—¡Santo cielo! —exclamó Steve—. Esto es increíble.
—¿Increíble? Jodidamente raro, diría yo —replicó Cynthia, y echó un vistazo alrededor para ver si había ofendido al anciano, pero Billingsley no estaba presente en ese momento.
—Jovencita —dijo Johnny—, raro es el bacalao, el único invento cuyo mérito puede atribuirse tu generación. Esto no es raro; de hecho es precioso.
—Raro —repitió Cynthia, pero sonreía.
Johnny supuso que el Oeste Americano había sido construido en la posguerra, cuando los cines no eran ya los superpalacios de los años veinte y treinta pero mucho antes de que las galerías comerciales y las multisalas los convirtiesen en cajas de zapatos con equipos Dolby. Billingsley había encendido los focos situados sobre la pantalla y las luces de lo que antiguamente se habría llamado el foso de la orquesta.
La sala era amplia pero acogedora. En las paredes había candelabros eléctricos vagamente art déco, pero ahí acababan los detalles ornamentales. La mayoría de las butacas seguían en su sitio, pero el tapizado rojo estaba descolorido y deshilachado y despedía un intenso olor a moho. La pantalla era un enorme rectángulo blanco donde en otro tiempo Rock Hudson debió de abrazar a Doris Day, y Charlton Heston competir en una carrera de cuadrigas con Stephen Boyd. Medía unos doce metros de largo por seis de alto; desde donde Johnny se hallaba parecía la pantalla de un autocine.
Frente a la pantalla había un escenario, una especie de vestigio arquitectónico de otra época, imaginó Johnny, pues seguramente los espectáculos de variedades ya habían pasado a la historia cuando se construyó aquella sala. ¿Lo habrían usado alguna vez? Probablemente. Para discursos electorales, ceremonias de graduación del instituto o quizá incluso para la final del concurso de ortografía del condado. Pero al margen de cuál hubiese sido su utilidad en el pasado, los asistentes a esos pintorescos actos rurales difícilmente habrían adivinado cual sería la función última de aquel escenario.
Johnny echó una ojeada alrededor, ya un poco preocupado por Billingsley, y vio que el anciano se acercaba por el estrecho y corto pasillo que comunicaba los servicios con los bastidores, donde se encontraba reunido el resto del grupo. El viejo debe de tener guardada una botella, y ha ido a echar un trago, eso es todo, pensó Johnny, pero no olió a alcohol cuando Billingsley pasó por su lado, y ese era un olor que nunca se le escapaba desde que había dejado la bebida.
Siguieron a Billingsley hacia el escenario —el grupo que Johnny denominaba para si (y no sin cierto afecto). Asociación de Supervivientes de Collie Entragian—, acompañados del eco de sus pisadas y de sus alargadas sombras. Con la tenue luz que caía sobre ellos lateralmente, sus cuerpos proyectaban sombras alargadas e imprecisas. Billingsley había encendido los focos de la pantalla y el foso mediante los interruptores de una caja que formaba parte del armario de contadores situado junto a la entrada izquierda del escenario. Por encima de las raídas butacas la luz se difuminaba rápidamente y hacia las invisibles alturas ascendían sólo sombras. Más arriba, y también en los cuatro costados del edificio, soplaba el viento del desierto. El sonido que producía helaba la sangre a Johnny; sin embargo no podía negar que a la vez poseía un extraño encanto, aunque ignoraba en qué residía ese encanto.
Vamos, no mientas, se dijo. Si lo sabes. Y Billingsley y sus amigos lo sabían también; por eso venían aquí. Dios te ha dotado de los oídos necesarios para percibir ese sonido, y una sala como esta actúa como un eficaz amplificador. Uno lo oye incluso mejor sentado en el escenario en compañía de sus viejos compinches, rodeado de sombras legendarias y brindando por el pasado. Ese sonido proclama que rendirse no es malo, que rendirse es de hecho la única opción razonable.
Ese sonido habla de la atracción del vacío y los placeres de la nada.
En medio del polvoriento escenario había una sala de estar: sillones, sofás, lámparas de pie, una mesita de centro, e incluso un televisor. Todo el mobiliario se hallaba sobre un extenso pedazo de moqueta. Parecía una exposición de la sección de muebles de unos grandes almacenes. Johnny pensó que si Eugene Ionesco hubiese escrito el guión de un episodio de Dimensión desconocida, probablemente habría creado un escenario como aquel. Un bar de roble ahumado dominaba la decoración. Johnny lo acarició con la mano mientras Billingsley encendía las lámparas una tras otra. Johnny advirtió que los cables eléctricos pasaban a través de pequeños orificios abiertos en la parte inferior de la pantalla, y que los contornos de estos orificios habían sido asegurados con cinta adhesiva para evitar que se extendiesen.
Billingsley señaló el bar con el mentón.
—Eso lo conseguimos en una subasta. Procedía de un rancho cercano. Buzz Hansen y yo nos pusimos de acuerdo y lo sacamos por diecisiete pavos. ¿No es increíble?
—Pues sí, francamente —dijo Johnny, intentando imaginar cuanto cobrarían por una pieza como aquella en alguna de las elegantes tiendas de antigüedades del SoHo. Abrió las puertas y vio que estaba bien abastecido, y además con bebida de calidad. Nada selecto pero de calidad. Se apresuró a cerrar nuevamente las puertas. Aquellas botellas lo tentaban como no lo había tentado la botella de Jim Beam del casino.
Ralph Carver se sentó en un sillón de orejas y contempló las butacas vacías de la platea con la expresión de confusa esperanza de quién piensa que acaso todo es un sueño. David se acercó al televisor.
—Consiguen sintonizar algún canal con esto… ¡Ah, ya veo!
Había descubierto un video debajo del televisor. Se agachó para echar un vistazo a las cintas apiladas sobre él.
—Hijo… —empezó a decir Billingsley, pero desistió.
David ojeó rápidamente las carátulas —Ninfomanía en las aulas, Las debutantes cachondas, Azafatas calientes (tercera parte)— y volvió a dejarlas sobre el video.
—¿Ven esto? dijo David.
Billingsley se encogió de hombros en un gesto de turbación y a la vez de hastío.
—Somos demasiado viejos para la práctica activa, hijo. Quizá algún día lo entiendas.
—Eh, es asunto suyo —repuso David, irguiéndose—. Yo sólo preguntaba.
—Steve, mira esto —dijo Cynthia. Retrocedió, levantó las manos sobre la cabeza, cruzó las muñecas e imitó un aleteo. Una enorme forma oscura flotó en la pantalla, grisácea a causa del polvo acumulado durante varias décadas—. Un cuervo. No está mal, ¿eh?
Steve sonrió, se acercó a ella y juntó las manos ante él con un único dedo extendido.
—¡Un elefante! —exclamó Cynthia—. ¡Genial!
David se echó a reír. Era una risa alegre y desenfadada. Su padre volvió la cabeza al oírla y sonrió.
—No está mal para ser de Lubbock —se burló Cynthia.
—Ándate con cuidado, o empezaré a llamarte «nena» otra vez.
Cynthia, con los ojos cerrados, sacó la lengua y se tiró de las orejas.
A Johnny le recordó tan vividamente a Terry que no pudo evitar soltar una carcajada. El sonido de su propia risa lo sobresaltó, casi lo asustó. Supuso que en algún momento entre su encuentro con Entragian y el anochecer había decidido no reír nunca más, al menos de las cosas divertidas.
Mary Jackson, que había estado curioseando entre los muebles del escenario, contempló el elefante de Steve y anunció:
—Yo sé hacer el perfil de Nueva York.
—¡Y una mierda! —dijo Cynthia, incrédula y a la vez intrigada.
—¡A verlo! —pidió David, mirando la pantalla con la misma expectación que un niño espera el comienzo de la última película de Ace Ventura.
—De acuerdo —accedió Mary, y alzó las manos con los dedos hacia arriba—. Veamos… un segundo… Lo aprendí de pequeña en unas colonias de verano, y de eso hace ya mucho tiempo.
—¿Qué carajo están haciendo?
La estridente voz sobresaltó a Johnny, y por lo visto no sólo a él.
Mary dejó escapar un grito. El perfil urbano que había empezado a dibujarse en la vieja pantalla se desenfocó y desapareció.
Audrey Wyler, con la cara pálida y mirada febril, se hallaba a mitad de camino entre bastidores y la sala de estar. Su sombra se proyectaba en la pantalla detrás de ella, formando también una imagen sin saberlo su creadora: la capa de Batman.
—Están tan locos como Entragian. Está ahí fuera buscándonos en este mismo momento. ¿No recuerda el coche que hemos oído, Steve? Era él, que ha vuelto. Y sin embargo ahí están, con las luces encendidas y perdiendo el tiempo con jueguecitos.
—Las luces no se verían desde fuera aunque estuviesen todas encendidas —repuso Billingsley, dirigiendo a Audrey una mirada pensativa y a la vez intensa, como si, pensó Johnny, creyese haberla visto antes en alguna parte. Posiblemente en Las debutantes cachondas—. Recuerde que esto es un cine, y está aislado de la luz y el ruido. Por eso nos gustaba a mi y mi panda.
—Pero vendrá a echar un vistazo. Y si está atento, nos oirá. En Desesperación no hay muchos sitios donde esconderse.
—Que venga —dijo Ralph Carver con voz grave, levantando el rifle Ruger 44—. Ha matado a mi hija y se ha llevado a mi mujer. Sé que clase de individuo es tan bien como usted, señora. Así que ojalá venga. Tengo un mensaje urgente para él.
Audrey lo miró indecisa por un momento. Ralph le dirigió una mirada sin vida. A continuación Audrey lanzó una ojeada indiferente a Mary, y por último se concentró de nuevo en Billingsley.
—Podría entrar en el edificio sin que nos diésemos cuenta. En un sitio como este debe de haber al menos media docena de entradas. Quizá más.
—Exacto —repuso Billingsley—, y todas cerradas a cal y canto menos la ventana del servicio de señoras. Acabo de venir de allí. He colocado una hilera de botellas vacías en la repisa interior de esa ventana. Si la abre, se levantará hacia adentro y tirará todas las botellas al suelo al mismo tiempo. Oiremos el ruido, y cuando entre aquí, le meteremos tanto plomo en el cuerpo que luego podremos cortarlo en pedazos para hacer plomadas.
Mientras exponía este osado plan, sus ojos se desplazaban incesantemente de la cara de Audrey, que no estaba mal, a sus piernas, que en la humilde opinión de John Edward Marinville eran espectaculares.
Audrey siguió mirando a Billingsley como si fuese el mayor necio que había visto en su vida.
—¿Ha oído hablar de una cosa que se llama «llave», vejete? En pueblos tan pequeños como este los policías tienen llave de todos los establecimientos comerciales.
—De los establecimientos en activo —puntualizó Billingsley sin inmutarse—. Pero el Oeste Americano lleva mucho tiempo sin abrir al público. Las puertas no están simplemente cerradas con llave; están tapiadas por dentro. Los chicos que venían aquí usaban la salida de incendios, pero la escalera se desplomó en marzo pasado. No; pienso que este es el lugar más seguro.
—Más seguro en todo caso que la calle —añadió Johnny.
Audrey se volvió hacia él y lo miró con las manos en jarras.
—¿Y bien? ¿Cuál es su plan? ¿Quedarse todos aquí y jugar a hacer sombras de animales en la pantalla?
—Cálmese —dijo Steve.
—¡Cálmese usted! —gruñó Audrey—. ¡Yo quiero salir de aquí!
—Eso mismo deseamos todos, pero no es el momento idóneo —terció Johnny. Dirigiéndose a los otros, preguntó—: ¿Alguien no está de acuerdo?
—Sería una locura salir en plena noche —convino Mary—. El viento debe de soplar a ochenta kilómetros por hora, y con la arena que flota en el ambiente podría atraparnos uno por uno.
—¿Y qué cree que va a cambiar mañana cuando pase la tormenta y salga el sol? —preguntó Audrey, pero dirigiéndose a Johnny y no a Mary.
—Creo que nuestro amigo Entragian puede estar muerto cuando amaine la tormenta —dijo Johnny—. Si no lo está ya.
Ralph asintió con la cabeza. David, de nuevo en cuclillas junto al televisor, con las manos cruzadas entre las rodillas, escuchaba absorto a Johnny.
—¿Por qué? —preguntó Audrey.
—¿Es que no lo ha visto? —dijo Mary.
—Claro que lo he visto, pero no hoy. Hoy sólo he oído su coche, sus pisadas… y también lo he oído hablar solo. Pero verlo lo vi ayer por última vez.
—¿Hay alguna fuente de radiactividad en esta zona, señora? —preguntó Ralph a Audrey—. ¿Ha habido alguna vez un vertedero de residuos nucleares, o quizá un depósito de armas atómicas? Porque daba la impresión de que el policía estuviese cayéndose a pedazos.
—No creo que su enfermedad se deba a la contaminación radiactiva —comentó Mary—. He visto fotografías de esa clase de enfermos, y…
—Un momento —la interrumpió Johnny—. Tengo una proposición que hacer. Creo que deberíamos sentarnos cómodamente y hablar del asunto. ¿No les parece? Por lo menos mataremos el rato, y con un poco de suerte quizá se nos ocurra alguna manera de salir de aquí. —Miró a Audrey con su sonrisa más persuasiva y vio complacido que si bien no se derretía, al menos se relajaba un poco. Tal vez Johnny no había perdido aún todo su encanto—. Como mínimo será más constructivo que proyectar sombras en la pantalla.
Moderando un poco la sonrisa, recorrió a todo el grupo con la mirada: Audrey, de pie en el borde de la moqueta con su tentador vestido; David, en cuclillas junto al televisor; Steve y Cynthia, sentados en los brazos de un mullido sillón que parecía adquirido en la misma subasta que el bar; Mary, de pie junto a la pantalla con los brazos cruzados bajo los pechos y aspecto de profesora; Tom Billingsley, inspeccionando con las manos a la espalda el contenido del bar; Ralph, sentado en el sillón de orejas en el límite mismo de la zona iluminada, con el ojo izquierdo casi cerrado debido a la hinchazón. La Asociación de Supervivientes de Collie Entragian, todos presentes e identificados.
¡Menuda pandilla!, pensó Johnny. Manhattan Transfer en el desierto.
—Existe otra razón por la que debemos hablar. —Contempló las sombras de todos ellos proyectadas en la pantalla. Por un momento tuvo la impresión de estar viendo las sombras de enormes aves. Recordó que Entragian había dicho que los buitres se echaban pedos, que eran las únicas aves que lo hacían. Y también había dicho: «¡Mierda! Todos estamos de vuelta de los porqués, y tú lo sabes». Johnny pensó que eso era lo más espeluznante que había oído jamás, en gran medida porque parecía verdad. Johnny movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento, como expresando su conformidad a algún interlocutor interior. Luego prosiguió—: A lo largo de mi vida he visto cosas extraordinarias, pero nunca había pasado por una experiencia que pudiese calificarse de sobrenatural. Hasta hoy, quizá. Y lo que más me asusta es que esa experiencia tal vez no haya concluido todavía. No lo sé. Sólo puedo afirmar con total certeza que en las últimas horas me han ocurrido cosas que soy incapaz de explicar.
—¿De qué habla? —prorrumpió Audrey, casi al borde del llanto—. ¿No es demasiado grave lo que ha sucedido para convertirlo en una especie de… de cuento de excursionistas alrededor de una hoguera?
—Sí —contestó Johnny con una voz baja y compasiva que apenas reconoció como propia—. Pero eso no cambia nada.
—Me resulta más fácil escuchar y hablar si tengo algo en el estómago —dijo Mary—. ¿No habrá algo de comer por aquí?
Tom Billingsley, al parecer azorado, movió nerviosamente los pies.
—Pues no, no gran cosa, señora. Por lo general veníamos aquí de noche para tomar unas copas y charlar de los viejos tiempos.
Mary suspiró.
—Eso me temía.
Billingsley señaló hacia la entrada derecha del escenario.
—Marty Ives trajo algo de comer hace un par de noches. Probablemente sardinas. A Marty le encantan las sardinas y las galletas saladas.
—¡Uf! —exclamó Mary, pero pareció atraída a su pesar por el ofrecimiento. Johnny supuso que en dos o tres horas más se conformaría incluso con unas anchoas.
—Iré a echar un vistazo. Quizá Marty trajo algo más —dijo Billingsley sin muchas esperanzas.
David se irguió.
—Ya iré yo si quiere.
Billingsley hizo un gesto de indiferencia. Contemplaba de nuevo las piernas de Audrey y por lo visto había perdido el interés en las sardinas.
—Hay un interruptor a la izquierda nada más salir del escenario —explicó—. Enfrente verás una estantería. Solían dejar ahí todo lo que traían de comer. Puede que encuentres también unas galletas de chocolate.
—Puede que usted y sus amigos se excedieran un poco con la bebida, pero al menos no descuidaban las necesidades alimenticias mínimas —se burló Johnny—. Eso está bien.
El veterinario lo miró por un momento, se encogió de hombros y volvió a concentrarse en las piernas de Audrey Wyler. Al parecer ella no había advertido el interés del viejo en sus extremidades inferiores, o si lo había advertido, no le importaba.
David se encaminó hacia los bastidores, pero de pronto se detuvo y volvió a coger el revólver. Lanzó una mirada fugaz a su padre, pero este contemplaba absorto las hileras de butacas rojas que se perdían en la oscuridad. El chico se metió el arma con cuidado en un bolsillo de los vaqueros hasta que sólo asomó la culata y se dirigió de nuevo hacia los bastidores. Al pasar junto a Billingsley, preguntó:
—¿Hay agua corriente?
—Esto es el desierto, hijo. Cuando un edificio queda vacío, cortan el agua.
—¡Mierda! —exclamó David—. Aun llevo jabón por todo el cuerpo, y me pica horrores.
Cruzó el escenario, se detuvo ante la entrada a bastidores y se inclinó en la oscuridad. Al cabo de un momento se encendió la luz.
Johnny se relajó —consciente de pronto de que esperaba que algo sobresaltase al chico— y se dio cuenta de que Billingsley lo miraba.
—Lo que ese chico ha hecho antes —comentó—, el modo en que ha salido de la celda, era imposible.
—En ese caso debemos de estar todavía allí encerrados —dijo Johnny. Pensó que su tono volvía a ser el de siempre, pero en realidad lo que el viejo veterinario acababa de decir también a él se le había pasado por la cabeza. Incluso había encontrado una expresión para describirlo: un milagro discreto. Lo habría anotado en su cuaderno si no se le hubiese caído junto a la interestatal 50—. ¿Es eso lo que cree?
—No. Estamos aquí, y todos lo hemos visto con nuestros propios ojos —respondió Billingsley—. Se ha embadurnado de jabón y pasado entre los barrotes como una pepita de sandía. En apariencia tenía cierta lógica, ¿no? Pero le aseguro una cosa, amigo: ni Houdini hubiese sido capaz de salir así. Por la cabeza. Debería haberse quedado atascado por la cabeza, pero no ha sido así. —Miró a sus acompañantes uno por uno, terminando en Ralph. Este al parecer le escuchaba, pero Johnny dudaba que comprendiese sus palabras. Y quizá mejor así.
—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Mary.
—No estoy seguro —contestó Billingsley—. Pero creo que nos conviene permanecer alrededor del joven Carver. —Tras un breve titubeó, añadió—: En mis tiempos se decía que cualquier hoguera sirve en las noches frías.
La criatura recogió el coyote muerto del rellano y lo examinó.
—Soma muere; pneuma se va; sólo sarx permanece —recitó con una voz paradójica, sonora y a la vez susurrante—. Siempre ha sido así siempre será así; la vida se extingue, y mueres.
Llevó al animal escalera abajo, las patas y la destrozada cabeza colgando, el cuerpo meciéndose como una estola de piel ensangrentada La criatura se detuvo un instante ante las puertas de cristal del ayuntamiento; desde allí contempló la turbulenta oscuridad y escuchó el viento.
—So cah set! —exclamó.
A continuación llevó al coyote a las oficinas. Al entrar miró las perchas situadas a la derecha de la puerta y vio de inmediato que la niña —Bombón, como la llamaba su hermano— había sido descolgada y envuelta en una cortina.
La ira contorsionó el pálido rostro de la criatura.
—¡La ha descolgado! —dijo al coyote muerto que sostenía en sus brazos—. ¡Ese chico despreciable la ha descolgado! ¡Chico estúpido y alborotador!
Sí. Chico insensato. Chico grosero. Chico necio. En cierto modo este último calificativo era el mejor, ¿o no? El que más se ajustaba a la verdad. El necio meapilas había intentado remediar al menos una parte, como si alguna parte de una cosa como aquella pudiera remediarse, como si la muerte fuese una obscenidad pintada en la pared de la vida y pudiese limpiarse a estregones con un brazo fuerte.
Como si el libro cerrado pudiese reabrirse y volverse a leer con un final distinto.
Sin embargo un vago temor se entrelazaba con su ira, como una puntada amarilla en una tela roja, porque el chico no iba a rendirse, y por consiguiente ninguno de ellos se rendiría. No deberían haber osado escapar
(de Entragian, ella, la criatura, ellos)
ni siquiera con las puertas de las celdas abiertas de par en par. Pero habían escapado. Por culpa del chico, el miserable y vanidoso meapilas, que había tenido la insolencia de descolgar a la putita de su hermana e intentar proporcionarle algo parecido a un entierro decente…
La criatura notó un calor denso en los dedos y las manos. Bajó la vista y vio que había hundido las manos de Ellen hasta las muñecas en el vientre del coyote.
Tenía previsto colgar el coyote en una de las perchas, simplemente porque eso mismo había hecho con algunos de los otros, pero de pronto se le ocurrió otra idea. Llevó el coyote hasta el bulto verde que yacía en el suelo, se arrodilló y apartó la cortina. Bajó la vista y, con la boca abierta en un mudo gruñido, contempló el cadáver de la niña que años atrás se había gestado en el cuerpo que ahora ocupaba.
¡Cómo había tenido la desfachatez de cubrirla aquel meapilas!
Extrajo del vientre del coyote las manos de Ellen, ahora enfundadas en cálidos guantes de sangre, y colocó al animal sobre Kirsten. Le separó las mandíbulas y se las cerró en torno al cuello de la niña.
Aquel tableau de la mort tenía algo de horripilante y fantástico; parecía una ilustración de un macabro cuento de hadas.
—Tak —susurró la criatura, y sonrió.
El labio inferior de Ellen Carver se agrietó y un inadvertido hilillo de sangre corrió por su barbilla. El despreciable y presuntuoso muchacho no vería probablemente aquella rectificación a su rectificación. Así y todo era un gran placer imaginar su reacción si la hubiese visto. Si hubiese comprobado lo inútiles que habían sido sus esfuerzos, con que facilidad había quedado en nada su muestra de respeto, con que naturalidad el cero se había impuesto en los artificiales cálculos de los hombres.
Tiró del borde de la cortina y cubrió el coyote hasta el cuello. En aquella posición la niña y el animal casi parecían amantes. ¡Cómo deseó que el chico estuviese allí! También el padre, pero sobre todo el chico, porque era quién más necesitaba una lección.
Era él quién representaba auténtico peligro.
Se produjo un roce de numerosos pasos a su espalda, un sonido de hecho inaudible, pero lo oyó de todos modos. Se giró sobre las rodillas de Ellen y vio que las arañas reclusas estaban ya de vuelta. Cruzaron las puertas de las oficinas municipales, torcieron a la izquierda y treparon por la pared, pasando sobre anuncios de inminentes actos ciudadanos y una solicitud de voluntarios para la obra teatral de otoño acerca de las vidas de los primeros colonos. Encima del aviso de una sesión informativa en la que los directivos de la Compañía Minera de Desesperación hablarían de la reanudación de los trabajos de extracción de cobre en la Mina de los Chinos, las arañas volvieron a formar en círculo.
La alta mujer que llevaba el mono y la bandolera se levantó y se acercó a ellas. El círculo de arañas tembló, como en una expresión de miedo éxtasis, o ambas cosas a la vez. La mujer juntó las manos ensangrentadas y después las separó con las palmas vueltas hacia la pared.
—Ah lah?
El círculo se dispersó, y las arañas se reagruparon en una nueva forma con la precisión de un grupo coreográfico. Formaron una C, se disolvieron y volvieron a unirse en una I. Siguió una N, y cuando empezaban a dibujar una E, la mujer las interrumpió con un gesto.
—En tow, —dijo—. Ras.
Las arañas dejaron la E a medias y de nuevo formaron un trémulo círculo.
—Ten ah? —preguntó al cabo de un momento, y las arañas se disgregaron y volvieron a agruparse en un círculo de menor diámetro. Era la forma del ini. La mujer lo contempló por un momento, tamborileando con los dedos de Ellen en las clavículas de Ellen, y después indicó algo con un gesto en dirección a la pared. El círculo se dispersó y las arañas comenzaron a descender hacia el suelo.
La criatura regresó al vestíbulo, sin prestar atención a las arañas que pululaban en torno a sus pies. Estarían a su disposición siempre que las necesitase, y eso era lo único que importaba.
Se detuvo ante las puertas y volvió a contemplar la oscuridad. No veía el viejo cine, el Oeste Americano, pero sabía que estaba a unos doscientos metros de allí, pasado el único cruce del pueblo. Y gracias a las arañas violinistas sabía también dónde se hallaban los fugitivos, dónde se hallaba el despreciable meapilas.
Johnny Marinville volvió a contar lo que le había ocurrido, esta vez de principio a fin. Por primera vez en muchos años intentó abreviar (no pocos críticos de todo el país le habrían aplaudido, incrédulos).
Les explicó que había parado a orinar y que Entragian había aprovechado ese momento para meter la droga en una de sus alforjas. Les habló de los coyotes —el que había parecido escuchar a Entragian y los otros, dispuestos a intervalos regulares a ambos lados de la carretera como una peculiar guardia de honor— y de la paliza que le había propinado el enorme policía. Volvió a describir el atroz asesinato de Billy Rancourt y después, sin ninguna variación apreciable en la voz, el ataque que había sufrido por parte del buitre, que al parecer obedecía instrucciones de Collie Entragian.
En este punto del relato apareció una expresión de franca incredulidad en el rostro de Audrey Wyler, pero Johnny advirtió que Steve y la muchacha flaca y menuda que había encontrado en algún lugar del camino cruzaban una mirada de comprensión. Johnny no se molestó en comprobar la reacción de los demás, sino que bajó la vista y se contempló las manos, apoyadas en las rodillas, concentrándose como cuando, al escribir, se peleaba con un párrafo difícil.
—Quería que le chupase la polla. Probablemente Entragian esperaba que empezase a balbucear y suplicarle compasión, pero la idea no me ha resultado tan escandalosa como él había previsto. La felación es una petición sexual bastante corriente en situaciones donde la autoridad rebasa sus límites y restricciones habituales, pero no es lo que parece. En apariencia la violación es una agresión y un acto de dominación; en el fondo, se reduce a una reacción colérica motivada por el miedo.
—Gracias, doctor Freud —lo interrumpió Audrey—. Y a continuación hablaremos del incesto.
Johnny la miró sin rencor.
—Escribí una novela sobre el tema de la violación homosexual. El tiburón, se titulaba. No fue un gran éxito de crítica, pero entrevisté a mucha gente y llegue a comprender los mecanismos básicos bastante bien, creo. La cuestión es que en lugar de asustarme me he puesto furioso. Y en todo caso a esas alturas ya había decidido que no tenía mucho que perder. Le he dicho que se la chaparía si era eso lo que quería, pero que en cuanto la tuviese entre los dientes, se la arrancaría de cuajo. Y luego… luego… —Se esforzó en pensar como no lo había hecho ni una sola vez en los últimos diez años—. Luego le he soltado una de esas palabras sin sentido que él usa. Al menos a mi me parecía que no tenían sentido, que eran una especie de jerga inventada. ¿Cómo era? Tenía un sonido gutural…
—¿No sería tak por casualidad? —preguntó Mary.
Johnny asintió.
—Y por lo visto para los coyotes y el propio Entragian si tenía sentido. Cuando la he pronunciado, ha dado un respingo… e inmediatamente después ha ordenado al buitre que me atacase.
—Eso no me lo creo —dijo Audrey—. Parece que es usted un escritor famoso o algo así, y da la impresión de que no está acostumbrado a que pongan en duda su palabra, pero eso no me lo creo.
—Sin embargo ha ocurrido —repuso Johnny—. ¿No ha visto usted en el pueblo nada parecido? ¿Animales con un comportamiento anormal o agresivo?
—Mire, yo he estado escondida en la lavandería —respondió Audrey—. Empiezo a pensar que no hablamos el mismo idioma.
—Pero…
—Oiga, ¿quiere usted hablar de animales con un comportamiento anormal o agresivo? —Audrey se inclinó, fijando en Marinville sus ojos brillantes—. Pues ahí tiene a Collie. Collie tal como es ahora. Ha matado a cuantos le salían al paso. ¿No le basta con eso? ¿Necesita también buitres amaestrados?
—¿Y arañas? —preguntó Steve.
Él y la chica delgada se habían dejado caer en el asiento del sillón en cuyos brazos estaban sentados un rato antes, y Steve la rodeaba con un brazo.
—¿Qué pasa con las arañas? —preguntó Audrey.
—¿No ha visto arañas… bueno… en grupo?
—¿En grupo? —repitió Audrey, dirigiéndole una mirada que parecía decir: «Cuidado, lunático en acción».
—Sí, moviéndose en manadas, como los lobos o los coyotes.
Audrey negó con la cabeza.
—¿Y serpientes?
—Tampoco he visto serpientes. Ni coyotes en las calles del pueblo. Ni siquiera un perro con sombrero de fiesta montado en bicicleta. Todo eso es nuevo para mí.
David regresó al escenario con una pequeña bolsa de papel marrón —como las que daban en las tiendas para las compras menores— y un paquete de galletas saladas.
—He encontrado un poco de comida —anunció.
—Ya veo —bromeó Steve, observando el paquete y la pequeña bolsa—. Desde luego eso basta para acabar con el hambre en América. ¿A cuánto tocamos, Davey? ¿Una sardina y dos galletas por cabeza?
—En realidad hay bastante —contestó David—. Más de lo que parece.
Esto… —Se interrumpió, y los miró pensativo y un tanto nervioso—. ¿Les importa si pronuncio una oración antes de repartir la comida?
—¿Cómo si bendijeses la mesa? —preguntó Cynthia.
—Sí, exacto.
—Por mi no hay inconveniente —accedió Johnny—. Creo que no nos vendrá mal una bendición en estas circunstancias.
—Amén —dijo Steve.
David dejó la bolsa y el paquete de galletas entre sus pies. A continuación cerró los ojos y juntó las manos ante la cara sin cruzar los dedos. A Johnny le llamó la atención la naturalidad con que actuaba el chico. Había en sus gestos una sencillez que la asiduidad había convertido en belleza.
—Dios, bendice por favor los alimentos que vamos a comer —comenzó David.
—Sí, lo poco que hay —comentó Cynthia, y de inmediato se arrepintió de haber hablado.
Sin embargo a David no pareció molestarle la interrupción; quizá no la había oído siquiera.
—Bendícenos a todos, protégenos y líbranos del mal. Protege también a mi madre, por favor, si es esa tu voluntad. —Guardó silencio por un instante y luego, bajando la voz, añadió—: Probablemente no es tu voluntad, pero si lo es, protégela, por favor. En nombre de Jesús, amén. —Volvió a abrir los ojos.
Johnny estaba conmovido. La oración de aquel chico había llegado al rincón de su alma al que Entragian había intentado en vano llegar.
Claro que me ha conmovido. Porque su fe es sincera. A su lado el papá Juan Pablo, con su postinera indumentaria y su sombrero de ala ancha, parece un cristiano de relumbrón.
David se agachó y cogió la comida que había encontrado. Mientras revolvía en el interior de la bolsa se lo veía tan alegre como un magnate presidiendo una comida de beneficencia.
—Aquí tiene, Mary. —Sacó una lata de sardinas y se la entregó—. El abridor esta debajo.
—Gracias, David.
El chico sonrió.
—Déselas al amigo del señor Billingsley. La comida es suya, no mía. —Le ofreció también el paquete de galletas saladas—. Páselas.
—Tome lo que necesite y deje el resto —comentó Johnny con tono jovial—. Eso decimos los del club del codo empinado, ¿eh, Tom?
El veterinario lo miró con ojos acuosos pero no contestó.
David dio una lata de sardinas a Steve y otra a Cynthia.
—No, con una ya está bien —dijo Cynthia, haciendo ademán de devolver la suya—. Steve y yo podemos compartirla.
—No es necesario —aseguró David—; hay de sobra. De verdad.
A continuación distribuyó otras tres latas entre Audrey, Tom y Johnny. Este hizo girar la suya en la mano un par de veces, como para asegurarse de que era real, antes de sacarla de la caja, despegar el abridor del dorso e insertar en la ranura de este la pestaña de la lata. La abrió. En cuanto le llegó a la nariz el olor a pescado, sintió un apetito voraz. Si alguien le hubiese dicho alguna vez que un día reaccionaría de ese modo ante una miserable lata de sardinas, se habría echado a reír.
Alguien le tocó el hombro. Era Mary, que le tendía el paquete galletas saladas. En su rostro había una expresión casi de éxtasis. Un brillante hilillo de aceite le caía de la comisura de los labios hasta barbilla.
—Coja —ofreció—. Las sardinas están buenísimas con galletas saladas. ¡En serio!
—Sí —dijo Cynthia alegremente—. A mal hambre no hay pan duro.
Johnny aceptó el paquete, miró dentro y vio que ya sólo quedaba medio cilindro de galletas envuelto en papel encerado. Cogió tres. Eran de color tostado. Su estómago rugió en protesta por tan comedida actitud, y no pudo evitar coger otras tres antes de pasarle el paquete a Billingsley. Cruzó una mirada con el anciano veterinario y le oyó susurrar de nuevo que ni Houdini habría salido de la celda como había hecho el chico, por la cabeza. Y aparte estaba el detalle del teléfono móvil: habían aparecido tres barras de transmisión en cuanto David lo cogió, y ninguna mientras Johnny lo sostenía.
—Esto zanja definitivamente la cuestión —declaró Cynthia con la boca llena y una expresión semejante a la de Mary—. La comida es mucho mejor que el sexo.
Johnny miró a David, que comía sentado en un brazo del sillón ocupado por su padre. Ralph tenía la lata de sardinas sin abrir sobre el regazo y seguía con la mirada perdida en la platea vacía. David sacó un par de trozos de sardina de su lata, los puso sobre una galleta, y se la ofreció a su padre. Ralph comenzó a masticar mecánicamente, como si su único objetivo fuese volver a tener la boca vacía cuanto antes. Johnny se sintió incómodo al ver la expresión de solicito afecto en el rostro del chico, como si estuviese invadiendo su intimidad. Desvió la mirada y vio el paquete de galletas en el suelo. Todos comían absortos y nadie se fijó en él cuando cogió el paquete y miró dentro.
Había pasado ya por manos de todos los presentes, y cada uno se había servido al menos media docena de galletas (Billingsley incluso más, quizá; el viejo chivo las engullía como un desesperado), pero el cilindro de papel encerado estaba aún en el paquete, y Johnny habría jurado que seguía quedando la mitad; la cantidad de galletas no había variado.
Ralph contó el calvario de la familia Carver tan claramente como pudo, comiendo sardinas entre párrafo y párrafo. Intentaba mantener la mente despejada, conservar el control —más por David que por sí mismo—, pero no era fácil. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Kirstie, tendida inmóvil al pie de la escalera, ni la de Ellie cuando Entragian se la llevó a rastras del calabozo. «No te preocupes, David, volveré», había dicho, pero Ralph, que creía haber oído todos los matices e inflexiones en la voz de su esposa durante sus catorce años de matrimonio, tuvo la impresión de que Ellie había salido de sus vidas. Así y todo, por David debía mantenerse firme, volver del lugar adónde su mente conmocionada y desbordada —y también culpable, sí, por qué no reconocerlo— lo había llevado.
Pero no era fácil.
Cuando terminó de contar su historia, Audrey dijo:
—Bueno, al menos no ha presenciado ninguna revuelta del reino animal. Lo siento mucho por su esposa y su hija, señor Carver. Lo siento, David.
—Gracias —respondió Ralph.
—Mi madre aún podría estar viva —añadió David, y Ralph le revolvió el pelo y le dio la razón.
A continuación tocó el turno a Mary, que contó cómo había aparecido la bolsa de droga debajo de la rueda de recambio, cómo Entragian había insertado la frase «Voy a mataros» mientras los advertía de sus derechos, y como, sin previo aviso ni mediar provocación, había matado a tiros a su marido ante las puertas del ayuntamiento.
—Sigue sin haber fauna —comentó Audrey. Por lo visto esa era ahora su principal preocupación. Levantó la lata de sardinas y, sin el menor pudor, se bebió el resto de aceite.
—O no ha oído, o no ha querido oír la parte del coyote que ha hecho venir para vigilarnos —dijo Mary.
Audrey le quitó importancia a eso con un gesto de la mano. Se había sentado, proporcionándole a Billingsley otros diez centímetros de muslo en los que recrear la vista. Ralph la miraba también, pero no sentía nada. Tenía la impresión de que en ese momento quedaba más energía en la batería de un coche viejo que en sus circuitos emocionales.
—Es posible amaestrarlos, ¿sabían? —adujo Audrey—. De hecho les dan de comer carne y los adiestran como a perros.
—¿Ha visto alguna vez a Entragian paseando a un coyote por el pueblo sujeto de una correa? —preguntó Marinville con delicadeza.
Audrey lo miró y apretó los dientes.
—No. Lo saludaba cuando me cruzaba con él en algún sitio, como todo el mundo, pero no lo conocía apenas. Paso la mayor parte del tiempo en la mina o el laboratorio, y en mis días libres monto a caballo. La vida social de los pueblos no me entusiasma.
—¿Y tú, Steve? —preguntó Marinville—. ¿Qué tienes que contar?
Ralph vio que el tipo alto y delgado de acento tejano cruzaba una mirada con su novia —si es que lo era— y luego volvió la cabeza de nuevo hacia el escritor.
—Bueno, en primer lugar si le cuentas a tu agente que he recogido una autoestopista, me quedaré sin bonificación.
—Creo que en estos momentos mi agente es la menor de tus preocupaciones. Adelante. Cuéntanos.
Alternándose, Steve y Cynthia empezaron a contar su historia, conscientes ambos de que lo que habían visto y experimentado excedía ampliamente los limites de la credibilidad. Los dos expresaron un similar sentimiento de frustración por su incapacidad para describir la repugnancia que les había causado el fragmento de piedra tallada en el laboratorio y el poderoso efecto que había ejercido sobre ellos, y ninguno se atrevió a explicar lo que había ocurrido en el aparcamiento de la Rosa del Desierto poco antes de aparecer el lobo con la estatuilla entre los dientes (estuvieron de acuerdo en que era un lobo y no un coyote). Por sus insinuaciones, Ralph dedujo que se trataba de algo sexual, pero no imaginó que clase de atrocidad podía ser para que los dos se negasen a hablar de ello tan rotundamente.
—¿Todavía le queda alguna duda? —preguntó Marinville a Audrey cuando Steve y Cynthia hubieron terminado. Se dirigió a ella cortésmente, como si no deseara que se sintiese amenazada.
Claro que no desea que se sienta amenazada, pensó Ralph. Somos sólo ocho, y quiere que estemos unidos. Y lo está consiguiendo.
—Ya no sé qué pensar. —Audrey parecía aturdida—. Me resisto a creerlo, aunque sólo sea por el miedo que me da; pero no veo por qué iban a mentir. —Hizo una pausa y, pensativamente, añadió—: A menos que después de encontrarse con todos esos cadáveres colgados en la Guarida de Hernando… no sé, de puro terror…
—¿Hayamos empezado a imaginar cosas? —apuntó Steve.
Audrey asintió con la cabeza.
—En cuanto a las serpientes que han visto en la casa… bueno, tiene una explicación. Esos reptiles presienten estas tormentas hasta con tres días de antelación, y entonces buscan refugio en cualquier sitio. En cuanto a lo otro… no se. Soy científica, y no se me ocurre…
—Vamos, parece usted un niño que finge tener la boca cosida para no comerse su plato de coliflor —reprochó Cynthia—. Todo lo que Steve y yo hemos visto encaja por completo con lo que el señor Marinville ha visto antes que nosotros, y lo que Mary ha visto antes que él, y lo que la familia Carver ha visto antes que todos nosotros. Todo coincide hasta el último detalle, incluida la cerca derribada donde Entragian se ha cargado al barbero o quién fuese, así que no nos venga ahora con el cuento de que es científica. Estamos todos de acuerdo; es usted la única que sigue en sus trece.
—¡Pero yo no he visto nada de todo eso! —replicó Audrey casi con un gemido.
—¿Y qué ha visto? —preguntó Ralph—. Cuéntenoslo.
Audrey cruzó las piernas y tiró hacia abajo del dobladillo del vestido.
—La semana pasada me marché de acampada —comenzó—. Tenía cuatro días libres, así que cogí los bártulos, ensillé a Sally y me dirigí hacia el norte, a los montes Copper. Es mi zona preferida de Nevada.
Ralph tuvo la impresión de que hablaba a la defensiva, como si en el pasado alguien se hubiese mofado de ella por esa clase de pasatiempos.
Billingsley tenía la misma expresión que si acabase de despertar un sueño, quizá un sueño en el que las largas piernas de Audrey envolvían su descarnado trasero.
—Sally —repitió el anciano—. ¿Qué tal está Sally?
Audrey lo miró desconcertada por un momento y después sonrió como una niña.
—Está bien.
—¿Se ha recuperado de la torcedura? —preguntó Billingsley.
—Sí, gracias. El linimento era muy eficaz.
—Me alegro.
—¿De qué hablan? —quiso saber Marinville.
—Hace alrededor de un año atendí a su caballo —aclaró Billingsley—. Eso es todo.
Ralph no sabía si el habría dejado a Billingsley tratar a su caballo de haberlo tenido; no sabía si lo habría dejado tratar siquiera a un gato callejero. Pero supuso que quizá un año atrás el veterinario fuese una persona distinta. Cuando uno se daba a la bebida, doce meses podían suponer muchos cambios, y en su mayoría para peor.
—Reabrir Serpiente de Cascabel ha sido un trabajo arduo —prosiguió Audrey—. Últimamente nos hemos dedicado a sustituir los rociadores por emisores. Habían muerto unas cuantas águilas…
—¿Unas cuántas? —la interrumpió Billingsley—. Vamos, yo no soy un ecologista fanático, pero no tiene por qué esconder nada.
—Está bien, unas cuarenta en total —admitió Audrey—. No es una cifra alarmante desde el punto de vista de la especie; en Nevada las águilas no están en peligro de extinción, como usted bien sabrá, señor Billingsley. Los verdes también lo saben, pero cada vez que muere un águila reaccionan como si hubiésemos quemado un bebé en la hoguera. ¿Y a que obedece esa actitud? Muy sencillo: quieren impedirnos que extraigamos el cobre. ¡Dios, que harta me tienen! Se presentan aquí con sus preciosos coches extranjeros, que al menos contienen veinte kilos de cobre norteamericano cada uno, y nos acusan de violar la tierra. Son…
—Señora —dijo Steve con amabilidad—, disculpe pero ninguno de nosotros milita en Greenpeace.
—Sí, ya lo sé. Esto venía a que a todos nosotros nos preocupa lo que ha ocurrido con las águilas, y también con los halcones y los cuervos, dicho sea de paso, al margen de lo que digan esos fanáticos ecologistas. —Echó un vistazo alrededor como para evaluar el efecto que causaba su honestidad en quienes la escuchaban y luego continuó—. Tratamos el cobre con ácido sulfúrico para desprender la tierra. Los rociadores, una especie de aspersores de jardín pero más grandes, son el método más fácil de aplicar el ácido. Pero los rociadores dejan charcos. Las aves los ven, bajan a bañarse y beber, y mueren. Además, no es una muerte agradable.
—No —coincidió Billingsley, parpadeando—. Cuando extraían oro de la Mina de los Chinos y la Mina de Desatoya, allá por los años cincuenta, se formaban charcos de cianuro. También provocaban una muerte horrible. Pero por entonces no había verdes. Debieron de ser buenos tiempos para la compañía minera, ¿no, señorita Wyler? —Se puso en pie, se acercó al bar, se sirvió un dedo de whisky, y se lo bebió de un trago como si fuese un medicamento.
—¿Sería tan amable de servirme a mí otro con esa misma cantidad? —preguntó Ralph.
—Naturalmente —contestó Billingsley.
De inmediato entregó a Ralph su bebida y sacó más vasos. Ofreció a los demás refrescos del tiempo, pero todos optaron por el agua mineral, que Billingsley vertió de una garrafa de plástico.
—Hemos retirado los rociadores y los hemos sustituido por emisores y cabezas de distribución —explicó Audrey—. Es un sistema de goteo, más caro que los rociadores, mucho más caro, pero elimina el riesgo de contaminación para las aves.
—Así —corroboró Billingsley. Se sirvió otro whisky, y esta vez lo bebió más despacio, contemplando las piernas de Audrey por encima del vaso.
¿Un problema?
Quizá todavía no. Pero acabaría siéndolo si no se tomaban las medidas oportunas.
La criatura que parecía Ellen Carver estaba sentada tras el escritorio entre las celdas vacías. Tenía la cabeza erguida y miraba al frente con ojos brillantes. Fuera el viento silbaba con fluctuante intensidad.
Unas blandas pisadas ascendieron por la escalera y se detuvieron otro lado de la puerta. A continuación se oyó un gruñido, y la puerta se abrió; un puma la había empujado con el hocico. Para ser una hembra tenía un tamaño considerable: quizá un metro ochenta del hocico a las patas posteriores, más un grueso rabo en continuo movimiento que añadía casi otro metro a la longitud total.
Mientras el puma entraba en la sala, casi arrastrándose por el suelo de madera, con las orejas pegadas al cráneo en forma de cuña, la criatura que parecía Ellen Carver se adentró más aún en su cabeza, deseando percibir lo que el animal sentía y a la vez atraerlo. El puma estaba asustado; examinaba los distintos olores del lugar pero ninguno de ellos lo tranquilizaba. Era una guarida humana, pero eso era sólo parte del problema.
El olfato del puma percibía allí un sinfín de peligros. Pólvora, en primer lugar. Para él, el olor de los disparos recientes era aún intensa. Notaba asimismo el olor del miedo, como una combinación de sudor y hierba quemada. Le llegaba también olor a sangre: sangre de coyote y sangre humana mezcladas. Y estaba por último el ser sentado en la silla, que lo observaba mientras avanzaba hacia él contra su voluntad. Parecía un ser humano pero olía de otro modo. El puma no consiguió identificar aquel olor. Se acurrucó a los pies de la extraña criatura emitió un quejumbroso maullido.
La criatura se arrodilló, obligó al puma a levantar el hocico y lo miró a los ojos. Empezó a hablar rápidamente en una misteriosa lengua, la lengua de los seres sin forma, e indicó al puma adónde debía ir como debía aguardar, y cómo debía actuar llegado el momento. Estaban armados y probablemente matarían al animal, pero este cumpliría antes su misión.
Mientras la criatura hablaba, la nariz de Ellen empezó a gotear sangre. Notó la sangre y se la enjugó. Habían empezado a formarse ampollas en las mejillas y el cuello de Ellen. ¡Una jodida dermatitis! Sólo era eso, al menos de momento. ¿Por qué algunas mujeres eran incapaces de cuidarse?
El puma emitió de nuevo su quejumbroso maullido, lamió la mano de la criatura que moraba ahora en el cuerpo de Ellen Carver, y después se dio la vuelta y abandonó la sala.
La criatura volvió a sentarse y se reclinó contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos de Ellen y escuchó el incesante golpeteo de la arena contra las ventanas, dejando marchar una parte de sí con el animal.