—Creo que es ahí. —Cynthia señaló por la ventanilla—. ¿Lo ves?
Encorvado sobre el volante y mirando con los ojos entornados a través de la sangre que impregnaba el parabrisas (aunque el verdadero problema era la arena adherida a la sangre), Steve asintió. Sí, veía la anticuada marquesina, sujeta mediante herrumbrosas cadenas a la fachada de un desgastado edificio de ladrillo. Sólo quedaba una letra en la marquesina, una N torcida.
Dobló a la izquierda y entró en la gasolinera de Conoco. Un cartel donde se leía LOS MEJORES PRECIOS DEL PUEBLO había sido derribado por el viento. La arena, como si de nieve se tratase, se había amontonado contra los bordillos de la base de hormigón donde se hallaba el único surtidor.
—¿Adónde vas? —preguntó Cynthia—. Creía que el niño había dicho que nos esperaban en el cine.
—También ha dicho que no dejemos el camión cerca de allí. Y tiene razón. Sería… ¡Eh, hay alguien ahí dentro!
Steve detuvo bruscamente el camión. En efecto había un hombre sentado en la oficina de la gasolinera. Estaba recostado contra el respaldo de la silla y tenía los pies sobre el escritorio. Salvo por algún detalle anómalo en su postura —sobre todo la manera en que la cabeza le colgaba hacia atrás—, habría podido pensarse que dormía.
—Está muerto —afirmó Cynthia, y apoyó una mano en el hombro de Steve mientras este abría la puerta del camión—. No te molestes. Lo veo desde aquí.
—Así y todo, necesitamos un sitio donde esconder el camión. Si hay espacio en el garaje, abriré la puerta, y tú lo entras. —De más estaba preguntarle si se veía capaz de hacerlo; Steve recordaba la habilidad con que había maniobrado al cambiar de sentido en la interestatal 50.
—Vale —dijo Cynthia—. Pero no tardes.
—Yo soy el más interesado en volver cuanto antes, créeme. —Steve se dispuso a salir, pero se detuvo—. Estás bien, ¿no?
Cynthia sonrió. Con evidente esfuerzo, pero sonrió.
—Por el momento sí. ¿Y tú?
—En plena forma.
Steve bajó de la cabina, cerró la puerta y cruzó el suelo alquitranado de la gasolinera hacia la oficina. Le asombró la cantidad de arena que se había acumulado ya. Daba la impresión de que el viento de poniente se hubiese propuesto enterrar el pueblo entero. Y a juzgar por lo que había visto de él, no era mala idea.
Había una bola de rastrojo atrapada en el hueco de la puerta; sus esqueléticas ramas se agitaban ruidosamente. Steve la apartó de un puntapié y la observó alejarse en la oscuridad. Volvió la cabeza, vio que Cynthia se había sentado al volante del camión y le dirigió un saludo.
Ella levantó los puños y luego, con expresión seria y resuelta, alzó los pulgares. Control de misión: todo en orden. Steve sonrió, asintió con la cabeza y entró en la oficina. A veces Cynthia era realmente graciosa. Steve ignoraba si ella lo sabía o no, pero lo era.
El tipo sentado en la oficina necesitaba con urgencia una tumba. El semicírculo de sombra proyectado por la visera de la gorra envolvía su cara lívida, de piel tirante y satinada. Presentaba al menos dos docenas de marcas negras. No eran mordeduras de serpiente, y por su diminuto tamaño tampoco podían ser picaduras de escorpión.
Sobre el escritorio había una revista de chicas. Steve leyó el nombre del revés: Lesbo Sweethearts. Una araña pasó sobre las mujeres desnudas de la cubierta y se acercó al borde del escritorio. La siguieron dos más. En el borde del escritorio se detuvieron, formando una pulcra línea, como soldados en posición de descanso.
Otras tres salieron de debajo del escritorio y avanzaron hacia Steve por el sucio suelo de linóleo. Retrocedió un paso, se preparó, y las pisó con la bota. Aplastó a dos. La tercera se desvió a la derecha y huyó hacia lo que probablemente era el cuarto de baño. Cuando Steve miró de nuevo el escritorio, vio que ahora había ocho alineadas en el borde, como indios apostados en lo alto de un peñasco en una película del Oeste.
Eran arañas reclusas, conocidas también como arañas violinista, porque su cefalotórax recordaba vagamente la forma de un violín.
Steve había visto muchas en Texas; incluso una vez le había picado una mientras revolvía un montón de leña en casa de su tía Betty, que vivía en Arnette. Había sentido un dolor espantoso, como el de una picadura de hormiga pero unido a un intenso escozor. Comprendió por qué el cadáver olía a podrido pese a la sequedad del ambiente. En aquella ocasión la tía Betty había insistido en desinfectarle la picadura con alcohol de inmediato, diciéndole que si uno descuidaba una picadura de araña violinista, la carne circundante podía corromperse. Tenía que ver con cierta sustancia de su saliva. Y si muchas atacaban simultáneamente a una persona…
Aparecieron otras dos arañas, estas procedentes del surco oscuro en que se unían las hojas del libro de registro de la gasolinera, abierto sobre el escritorio. Se reunieron con sus amigas. Eran ya diez, y lo miraban. Estaba seguro de que lo miraban. Surgió otra de entre el cabello del cadáver; se paseó por la frente y la nariz, bajó a los labios hinchados y cruzó la mejilla. Seguramente se dirigía a la convención que se celebraba al borde del escritorio, pero Steve no se quedó a comprobarlo. Se encaminó hacia el garaje, no sin antes subirse el cuello de la camisa. El garaje podía estar lleno de arañas. A las arañas reclusas les gustaba esconderse en lugares oscuros.
Así que deprisa, ¿entendido?, se dijo.
Encontró un interruptor a la izquierda de la puerta y lo accionó.
En el garaje se encendió con un zumbido media docena de fluorescentes polvorientos. Un par de columnas dividía en dos partes iguales el espacio interior. A un lado había una furgoneta convertida en todoterreno, con unas ruedas enormes y la caja descubierta; estaba pintada de un color azul metalizado y en la puerta del conductor un rótulo en letras rojas rezaba EL VAGABUNDO DEL DESIERTO. Al otro cabría el Ryder si apartaba un montón de neumáticos y la máquina de recauchutado.
Salió de nuevo a la oficina e hizo una señal a Cynthia sin saber si lo veía. Luego se acercó a los neumáticos, y cuando se inclinaba sobre ellos, una rata saltó del centro del montón y le hincó los dientes en la camisa. Steve lanzó un grito de sorpresa y asco y se golpeó el pecho con el puño, rompiéndole el espinazo a la rata. Esta sacudió las patas en el aire, chillando con los dientes apretados e intentando morderle.
—¡Joder! —exclamó Steve—. ¡Suéltame, maldito, bichejo!
No tan bichejo, en realidad; sería del tamaño de un gato adulto.
Steve se inclinó para que la camisa se le separase del cuerpo (lo hizo inconscientemente, del mismo modo que tampoco era consciente de que estaba gritando y maldiciendo), agarró a la rata por el rabo y tiró con fuerza. Se le rasgó la camisa, y la rata, doblada por las protuberantes vértebras de su espinazo roto, trató de morderle la mano.
Steve la hizo girar en el aire como un Tom Sawyer chiflado y la lanzó. El roedor, un ratasteroide, voló hasta el otro extremo del garaje y fue a estrellarse contra la pared más allá del Vagabundo del desierto.
Quedó inmóvil en el suelo con las patas hacia arriba. Steve la observó con atención para asegurarse de que no se levantaba y lo atacaba de nuevo. Temblaba de la cabeza a los pies, y por el castañeteo de sus dientes habría parecido que tenía frío.
A la derecha de la puerta había una mesa alargada cubierta de herramientas. Agarró una de las palancas que se usaban para extraer las cubiertas de los neumáticos y dio una patada al montón de ruedas.
Este se desmoronó, y de debajo salieron chillando otras dos ratas más pequeñas, que huyeron de inmediato hacia las zonas oscuras del garaje.
No pudo resistir ni un segundo más el contacto caliente y nauseabundo de la sangre de rata sobre la piel. Acabó de romperse la camisa y se la quitó. Lo hizo con una sola mano. No estaba dispuesto a desprenderse de la palanca. Sólo conseguiréis esta palanca cuando me la arranquéis de los dedos fríos y muertos, pensó, y soltó una carcajada.
Todavía temblaba. Se examinó el pecho con detenimiento, obsesivamente, en busca de algún posible arañazo. No lo había.
—He tenido suerte —masculló mientras arrimaba la máquina de recauchutado contra la pared—. Una suerte loca, maldita rata de mierda.
A continuación corrió hasta el portón levadizo del garaje y apretó el botón de apertura. Se hizo a un lado para dejar paso a Cynthia y miró alrededor buscando ratas, arañas o sabía Dios qué otras sorpresas desagradables. Junto a la mesa de las herramientas había un mono de trabajo colgado de un clavo. Mientras Cynthia metía el camión Ryder en el garaje, Steve empezó a golpear el mono de abajo arriba con la palanca como si fuese una alfombra, observando los extremos de las piernas y las mangas en espera de ver aparecer alguna otra alimaña.
Cynthia apagó el motor y salió del camión.
—¿Qué haces? —preguntó—. ¿Por qué te has quitado la camisa? Vas a morirte de frío; la temperatura ya ha empezado…
—Ratas.
Cuando hubo vareado el mono hasta la parte superior sin descubrir más fauna, empezó a golpearlo de nuevo de arriba abajo. Era mejor prevenir que curar. Seguía oyendo el chasquido que había producido el espinazo de la rata al romperse, y sintiendo el rabo caliente de la rata en su mano.
—¿Ratas? —dijo Cynthia, y miró alrededor con movimientos nerviosos.
—Y arañas. Las arañas son las que han matado al tipo de la…
De pronto se dio cuenta de que estaba solo. Cynthia había salida del garaje y lo esperaba en medio del viento y la arena rodeándose los hombros con los brazos.
—¡Arañas! ¡Qué asco! —exclamó—. Odio las arañas, más aún que las serpientes. —Parecía enojada, como si las arañas fuesen culpa de Steve—. ¡Sal de ahí!
Convencido por fin de que el mono no entrañaba peligro, lo descolgó. Se disponía a dejar la palanca, pero cambió de idea. Con el mono doblado en el antebrazo, pulsó el botón de cierre del portón y salió. Cynthia tenía razón; había refrescado. El polvo alcalino le azotó el vientre y los hombros desnudos. Empezó a ponerse el mono. Iba a quedarle un poco holgado de cintura para arriba, pero mejor grande que pequeño, pensó.
—Lo siento —se disculpó Cynthia, haciendo una mueca y protegiéndose la cara de la arena con una mano—. Es sólo que las arañas… uf… no las… ¿De qué clase eran?
—Más vale que no lo sepas. —Se subió la cremallera del mono y la rodeó con un brazo—. ¿Has dejado algo en el camión?
—La mochila, pero supongo que por esta noche puedo pasar sin cambiarme de ropa interior —dijo Cynthia con una débil sonrisa—. ¿Y tú has cogido el teléfono?
Se dio una palmada en el bolsillo anterior izquierdo del vaquero a través del mono.
—Nunca salgo sin él —contestó. Sintió un cosquilleo en la nuca y se golpeó furiosamente con la palma de la mano, recordando las arañas reclusas alineadas en el borde del escritorio, soldados de una causa desconocida en aquel rincón perdido del desierto.
—¿Qué pasa? —preguntó Cynthia.
—Nada. Simplemente estoy un poco excitado. Y ahora andando. Vámonos al cine.
—¡Vaya! —exclamó Cynthia con aquel tono de voz sensato y algo afectado que tanto seducía a Steve—. Una cita. Sí, gracias.
Mientras Tom Billingsley guiaba a Mary, David, Ralph y el mayor novelista vivo de Norteamérica (al menos en opinión del novelista) por el callejón que separaba el Oeste Americano del Depósito de Pienso y Grano de Desesperación, el viento silbaba sobre ellos como el aire que escapa al abrir una gaseosa.
—No enciendan las linternas —aconsejo Ralph.
—Bien dicho —convino Billingsley—. Y cuidado aquí. Hay cubos de basura y un montón de latas y chatarra.
Rodearon la pila de latas y chatarra. Mary sofocó un grito cuando Marinville la cogió del brazo, sobresaltada en un primer momento porque no sabía quién la tocaba. Cuando vio junto a ella la melena larga y un tanto teatral, intentó zafarse.
—Ahórrese la caballerosidad. Ya me arreglo yo sola.
—Pero yo no —dijo Marinville, sin soltarla—. De noche no veo una mierda. Es como estar ciego.
Hablaba de un modo distinto. No exactamente con humildad —Mary tenía la impresión de que para John Marinville la humildad era tan inalcanzable como para algunas voces el do mayor— pero al menos como un ser humano. Le permitió sujetarse.
—¿Ve algún coyote? —preguntó Ralph a Mary en un susurro.
Mary reprimió el impulso de responder con algún comentario mordaz; por lo menos no la había llamado «señora».
—No. Pero en realidad no veo nada a dos palmos de mi nariz.
—Se han marchado —dijo David, al parecer muy seguro de sí mismo—. Al menos de momento.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Marinville.
David se encogió de hombros en la oscuridad.
—Simplemente lo sé.
Y Mary pensó que podían confiar en él. Hasta ese extremo había llegado aquella absurda situación.
Billingsley dobló una esquina. Una precaria valla corría paralela la pared trasera del cine, dejando un pasadizo de una anchura no mayor de un metro. El anciano avanzó despacio y con los brazos extendidos. Los otros lo siguieron en fila india; no había espacio para andar de dos en dos. Mary comenzaba a pensar que Billingsley los había llevado hasta allí para nada cuando de pronto el anciano veterinario se detuvo.
—Ya hemos llegado.
Se inclinó, y Mary vio que levantaba algo, en apariencia una caja de embalaje. La colocó sobre otra caja, y luego se subió a aquella improvisada plataforma con una mueca de dolor en el rostro. Se hallaba ante una sucia ventana de cristal opaco. Apoyó las manos en la parte inferior del cristal con los dedos abiertos como los brazos de una estrella de mar y empujó. Era una ventana basculante, y giro hacia el interior sobre su eje, dejando espacio suficiente para entrar.
—Es el servicio de señoras —informó—. Mucho cuidado. Hay cierta altura de la ventana al suelo.
Se volvió de medio lado y penetró; parecía un niño grande y arrugado al entrar en la cabaña del Club de los Cinco. Lo siguió David después su padre. A continuación se encaramó a la plataforma Johnny Marinville, y al ladearse estuvo a punto de caer. Realmente padecía una grave ceguera nocturna, pensó Mary, y tomó nota de que nunca debía montar en un coche conducido por aquel hombre. Ni en una moto. ¿Sería verdad que había cruzado el país en moto? Dios debía de apreciarlo mucho más de lo que ella lo apreciaría nunca.
Mary lo sujetó por la parte trasera del cinturón y lo ayudó a recobrar el equilibrio.
—Gracias —dijo Marinville, y en esta ocasión si pareció hablar con humildad. Después se introdujo torpemente por la ventana, resoplando y gruñendo, con largos mechones de pelo cayéndole en la cara.
Mary lanzó un fugaz vistazo alrededor, y por un momento oyó voces fantasmales en el viento.
«¿No lo has visto?». «Si he visto ¿qué?». «En aquella señal. La señal de velocidad máxima». «¿Qué tenía de especial?». «¡Había un gato muerto!».
De pie sobre la caja de embalaje, pensó: Las personas que han pronunciado esas palabras son en efecto fantasmas, porque han muerto.
Yo tanto como él; es obvio que la Mary Jackson que emprendió este viaje ya no existe. La mujer que se encuentra aquí, detrás de este viejo cine, es otra persona.
Entregó la escopeta y la linterna a las manos que las aguardaban en el interior del cine, se volvió de medio lado y se deslizó ágilmente por encima del alféizar de la ventana.
Ralph la sujetó por la cintura y la ayudo a bajar. David inspeccionaba el servicio de señoras con la linterna, manteniendo la mano ahuecada sobre el foco como si fuese una visera. El olor que flotaba en el ambiente, una mezcla de humedad, moho y alcohol, obligó a Mary a arrugar la nariz. En un rincón había una caja de cartón llena de botellas de whisky vacías. En una de las cabinas el inodoro había sido sustituido por un par de grandes cubos de plástico que contenían latas de cerveza. Aquello le recordó que necesitaba ir al cuarto de baño y que, pese al hedor de aquel lugar, tenía hambre. Era lógico. No había comido nada desde hacia casi ocho horas. Sin embargo la invadió un sentimiento de culpabilidad por tener hambre cuando Peter ya nunca más comería, y a la vez supuso que ese sentimiento no tardaría en desaparecer. Y si uno se paraba a pensar, eso era lo más horrible del caso. Precisamente eso.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Marinville, que había sacado su linterna de un bolsillo y alumbraba las abundantes reservas de cerveza—. Usted y sus amigos deben de correrse unas buenas juergas, Thomas.
—Limpiamos el cine de arriba abajo una vez al mes —dijo Billingsley a la defensiva—. Y no como los chicos que venían a hacer el vándalo en el piso de arriba hasta que finalmente, el invierno pasado, se desplomó la escalera de incendios. Nosotros no nos meamos en los rincones ni tomamos drogas.
Marinville observó la caja de cartón repleta de botellas vacías.
—Si además de todo ese whisky hubiesen tomado drogas —bromeó— probablemente habrían explotado.
—Perdone, pero ¿dónde se puede orinar? —intervino Mary—. Porque empiezo a necesitar con urgencia una visita al baño.
—Encontrara un urinario portátil en el servicio de caballeros, según se sale a la derecha. Es una de esas sillas con orinal que utilizan en los hospitales. También eso lo limpiamos —explicó Billingsley, y lanzó a Marinville una mirada entre hostil y tímida.
Mary intuyó que Marinville estaba preparándose para arremeter contra Billingsley. Quizá el anciano también lo presentía. ¿Y por qué? Porque la gente como Marinville necesita siempre un blanco para sus pullas, y entre los presentes el veterinario era el más vulnerable.
—Disculpe, Johnny, ¿podría prestarme la linterna? —dijo Mary, tendiendo la mano.
Johnny la miró con recelo, pero se la entregó. Mary le dio las gracias y se dirigió hacia la puerta.
—¡Uau! ¡Genial! —susurró David, y Mary se detuvo.
El chico iluminaba con la linterna una de las pocas porciones de pared donde los azulejos permanecían casi intactos. Allí alguien había dibujado un barroco pez con rotuladores de distintos colores. Era una de esas criaturas semimitológicas de ancha cola que se pintaban a veces sobre las olas en las cartas de navegación muy antiguas. Sin embargo, aquel pez que nadaba en la pared sobre el destartalado distribuidor de toallas de papel tenía algo de horripilante, de monstruoso; con sus ojos azules a lo Betty Boop, sus agallas rojas y su aleta dorsal amarilla, resultaba a la vez simpático y exuberante. En aquel ambiente oscuro y fétido, el pez parecía casi un milagro. Sólo uno de los azulejos que abarcaba el dibujo se había desprendido, llevándose consigo la mitad inferior de la cola.
—Señor Billingsley, ¿ha sido usted…? —empezó a preguntar David.
—Sí, hijo —lo interrumpió Billingsley, desafiante y al mismo tiempo incómodo—. Lo dibujé yo. —Miró a Marinville—. Probablemente estando borracho.
Mary se preparó para una mordaz respuesta de Marinville, pero este la sorprendió.
—Yo también he dibujado peces en mis momentos de ebriedad. No con rotuladores sino con palabras, pero supongo que en esencia es lo mismo. No está nada mal, Billingsley. Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué precisamente aquí?
—Porque me gusta este sitio —respondió el anciano con notable pudor—. En especial desde que no vienen los chicos. No es que nos molestasen aquí abajo; ellos preferían la galería. Le parecerá un disparate, pero no me importa. Aquí vengo con mis amigos desde que me jubilé y abandoné mi puesto en la Comisión Municipal. Espero con ilusión las veladas que paso con ellos. Esto no es más que un viejo cine. Hay ratas y las butacas están enmohecidas, pero ¿qué más da? Es asunto nuestro, ¿no? Asunto nuestro. Aunque ahora supongo que están todos muertos. Dick Onslo, Tom Kincaid, Cash Lancaster. Mis viejos compinches. —Dejó escapar un ronco y sobrecogedor sollozo, como el graznido de un cuervo, y Mary se sobresaltó.
—¿Señor Billingsley? —dijo David. El anciano lo miró—. ¿Cree que ha matado a todos los habitantes del pueblo?
—¡Eso es absurdo! —prorrumpió Marinville.
Ralph le tiró de un brazo como si fuese el freno de emergencia de un tren.
—Calle.
Billingsley, mirando todavía a David, se frotó las ojeras con sus dedos largos y torcidos.
—Creo que es muy posible —afirmó, y dirigió a Marinville una mirada fugaz—. Creo que al menos lo ha intentado.
—¿Cuanta gente vive aquí? —preguntó Ralph.
—¿En Desesperación? Ciento noventa personas, quizá doscientas. Contando los nuevos trabajadores de la compañía minera que han empezado a instalarse en el pueblo, tal vez cincuenta o sesenta más. Aunque es difícil saber cuantos estaban aquí y cuantos en la mina.
—¿La mina? —preguntó Mary.
—La Mina de los Chinos. La que han reabierto. Por el cobre.
—No me diga que un solo hombre, aún tratándose de un toro como ese, ha matado a doscientas personas —dijo Marinville— porque, sintiéndolo mucho, no me lo trago. Creo como el que más en el espíritu emprendedor del pueblo norteamericano, pero eso no tiene pies ni cabeza.
—Bueno, quizá se le hayan escapado algunos en la primera pasada —comentó Mary—. ¿No nos ha contado que cuando lo traía hacia aquí ha atropellado a un hombre en la calle? ¿Que lo ha atropellado y lo ha matado?
Marinville la miró ceñudo.
—Pensaba que tenía que ir a mear.
—Tengo unos riñones muy resistentes. Eso ha hecho, ¿no? Ha atropellado a un hombre en la calle. Usted nos lo ha contado.
—Sí, es verdad. Rancourt, se llamaba. Billy Rancourt.
—¡Dios mío! —exclamó Billingsley, cerrando los ojos.
—¿Lo conocía? —preguntó Ralph.
—En un pueblo de este tamaño nos conocemos todos. Billy trabajaba en el depósito de pienso y cortaba el pelo en su tiempo libre.
—Muy bien, sí, Entragian ha atropellado a ese Rancourt en la calle; lo ha atropellado como si fuese un perro. —Marinville parecía alterado—. Estoy dispuesto a aceptar que Entragian puede haber matado a mucha gente. Sé de lo que es capaz.
—¿De verdad lo sabe? —murmuró David, y todos se volvieron hacia él. El chico desvió la mirada y contempló el pez que flotaba en la pared.
—Para un hombre matar centenares de personas… —Marinville se interrumpió, como si hubiese perdido el hilo—. Incluso si lo hizo de noche…
—Quizá no haya actuado solo —adujo Mary—. Quizá lo hayan ayudado los buitres y los coyotes.
Marinville busco argumentos en contra de esa idea —pese a la oscuridad Mary advirtió sus esfuerzos—, pero al final desistió. Exhaló un suspiro y se frotó la sien como si le doliese.
—De acuerdo, es una posibilidad. El pajarraco más asqueroso del mundo ha intentado arrancarme el cuero cabelludo por orden de Entragian, eso me consta que ha ocurrido. Así y todo…
—Es como la historia del Ángel Exterminador en el Éxodo —intervino David—. Los israelitas tuvieron que poner sangre en las puertas para avisar que ellos eran los buenos, ¿lo sabían? Sólo que aquí Entragian es el Ángel Exterminador. Y si es así, ¿por qué ha pasado de largo al llegar a nosotros? Podría habernos matado tan fácilmente como a Bombón o a su marido, Mary. —Se volvió hacia el anciano—. Si ha matado a los demás habitantes del pueblo, ¿por qué no lo ha matado a usted?
Billingsley hizo un gesto de incomprensión.
—No lo sé. Yo estaba en casa durmiendo la mona. Llegó en el coche patrulla nuevo… Dios, el mismo que yo ayude a elegir… y me detuvo. Me metió en la parte trasera del coche y me llevó al calabozo. Le pregunté por qué, que había hecho, pero no se dignó contestar. Le supliqué. Lloré. Aún no sabía que estaba loco, ¿cómo iba a saberlo? No hablaba, pero no daba señales de locura. Empecé a sospecharlo más tarde, pero al principio creí que había cometido algún delito durante la borrachera y no lo recordaba. Quizá que había salido en coche y había atropellado a alguien. Una… una vez me pasó.
—¿Cuando fue a buscarlo? —preguntó Mary.
Billingsley tuvo que pensar la respuesta.
—Anteayer. Poco antes de la puesta de sol. Estaba acostado. Me dolía la cabeza y me disponía a levantarme con la idea de tomar algo para la resaca. Un aspirina, y un poco más del veneno que me había dejado en aquel estado a modo de antídoto. Llegó y me sacó de la cama. Yo sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Me dejó vestirme, incluso me ayudó. Pero no me permitió tomar un trago a pesar de que temblaba de la cabeza a los pies, y no me explicó por qué me detenía. —Guardó silencio por un momento. Seguía frotándose las ojeras. Aquel gesto ponía nerviosa a Mary—. Después, cuando ya me había encerrado en la celda, me llevó una cena caliente. Se sentó en el escritorio durante un rato y me habló. Entonces empecé a pensar que se había vuelto loco, porque sólo decía cosas sin sentido.
—«Veo agujeros como ojos» —dijo Mary.
Billingsley asintió con la cabeza.
—Sí, cosas así. «Tengo la cabeza llena de mirlos», esa es otra frase que recuerdo. Y otros muchos disparates que ya he olvidado. Eran como los pensamientos del día de un calendario, pero escritos por un loco.
—Salvo por el hecho de que usted es del pueblo, su situación es idéntica a la nuestra —comentó David—. Y como nosotros, tampoco sabe por qué lo ha dejado con vida.
—Sí, así es.
—¿Y a usted cómo lo ha atrapado, señor Marinville? —preguntó David.
Marinville contó que el policía había detenido el coche patrulla detrás de su moto mientras orinaba y contemplaba el paisaje en el lado norte de la carretera, y que en un primer momento se había mostrado amable.
—Hemos hablado de mis libros —dijo—. Creía que era un admirador. Incluso iba a darle un jodido autógrafo, y perdona la expresión, David.
—No tiene importancia. ¿Ha pasado algún coche mientras hablaban? Supongo que sí, ¿verdad?
—Unos cuantos, sí, creo que sí, y un par de camiones. En realidad yo no prestaba atención al tráfico.
—Y sin embargo él no ha molestado a ningún otro conductor.
—No.
—Sólo se ha fijado en usted.
Marinville miró al chico pensativamente.
—También lo ha elegido —insistió David.
—Bueno, quizá. No podría asegurarlo. Todo ha ido bien hasta que ha encontrado la droga.
Mary levantó las manos.
—Eh, eh, un momento.
Marinville la miró.
—Esa droga que llevaba…
—No se confunda; no era mía. ¿Acaso cree que cruzaría el país en una Harley con una bolsa de hierba en las alforjas? Puede que este mal de la cabeza, pero no tanto.
Mary se echó a reír. Con las contorsiones aumentó su necesidad de vaciar la vejiga, pero no podía evitarlo. Aquello era demasiado perfecto, demasiado redondo.
—¿Llevaba la bolsa un adhesivo de una cara sonriente? —preguntó. Ya conocía la respuesta, pero de todos modos deseaba oírla de labios de Marinville—. Un Mr. Smiley.
—¿Cómo lo sabe? —dijo Marinville con expresión de perplejidad.
Por un momento, a la luz de las linternas, pareció el vivo retrato del cantante Arlo Guthrie, y la risa de Mary se convirtió en carcajadas. Se dio cuenta de que si no iba pronto al baño, se mojaría las bragas.
—Po-porque esa bolsa de droga salió de nuestro ma-maletero —contestó Mary, sujetándose el estómago—. Pe-pertenecía a mi cu-cuñada. La pobre es un ca-caso perdido. Puede que Entragian este lo-lo-loco, pero al menos re-re-recicla… Discúlpeme pero he de irme, o tendré un accidente.
Salió al pasillo, se dirigió hacia la derecha y lo que vio al abrir la puerta del servicio de caballeros la hizo reír aún con mayor fuerza.
Colocado en el centro del cubículo como el trono de una ópera bufa, había un inodoro portátil con un saco de lona suspendido de un bastidor metálico bajo el asiento. Decoraba una de las paredes laterales otro dibujo en rotulador, creado obviamente por la misma mano que el pez. Este era un caballo a galope tendido. Expulsaba humo por las narices y en sus ojos destellaba un siniestro brillo ígneo. Parecía dirigirse a una pradera situada al este del sol y al oeste del lavamanos. La pared conservaba todos sus azulejos, pero en su mayoría estaban desencajados y medio levantados; en esa irregular superficie, el caballo ondulaba como la imagen de un sueño.
Fuera ululaba el viento. Mientras Mary se bajaba el pantalón y se sentaba en el frío asiento del inodoro portátil, recordó de pronto que a veces Peter se tapaba la boca con la mano cuando se reía —el pulgar a un lado y el índice al otro—, como si la risa lo hiciese más vulnerable; y súbitamente, sin tránsito intermedio, Mary pasó de la risa al llanto.
Qué poco sentido tenía todo aquello: viuda a los treinta y cinco años, fugitiva en un pueblo lleno de cadáveres, sentada en un inodoro portátil en medio del servicio de caballeros de un cine abandonado, meando y llorando al mismo tiempo, meando y gimiendo y contemplando una siniestra bestia dibujada en una pared tan combada que parecía una visión subacuática. Qué poco sentido tenía estar tan asustada, y verse privada del dolor por la firme y brutal determinación de sobrevivir a toda costa, como si Peter nunca hubiese significado nada para ella, como si fuese una nota a pie de página.
Y qué poco sentido tenía aquella sensación de hambre en el estómago… pero allí estaba.
—¿Por qué está ocurriendo esto? ¿Por qué me ha tocado a mí? —susurró, y hundió la cara entre las manos.
Si Steve o Cynthia hubiesen ido armados, probablemente habrían disparado contra ella.
Pasaban ante el Bud’s Sud (en el letrero de neón de la cristalera se leía DISFRUTE DEL JUEGO EN NUESTRA COMPAÑÍA) cuando se abrió la puerta del establecimiento contiguo —la lavandería— una mujer salió precipitadamente. Steve vio solo una silueta oscura y blandió la palanca de hierro.
—¡No! —exclamó Cynthia, sujetándole la muñeca—. ¡No lo hagas!
La mujer —en un primer momento Cynthia solo vio que tenía abundante cabello oscuro y la piel muy blanca— se abalanzó sobre Steve, lo agarró por los hombros y acercó su cara a la de él. Cynthia dudaba que se hubiese dado cuenta de que Steve blandía una palanca.
Ahora le preguntará si ha encontrado a Jesuuus, pensó Cynthia. Cuando te agarran de esa forma, nunca es Jesús sino Jesuuus.
Pero naturalmente la mujer no era una evangelista ni fueron esas sus palabras.
—Tenemos que salir de aquí —dijo con voz ronca—. Ahora mismo.
Dirigió una breve mirada a Cynthia y la descartó como posible ayuda para concentrarse de nuevo en Steve. Cynthia había visto antes aquella actitud y no se ofendió. En situaciones difíciles cierta clase de mujeres sólo tenían ojos para los hombres. Unas veces se debía a la educación que habían recibido; otras, las más, lo llevaban impreso sus preciosos circuitos de Barbie.
Pese a la oscuridad y el polvo que flotaba en el aire, Cynthia la veía ahora con mayor claridad. Era mayor que ella (treinta años por lo menos), parecía inteligente y no carecía de encantos. Sus largas piernas asomaban bajo un vestido corto que llevaba con poca gracia, como si de hecho no estuviese acostumbrada a los vestidos. Sin embargo no era ni mucho menos torpe, a juzgar por como se movió cuando Steve retrocedió, sin despegarse de él, como si bailasen.
—¿Tiene un coche? —preguntó con tono apremiante.
—Un camión, pero no sirve de nada —contestó Steve—. La carretera que sale del pueblo esta cortada.
—¿Cortada? ¿Cómo?
—Han atravesado en medio tres caravanas —explicó Steve.
—¿A qué altura?
—Cerca del barracón de la compañía minera —dijo Cynthia—, pero ese no es el único problema. Ha muerto mucha gente…
—A mi me lo va a contar —la interrumpió la mujer, y soltó una estentórea carcajada—. Collie se ha vuelto loco. Con mis propios ojos lo vi matar a media docena de personas. Los persiguió con el coche patrulla y los mató a tiros en plena calle. Como si fuesen ganado. —Mantenía agarrado a Steve y lo sacudía como si le reprendiese, pero su mirada estaba en otra parte—. No podemos quedarnos en la calle. Si nos ve… Entren en la lavandería; estaremos a salvo. Llevo aquí metida desde ayer por la mañana. Entró una vez. Me escondí bajo el escritorio de la oficina. Notó el olor de mi perfume, y pensé que me encontraría… que rodearía el escritorio y me encontraría… pero no se acercó. No fue capaz de guiarse por el olor. ¡Quizá tenga la nariz tapada! —se echó a reír (era una risa histérica) y de pronto se dio una bofetada para obligarse a callar. Resultó gracioso y sorprendente a la vez, uno de esos gestos que hacían a veces los personajes de los dibujos animados de la Warner.
Cynthia movió la cabeza en un gesto de negación.
—A la lavandería no. Al cine. Allí nos espera otra gente.
—Vi su sombra —dijo la mujer. Seguía aferrada a Steve y acercaba a él la cara en una actitud casi de intimidad, como si creyese que eran Humphrey Bogart e Ingrid Bergman ante una cámara con filtro difusor—. Su sombra se proyectó por encima del escritorio y la vi en el suelo junto a mí. Estaba segura… pero no me encontró. En la lavandería estaremos a salvo mientras pensamos como…
Cynthia alargó el brazo, cogió a la mujer por la barbilla y la obligó a mirarla.
—¿Qué hace? —preguntó ella, indignada—. ¿Qué demonios hace?
—Atraer su atención, espero.
Cynthia retiró la mano, y de inmediato la condenada mujer volvió la cara hacia Steve, sin más voluntad que una flor al girar el tallo para seguir al sol, y continuó con su atropellada narración.
—Estaba bajo el escritorio… y… y… tenemos que… escuchar, tenemos que…
Cynthia de nuevo alargó el brazo, agarró a la mujer por la barbilla y la hizo volver la cara hacia ella.
—Cariño, atiende. El cine. Allí nos espera otra gente.
La mujer arrugó la frente como si tratase de descifrar las palabras de Cynthia. Luego miró por encima del hombro de Cynthia hacia la marquesina del Oeste Americano.
—¿En el viejo cine?
—Sí.
—¿Seguro? Anoche intenté abrir y no pude. Las puertas están cerradas con llave.
—Tenemos que ir por detrás —aclaró Steve—. Nos espera un amigo mío, y ahí es donde nos ha dicho que fuésemos.
—¿Cómo ha podido decírselo? —preguntó la mujer del pelo oscuro con manifiesto recelo, pero cuando Steve empezó a andar en dirección al cine, lo siguió. Cynthia se situó junto a ella—. ¿Como ha podido decírselo?
—Por un teléfono móvil —respondió Steve.
—Por lo general en esta zona no funcionan bien —dijo la mujer del pelo oscuro—. Hay demasiados yacimientos minerales.
Pasaron bajo la marquesina del cine (una bola de rastrojo atrapada en el ángulo formado por la taquilla y la puerta de la izquierda restallaba como una maraca) y se detuvieron en la esquina.
—Este es el callejón —dijo Cynthia, y se dispuso a adentrarse en él.
La mujer se quedó atrás, mirando alternativamente a Steve y Cynthia con expresión ceñuda.
—¿Quién es ese amigo? ¿Quiénes son esas otras personas? —preguntó—. ¿Como han llegado hasta aquí? ¿Como es que ese cabrón de Collie no los ha matado?
—Dejemos eso para más tarde —dijo Steve, y la cogió del brazo.
La mujer se resistió, y cuando volvió a hablar la voz apenas le salía.
—Me llevan a donde está él, ¿verdad?
—Oiga, ni siquiera sabemos a quién se refiere —intervino Cynthia—. Dese prisa, por amor de Dios!
—Se oye un motor —advirtió Steve, ladeando la cabeza—. Viene del sur, creo. Y viene en esta dirección, eso sin duda.
—Es él —susurró la mujer con los ojos desorbitados—. Es él —echó un vistazo atrás, como si añorase la seguridad de la lavandería, pero de pronto se decidió y corrió hacia el callejón.
Cuando llegaron al pasadizo que discurría entre la valla y la pared posterior del cine, Cynthia y Steve tuvieron que apresurarse para no quedar rezagados.
—¿Están seguros…? —empezó a preguntar la mujer, pero en ese momento parpadeó una linterna desde una ventana del edificio unos metros más adelante.
Avanzaron en fila india por el pasadizo, Steve en medio, precedido por la mujer de la lavandería y seguido de Cynthia. Las cogió a las dos de la mano; la mujer del pelo oscuro la tenía muy fría, y Cynthia mucho más caliente en comparación. La linterna volvió a parpadear, esta vez enfocando dos cajas de embalaje apiladas.
—Sube ahí y entra por la ventana —susurro una voz.
Steve se alegro de oírla.
—¿Jefe?
—Yo mismo. —Marinville parecía sonreír—. Te queda muy bien el mono; es tan masculino… Entra, Steve.
—No estoy solo. Somos tres.
—Cuantos más seamos, más reiremos.
La mujer del pelo oscuro se remangó la falda para trepar a las cajas, y Steve vio que el jefe recreaba la mirada en ella. Por lo visto ni el Apocalipsis cambiaba ciertas cosas.
Steve ayudo a subir a Cynthia y luego se encaramó él a la ventana.
Desde el alféizar se volvió e, inclinándose, empujó la segunda caja hasta hacerla caer. Ignoraba si bastaría con eso para engañar al individuo que tanto asustaba a la mujer del pelo oscuro en caso de que fuese a husmear por allí, pero no estaba de más intentarlo.
Se descolgó hasta el suelo, miró alrededor y vio que se hallaba en una guarida de borrachos donde las hubiera. A continuación abrazó al jefe. Marinville se echó a reír, sorprendido y a la vez complacido.
—Sin lengua, Steve, insisto.
Steve cogió a Marinville por los hombros y sonrió.
—Pensaba que habías muerto. Hemos encontrado la moto enterrada en la arena.
—¿La has encontrado? —dijo Marinville con franca satisfacción—. ¡Hijo de puta!
—¿Qué te ha pasado en la cara?
Marinville se colocó el foco de la linterna bajo el mentón, y su rostro desfigurado y pálido semejó una máscara salida de una película de terror. Tenía la nariz como si le hubiese pasado un camión por encima. Su sonrisa, aunque alegre, empeoraba aún más su aspecto.
—¿Crees que si diera una conferencia en el Pen Club con esta pinta conseguiría por fin que esos gilipollas prestasen atención?
—¡Dios mío! —exclamó Cynthia, horrorizada—. Alguien se ha ensañado con usted.
—Entragian —precisó Marinville con súbita seriedad—. ¿Os habéis tropezado con él?
—No —contestó Steve—. Y a juzgar por lo que he oído y visto hasta momento, prefiero no encontrármelo.
La puerta del servicio se abrió con un chirrido de bisagras, y apareció un niño de pelo corto y piel blanca con una camiseta de los Indians de Cleveland manchada de sangre. Llevaba una linterna en la mano, y enfocó las caras de los recién llegados una por una. En la mente de Steve todo encajó de pronto como las piezas de un puzzle; supuso que la camiseta del chico era el elemento clave.
—¿Usted es Steve? —preguntó el chico.
Steve asintió con la cabeza.
—Sí. Steve Ames. Y esta es Cynthia Smith. Y tú debes de ser mi amigo el del teléfono.
El chico esbozo una sonrisa triste.
—Tu llamada no ha podido ser más oportuna, David. Nunca imaginarias lo oportuna que ha sido. Te llamas David Carver, ¿no?
Steve dio un paso al frente y estrechó la mano al chico, complacido al ver la expresión de sorpresa en su rostro. Bien sabía Dios lo mucho que él lo había sorprendido antes con su llamada.
—¿Como ha averiguado mi apellido? —preguntó David.
Cuando Steve se hizo a un lado, Cynthia se acercó al chico y le dio también ella un firme apretón de manos.
—Hemos encontrado vuestra caravana o casa rodante o como se llame —explicó Cynthia—. Steve ha echado un vistazo a tus cromos de béisbol.
—Con franqueza, David —dijo Steve—, ¿crees que los Indians ganarán alguna vez el campeonato?
—Me trae sin cuidado, siempre y cuando pueda verlos jugar otra vez —respondió David con un amago de sonrisa en los labios.
Cynthia se volvió hacia la mujer de la lavandería, la que habrían abatido a tiros si hubiesen ido armados.
—Y esta es…
—Audrey Wyler —se presentó la mujer—. Soy geóloga y trabajo para la compañía minera Diablo. O trabajaba. —Echó un vistazo al servicio de señoras con los ojos muy abiertos y expresión aturdida, reparando en la caja de cartón llena de botellas de whisky vacías, los cubos repletos de latas de cerveza y el fabuloso pez que nadaba en los azulejos sucios de la pared—. Ahora ya no sé qué soy ni qué hago aquí. Me siento como un pedazo de carne pasada.
Mientras hablaba se giró poco a poco hacia Marinville, y acabó dirigiéndose sólo a él como antes había hecho con Steve frente a la lavandería.
—Tenemos que salir del pueblo —dijo, volviendo sobre su guión original—. Según su amigo, la carretera está cortada, pero yo conozco otra. Va desde la zona de carga y descarga que se encuentra al pie del terraplén hasta la interestatal 50. Está en muy mal estado, pero la compañía tiene varios todoterrenos en la mina, una media docena…
—No me cabe duda que eso nos resultará muy útil, pero habrá que dejarlo para más tarde —la interrumpió Marinville, empleando un tono amable y profesional que Steve reconoció de inmediato. De aquel modo hablaba a las mujeres (eran invariablemente mujeres, por lo general de entre cincuenta y sesenta años) que asistían a sus conferencias literarias, o «bombardeos culturales», como él las llamaba—. Primero tenemos que aclarar unas cuantas cuestiones. Vamos a la platea del cine. Hay allí un montaje curioso. Les sorprenderá.
—¿Es usted idiota, o qué? —saltó Audrey Wyler—. No hay nada que aclarar. Lo que tenemos que hacer es marcharnos de aquí. Por lo visto no entiende el alcance de lo que ha ocurrido aquí. Ese hombre, Collie Entragian…
Marinville levantó la linterna y se iluminó la cara por un momento, permitiendo a la mujer observarlo con detalle.
—He tenido ocasión de conocer a ese hombre, como puede ver y entiendo de sobra el alcance de la situación. Vamos a la platea, señorita Wyler, y allí hablaremos. Me hago cargo de su impaciencia, pero es por bien de todos. Los carpinteros tienen un dicho: mide dos veces corta una. Es un dicho inteligente. ¿De acuerdo?
La mujer no pareció muy contenta, pero cuando Marinville se dirigió hacia la puerta, lo siguió. Lo mismo hicieron David, Steve y Cynthia. Fuera el viento aullaba en torno al cine, y este gemía desde más profundas junturas.
La oscura silueta de un coche —un coche con un bastidor para luces el techo— avanzaba despacio hacia el norte a través del ululante viento, alejándose de la lóbrega muralla que se alzaba al sur de Desesperación. Llevaba los faros apagados; la criatura sentada al volante veía bien en la oscuridad, incluso si esa oscuridad resultaba impenetrable a causa del polvo y la arena.
El coche pasó ante la bodega que se hallaba en el límite sur del pueblo. El letrero caído donde se anunciaba COMIDA MEJICANA estaba cubierto de arena casi por completo; lo único que se leía a la tenue luz de la bombilla de la entrada era IDA MEJ. El coche patrulla siguió lentamente por la calle principal hasta el ayuntamiento, entró en el aparcamiento contiguo y ocupó la plaza donde había estado a antes. Tras el volante, la figura enorme y encorvada que llevaba ceñida la bandolera con la insignia policial, cantaba monótonamente una vieja canción: «Bailaremos, nena, y entonces verás la magia que hay en la música, y la música que hay en mí…».
La criatura que conducía el Caprice apagó el motor y permaneció inmóvil en el asiento. Mantenía la cabeza gacha y tamborileaba con los dedos en el volante. Un buitre surgió del polvo y, rectificando en el último instante su descenso para contrarrestar el impulso del viento, se posó en el capó del coche patrulla. Lo siguieron otros dos. El tercero graznó a sus compañeros y dejó caer un grueso chorro de excrementos en el capó.
Formaron en línea con la vista fija en el sucio parabrisas.
—Los judíos deben morir —dijo la criatura sentada al volante del Caprice—. Y los católicos. Y también los mormones. Tak.
Se abrió la puerta del coche. Asomó un pie y luego otro. La figura que llevaba la bandolera se irguió y cerró la puerta. Sostenía en una mano la escopeta que la mujer, Mary, había cogido del escritorio. Dobló la esquina y se dirigió a la puerta del ayuntamiento. Allí dos coyotes flanqueaban la entrada. Al ver acercarse a la criatura emitieron nerviosos gañidos y se encogieron, esbozando serviles sonrisas caninas. La criatura pasó entre ellos sin mirarlos siquiera.
Al llegar a la puerta se detuvo en seco. Estaba entornada. El viento casi la había cerrado, pero estaba entornada.
—¿Qué carajo pasa aquí? —masculló, y abrió la puerta. Empuñó la escopeta con las dos manos y corrió escalera arriba.
En el rellano yacía un coyote muerto. La puerta que conducía a las celdas también estaba abierta. La criatura que empuñaba la escopeta entró en la sala, y aunque sabía ya lo que encontraría, no pudo reprimir un rugido de rabia al ver confirmada su sospecha. Fuera, ante la entrada del ayuntamiento, los dos coyotes gañeron, orinaron y se revolcaron por el suelo. En el coche patrulla los buitres, al oír el bramido de la criatura, agitaron las alas nerviosamente, casi alzándose del capó y volviéndose a posar, y lanzaron picotazos al aire.
Arriba todas las celdas estaban abiertas y vacías.
—Ese chico —murmuró la criatura, inmóvil en el umbral de la puerta—. Y ese asqueroso drogadicto.
Contempló la sala vacía un instante más y después entró lentamente. Sus ojos se movían de un lado a otro en el rostro inexpresivo. Pese a sus anchas espaldas la bandolera se le deslizaba ligeramente hombro abajo. El anterior propietario tenía mayor envergadura. La mujer que Collie Entragian se había llevado de una de las celdas medía un metro sesenta y ocho de estatura y pesaba cincuenta y siete kilos. La criatura que empuñaba el arma parecía la hermana mayor de esa mujer: un metro noventa, complexión fuerte, y unos noventa kilos. Vestía un mono de trabajo que había encontrado en un cobertizo de material de lo que la compañía minera llamaba Serpiente de Cascabel Número Dos y los lugareños conocían como la Mina de los Chinos desde hacia más de cien años. El mono le apretaba un poco en el pecho y la cadera, pero era más cómodo que la anterior ropa de aquel cuerpo. Esa ropa le resultaba ya tan inútil como los antiguos deseos e inquietudes de Ellen Carver. De Entragian conservaba la bandolera, la insignia y revolver que llevaba al cinto.
¿Por qué no iba a conservarlos? Al fin y al cabo ahora Ellen Carver representaba la ley al oeste del Pecos. Era su trabajo, y que Dios librase a cualquiera que intentara interferirse en su camino.
Por ejemplo, su anterior hijo.
Sacó una estatuilla del bolsillo superior del mono. Era una araña tallada en piedra gris. Cuando Ellen la sostuvo en la palma de su mano se decantó hacia la izquierda como si estuviese borracha (le faltaba una pata), pero eso no le restaba fealdad ni malevolencia. Los picados ojos, de un tono violáceo a causa del hierro fusionado con la piedra en las incandescentes entrañas de la tierra millones de años atrás, sobresalían por encima de las maxilas abiertas, y entre estas asomaba una lengua que no era una lengua sino la cabeza sonriente de un coyote. El dorso de la araña recordaba vagamente un violín.
—Tak! —dijo la criatura, de pie junto al escritorio. Tenía el rostro blando y flácido, una cruel imitación de la cara de la mujer que diez horas antes leía un cuento a su hija y compartía con ella una taza de leche con cacao. Miraba con ojos alertas y malignos, unos ojos siniestramente parecidos a los de la araña que sostenía en la palma de su mano. De pronto cogió la estatuilla con la otra mano y la levantó sobre su cabeza, exponiéndola a la luz del plafón colgado del techo—. Tak ah wan. Tak ah lah. Mi him, en tow. En tow.
De inmediato empezaron a aparecer arañas reclusas por el hueco de la escalera, las grietas del rodapié, los rincones oscuros de las celdas vacías. Formaron un círculo en torno a la criatura, que lentamente bajó la araña de piedra y la dejó en el escritorio.
—Tak! —exclamó en un susurro—. Mi him, en tow.
Una visible agitación recorrió el círculo de atentas arañas. Había quizá cincuenta en total, en su mayoría no mayores que ciruelas pasas. A continuación la formación circular se rompió, y las arañas se encaminaron hacia la puerta en fila de a dos. La criatura que había sido Ellen Carver hasta que Collie Entragian la llevó a la Mina de los Chinos las observó mientras partían. Luego se guardó la talla de piedra en el bolsillo.
—Los judíos deben morir —dijo a la habitación vacía—. Los católicos deben morir. Los admiradores de Grateful Dead deben morir —guardó silencio por un instante. Después añadió—: Y los pequeños meapilas también deben morir.
Cruzó los brazos de Ellen Carver ante el pecho de Ellen Carver y empezó a tamborilear pensativamente con los dedos de Ellen Carver en las clavículas de Ellen Carver.