contestó el hombre.

—¿Quién es usted, pues? —dijo David. Si el tipo de las gafas de sol con los cristales de espejo empezaba a pudrirse o sangrar como Entragian, David estaba decidido a marcharse de aquel árbol a toda prisa por más que la momia pudiese estar al acecho entre los arbustos—. Este es nuestro rincón. Mío y de Bri.

—Brian no puede estar aquí —repuso amablemente el hombre del pelo oscuro—. Brian esta vivo, ¿comprendes?

—No, no comprendo —dijo David, pero sospechaba que si lo entendía.

—¿Qué has dicho a Marinville cuando ha intentado hablar a los coyotes?

David tardó un momento en recordar, y no era extraño, pues lo que había dicho no había salido de él sino pasado a través de él.

—He dicho que no les hablase en el idioma de los muertos. Pero en realidad no era yo quién…

El hombre de las gafas de sol quitó importancia a eso con un gesto.

—El lenguaje que Marinville ha intentado emplear con los coyotes es poco más o menos el mismo que tú y yo utilizamos ahora: si em, tow en can de lach. ¿Me has entendido?

—Sí. «Hablamos el lenguaje de los seres sin forma». El idioma de los muertos. —David se estremeció—. Entonces yo también estoy muerto, ¿no? También estoy muerto.

—No. Te equivocas. Un turno sin jugar. —El hombre subió el volumen de la radio («Dije, doctor… señor doctor…») y sonrió—. Los Rascals, y canta Felix Cavaliere. Suena bien, ¿eh?

—Sí —contestó David, y no por cumplir. Tuvo la sensación de que podría haber seguido escuchando aquella canción todo el día. Evocaba imágenes de playas y chicas preciosas en bikini.

El hombre con la gorra de los Yankees escuchó un momento más y después apagó la radio. Mientras accionaba el interruptor, David advirtió una irregular cicatriz en la cara interna de su muñeca derecha, como si en el pasado hubiese intentado suicidarse. De pronto pensó que quizá no hubiese sido un simple intento. ¿Acaso no estaban en el mundo de los muertos?

Reprimió un temblor.

El hombre se quitó la gorra, se enjugó con ella la nuca, volvió a ponérsela, y miró a David con expresión seria.

—Esta es la Tierra de los Muertos, pero tú eres una excepción. Tú eres especial. Muy especial.

—¿Quién es usted? —preguntó David.

—Eso no importa. Uno de tantos miembros del club de admiradores de Felix Cavaliere y los Rascals, si a eso vamos —contestó el hombre. Miró alrededor, suspiró y sonrió lánguidamente—. Pero te diré una cosa, jovencito: no me sorprendería que la Tierra de los Muertos se hallase en las afueras de Columbus, Ohio. —Volvió a mirar a David, y la sonrisa se desvaneció—. Ya es hora de ponerse en marcha. El tiempo apremia. Por cierto, cuando despiertes, te dolerá un poco la garganta, y quizá en un primer momento te sientas desorientado; están trasladándote a la parte trasera del camión de Steve Ames. Los ha asaltado una urgente necesidad de abandonar el Oeste Americano, y no me extraña.

—¿Qué hace aquí?

—De entrada, para asegurarme de que sabes qué haces aquí, David. Así que dime: ¿Qué haces tú aquí?

—No sé a qué…

—Vamos, por favor —dijo el hombre de la radio. El sol destelló en los cristales de espejo de sus gafas—. Si no lo sabes, mal asunto. ¿Qué haces en la tierra? ¿Para qué te ha creado Dios?

David lo miró consternado.

—¡Vamos, vamos! —instó el hombre con impaciencia—. Son preguntas fáciles. ¿Para qué te ha creado Dios? ¿Para qué me ha creado a mí? ¿Para qué ha creado a todo el mundo?

—Para amarlo y servirlo —respondió David lentamente.

—De acuerdo, muy bien. Por algo se empieza. ¿Y que es Dios? ¿Cuál es tu experiencia de la naturaleza divina?

—No quiero contestar. —David se contempló las manos, y luego miró al hombre serio y resuelto de las gafas de sol, aquel hombre extrañamente familiar—. Me da miedo quedar mal. —Titubeó, y por fin confesó su verdadero temor—: Me da miedo que usted sea Dios.

El hombre rió melancólicamente.

—Eso tiene gracia, en cierto modo, pero no cambiemos de tema. Concentrémonos en la pregunta: ¿Qué sabes de la naturaleza de Dios, David? ¿Cuál es tu experiencia?

—Dios es cruel —contestó David de mala gana.

Volvió a contemplarse las manos y contó despacio hasta cinco. Al acabar, advirtiendo que aún no lo había carbonizado un rayo, levantó la vista otra vez. El hombre de los vaqueros y la camiseta mantenía la expresión seria y resuelta, pero David no detectaba enojo en él.

—Correcto. Dios es cruel. Reducimos el paso, al final la momia siempre nos atrapa, y Dios es cruel. ¿Por qué es cruel Dios, David?

Por un momento David permaneció en silencio, y de pronto recordó algo que le había dicho el padre Martin (aquel día el mudo televisor ofrecía desde el rincón imágenes de un partido amistoso de béisbol).

—La crueldad de Dios nos purifica —dijo.

—¿Nosotros somos la mina, y Dios el minero?

—Bueno…

—¿Y toda crueldad es buena? —preguntó el hombre—. ¿Dios es bueno y la crueldad es buena?

—No, rara vez es buena —contestó David. Por un horrendo segundo vio a Bombón colgada de la percha, Bombón, que esquivaba a las hormigas en la acera para no hacerles daño.

—¿Qué es la crueldad cometida con intenciones perversas?

—Malevolencia. ¿Quién es usted?

—Eso no tiene importancia. ¿Quién es el padre de la malevolencia?

—El diablo… o quizá esos otros dioses de los que ha hablado mi madre.

—Por ahora olvídate de los can tahs y los can taks. Tenemos un asunto más serio entre manos, así que presta atención. ¿Qué es la fe?

Esa era fácil.

—La sustancia de las cosas que esperamos, la evidencia de las cosas que no vemos —respondió David.

—Sí. ¿Y cuál es el estado espiritual del creyente?

—Esto… amor y aceptación, creo.

—¿Y que es lo opuesto de la fe? —preguntó el hombre.

Esa era más difícil, un verdadero hueso, como uno de aquellos malditos tests de comprensión lectora. Escoger a, b, c o d. Salvo que aquí ni siquiera tenía las opciones.

—¿La incredulidad? —aventuró.

—No. El escepticismo. La incredulidad es natural; el escepticismo es deliberado. ¿Y cuál es el estado espiritual del escéptico, David?

David reflexionó por un momento, pero al final negó con la cabeza.

—No lo sé.

—Si lo sabes.

David volvió a pensar y se dio cuenta de que en efecto lo sabía.

—El estado espiritual del escéptico es la desesperación —contestó.

—Sí. Mira ahí abajo, David —indicó el hombre.

David miró, y advirtió con sorpresa que el Puesto de Observación Vietcong no estaba ya sobre el árbol. Ahora flotaba como una alfombra voladora construida de tablas sobre un vasto y desértico paisaje.

Veía edificios dispersos entre grupos de plantas grises y lánguidas.

Uno era el barracón de la compañía minera que habían visto poco antes de entrar en el pueblo; otro era el ayuntamiento; otro era el Bud’s Sud. El duende con la copa de oro bajo el brazo sonreía en medio de aquella desolación.

—Este es el territorio contaminado —anunció el hombre de las gafas de sol con cristales de espejo—. Comparado con el veneno que ha infectado esta tierra, el agente naranja que usaban como deforestador en Vietnam parece azúcar candi. Esta tierra está maleada sin remedio. Debe ser erradicada, sembrada de sal. ¿Y sabes por qué?

—¿Porque si no el mal se propagaría?

—No. Eso es imposible. El mal es frágil y necio; siempre se extingue por si solo poco después de contaminar el ecosistema.

—¿Por qué entonces…? —empezó a decir David.

—Porque es una ofensa a Dios. No existe otra razón. No hay secretos ni medias verdades; no hay letra menuda. El territorio contaminado es una perversidad y una ofensa a Dios. Y ahora vuelve a mirar abajo.

David obedeció. Los edificios habían quedado atrás. El Puesto de Observación Vietcong volaba sobre un enorme cráter. Desde aquella perspectiva parecía una llaga que hubiese corrompido la piel de la tierra y la carne subyacente. Las paredes internas descendían en abruptas y precisas gradas semejantes a escaleras; vista desde arriba, la descomunal excavación parecía

(ve un poco más deprisa)

una pirámide invertida. En las colinas situadas al sur de la mina había pinos, y algunos crecían prácticamente en los bordes del cráter, pero la mina en si era estéril, ni siquiera enebro brotaba en ella. En la pared que acababan de sobrevolar —la cara norte, si el territorio contaminado era realmente Desesperación y sus inmediaciones— las gradas inferiores se habían desmoronado, y en su lugar había una larga pendiente de escombros. En este terraplén, no muy lejos de la pista de grava que descendía desde el borde de la mina, se abría un agujero negro. Al verlo David sintió una profunda inquietud. Era como si un monstruo enterrado en el desierto hubiese abierto un ojo. El terraplén en que se encontraba el agujero también lo inquietó. Porque no parecía fruto de un derrumbe accidental.

En el fondo de la mina, justo debajo del irregular agujero, había un estacionamiento lleno de camiones de carga, excavadoras, furgonetas, y vehículos con orugas en las ruedas que semejaban tanques de la Segunda Guerra Mundial. A corta distancia se alzaba un herrumbroso barracón de metal acanalado con una chimenea torcida en el techo. En la puerta un cartel rezaba: BIENVENIDOS A SERPIENTE DE CASCABEL NÚMERO DOS. ESTA EMPRESA PROPORCIONA PUESTOS DE TRABAJO Y TRIBUTA AL FISCO EN NEVADA DESDE 1951. A la izquierda había otro edificio menor, una construcción cúbica de hormigón. En este, el texto del letrero colgado a la entrada era mucho más lacónico:

POLVORÍN

SOLO PERSONAL AUTORIZADO

Aparcado entre los dos edificios se hallaba el polvoriento Caprice de Collie Entragian. La puerta del conductor estaba abierta, y el interior, iluminado por la luz del techo, parecía un matadero. Sujeto al salpicadero, junto a la brújula, había un oso de plástico con la cabeza oscilante.

Enseguida todo eso quedó atrás.

—Sabes dónde estamos, ¿verdad, David? —preguntó el hombre de las gafas de sol con cristales de espejo.

—En la Mina de los Chinos, ¿no?

—Sí.

Se acercaron a la pared de la mina, y David observó que allí la tierra era en cierto modo más desolada que en el territorio contaminado.

No se veían piedras enteras ni salientes de roca; todo había sido reducido a cascotes amarillentos. Al otro lado del estacionamiento y los edificios, sobre enormes láminas de plástico negro, se alzaban grandes pilas de roca aún más desmenuzada.

—Lo que ves sobre los plásticos es ganga, desechos —explicó su guía—. Pero la compañía minera no está dispuesta a renunciar ni siquiera a eso. Aun quedan residuos, ¿comprendes? Oro, molibdeno, platino, y naturalmente cobre. Sobre todo cobre. Depósitos tan difusos como si los hubiesen insuflado en la roca en forma de humo. La explotación no era ya rentable, pero como se han agotado los mayores yacimientos del mundo lo que antes no era rentable ahora es lucrativo. Los plásticos son escurrideros; recogen el material que se precipita en ellos al rociar de ácido los montones ganga. Seguirán explotando la tierra hasta que todo esto, que en otro tiempo fue una montaña de dos mil quinientos metros de altura, quede reducido a polvo.

—¿Qué son esas gradas en las paredes de la mina?

—Bancales. Se utilizan como caminos periféricos para desplazar la maquinaria pesada por toda la mina, pero su función principal es evitar los corrimientos de tierra.

—Pues, por lo que se ve, allí no sirvieron de mucho —comentó David, señalando con el pulgar por encima del hombre el terraplén que habían sobrevolado momentos antes—. Y ahí delante tampoco.

Se aproximaban a otra zona donde los descomunales escalones que descendían a la tierra habían quedado sepultados bajo una avalancha de rocalla.

—Eso es una falla del terreno.

El Puesto de Observación Vietcong pasó sobre la zona del desprendimiento, y más allá David vio una especie de redes negras que a primera vista parecían telarañas. Cuando se acercaron, advirtió que los hilos de las supuestas telarañas eran en realidad tubos de PVC.

—Últimamente se han sustituido los rociadores por emisores. —Su guía, más que conversar, parecía recitar. David experimentó un instante de déjà vu, y enseguida comprendió por qué: el hombre repetía lo que antes había explicado Audrey Wyler—. Habían muerto unas cuantas águilas.

—¿Unas cuántas? —dijo David, usando a su vez las palabras del señor Billingsley.

—Está bien, unas cuarenta en total. No es una cifra alarmante desde el punto de vista de la especie; en Nevada las águilas no están en peligro de extinción. ¿Ves con que han reemplazado los rociadores, David? Los tubos grandes son cabezas de distribución, can taks, por así decirlo.

—Dioses grandes.

—Sí. Y esos conductos flexibles que se extienden entre ellos como una malla son los emisores, can tahs. Producen un ligero goteo de ácido sulfúrico. Libera el mineral… y corroe la tierra. Sujétate, David.

El Puesto de Observación Vietcong se escoró —también como una alfombra voladora—, y David se agarró al borde de las tablas para no perder el equilibrio. No deseaba caer en aquella horrenda excavación donde nada crecía y riachuelos de líquido contaminante corrían bajo los escurrideros de plástico.

Volvieron a hundirse en la mina y sobrevolaron el barracón metálico con la chimenea torcida, el polvorín y los vehículos estacionados al final de la pista de grava. En lo alto del terraplén, sobre el agujero negro, se extendía una amplia zona salpicada de orificios mucho menores. En cada orificio asomaba un palo de punta amarilla.

—Eso parece la colonia de ardillas de tierra más grande del mundo.

—Es una zona de barrenado, y esos agujeros son los barrenos —informó su guía—. Aquí es donde se desarrolla la explotación activa.

»Cada uno de esos agujeros tiene un metro de diámetro y diez de profundidad. Cuando todo está listo para la explosión, se baja hasta el fondo de cada agujero un cartucho de dinamita provisto de una cápsula fulminante. Esa cápsula es el detonador. A continuación vierten un par de carretillas de NAFO, que son las siglas de nitrato de amonio y fuel-oil. Los gilipollas que volaron la sede de la administración federal en Oklahoma utilizaron NAFO. Generalmente lo fabrican en forma de minúsculas bolas semejantes a perdigones. —El hombre con la gorra de los Yankees señaló el polvorín—. Ahí dentro guardan gran cantidad de NAFO. Dinamita no queda; emplearon las últimas cargas el día que empezó todo esto. Pero hay NAFO en abundancia.

—No entiendo por qué me cuenta todo esto —dijo David.

—Da igual, tu escucha. ¿Ves los barrenos?

—Sí. Parecen ojos.

—Exacto, agujeros como ojos. Están perforados en el pórfido, que es una roca cristalina —prosiguió su guía—. Cuando se detona el NAFO, la roca se fragmenta, y los fragmentos resultantes contienen el mineral. ¿Comprendes?

—Sí, creo que sí.

—El material se traslada en camiones a los escurrideros, situados bajo las cabezas de distribución y los emisores, can tahs y can taks, y ahí se inicia el proceso de corrosión. Voilà, ahí lo tienes: las más modernas técnicas de lixiviación aplicadas en la minería. Pero mira que apareció tras la última serie de detonaciones.

Señaló el agujero más grande, y David notó que una desagradable y enervante sensación de frío le recorría el cuerpo. El agujero parecía mirarlo incitadoramente.

—¿Qué es? —susurró, aunque supuso que ya conocía la respuesta.

—Serpiente de Cascabel Número Uno, conocida también como la Mina de los Chinos, el Pozo de los Chinos o el Túnel de los Chinos.

Quedó al descubierto tras la última tanda de barrenos. Me quedaría corto si dijese que el personal de la mina se sorprendió, porque en el sector minero de Nevada nadie se cree esa vieja leyenda. A principios de siglo la compañía Diablo sostuvo que la mina se había clausurado al agotarse la veta. Pero estaba aquí, David. Ha estado aquí desde entonces, y ahora…

—¿Está embrujada? —preguntó David, estremeciéndose—. Lo está, ¿verdad?

—Sí, desde luego —contestó el hombre con la gorra de los Yankees, volviendo hacia David sus ojos invisibles.

—¡No sé para qué me ha traído aquí, pero no quiero oírlo! —exclamó David—. ¡Quiero volver! ¡Quiero volver con mi padre! ¡Esto no me gusta! ¡No me gusta estar en la Tierra de los…! —De pronto una espantosa idea acudió a su mente y se interrumpió. La Tierra de los Muertos, así lo había llamado aquel hombre. Según él, David era una excepción; pero eso significaba…—. El padre Martin… Lo he visto cuando me dirigía a los jardines. ¿Ha…?

El hombre observó por un momento su radio antigua; luego volvió a mirar a David y asintió.

—Dos días después de marcharte de Wentworth, David.

—¿Estaba bebido?

—Últimamente siempre lo estaba —contestó el hombre—. Como Billingsley.

—¿Se suicidó?

—No. —El hombre con la gorra de los Yankees apoyó afectuosamente una mano en la nuca de David; era una mano tibia, no la mano de un muerto—. O al menos no fue un suicidio consciente. Él y su esposa estaban en la playa. Se habían llevado la comida. Se echó al agua antes de acabar la digestión y se alejó demasiado de la orilla.

—Quiero volver —susurró David—. Estoy cansado de tanta muerte.

—El territorio contaminado es una ofensa a Dios —dijo el hombre—. Ya sé que es un encargo molesto, pero…

—¡Pues que lo limpie Dios! —gritó David—. No es justo que me lo pida a mí después de haber matado a mi madre y mi hermana…

—Él no…

—¡Me da igual! ¡Me da igual! ¡Incluso si no ha sido Él, no ha hecho nada para impedirlo!

—Eso tampoco es verdad —aseguró el hombre.

David cerró los ojos y se tapó los oídos con las palmas de las manos. No quería oír más. Se negaba a seguir oyendo. Sin embargo la voz de aquel hombre traspasó sus manos. Era implacable. Para David era tan imposible escapar de él como para Jonás escapar de Dios. Dios era tan implacable como un perro de caza tras un rastro fresco. Y Dios era cruel.

—¿Para qué estás en la tierra? —preguntó, y su voz parecía sonar dentro de la cabeza de David.

—¡No lo oigo! ¡No lo oigo!

—Dios te puso en la tierra para amarlo…

—¡No!

—… y servirlo.

—¡No! ¡A la mierda con Dios! —prorrumpió David—. ¡Que lo ame y lo sirva otro!

—Dios no puede obligarte a hacer algo que tú no deseas…

—¡Calle! ¡No pienso escuchar, no pienso decidir! ¿Me oye? ¿Me…?

—Chist. ¡Escucha!

Contra su voluntad sólo en parte, David escuchó.