II

1

—Tenía unos días libres, ensilló y se fue de acampada —dijo Steve—. Y luego ¿qué?

—Pasé cuatro días en los montes Copper, pescando, tomando fotos… la fotografía es una de mis mayores aficiones. Hizo un tiempo magnífico. Y hace tres noches volví. Fui directamente a mi casa, que está en la parte norte del pueblo.

—¿Por qué volvió? —preguntó Steve—. No se avecinaba mal tiempo ¿no?

—No. Llevaba un transistor, y los partes meteorológicos no hacían más que pronosticar sol y calor.

—Eso mismo había oído yo en la radio —dijo Steve—. Esta tormenta es todo un misterio.

—Tenía una reunión con Allen Symes, el interventor de la compañía para informarle sobre la sustitución de los rociadores por emisores. Venía en avión desde Arizona expresamente para eso. Debíamos encontrarnos anteayer a las nueve de la mañana en la Guarida de Hernando, que es como llamamos al laboratorio y las oficinas que están en las afueras del pueblo. Por eso llevo este condenado vestido, por la reunión y porque Frank Geller me había dicho que a Symes no le gustaban las mujeres con vaqueros. Me consta que todo estaba en orden cuando regresé de la acampada, porque esa noche alrededor de las siete me telefoneó Frank para decirme que a la mañana siguiente me pusiese un vestido.

—¿Quién es Frank Geller? —preguntó Steve.

—El ingeniero jefe de la mina —contestó Billingsley—. Es el principal responsable de la reapertura de la mina. O al menos lo era. —Dirigió una mirada interrogativa a Audrey.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí. Está muerto.

—Hace tres noches —masculló Marinville—. La vida seguía su curso normal en Desesperación hasta hace tres noches, al menos por lo que usted sabe.

—Así es. Pero cuando volví a ver a Frank, estaba colgado de un gancho y le faltaba una mano.

—Lo hemos visto —recordó Cynthia, y se estremeció—. También hemos visto la mano. En el fondo de un acuario.

—Durante esa noche me desperté como mínimo dos veces. La primera creí que había oído un trueno, pero la segunda me pareció que eran disparos. Supuse que lo había soñado y volví a dormirme, pero probablemente todo empezó a esas horas. Y cuando fui a las oficinas de la compañía…

Al principio, dijo, no notó nada anormal, y menos el hecho de que Brad Josephson no estuviese en su escritorio. Brad nunca estaba allí si podía evitarlo. De modo que entró en la Guarida de Hernando y allí vio lo mismo que verían Steve y Cynthia no mucho tiempo después: cadáveres colgados de ganchos. Al parecer cuantos se hallaban en las oficinas aquella mañana. Uno de ellos, ataviado con un lazo y unas elegantes botas que habrían hecho las delicias de un cantante country, era Allen Symes. Se había tomado la molestia de viajar desde Phoenix para morir en Desesperación.

—Si es verdad lo que ha dicho —continuó Audrey, dirigiéndose a Steve—, Entragian debió de matar a otros empleados de la compañía más tarde. No conté los cadáveres (estaba demasiado asustada para concebir siquiera la idea de contarlos), pero no podía haber más de siete. Me quedé paralizada. Quizá incluso me desmayé, no estoy segura. Luego oí disparos. Esta vez no había duda. Y también gritos. Volvieron a oírse disparos, y los gritos cesaron.

Regresó a su coche, sin correr —dijo que temía que el pánico se apoderase de ella si se echaba a correr—, y se encaminó hacia el pueblo.

Tenía intención de informar a Jim Reed de lo que acababa de ver, o si él estaba ausente por algún asunto del condado, como a menudo ocurría, a alguno de sus ayudantes, Entragian o Pearson.

—No corrí hasta el coche ni vine al pueblo a toda velocidad, pero de todos modos estaba conmocionada. Recuerdo que busqué un paquete de tabaco en la guantera pese a que deje de fumar hace cinco años. Entonces vi correr a dos personas en el cruce, donde está el semáforo intermitente, ¿saben?

Asintieron.

—El nuevo coche patrulla del pueblo los perseguía. Lo conducía Entragian, aunque yo aún no lo sabía. Se oyeron tres o cuatro disparos, y las dos personas que perseguía cayeron en la acera, una enfrente de la tienda de comestibles, la otra un poco más allá. Vi sangre. Mucha sangre. Entragian no redujo la marcha. Siguió hacia el oeste, y al cabo de un momento sonaron más disparos. Estoy segura de que le oí gritar «¡Yuuuju!». Quería ayudar a la gente contra la que había disparado si aún era posible. Avance un poco más, aparqué, y salí del coche. Probablemente fue eso lo que me salvó, salir del coche, porque Entragian mataba todo lo que se movía. Había coches y camiones parados de cualquier manera en medio de la calle, atravesados aquí y allá, al menos una docena. Vi un camión volcado delante de la ferretería, el de Tommy Ortega, creo. Ese camión era casi su novia.

—Yo no he visto nada de eso —dijo Johnny—. La calle estaba despejada cuando me ha traído al pueblo.

—Sí, ese hijo de puta mantiene la casa limpia y ordenada, eso hay que reconocerlo. Seguramente le preocupa que alguien pueda pasar por el pueblo y preguntarse qué ha ocurrido. En realidad no ha hecho más que esconder la porquería debajo de la alfombra, pero durante un tiempo le basta con eso. Sobre todo con semejante tormenta.

—Una tormenta que no estaba prevista —insistió Steve pensativamente.

—Exacto, no estaba prevista.

—¿Qué pasó después? —preguntó David.

—Me acerqué a las dos personas que había herido. Una era Evelyn Shoenstack, la dueña de la peluquería; trabajaba también a tiempo parcial en la biblioteca. Estaba muerta, con los sesos esparcidos por la acera.

Mary hizo una mueca de asco. Audrey la advirtió y se volvió hacia ella.

—Esa es otra cosa que le conviene recordar: si le ve y decide dispararle, dese por muerta. —Recorrió a los demás con la mirada, como para asegurarse de que no tomaban en broma sus palabras o creían que exageraba—. Es un tirador excelente.

—Lo tendremos en cuenta —dijo Steve.

—El otro era un repartidor. Llevaba el uniforme de Tastykake. Entragian le alcanzó también en la cabeza, pero aún vivía.

Hablaba con una frialdad que Johnny reconoció al instante. La había visto en Vietnam después de media docena de refriegas, no como combatiente, claro, sino con un cuaderno en una mano, un bolígrafo en la otra, y un magnetófono Uher colgado del hombro y marcado con un distintivo blanco de corresponsal. Observando, escuchando, tomando notas y sintiéndose como un intruso. Sintiendo envidia. Los mordaces pensamientos que entonces cruzaban por su mente —el eunuco en el harén, el pianista en el burdel— le parecían ahora demenciales.

—Cuando tenía doce años, mi padre me regaló un rifle de calibre veintidós —prosiguió Audrey—. Vivíamos en Sedalia, y lo primero que hice fue salir de casa y disparar a un arrendajo. Cuando me acerque a él, aún vivía. Temblaba, tenía la vista fija al frente, y abría y cerraba el pico muy lentamente. Nunca me he arrepentido tanto de algo. Me arrodille junto al pájaro y espere a que muriese. Tenía la impresión de que era lo mínimo que podía hacer. Siguió temblando hasta el final. El repartidor de Tastykake temblaba igual que el arrendajo moribundo. Miraba calle abajo pese a que no había nadie, y pequeñas gotas de sudor le cubrían la frente. Tenía la cabeza deformada, y algo blanco en un hombro. Por un momento me ha asaltado la absurda impresión de que era un molde de poliestireno para embalaje, ¿saben?, ese relleno que se pone en las cajas cuando hay que transportar algo frágil… y luego me he dado cuenta de que eran fragmentos de hueso. Suyos, de su cráneo, ¿entienden?

—No quiero oír más —protestó Ralph de pronto.

—Lo comprendo —dijo Johnny—, pero creo que nos conviene conocer lo ocurrido. ¿Por qué no se van usted y su hijo a echar un vistazo entre bastidores? Quizá encuentren algo útil.

Ralph asintió con la cabeza, se puso en pie y apoyó una mano en el hombro de su hijo.

—No —se opuso David—. Tenemos que quedarnos.

Ralph lo miró desconcertado.

—Lo siento pero tenemos que quedarnos —repitió David.

Su padre permaneció inmóvil por un momento y luego volvió a sentarse.

Entretanto Johnny miró casualmente a Audrey y vio que observaba al chico con una expresión que podía interpretarse como temor o respeto, o quizá ambas cosas al mismo tiempo. Parecía que no hubiese visto nunca una criatura como él. Se acordó entonces de las galletas saliendo del paquete como payasos de un coche minúsculo en un espectáculo circense, y se preguntó si alguno de ellos había visto antes una criatura como David Carver. Recordó también las barras de transmisión y el comentario de Billingsley sobre el modo en que el chico había salido de la celda. Se habían concentrado en los buitres, las arañas y los coyotes, en ratas ocultas entre neumáticos y casas llenas de serpientes de cascabel; y sobre todo se habían concentrado en Entragian, que hablaba en un idioma extraño y disparaba con la puntería de Buffalo Bill. Pero ¿Y David? ¿Qué era exactamente aquel chico?

—Siga, Audrey —propuso Cynthia. Señalando a David con la barbilla, añadió—: Sólo procure que la película sea apta para todos los públicos.

Audrey la miró confusa por un momento. Al cabo de un instante comprendió y continuó con su relato.

2

—Estaba arrodillada junto al repartidor, pensando qué hacer, si quedarme con él o correr a buscar ayuda, cuando oí más gritos y disparos en la calle Cotton. Siguió un enorme estrépito: cristales rotos, madera astillada, un ruido metálico. Luego el coche patrulla volvió a acelerar.

»Tengo la impresión de no haber oído otra cosa durante dos días, los acelerones del coche patrulla. Chirriaron las ruedas, y comprendí que venía en dirección a donde yo estaba. Sólo tuve un segundo para pensar, pero probablemente habría actuado igual aunque hubiese tenido más tiempo. Corrí. Quería volver al coche y marcharme de allí, pero pensé que ya era demasiado tarde. Era demasiado tarde incluso para doblar la esquina.

»Así que entré en la tienda de comestibles. Wendy Worrell yacía muerta junto a la caja registradora. Su padre, que es el dueño del establecimiento y atiende en la carnicería, estaba sentado en el despacho de la trastienda, con un tiro en la cabeza. No llevaba camisa. Debía de estar cambiándose cuando los sorprendió Entragian.

—Hugh empieza la jornada temprano —comentó Billingsley—. Mucho antes que el resto de la familia.

—Sí, pero Entragian vuelve una y otra vez a comprobar —dijo Audrey. Se la veía animada, locuaz, histérica—. Por eso es doblemente peligroso: vuelve una y otra vez a comprobar. Está loco y no tiene compasión, pero es metódico.

—Sin embargo está muy enfermo —adujo Johnny—. Cuando me ha traído al pueblo, estaba a punto de desangrarse, y de eso hace ya seis horas. Si su enfermedad, sea cual sea, no ha remitido…

—No se deje engañar —repuso Audrey casi en un susurro.

Johnny comprendió qué sugería, supo por lo que había visto con sus propios ojos que era imposible, pero supo asimismo que intentar rebatírselo era malgastar las palabras.

—Siga —animó Steve—. Y después ¿qué?

—Intenté usar el teléfono de la tienda del señor Worrell. No había línea. Me quedé en la trastienda una media hora. El coche patrulla pasó dos veces durante ese rato, una por la calle principal, y otra por detrás, probablemente por la calle Mesquite, o de nuevo por Cotton. Se oyeron más disparos. Subí al piso de arriba, donde viven los Worrell, pensando que quizá allí el teléfono funcionaria. Tampoco había línea. Y encontré muertos a la señora Worrell y a su hijo, Mert, creo que se llamaba. Ella estaba en la cocina con la cabeza en la fregadera y la garganta cortada. El chico estaba aún en la cama. Había sangre por todas partes. Permanecí inmóvil en la puerta de su habitación, contemplando los pósters de rockeros y jugadores de baloncesto, y fuera oí otra vez el coche patrulla, acelerando.

»Baje a la trastienda, pero una vez allí no me atreví a abrir la puerta trasera. Me lo imaginaba agazapado bajo el porche, aguardándome. En serio, acababa de oírlo pasar, pero lo imaginaba aguardándome fuera.

»Decidí que lo mejor era esperar a que anocheciese. Entonces podría llegar hasta el coche y marcharme. Quizá. No podía estar segura, porque su conducta era imprevisible. No siempre estaba en la calle principal y no siempre se lo oía. Pero cuando empezaba a pensar que quizá se había ido, quizá había huido a las montañas, aparecía de nuevo como un condenado conejo salido de la chistera de un mago.

»Sin embargo no podía quedarme en la tienda. El zumbido de las moscas me enloquecía, y hacía calor. Por lo general, el calor no me molesta (viviendo en la zona central de Nevada una ha de resignarse a las temperaturas altas), pero no dejaba de pensar que los olía. De manera que esperé hasta que oí sus disparos en algún lugar cercano al taller mecánico, que está en la calle Dumont, en el límite este del pueblo, y aproveché para salir. Abandonar mi refugio y salir de nuevo a la acera me exigió uno de los mayores esfuerzos de mi vida, como si fuese un soldado entrando en tierra de nadie. Al principio no conseguí dar un paso; me quede paralizada. Me recordé que debía andar; no podía correr porque el pánico se apoderaría de mí, pero debía andar. Sólo que era incapaz. De pronto oí que regresaba. Fue extraño, como si hubiese percibido mi presencia. O al menos la presencia de alguien que se movía a sus espaldas. Como si jugase a un nuevo juego de niños en el que los perdedores no eran hechos prisioneros sino asesinados.

»El motor… suena tan fuerte cuando acelera. Tan potente. Tan estruendoso. Incluso cuando no lo oigo, imagino que lo oigo. Suena como una pantera cuando se la f… como una pantera en celo. Ese fue el sonido que oí aproximarse, y sin embargo no pude moverme. Sólo pude quedarme allí parada y escucharlo cada vez más cerca. Pensé en el repartidor de Tastykake, en cómo temblaba, igual que el arrendajo que maté de pequeña, y esa imagen me permitió ponerme en movimiento.

»Entré en la lavandería y me tiré al suelo justo en el momento en que pasaba por delante. Oí más gritos en la zona norte del pueblo, pero no sé de quién eran, porque no conseguí levantar la vista. No pude ponerme de pie. Debí de quedarme tendida en el suelo casi veinte minutos, tal era mi estado de nervios. Puedo decir que el miedo me había desbordado, pero me es imposible describir con palabras el efecto que eso tiene en la cabeza de una. Estaba allí en el suelo, mirando las bolas de polvo y las colillas aplastadas y pensando que incluso desde esa perspectiva se adivinaba que aquello era una lavandería, por el olor y porque todas las colillas tenían manchas de carmín. Estaba allí tirada y no habría podido moverme aunque lo hubiese oído acercarse por la acera. Habría seguido en aquella posición hasta que el me hubiese apoyado el cañón del revólver en la sien y…

—No —dijo Mary con una mueca—. No hable de eso.

—¡Pero no puedo dejar de pensar en eso! —gritó, y algo de aquella frase penetró en los oídos de Johnny Marinville como ningún otro detalle de su relato. Con un visible esfuerzo por controlarse, continuó—: Lo que por fin me arrancó de aquel estado fue el sonido de unas voces en la calle. De rodillas, me acerqué a la puerta. Vi cuatro personas en la acera de enfrente, ante el Owl’s Club. Dos eran mejicanas. Escolla, el chico que trabaja en la compresora de la mina, y su novia. No sé cómo se llama ella, pero tiene un mechón de pelo rubio, casi con toda seguridad natural, y es preciosa. Era preciosa. Había otra mujer, muy gruesa; no la conocía. Señor Billingsley, al hombre que la acompañaba lo he visto alguna vez en el billar del Bud’s Sud. Flip no sé cómo.

—¿Flip Moran? ¿Vio a Flipper?

Audrey asintió.

—Iban mirando los coches aparcados junto a la acera, buscando alguno con las llaves puestas. Pensé en el mío, y en que podíamos escapar todos juntos. Empecé a levantarme. En ese momento ellos cruzaban el callejón que separa el Broken Drum y el local donde estaba antes el restaurante italiano, y de pronto Entragian salió a toda velocidad del callejón en el coche patrulla, como si hubiese estado esperándolos. Probablemente estaba esperándolos. Los atropelló a los cuatro, pero creo que sólo su amigo Flipper resultó muerto en el acto.

»Los otros se tambalearon como bolos cuando los roza una bola. Ayudándose mutuamente consiguieron mantener el equilibrio, y enseguida echaron a correr. El muchacho, Escolla, rodeaba a su novia con el brazo. Ella lloraba y se sujetaba un brazo contra el pecho. Lo tenía roto. Era evidente; daba la impresión de que tuviese una articulación de más por encima del codo. La otra mujer llevaba la cara manchada de sangre. Cuando oyó que Entragian los seguía (aquel sonoro y potente motor), se dio media vuelta y levantó los brazos como un guardia urbano. Entragian conducía con una mano y asomaba la cabeza por la ventanilla como un maquinista de tren. Le disparó dos veces antes de arrollarla. Fue entonces cuando vi claramente que era él, cuando supe con quién me enfrentaba. —Audrey los miró uno por uno como si intentase medir el efecto de sus palabras—. Reía. Reía como un niño en su primera visita a Disneylandia. Estaba contento, ¿saben? Contento.

3

Audrey permaneció de rodillas a la entrada de la lavandería, viendo cómo Entragian daba caza con el coche patrulla a Escolla y su novia en el tramo norte de la calle principal. Los alcanzó y los arrolló como había hecho con la mujer de mayor edad; fue fácil atropellar a los dos simultáneamente, explicó Audrey, porque el chico, tratando de ayudar a la chica, no se despegaba de ella. Cuando estaban tendidos en el suelo, Entragian frenó, retrocedió lentamente y pasó sobre ellos (todavía no soplaba el viento, dijo Audrey, y oyó claramente los chasquidos de los huesos al romperse). Luego se apeó, se acercó a ellos, se arrodilló entre ambos, le metió una bala en la nuca a la chica, levantó el sombrero de Escolla, que pese a todo seguía en su cabeza, y le metió también una bala en la nuca.

—Después volvió a ponerle el sombrero —dijo Audrey—. Si salgo de esta, ese es un detalle que no olvidaré aunque viva cien años: cómo quitó el sombrero al muchacho para dispararle y volvió luego a ponérselo. Como si comprendiese lo horrible que era para ellos morir de aquel modo, y desease tratarlos con consideración en la medida de lo posible.

Entragian se irguió y se dio la vuelta (cargando entretanto el arma); parecía mirar en todas direcciones a la vez. Audrey dijo que tenía en los labios una amplia y estúpida sonrisa. Johnny entendió de inmediato a qué se refería. Había visto antes esa sonrisa. Tuvo la absurda impresión de que ya había visto antes todo aquello, en un sueño o en otra vida.

Vuelve a ser simplemente otro soldado con nostalgia de su época en Vietnam, pensó. Por la descripción de Audrey, el policía le recordó a ciertos combatientes drogados que había conocido, y ciertas historias contadas en susurros ya entrada la noche por soldados que habían visto cometer terribles atrocidades a compañeros suyos con esa misma expresión de inmaculada alegría en el rostro. Es otra vez Vietnam, sólo eso, que vuelve a ti como una ácida retrospectiva. Para completar el círculo ya sólo necesitas oír en un transistor People Are Strange o Pictures of Matchstick Men.

Pero ¿realmente era sólo eso? Una parte más profunda de él parecía dudarlo. Esa parte estaba convencida de que allí ocurría algo más, algo que guardaba poca o ninguna relación con los insignificantes recuerdos de un novelista que se había alimentado de la guerra como un buitre de carroña, y por consiguiente había producido el pésimo libro que probablemente tal comportamiento garantizaba.

Muy bien, pues. Si no es eso, ¿qué es?

—¿Qué hizo después? —preguntó Steve a Audrey.

—Retrocedí a rastras hasta la oficina de la lavandería. Y una vez allí me metí bajo el escritorio hecha un ovillo y me quedé dormida. Estaba exhausta. Ver todo aquello… aquella matanza… me había agotado.

»Fue un sueño ligero. Oía cosas continuamente. Disparos, explosiones, cristales rotos, gritos. Ignoro en qué medida eran reales, y en qué medida alucinaciones. Cuando desperté, ya atardecía. Me dolía todo el cuerpo. Al principio pensé que había sido una pesadilla; creí incluso que seguía de acampada. Pero abrí los ojos y vi dónde estaba, enroscada bajo un escritorio, y noté el olor a jabón y lejía, y me di cuenta de que me moría de ganas de orinar. Además, tenía las dos piernas dormidas.

»Empecé a salir de debajo del escritorio, diciéndome que no debía asustarme si me costaba un poco moverme, y entonces oí que alguien entraba en el establecimiento y volví a esconderme. Era él. Lo adiviné por el andar. Eran las pisadas de un hombre con botas.

»Dijo: “¿Hay alguien?”, y avanzó por el pasillo que separa las lavadoras de las secadoras, como si me siguiese el rastro. Y en cierto modo así era. Se guiaba por el olor de mi perfume. Rara vez uso, pero esa mañana, al ponerme el vestido, había pensado que quizá un poco de perfume crearía un ambiente más distendido en la reunión con el señor Symes. —Se encogió de hombros, quizá un poco turbada—. Como dicen, una mujer debe usar sus armas, ya saben.

Cynthia la miró con cara de incomprensión, pero Mary asintió.

—«Huele a Opium», dijo Entragian. «¿Lo es, señorita? ¿Es ese el perfume que lleva?». Yo no contesté; seguí acurrucada bajo el escritorio con la cabeza entre los brazos. Y él continuó: «¿por qué no sale? Si sale, le prometo una muerte rápida. Si me obliga a buscarla, será más lento». Y yo estaba tan aterrorizada que deseé salir. Creía que estaba seguro de que seguía escondida allí dentro, y que iba a guiarse por el perfume como un sabueso; y deseé salir y entregarme a él para que me matase deprisa. Deseé entregarme a él como los miembros de la secta de Jonestown debieron de aceptar su destino y aguardar en fila para tomarse uno a uno el ponche con cianuro. Sólo que no pude salir. Me quedé paralizada de nuevo, pensando que iba a morir con la vejiga llena. Reparé entonces en la silla de la oficina (la había apartado para poder meterme en el hueco del escritorio) y pensé: Cuando vea dónde esta la silla, sabrá dónde estoy yo. En ese momento, mientras pensaba aquello, Entragian entró en la oficina. «¿Hay alguien?», preguntó. «Salga. No le haré daño. Sólo quiero preguntarle qué ha visto. Tenemos un serio problema».

Audrey empezó a temblar, seguramente como había temblado, supuso Johnny, mientras permanecía oculta bajo el escritorio, esperando a que Entragian se acercase, la encontrase y le quitase la vida. Pero también sonreía, con una de esas sonrisas que no es fácil mirar.

—Para que vean lo loco que está. —Cruzó sus manos trémulas sobre la falda—. Tan pronto dice que si sales te recompensará con una muerte rápida, como te asegura que sólo desea hacerte unas preguntas. Completamente loco. Pero yo creí las dos cosas a la vez. Así que ¿Quién está más loco? ¿Eh? ¿Quién está más loco?

»Entró en la oficina y avanzó un par de pasos. Creo que fueron un par. Suficientes para que su sombra se proyectase sobre el escritorio y asomase en el suelo junto a mí. Pensé que si la sombra tenía ojos, sin duda me vería. Se quedó allí un buen rato. Oía su respiración. Por fin dijo “¡A la mierda!”, y se marchó. Al cabo de un momento oí la puerta abrirse y cerrarse. Al principio creí que era una trampa. En mi mente lo vi como los veo a ustedes ahora: abría la puerta y volvía a cerrarla, pero se quedaba dentro, junto a la máquina expendedora de jabón, y esperaba con el revólver desenfundado a que yo apareciese. ¿Y saben qué? Seguí pensando que era una trampa incluso cuando oí que volvía a recorrer las calles en el coche patrulla buscando otras víctimas. Creo que seguiría allí de no ser porque sabía que si no iba al baño de inmediato, me mojaría las bragas, y no me atraía la idea. Si había olido mi perfume, olería más fácilmente mi orina. Así que salí a rastras y fui al baño. Cojeaba como una anciana porque tenía las piernas dormidas, pero llegué de todos modos.

Y aunque continuó hablando otros diez minutos, Johnny pensó que su historia terminaba en ese punto, con su renqueante visita al cuarto de baño para orinar. Tenía el coche cerca y las llaves en un bolsillo, pero para lo que iba a servirle podría haber estado en la luna. Varias veces salió de la oficina y se acercó a la puerta del establecimiento (Johnny no dudó por un instante que debió de exigirle gran acopio de valor recorrer incluso esa corta distancia), pero no se atrevió a ir más allá. No sólo tenía miedo; estaba aterrorizada. Cuando los disparos, los gritos y el rugido del motor cesaban durante un rato, se planteaba escapar, dijo, pero entonces se imaginaba a Entragian alcanzándola, obligándola a salir de la carretera, sacándola a rastras del coche y pegándole un tiro en la cabeza. Por otra parte, explicó, estaba convencida de que llegaría ayuda. Tenía que llegar. El pueblo estaba apartado de la interestatal 50, pero no en el fin del mundo, y con la mina a punto de reabrirse, siempre iba y venía gente.

Y de hecho llegó gente al pueblo, dijo. Había visto un camión de correos hacia las cinco de la tarde y una camioneta de la compañía eléctrica del condado de Wickoff alrededor de las doce del mediodía de la mañana siguiente. Los dos vehículos pasaron por la calle principal. Salía música de la camioneta. En ese momento no se oía el coche patrulla de Entragian, pero cinco minutos más tarde la camioneta pasó por delante de la lavandería, hubo más disparos y un hombre gritó «¡Oh, no! ¡Oh, no!» con una voz tan aguda que parecía la de una chica.

Después de eso otra noche interminable, sin querer quedarse ni atreverse a huir, comiendo chucherías que sacaba de la máquina expendedora situada al extremo de la hilera de secadoras, bebiendo agua del grifo en el cuarto de baño. Luego empezó un nuevo día, y Entragian seguía merodeando como un buitre.

No se había dado cuenta, dijo, de que el policía se dedicaba a traer gente al pueblo y encerrarla en el calabozo. Por entonces sólo podía pensar en posibles planes de huida, sin hallar ninguno por completo satisfactorio. Y en cierto modo la lavandería se había convertido en su hogar, en el único sitio donde se sentía a salvo. Entragian había entrado allí una vez, se había marchado y no había vuelto. Quizá nunca volvería.

—Seguía aferrada a la idea de que no podía haber matado a todo el mundo, de que había otros en mi misma situación, otros que se habían dado cuenta a tiempo y permanecían ocultos. Alguien escaparía. Avisaría a la policía estatal. Una y otra vez me decía que lo más prudente, al menos de momento, era esperar. Entonces ha empezado la tormenta y he decidido probar suerte aprovechando la escasa visibilidad. Me proponía ir a las oficinas de la compañía. Hay un todoterreno en el garaje de la Guarida…

Steve asintió.

—Lo hemos visto. Tenía enganchado un remolque con muestras de rocas.

—Mi idea era desenganchar el remolque y dirigirme por el desierto hacia la interestatal 50, al noroeste. Podía coger una brújula del armario de material y orientarme pese a la tormenta. Era consciente de que podía caer en una grieta o algo así, pero después de lo que había visto eso no me parecía un riesgo excesivo. Y tenía que escapar. Dos noches en una lavandería… no se lo recomiendo a nadie. Me disponía a marcharme cuando han aparecido ustedes.

—He estado a punto de romperle la cabeza —dijo Steve—. Lo siento.

Audrey esbozó una débil sonrisa y miró alrededor una vez más.

—El resto ya lo conocen —dijo.

No estoy de acuerdo, pensó Johnny. El palpitante dolor de la nariz aumentaba de nuevo. Deseaba tomar una copa, pero como en su caso habría sido una locura sacó el tubo de aspirinas y tomó dos con un sorbo de agua. No creo que sepamos nada. De momento.

4

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Mary Jackson—. ¿Cómo saldremos de aquí? ¿Lo intentamos, o esperamos a que nos rescaten?

Durante un largo rato nadie contestó. Por fin Steve cambió de posición en el sillón que compartía con Cynthia y dijo:

—No podemos esperar. Al menos, no demasiado tiempo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Johnny con una voz curiosamente amable, como si ya conociese la respuesta.

—Porque alguien debería haber escapado ya, alguien debería haber encontrado un teléfono fuera del pueblo y desenchufado esa máquina de asesinar. Sin embargo nadie lo ha conseguido, ni siquiera antes de empezar la tormenta. Una poderosa fuerza esta actuando en este pueblo, y si creemos que va a llegar ayuda de fuera, acabaremos muertos. Sólo podemos contar con nuestros propios recursos, y tenemos que marcharnos cuanto antes. Esa es mi opinión.

—Yo no pienso marcharme sin averiguar antes qué le ha pasado a mi madre —declaró David.

—No puedes aferrarte a esa idea, David —dijo Johnny.

—Sí puedo.

—No —intervino Billingsley, y algo en su voz hizo levantar la cabeza a David—. No, habiendo otras vidas en juego. No, teniendo en cuenta que eres… especial. Te necesitamos, hijo.

—Eso no es justo —susurró David.

—No, no lo es —convino Billingsley con una expresión severa en su arrugado rostro.

—De poco le servirá a tu madre que mueras intentando encontrarla, chico. Por otra parte, si salimos del pueblo, podemos volver con ayuda.

—Tiene razón —dijo Ralph, pero con una voz débil y sepulcral.

—No, no la tiene —replicó David—. Eso son gilipolleces.

—¡David! —lo reprendió su padre.

El chico los observó con expresión de ira y miedo.

—A ninguno de ustedes les preocupa mi madre, a ninguno. Y a ti tampoco, papá.

—Eso no es verdad —contestó Ralph—. Y es muy cruel por tu parte decir una cosa así.

—Sí, pero de todos modos creo que es verdad. Sé que la quieres, pero creo que la dejarías porque piensas que ha muerto. —David miró fijamente a su padre, y este bajó la vista con lágrimas en los ojos hinchados. Luego se volvió hacia el veterinario—. Y le diré una cosa, señor Billingsley: el hecho de que rece no me convierte en una especie de mago de cómic. Rezar no es magia. La única magia que conozco es un par de trucos de cartas que rara vez acabó bien.

—David… —empezó a decir Steve.

—Si nos vamos, cuando regresemos será ya demasiado tarde para salvarla. Lo sé. Estoy seguro. —Sus palabras resonaron en la sala como la declamación de un actor y se extinguieron. Fuera el viento indiferente seguía soplando.

—David, probablemente es ya demasiado tarde —adujo Johnny. Habló con voz firme pero fue incapaz de mirar al chico a los ojos.

Ralph exhaló un ronco suspiro. Su hijo se acercó a él, se sentó a su lado y le cogió la mano. Ralph, visiblemente cansado y confuso, parecía más viejo.

Steve se volvió hacia Audrey.

—Ha dicho que conocía otro camino para volver a la interestatal.

—Sí. El enorme terraplén de tierra que han visto al llegar al pueblo es la cara norte de la mina que queremos reabrir. Hay una carretera que sube por el terraplén, llega a la cima y baja por el otro lado de la mina. Y de allí sale otra que lleva a la interestatal 50. Bordea el arroyo de Desesperación, que ahora esta seco. ¿La conoce, señor Billingsley?

El anciano asintió.

—Esa carretera parte del estacionamiento de la compañía minera. Allí hay varios todoterrenos más. En los mayores sólo caben cuatro personas, pero podríamos enganchar un remolque vacío para llevar a los demás.

Steve, con muchos años de experiencia en tareas de carga y descarga, decisiones rápidas y fugas precipitadas (provocadas a menudo por la explosiva mezcla de hoteles de cinco estrellas y rockeros gilipollas), había escuchado con atención sus palabras.

—Muy bien —dijo—, propongo lo siguiente: esperamos hasta que amanezca, descansamos un poco o incluso dormimos, y quizá mañana la tormenta…

—Creo que ya no es tan intensa —observó Mary—. Tal vez sólo sean ilusiones mías, pero parece que amaina.

—Incluso si para entonces el tiempo no ha mejorado, podemos llegar al estacionamiento, ¿no, Audrey?

—Sí, seguro.

—¿A qué distancia está? —preguntó Steve.

—A tres kilómetros de las oficinas de la compañía, y de aquí probablemente a un kilómetro y medio.

Steve movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Y a plena luz del día veremos a Entragian si se acerca. De noche, y con esta tormenta, podría sorprendernos.

—De noche tampoco veríamos a los… animales —añadió Cynthia.

—Debemos salir deprisa y armados —continuó Steve—. Si la tormenta amaina, podemos ir a la mina en mi camión, tres en la cabina y el resto detrás, en la caja. Si el tiempo sigue igual que ahora, y en realidad eso espero, lo mejor será ir a pie. De ese modo atraeremos menos la atención. Tal vez ni llegue a saber que nos hemos marchado.

—Imagino que Escolla y los otros tenían un plan parecido cuando Collie les dio caza —dijo Billingsley.

—Ellos se dirigían al norte por la calle principal —argumentó Johnny—, tal como Entragian debía de prever. Nosotros nos dirigiremos al sur, hacia la mina, al menos en principio, y abandonaremos el pueblo por una carretera de servicios.

—Exacto —secundó Steve—, y habremos escapado. —Se acercó a David (se había apartado de su padre y estaba sentado al borde del escenario, contemplando las raídas butacas vacías) y se agachó junto a él—. Pero volveremos. ¿Me oyes, David? Volveremos a buscar a tu madre y a cualquier otra persona que siga con vida. Eso es una promesa en firme, entre tú y yo.

David mantuvo la vista fija en las butacas.

—No sé qué hacer —admitió—. Sé que debo pedir a Dios que me ayude a pensar, pero ahora estoy tan furioso con él que no sería capaz. Cada vez que intento serenarme, esa rabia me lo impide. ¡Él ha consentido que el policía se lleve a mi madre! ¿Por qué? Dios, ¿por qué?

¿Eres consciente de que hace un rato has hecho un milagro?, pensó Steve. No lo dijo; eso sólo habría aumentado la confusión y la tristeza de David. Al cabo de un momento Steve se irguió y se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos y el semblante preocupado, mirando al muchacho.

5

El puma avanzó lentamente por el callejón con la cabeza gacha y las orejas contra el cráneo. Sorteó los cubos de basura y el montón de chatarra con mucha mayor facilidad que los humanos; el felino veía mejor que ellos en la oscuridad. No obstante se detuvo al final del callejón y emitió un gutural gruñido. Aquello no le gustaba. Uno de ellos era fuerte, muy fuerte. Percibía esa fuerza incluso a través de la pared de ladrillo del edificio, palpitando como un resplandor. Sin embargo la desobediencia no era posible. El intruso, el ser que procedía de las entrañas de la tierra, se hallaba en la cabeza del puma y su voluntad se hundía en la mente del animal como un anzuelo. Hablaba la lengua de los seres sin forma, de tiempos ancestrales, cuando todos los animales excepto los hombres y el intruso eran una sola cosa.

Pero al puma no le gustaba la fuerza que percibía en el interior del edificio.

Volvió a gruñir, un sonido ronco y fluctuante que salía más por su nariz que por su boca cerrada. Asomó la cabeza por la esquina, y entornó los ojos cuando una ráfaga de viento le erizó el pelaje y le saturó el olfato de olores diversos: castillejas y bromelias, alcohol antiguo y ladrillos más antiguos aún. Incluso desde allí percibía el olor penetrante de la mina que se encontraba al sur del pueblo, un olor que flotaba en el aire desde que la última tanda de barrenos había vuelto a abrir el lugar maligno, un lugar que los animales conocían y los hombres habían intentado olvidar.

El viento dejó de soplar, y el puma avanzó con sigilo por el pasadizo que discurría entre la valla y la parte posterior del cine. Se detuvo ante las cajas de embalaje y las olfateó, dedicando mayor tiempo a la que había sido derribada. Captó allí muchos olores mezclados. La última persona que se había encaramado a aquella caja la había empujado después de subir. El puma percibió el olor de sus manos, más intenso que el de las manos de los otros, un olor desnudo en cierto modo, a sudor y restos de aceite. Pertenecía a un macho adulto.

Percibió también el olor de las armas. En otras circunstancias ese olor habría bastado para ahuyentarlo, pero ahora no importaba. Iría a donde el intruso lo enviase; no le quedaba otra opción. El puma olfateó la pared y luego observó la ventana. No estaba cerrada por dentro; notó que el viento la movía ligeramente. Podía entrar por allí. Sería sencillo. La ventana cedería al empujarla, como ocurría a veces con ciertas cosas humanas.

No, dijo la voz del ser sin forma. No puedes.

Una imagen parpadeó por un instante en su mente: objetos relucientes. Bebederos humanos, a veces hechos añicos contra las rocas cuando los hombres acababan de usarlos. El puma comprendió (del mismo modo que un lego en matemáticas comprendería vagamente un complejo problema de geometría si se le explicaba con detenimiento) que tiraría al suelo varios bebederos humanos si intentaba saltar por aquella ventana. No entendía la razón, pero en su cabeza la voz así lo aseguraba, y los otros oirían el ruido.

El puma, como un oscuro remolino, dejó atrás la ventana abierta, se detuvo a olisquear la salida de emergencia, que estaba tapiada, y siguió hasta una segunda ventana. Se hallaba a la misma altura que la anterior y era de idéntico cristal blanco, pero estaba cerrada por dentro.

Sin embargo entrarás por esta, susurró la voz en la cabeza del puma. Cuando yo te avise, saltarás.

Sí. Quizá se cortase con los cristales, como en una ocasión se había cortado en las patas al pisar unos fragmentos de bebederos humanos en las montañas; pero cuando la voz anunciase que había llegado el momento, saltaría. Una vez dentro seguiría obedeciendo las instrucciones de la voz. No era lo normal, pero así era.

El puma se agazapó bajo la ventana cerrada del servicio de caballeros, enroscó la cola y aguardó a oír la voz del ser de la mina. La voz del intruso. La voz de Tak. Cuando hablase, él actuaría. Entretanto permanecería allí inmóvil y escucharía la voz del viento, y el penetrante olor que arrastraba consigo, como una mala noticia de otro mundo.