IV

1

El teléfono móvil había ido a parar al otro extremo de la sala, junto a un archivador que tenía pegado a un lado un cartel electoral donde se leía VOTE A PAT BUCHANAN. El aparato no parecía averiado, pero…

Johnny extendió la antena y desplegó el micrófono. El teléfono emitió un zumbido y apareció la S, bien, pero no había barras de transmisión, mal. Muy mal. Aun así, tenía que probar. Pulsó varias veces el botón NOMBRE/MENÚ hasta que leyó STEVE en la pantalla y entonces apretó el botón de envío de mensaje.

—Señor Marinville. —Era Mary, que lo llamaba desde el umbral de la puerta—. Tenemos que irnos. El policía…

—Lo sé, lo sé. Sólo un segundo.

Nada. Ni línea, ni timbre ni voces de autómata. Sólo un sonido hueco y grave, algo como el rumor de una caracola.

—¡Mierda! —exclamó, y plegó el micrófono del teléfono—. Pero ese era Steve, estoy seguro. Si hubiésemos salido treinta segundos antes… solo treinta jodidos segundos antes…

—Johnny, por favor.

—Ya voy —dijo él, y la siguió escalera abajo.

Mary llevaba en una mano la escopeta Rossi, y cuando llegaron al vestíbulo Johnny vio que David Carver había cogido de nuevo el revolver y lo sostenía junto a la pierna. Ralph se había adueñado de uno de los rifles y lo mantenía apoyado en la sangría del brazo como Daniel Boone.

Vamos, Johnny, dijo una voz sarcástica en el interior de su cabeza (era Terry, la perseverante bruja que lo había metido en aquel jodido asunto). No irás a decirme que tienes envidia de ese pueblerino, de Ohio, ¿verdad?

Quizá si. Sólo un poco. Sobre todo porque el pueblerino de Ohio iba provisto de un rifle cargado, a diferencia del Mossberg que Johnny acababa de coger.

—Eso es un Ruger 44 —explicaba el anciano a Ralph—. Lleva cuatro cartuchos en el cargador. He dejado la recámara vacía; reacuérdelo si tiene que disparar.

—Lo tendré en cuenta —aseguró Ralph.

—El retroceso es muy violento. Recuerde eso también.

Billingsley recogió la última arma, el Remington 30-06. Por un momento Johnny pensó que el viejo carcamal se la cambiaria, pero no fue así.

—Muy bien —dijo—, creo que estamos listos. No disparen a ningún bicho a menos que nos ataquen. Fallarían el tiro, malgastarían munición y probablemente atraerían a otros bichos. ¿Queda claro, Carver?

—Sí —asintió Ralph.

—¿Hijo?

—Sí —dijo David.

—¿Señora?

—Sí —contestó Mary, al parecer resignada a ser una «señora», al menos hasta que volviese a la civilización.

—Y yo no golpearé a ninguno con la culata a no ser que se acerque demasiado, lo prometo —dijo, Johnny. No era más que una broma, un comentario jocoso para levantar los ánimos, pero Billingsley respondió con una mirada de frío desdén. Johnny no creía merecer aquel desaire—. ¿Tiene algún problema conmigo, señor Billingsley?

—No me gusta mucho su pinta —replicó Billingsley—. Por estas tierras no sentimos mucho respeto por los tipos de su edad que llevan el pelo largo. Y en cuanto a si tengo algún problema con usted, el tiempo lo dirá.

—Por lo que yo he visto hasta el momento, lo que hacen por esta tierras a los tipos de todas las edades es matarlos a tiros y después dejarlos colgados de un gancho como a ciervos en una cacería, así que perdone si no me tomo muy en serio sus opiniones.

—Oiga…

—Y si está cabreado porque hoy no ha podido tomarse su dosis diaria de bourbon, yo no tengo la culpa. —Johnny sintió vergüenza y a la vez un profundo placer por el modo en que el viejo pestañeó al oír esa acusación. Uno reconocía siempre a los de su condición. Había muchos charlatanes y sabihondos en Alcohólicos Anónimos, pero a ese respecto no se equivocaban. Uno reconocía a los de su condición incluso cuando no les apestaba el aliento o les rezumaba el alcohol por los poros. Uno casi los oía, como los pitidos de un sonar.

—¡Ya basta! —prorrumpió Mary, dirigiéndose a Johnny—. Si quiere hacer el gilipollas, hágalo en su tiempo libre.

Johnny la miró, herido por su tono de voz, deseando responder con alguna excusa infantil como «¡Eh, ha empezado él!».

—¿Adónde vamos? —preguntó David, enfocando la linterna hacia el establecimiento situado en la acera de enfrente, la cafetería y videoclub de Desesperación—. ¿Allí? Los coyotes y el buitre que he visto antes ya no están.

—Demasiado cerca, diría yo —observó Ralph—. ¿Por qué no nos vamos del pueblo? ¿Han encontrado las llaves de algún coche?

Johnny rebuscó en los bolsillos y por fin sacó el llavero del policía muerto.

—Aquí hay solo un juego. Imagino que son del coche patrulla que conducía Entragian.

—Que aún conduce —corrigió David—. En ese coche se ha llevado a mi madre. —Era imposible interpretar la expresión de su rostro mientras pronunciaba esas palabras.

Su padre lo agarró por la nuca y lo atrajo hacia sí.

—En todo caso quizá por ahora sería más seguro no conducir —comentó Ralph—. Un coche resulta muy visible cuando es el único en la carretera.

—De momento cualquier sitio servirá —afirmó Mary.

—Cualquier sitio, sí, pero cuanto más lejos de la base del policía, tanto mejor —dijo Johnny—. De todos modos, esa es la opinión del gilipollas.

Mary le dirigió una mirada de rabia. Johnny la sostuvo impasible, y finalmente fue ella quién, turbada, desvió la vista.

—Nos convendría escondernos, al menos durante un rato —sugirió Ralph.

—¿Dónde? —preguntó Mary.

—¿A usted qué le parece, señor Billingsley? —dijo David.

—En el Oeste Americano —contestó el anciano tras pensarlo por un momento—. De entrada ese podría ser un buen sitio, supongo.

—¿Qué es? —quiso saber Johnny—. ¿Un bar?

—Un cine —respondió Mary—. Lo he visto cuando Entragian nos traía al pueblo. Parecía cerrado.

Billingsley asintió con la cabeza.

—Lo está. Lo habrían demolido hace ya diez años si hubiese alguna otra cosa que construir en el solar. La puerta esta cerrada con llave pero yo conozco otra entrada. Vamos. Y recuerden lo que he dicho sobre los animales. No disparen a menos que sea inevitable.

—Y mantengámonos juntos —añadió Ralph—. Guíenos, señor Billingsley.

De nuevo Johnny, encorvando los hombros contra el intenso viento de poniente, cerró la marcha mientras se encaminaban hacia el norte por la calle principal. Johnny miró a Billingsley, que casualmente sabía cómo entrar en el viejo cine abandonado del pueblo. Billingsley, que tenía opiniones para los temas más diversos cuando uno lo sonsacaba un poco. Es usted un alcohólico en fase terminal, ¿no, amigo mío?, pensó Johnny. Presenta todos los síntomas.

Si realmente lo era, aguantaba bien el tipo considerando que llevaba horas sin tomar un trago. Johnny necesitaba algo para reducir el palpitante dolor de la nariz, y sospechaba que sería una buena inversión para el futuro conseguirle un poco de alpiste al bueno de Tommy.

Cuando pasaban bajo la decrepita marquesina del Owl’s Club, el casino de Desesperación, Johnny dijo:

—Esperen. Voy a entrar aquí un momento.

—¿Está loco? —preguntó Mary—. ¡No podemos quedarnos en la calle!

—En la calle sólo estamos nosotros —repuso Johnny—, ¿no se ha dado cuenta? —Bajó la voz e intentó emplear un tono razonable—. Mire, sólo quiero una aspirina. La nariz me está matando. Serán sólo treinta segundos, un minuto a lo sumo.

Probó a abrir la puerta antes de que ella pudiera contestar. Estaba cerrada. Rompió el cristal con la culata del rifle, casi deseando que sonase una alarma antirrobo, pero solo se oyó el tintineo de los cristales rotos al caer al otro lado de la puerta y el silbido del viento. Desprendió a golpes algunos fragmentos de cristal del bastidor de la puerta, metió la mano y buscó a tientas el tirador del cerrojo.

—Miren —murmuró Ralph, señalando al otro lado de la calle.

Frente a un edificio bajo de ladrillo con dos ventanas —en una se leía COMPAÑÍA y en la otra DEL AGUA—, había cuatro coyotes al acecho. Permanecían inmóviles, pero no quitaban ojo del grupo de personas detenido en la otra acera. Un quinto coyote llegó trotando por la calle y se unió a sus cuatro congéneres.

Mary alzó la escopeta Rossi y apuntó hacia los coyotes. David Carver, con expresión abstraída y distante, la obligó a bajar el cañón del arma y dijo:

—No pasa nada. Sólo nos observan.

Johnny encontró el tirador y abrió la puerta. Los interruptores estaban a la izquierda. Encendían varias hileras de fluorescentes redondos cubiertos por anticuados plafones, de esos que semejaban bandejas invertidas. Bajo su resplandor aparecieron un pequeño comedor (vacío), unas cuantas máquinas tragaperras (apagadas), y un par de mesas de blackjack. De uno de los plafones colgaba un loro. En un primer momento Johnny pensó que estaba disecado, pero al acercarse vio sus ojos protuberantes y una mancha de sangre y excrementos en el suelo. Era auténtico. Alguien lo había ahorcado.

A Entragian no le habrá gustado la manera en que decía «Polly quiere una galleta», pensó Johnny.

En el Owl’s Club flotaba un rancio olor a hamburguesas y cerveza.

Al fondo del salón había una pequeña tienda. Johnny fue hasta allí, cogió un tubo de aspirinas y volvió al bar.

—¡Dese prisa! —gritó Mary desde fuera—. ¡Dese prisa, por favor!

—Enseguida salgo —contestó Johnny.

Tras la barra, en el suelo sucio de linóleo, yacía un hombre con un pantalón oscuro y una camisa que en otro tiempo habría sido blanca.

El barman, a juzgar por su vestimenta. Miraba a Johnny con unos ojos tan vidriosos como los del loro. Lo habían degollado.

Johnny cogió una botella de Jim Beam, la miró al trasluz para comprobar el nivel y se apresuró a salir de allí. Un pensamiento —no precisamente agradable— pugnó por salir a la superficie, pero Johnny lo reprimió. Con contundencia. Sólo pretendía lubrificar al viejo veterinario, nada más, ayudarlo a relajarse. Pensándolo bien, era un acto de caridad cristiana.

Eres un encanto, dijo Terry en su cabeza. Un verdadero santo John el Lubrificador. A eso siguió la risa cínica de su ex mujer.

Cállate de una vez, bruja, pensó, pero como siempre Terry se mostró reacia a marcharse.

2

Cálmate, Steven, se dijo. Sólo así conseguirás salir de esta. Si te dejas vencer por el pánico, existen muchas probabilidades de que acabéis los dos muertos en este condenado camión de alquiler.

Puso la marcha atrás y, mirando por el retrovisor exterior (no se atrevió a abrir la puerta y asomarse; si uno de aquellos buitres impactaba directamente contra él, podía romperle el cuello), empezó a retroceder por la carretera. Aunque el viento volvía a soplar con fuerza oyó crujir a los escorpiones que el camión iba aplastando. Recordaba al sonido de los cereales al masticarlos.

No caigas en la cuneta, pensó, por lo que más quieras.

—No nos siguen —dijo Cynthia con tono de alivio.

Steve echó un vistazo al frente, comprobó que Cynthia estaba en lo cierto, y paró. Habían retrocedido unos quince metros, distancia suficiente para que la primera caravana atravesada en la carretera se convirtiese en una forma imprecisa en medio de la nube de polvo. Steve veía manchas marrones en la arena blanquecina depositada en el asfalto. Escorpiones triturados. Desde allí parecían boñigas de vaca. Y los supervivientes habían emprendido la retirada. En cuestión de segundos a Steve le costaría creer que los había visto.

Pero los has visto, pensó. Si tienes alguna duda al respecto, muchacho, basta con que eches una ojeada al pajarraco muerto que todavía obstruye la toma de aire situada bajo el parabrisas.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Cynthia.

—No lo sé.

Steve miró por su ventanilla y vio el restaurante Rosa del Desierto.

A causa del viento la mitad del toldo se había venido abajo. Miró hacia el otro lado, por la ventanilla de Cynthia, y vio un solar vacío delimitado por una cerca. Habían tapiado la entrada con tres tablas, y en la del medio alguien que por lo visto no creía en la tradicional hospitalidad del oeste había pintado con descuidadas mayúsculas blancas el rótulo PROHIBIDO EL PASO.

—Algo quiere impedirnos que salgamos del pueblo —dijo Cynthia—. Lo sabes, ¿no?

Marcha atrás, Steve entró en el aparcamiento de la Rosa del Desierto, intentando concebir un plan. Sin embargo sólo acudieron a su mente imágenes y palabras inconexas: la muñeca tirada boca abajo junto a la escalerilla de la caravana abandonada; los Tractors diciendo que la chica se llamaba Emergencia y su número de teléfono era el 911; Johnny Cash, cantando que lo había construido pieza a pieza; cadáveres colgados de ganchos; un pez tigre nadando entre los dedos de la mano sumergida en el acuario; el babero del bebé; la serpiente deslizándose por la encimera de la cocina bajo el microondas.

Se dio cuenta de que estaba al borde del pánico, quizá a punto de cometer una auténtica estupidez, y buscó a ciegas algo donde aferrarse, algo que le permitiese pensar de nuevo con coherencia. De manera espontánea acudió a su mente algo inesperado. Era la imagen —más nítida que cualquiera de las anteriores— de la estatuilla que habían visto junto a los ordenadores en la mesa del laboratorio de la compañía minera. El coyote, o lobo, con la cabeza extrañamente torcida e inquietantes ojos; el coyote con una serpiente por lengua.

«En los diccionarios tendrían que poner una foto de eso al lado de la palabra “repugnante”», había dicho Cynthia, y sin duda tenía razón, pero Steve se vio de pronto asaltado por la abrumadora convicción de que algo tan repugnante debía de ser también muy poderoso.

¿Estás de broma?, pensó distraídamente. Al tocar la estatuilla, la radio se apagaba y encendía, las luces parpadeaban, el acuario ha estallado. Claro que es poderosa.

—¿Qué era aquella estatuilla que hemos encontrado en el barracón? —preguntó—. ¿Qué misterio encerraba?

—No lo sé —respondió Cynthia—. Sólo sé que cuando la he tocado…

—¿Qué? Cuando la has tocado, ¿qué?

—Ha sido como si de pronto recordase todas las cosas desagradables que me han pasado en la vida —dijo Cynthia—. Cuando Sylvia Marcucci me escupió en el patio en octavo curso; sostenía que le había quitado el novio, y yo ni sabía de quién me hablaba. Cuando mi padre se emborrachó en la segunda boda de mi tía Wanda y me tocó el culo mientras bailábamos haciendo ver que era involuntario; tan involuntario, supongo, como la empalmada que se le notaba bajo el pantalón. —Se llevó una mano a la sien—. Las veces que me han gritado. Las veces que me han rechazado. Cuando Richie Judkins estuvo a punto de arrancarme la oreja. Me he acordado de todo eso.

—Sí, pero ¿en qué has pensado realmente?

Por un momento pareció que iba a decirle que no se pasase de listo pero no fue así.

—En sexo —contestó, y exhaló un trémulo suspiro—. Y no simplemente en un polvo. Sexo al completo. Y cuanto más obsceno, mejor.

Sí, pensó Steve, cuanto más obsceno mejor. Cosas que te gustaría probar pero de las que nunca hablarías. Sexo experimental.

—¿Qué piensas? —dijo Cynthia con una voz tensa y a la vez extrañamente penetrante, como un aroma.

Steve volvió a mirarla y de repente se preguntó si ella tendría el coño húmedo. Una idea demencial en un momento como aquel, pero eso fue lo que acudió a su mente.

—¿Steve? —Ahora su voz era aún más penetrante—. ¿Qué piensas?

—Nada —respondió el como alguien que intenta despertar de un profundo sueño—. Nada, no tiene importancia.

—¿Empieza por C y acaba por E?

En realidad, encanto, «coño» termina por O, pero te has acercado.

¿Qué le pasaba? ¿Qué demonios le pasaba? Daba la impresión de que aquel curioso fragmento de roca hubiese encendido otra radio, esta en el interior de su cabeza, y en ella sonase una voz que era casi la suya.

—¿A que te refieres? —preguntó Steve.

—Coyote, coyote —dijo Cynthia, canturreando como un niño. No, no estaba acusándolo de nada, aunque supuso que era natural que por un momento lo hubiese pensado; Cynthia parecía presa de una gran agitación—. ¡Eso que hemos visto en el laboratorio! Si lo tuviésemos podríamos salir de aquí. Estoy segura, Steve. Y no me hagas perder el tiempo, ni pierdas el tuyo, diciéndome que me he vuelto loca.

Teniendo en cuenta todo lo que habían visto y todo lo que les había ocurrido en la última hora y media, a Steve ni se le habría ocurrido decir algo semejante. Su Cynthia estaba loca, lo estaban los dos. Pero…

—Me has dicho que no lo tocara. —Steve tenía problemas para articular las palabras; era como si se le hubiesen llenado de barro los engranajes del cerebro—. Has dicho que tenía un tacto…

Un tacto ¿cómo? ¿Qué había dicho? Agradable. Eso era. «Tócalo, Steve. Tiene un tacto agradable».

No. Se equivocaba.

—Has dicho que tenía un tacto desagradable.

Cynthia sonrió. A la luz verdosa procedente del salpicadero su sonrisa pareció cruel.

—¿Quieres tocar algo que si tiene un tacto agradable? —preguntó—. Pues toca esto.

Le cogió a Steve la mano, se la puso entre los muslos y levantó la cadera. Steve cerró la mano en torno a su pubis, quizá con fuerza suficiente para hacerle daño, pero ella siguió sonriendo. De hecho su sonrisa era aún más amplia.

¿Qué estamos haciendo?, se dijo Steve. ¿Y por qué demonios lo hacemos ahora?

Oyó esa voz, pero casi perdida, como una voz alertando de un incendio en un salón de baile lleno de gente vociferante y música a todo volumen. Cynthia tensó aún más la cadera. Steve notó la raja de su entrepierna más cerca, más apremiante. Podía palparla a través de los vaqueros, y ardía. Ardía.

Dijo que se llamaba Emergencia y quiso ver mi arma, pensó Steve.

Y vas a verla, encanto, ya lo creo. Una pistola calibre treinta y ocho en un cuerpo del cuarenta y cinco; dispara balas como losas sepulcrales.

Steve hizo un colosal esfuerzo por controlarse, buscando algo que le permitiese parar el reactor nuclear antes de que se fundiesen las barras de seguridad. Por fin se aferró a una imagen: la expresión cauta y curiosa en el rostro de Cynthia mientras lo miraba a través de la puerta abierta del camión sin decidirse a subir, examinándolo antes con sus ojos azules, intentando adivinar si era la clase de hombre capaz de morderla o arrancarle algo. Una oreja, por ejemplo. «¿Eres buena persona?», le había preguntado. Él había contestado: «Sí, supongo». Y en prueba de lo buena persona que era la había llevado a aquel pueblo fantasma, y estaba magreándole el coño y pensando que le gustaría follársela y hacerle daño a la vez, en una especie de experimento, podría decirse, un experimento relacionado con el placer y el dolor, lo dulce lo salado. Porque así se hacían las cosas en la casa del lobo, en la casa del escorpión, porque eso entendían por amor en Desesperación.

¿Eres buena persona? ¿No serás un asesino en serie o un psicópata? ¿Eres buena persona? ¿Lo eres? ¿Lo eres?

Estremeciéndose, Steve retiró la mano de entre sus muslos. Volvió la cabeza hacia la ventanilla y contempló la oscuridad, donde la arena danzaba como la nieve. Notaba que el sudor le corría por el pecho, lo brazos y las axilas, y aunque empezaba a recuperarse, se sentía aún como un enfermo tras un delirio. Ahora que había pensado en el lobo de piedra, no podía al parecer quitárselo de la mente; seguía viendo su cabeza absurdamente torcida y sus ojos protuberantes. La imagen flotaba en su cerebro como un hábito no satisfecho.

—¿Qué ha pasado? —gimió Cynthia—. Dios mío, Steve, yo no quería hacer eso. ¿Qué nos está pasando?

—No lo sé —respondió Steve con voz ronca—, pero si puedo decirte una cosa: acabamos de probar en nuestras carnes una pizca de lo que ha ocurrido en este pueblo, y no me ha gustado mucho. No puedo apartar de mi mente ese jodido animal de piedra.

Por fin reunió valor suficiente para mirar a Cynthia. Se apretujaba contra la puerta del camión como una adolescente asustada en una primera cita que ha llegado demasiado lejos, y aunque parecía serena, tenía las mejillas encendidas y se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Yo tampoco —dijo Cynthia—. Recuerdo que una vez me entró un trocito de cristal en un ojo. Y esa misma sensación tengo ahora. No dejo de pensar que me gustaría coger esa piedra y frotarme con ella el… ya sabes. Salvo que en realidad no se parece en nada a un pensamiento.

—Te entiendo —afirmó Steve, deseando intensamente que Cynthia no hubiese dicho aquello. Porque ahora la idea había arraigado también en su mente. Se vio a sí mismo frotándose el pene erecto con aquel repugnante objeto, repugnante pero poderoso. Y se imaginó también follando con ella en el suelo bajo la hilera de ganchos, bajo la fila de cadáveres colgados, y la piedra gris y erosionada se hallaba entre ellos, la sujetaban con los dientes.

Steve alejó esas ideas de su mente, pero ignoraba cuanto tiempo conseguiría mantenerlas a raya. Miró de nuevo a Cynthia y consiguió esbozar una sonrisa.

—No me llames nena —bromeó, imitándola—. No me llames nena, y yo no te llamare macho.

Cynthia dejó escapar un trémulo suspiro que terminó en una breve risa.

—Sí. Algo así. Creo que empiezo a sentirme mejor.

Steve asintió con cautela. Si. Aun tenía una erección de campeonato y no le habría venido mal un poco de alivio, pero por lo menos los pensamientos que cobraban forma en su mente parecían de nuevo los suyos. Si lograba mantenerlos alejados de aquel trozo de piedra un rato más, quizá volvería a la normalidad. Pero durante unos segundos la situación había sido crítica, quizá la peor que había vivido. En esos segundos había averiguado lo que debían de sentir individuos como Ted Bundy. Podría haber matado a Cynthia. Quizá la habría matado de no haber roto el contacto físico. O también, supuso, Cynthia podría haberlo matado a él. Era como si en aquel horrible pueblo el sexo y el asesinato hubiesen intercambiado sus papeles. Salvo que en realidad el sexo no era tampoco exactamente sexo. Recordó que al tocar el lobo las luces habían parpadeado y la radio se había encendido.

—No es sexo —dijo, pensando en voz alta—. Tampoco asesinato. Es energía.

—¿Cómo?

—Nada. Cruzaremos otra vez el pueblo. Iremos hacia la mina.

—¿Aquella enorme pared que hay al sur?

Steve asintió con la cabeza.

—Es una mina, una explotación a cielo abierto. Tiene que estar comunicada con la interestatal por una carretera de servicio para el transporte de maquinaria. La encontraremos y volveremos por allí. De hecho me alegro de que esta esté cortada. No quiero acercarme a ese barracón ni ese…

Cynthia le agarró el brazo. Steve siguió la dirección de su mirada y vio que algo se adentraba en el arco de luz formado por los faros del camión. La visibilidad era tan escasa que al principio el animal parecía un fantasma, el espíritu evocado a través de un antiguo conjuro indio.

Era un lobo gris del tamaño de un pastor alemán pero más flaco. A la luz de los faros sus ojos eran dos cuencas de color carmesí. Lo seguían, como un séquito en un malévolo cuento de hadas, dos filas de escorpiones del desierto con los aguijones encorvados sobre el dorso. Dos coyotes por cada lado flanqueaban a los escorpiones; parecían sonreír nerviosamente.

Una ráfaga de viento más intenso balanceó el camión sobre los amortiguadores. A su izquierda el toldo caído ondeaba como una vela rasgada.

—El lobo trae algo en la boca —observó Cynthia con voz ronca.

—Estás loca —dijo Steve, pero cuando el animal se acercó, comprobó que Cynthia no estaba loca.

El lobo se detuvo a unos cinco metros del camión, tan nítido y real como una fotografía en alta resolución del escenario de un crimen. A continuación agachó la cabeza y dejó en el suelo el objeto que sostenía entre los dientes. Lo contempló con atención por un momento después retrocedió tres pasos, se sentó y empezó a jadear.

Era la estatuilla. Yacía de costado en la entrada del aparcamiento yacía en medio del polvo, con la boca abierta en un gruñido, la cabeza torcida, los ojos protuberantes. Furia, rabia, sexo, energía; todo eso parecía transmitir hacia el camión en apretadas ondas, como una especie de campo magnético.

A la mente de Steve volvió la imagen de sí mismo follando con Cynthia, enterrado en ella como una espada hundida hasta la empuñadura en barro caliente y compacto, la imagen de ellos dos cara a cara, las bocas abiertas en idénticos gruñidos y entre los dientes el coyote de piedra, uniéndolos como una correa.

—¿Voy a buscarlo? —preguntó Cynthia, y ahora era ella quién hablaba como si estuviese dormida.

—¿Bromeas? —repuso Steve.

Era su voz, su acento tejano, pero no sus palabras. Esas palabras procedían de la radio que sonaba en su cabeza, la radio que la estatuilla había encendido.

Los ojos del coyote de piedra lo miraban con fiereza entre el polvo.

—¿Qué hacemos, pues?

Steve la miró y sonrió, notando su propia expresión horrible y a la vez fascinante.

—Iremos a buscarlo los dos juntos, naturalmente. ¿Estás de acuerdo?

Ahora la tormenta estaba en su mente, y el viento ululante la sacudía de lado a lado y de arriba abajo, presentándole las imágenes de lo que haría a la chica, lo que ella le haría a él, y lo que ambos harían a cualquiera que se interpusiese en su camino.

Cynthia le devolvió la sonrisa. Sus enjutas mejillas se dilataron hacia arriba hasta que su rostro pareció una calavera sonriente. El resplandor verdoso del salpicadero teñía su frente y sus labios, iluminaba las cuencas de sus ojos. Sacó la lengua y la agitó, como la lengua en forma de serpiente de la estatuilla. Steve sacó también la lengua e imitó aquel serpenteo. A continuación buscó a tientas el tirador de la puerta. Los dos correrían hacia el fragmento de piedra y harían el amor entre los escorpiones sosteniéndolo entre ellos con las bocas, y no importaba lo que ocurriese después.

Porque en un sentido muy real ya no estarían allí.

3

Johnny salió a la calle y entregó la botella de Jim Beam a Billingsley, que la contempló con la cara de incredulidad de alguien que acaba de enterarse de que ha ganado el primer premio de la lotería.

—Aquí tiene, Tom —dijo—. Eche un trago, pero sólo uno, eh, y luego pásela. No a mí; yo estoy en el dique seco.

Miró al otro lado de la calle esperando ver más coyotes, pero seguía habiendo solo cinco.

—¿Usted que problema tiene? —preguntó Mary a Johnny—. ¿Qué carajo le pasa?

—A mí nada —contestó Johnny—. Bueno, tengo la nariz rota, pero supongo que no se refiere a eso, ¿verdad?

Tras desenroscar el tapón, Billingsley empinó la botella con un golpe rápido y preciso de muñeca en el que parecía tan ducho como una enfermera en la técnica de poner inyecciones. Bajó la botella y tosió.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Al cabo de un instante volvió a llevarse la botella a los labios, pero Johnny se la arrebató.

—No, con uno basta, amigo mío.

Johnny ofreció la botella a Ralph, que la aceptó, le echó un vistazo y bebió un trago. Ralph se la tendió a Mary.

—No —rehusó ella.

—Vamos —dijo Ralph con voz queda, casi humilde—. Le vendrá bien.

Mary lanzó a Johnny una mirada de ira y perplejidad, y luego tomó un breve trago. Tosió, apartó la botella y la contempló como si contuviese una sustancia tóxica. Ralph la cogió, rescató el tapón de la mano izquierda de Billingsley, y lo enroscó. Entretanto Johnny abrió el tubo de aspirinas, sacó media docena, las agitó en la mano por un momento y se las metió en la boca.

—Vamos —dijo a Billingsley—. Indíquenos el camino.

Mientras avanzaban por la calle, Johnny explicó por qué había subido corriendo a buscar el teléfono móvil. En la otra acera los coyotes se habían levantado y caminaban a la par de ellos. Aquello no gustó mucho a Johnny, pero ¿qué podían hacer? ¿Dispararles? Demasiado ruido. Por lo menos no había aún señales del policía. Y si aparecía antes de que llegasen al cine, podían esconderse en algún otro establecimiento de la calle. Cualquier puerto sirve en una tempestad.

Al tragar la masa de aspirinas medio licuefactas sintió escozor en la garganta e hizo una mueca. A continuación intentó guardarse el tubo en el bolsillo del pecho, pero el teléfono móvil lo llenaba por completo. Lo sacó, dejó caer en el interior el tubo de aspirinas, y se disponía meterse el teléfono en el bolsillo del pantalón cuando decidió que no perdía nada probando de nuevo. Extendió la antena y desplegó el micrófono. Seguían sin aparecer las barras de transmisión. No había nada que hacer.

—¿De verdad cree que el camión que hemos visto era el de su amigo? —preguntó David.

—Sí, estoy casi seguro.

David tendió la mano.

—¿Me deja intentarlo?

Johnny percibió algo peculiar en la voz del chico. Ralph lo oyó también, como revelaba el modo en que miró a su hijo.

—¿David? —dijo Ralph—. ¿Te pasa al…?

—¿Me deja intentarlo, por favor?

—Claro, si tú quieres —dijo Johnny, y le tendió el inútil teléfono al chico.

En cuanto David lo cogió, Johnny vio tres barras de transmisión junto a la S. No una ni dos, sino tres.

—¡Hijo de puta! —masculló Johnny, y le arrancó el teléfono de las manos.

David, que examinaba el teclado de funciones, no advirtió el gesto de Johnny a tiempo de detenerlo.

Tan pronto como Johnny tuvo el teléfono en su mano, las barras de transmisión se desvanecieron, dejando sólo la S.

En realidad no han estado ahí en ningún momento, lo sabes, ¿no?, se dijo Johnny. Ha sido una alucinación.

—¡Devuélvamelo! —exigió David.

Johnny quedó estupefacto al oír la cólera en su voz. El chico le arrebató el teléfono, pero Johnny aún pudo ver el resplandor dorado de las barras de transmisión en la oscuridad.

—Esto es una estupidez —protestó Mary, echando una ojeada a los coyotes que los observaban desde la otra acera. También ellos se habían detenido—. Pero si quieren jugar a esto, ¿por qué no traemos una mesa y nos emborrachamos todos en medio de la jodida calle?

Nadie prestó atención. Billingsley no apartaba la vista de la botella de Jim Beam. Johnny y Ralph miraban al chico, que pulsó repetidamente el botón de la función NOMBRE/MENÚ con la presteza de un veterano jugador de Nintendo. En la pantalla del teléfono aparecieron en rápida sucesión los nombres del agente, la ex esposa y el editor de Johnny hasta llegar a STEVE.

—David, ¿qué pasa? —preguntó Ralph.

David se volvió hacia Johnny con un ademán apremiante como si no hubiese oído a su padre.

—¿Es este, señor Marinville? ¿Este es el hombre que va en el camión?

—Sí.

David pulsó el botón de envío de mensaje.

4

Steve había oído la expresión «salvado por la campana», pero aquello era ridículo.

En el momento en que sus dedos encontraron el tirador de la puerta —y oía a Cynthia accionar el de la suya— sonó el zumbido nasal y perentorio del teléfono móvil.

Steve se quedó inmóvil. Miró el teléfono. Luego miró a Cynthia, cuya puerta estaba ya entornada. Ella lo observaba; la malévola sonrisa se había borrado de sus labios.

—¿Y bien? —preguntó Cynthia—. ¿No vas a contestar?

Steve no pudo evitar reír al detectar en su voz un apremiante tono de esposa.

Fuera el lobo alzó el hocico y aulló, como si hubiese oído la risa de Steve y lo reprobase. Al parecer los coyotes interpretaron aquel aullido como una señal. Se levantaron y se marcharon por donde habían venido, desvaneciéndose en la nube de polvo. Los escorpiones ya se habían ido. Si es que realmente habían estado allí. Steve no podía asegurarlo; tenía la impresión de que su cabeza era una casa embrujada, llena de alucinaciones y falsos recuerdos.

El teléfono sonó de nuevo.

Steve lo extrajo de su soporte en el salpicadero, apretó el botón de recepción y se lo acercó al oído.

—¿Jefe? ¿Eres tu, jefe?

Claro que era él. ¿Quién podía telefonearle, si no? Pero no era él.

Oyó la voz de un niño.

—¿Se llama usted Steve? —preguntó el chico.

—Sí. ¿De dónde has sacado el teléfono de Marinville? ¿Dónde…?

—Eso ahora no importa —respondió el chico—. Está en un apuro, ¿verdad?

—No… —empezó a decir Steve, pero se interrumpió. Fuera un torbellino de viento ululante envolvía la cabina del Ryder. Sin apartarse el teléfono del oído, miró a través del parabrisas por encima de los viscosos restos del buitre. Vio ante el camión el fragmento de estatuilla. Las brutales imágenes de sexo y violencia entremezclados se disipaban gradualmente, pero recordaba el control que habían ejercido sobre él del mismo modo que recordaba ciertas pesadillas especialmente vívidas—. Sí, supongo que sí.

—¿Está ahora en el camión que hemos visto? —preguntó el chico.

—Si has visto un camión, probablemente era el nuestro, si. ¿Está mi jefe contigo?

—El señor Marinville esta aquí, sí. Se encuentra perfectamente. ¿Usted también?

—No lo sé —admitió Steve—. Enfrente tenemos un lobo, y ha traído eso… una especie de estatuilla pero…

Cynthia alargó el brazo e hizo sonar la bocina. Steve se sobresaltó.

En la entrada del aparcamiento el lobo también dio un respingo. Steve vio que encogía el hocico y gruñía. Sus orejas cayeron flácidas a los lados del cráneo.

No le gusta el sonido de la bocina, pensó. De pronto afloró en su mente otra idea, una de esas sencillas ocurrencias que lo inducen a uno a darse una palmada en la frente, como para castigar al cerebro por su holgazanería: Si no se quita de en medio, puedo pasarle por encima, ¿o no?

Sí. Claro que podía. Al fin y al cabo él conducía el camión.

—¿Qué ha sido eso? —se apresuró a preguntar el chico. Y a continuación, como dándose cuenta de que no era la pregunta adecuada, rectificó—: ¿por qué ha hecho eso?

—Tenemos compañía, e intentamos librarnos de ella.

Cynthia hizo sonar de nuevo la bocina. El lobo se levantó. Mantenía las orejas gachas. Parecía furioso, pero también desconcertado.

Cuando Cynthia tocó la bocina por tercera vez, Steve apoyó su mano sobre la de ella y contribuyó. El lobo los miró aún por un momento con la cabeza ladeada y los ojos de un repugnante color amarillo verdoso a la luz de los faros. Finalmente inclinó la cabeza, agarró la estatuilla entre los dientes y desapareció.

Steve miró a Cynthia, y ella le devolvió la mirada. Aun se la veía asustada, pero una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¿Steve? —dijo el chico. Ahora su voz llegaba más débilmente, entre ráfagas de interferencia estática—. Steve, ¿sigue ahí?

—Sí.

—¿Y la compañía a que se ha referido?

—Se ha ido. Al menos de momento. La cuestión es que hacemos a continuación. ¿Tienes alguna sugerencia?

—Quizá.

Steve habría jurado que el niño también sonreía.

—¿Cómo te llamas, chico?

5

Detrás de ellos, en las inmediaciones del ayuntamiento, algo cedió a los embates del viento y se desmoronó con un estrépito ensordecedor. Mary se volvió en dirección al ruido pero no vio nada. Se alegró de haber accedido a tomar un trago de whisky. Sin esa pizca de alcohol en la sangre, al oír aquel sonido —tal vez algún elemento decorativo de una fachada al caer a la calle— se habría muerto del susto.

El chico hablaba aún por teléfono, rodeado por los tres hombres. Mary notó que Marinville deseaba desesperadamente apoderarse otra vez del teléfono; notó también que no se atrevía a quitárselo al chico. Le vendrá bien no conseguir lo que desea, Johnny, pensó Mary. Pero que muy bien.

—Quizá —dijo David, sonriendo. Escuchó, dio su nombre de pila, y después se volvió de cara al Owl’s Club. Agachó la cabeza, y cuando volvió a hablar, Mary apenas oyó su voz. Una sensación de asombro la traspasó como un vertiginoso hechizo.

No quiere que los coyotes de la otra acera oigan lo que dice. Ya sé que suena absurdo, pero eso es lo que está haciendo. Pero aún hay algo más absurdo: creo que hace bien.

—Hay un cine viejo —susurró David—. Se llama Oeste Americano.

—Miró a Billingsley para que se lo confirmase.

Billingsley asintió.

—Dile que vaya por la parte de atrás —indicó el anciano, y Mary llegó a la conclusión de que si estaba loca, al menos no era la única. Billingsley hablaba también en un murmullo, e incluso lanzó una mirada furtiva por encima del hombro como para cerciorarse de que los coyotes no se acercaban a escuchar. Cuando hubo comprobado que continuaban al otro lado de la calle, añadió—: Dile que hay un callejón.

David transmitió su mensaje. Cuando terminó de hablar, algo se le ocurrió de pronto a Marinville. Hizo ademán de recuperar el teléfono, pero se reprimió.

—Dile que aparque el camión lejos del cine. —El gran novelista norteamericano hablaba también en susurros, y además se cubría la boca con una mano como si temiese que alguno de los coyotes pudiera leerle los labios—. Si lo deja enfrente y vuelve Entragian…

David asintió y repitió también sus palabras. Escuchó a Steve por un instante, asintió y volvió a sonreír. Mary desvió la vista hacia los coyotes. Mientras los observaba, una perversa idea cobró forma en su mente: si lograban permanecer ocultos el tiempo suficiente para reagruparse y abandonar el pueblo, una parte de ella lo lamentaría. Porque cuando aquella pesadilla terminase, debería afrontar la muerte de Pete; debería llorar su perdida y el final de la vida que habían construido juntos. Y acaso no fuese eso lo peor. Debería asimismo pensar en todo lo ocurrido, buscarle sentido, y no sabía si sería capaz. Dudaba que alguno de ellos fuese capaz. Excepto David, quizá.

—Venga lo antes posible —concluyó David, y se oyó un leve pitido cuando interrumpió la comunicación. Bajó la antena y devolvió el teléfono a Marinville, quién de inmediato extrajo de nuevo la antena, observó la pantalla, movió la cabeza en un gesto de incomprensión, y plegó el micrófono.

—¿Cómo lo haces, David? ¿Es magia?

El niño miró a Marinville como si tuviese delante a un loco.

—Es Dios —afirmó David.

—Es Dios, pedazo de imbécil —repitió Mary, y rió de un modo que ella misma no reconoció como propio. No era el momento de poner a prueba la paciencia de Marinville, pero no pudo contenerse.

—Quizá debería haberle dicho al amigo del señor Marinville que viniese a recogernos —comentó Ralph con expresión de duda—. Probablemente habría sido lo más sencillo, David.

—No es nada sencillo —contestó David—. Steve te lo contará cuando lleguen.

—¿Lleguen? —preguntó Marinville.

David no le prestó atención. Miraba a su padre.

—Además, esta mamá —dijo—. No nos marcharemos sin ella.

—¿Qué vamos a hacer con esos? —preguntó Mary, señalando a los coyotes. Habría jurado que no sólo vieron su gesto sino que lo comprendieron.

Marinville bajó de la acera y se dirigió hacia los coyotes. Su melena gris ondeaba en el aire como la de un profeta del Antiguo Testamento.

Los coyotes se levantaron, y Mary oyó sus gruñidos. Marinville debía de oírlos también, pero no se dejó intimidar y avanzó otros dos pasos.

Entornó los ojos por un momento, al parecer no para protegerse de la arena sino intentando recordar algo. De pronto dio una palmada seca y dijo:

Tak.

Uno de los coyotes alzó el hocico y aulló. Mary se estremeció.

Tak, ah lah. Tak —continuó Marinville.

Los coyotes se apretaron un poco más entre sí, pero eso fue todo.

Marinville dio otra palmada.

Tak… Ah lah… Tak… ¡Mierda! En realidad nunca se me han dado bien los idiomas.

Permaneció inmóvil, con expresión molesta y vacilante. Por lo visto ni siquiera se le había pasado por la mente que pudiesen atacarlo, a él y su Mossberg 22 descargado.

David bajó de la acera. Su padre lo agarró por el cuello de la camisa.

—No te preocupes, papá —dijo David.

Ralph soltó a su hijo, pero lo siguió mientras este se acercaba a Marinville. A continuación el chico pronunció unas palabras que Mary supo que recordaría siempre aún cuando consiguiese enterrar en el olvido toda aquella experiencia; sería de esa clase de recuerdos que vuelven una y otra vez en los sueños.

—No les hable en el idioma de los muertos, señor Marinville.

David dio otro paso al frente. Ahora estaba solo en medio de la calle, con Ralph y Marinville a su espalda. Mary y Billingsley seguían en la acera. El viento se había convertido en un continuo y penetrante zumbido. Mary sentía los aguijonazos de la arena en las mejillas y la frente, pero en esos instantes era una molestia lejana, carente de importancia.

David juntó las manos ante la boca, en el gesto que adoptaba al rezar. Al cabo de unos segundos las tendió hacia los coyotes con las palmas hacia el cielo.

—Que Dios os bendiga y ampare, que Dios os mire con rostro radiante y os de aliento y paz —oró—. Y ahora marchaos.

Fue como si un enjambre de abejas hubiese caído sobre el grupo de coyotes. Se convirtieron en un torpe y frenético torbellino de hocicos, orejas, dientes y colas, y empezaron a morderse mutuamente en los flancos. De repente se alejaron a toda prisa, ladrando y gimiendo en lo que parecía una encarnizada discusión. Pese al intenso zumbido del viento, Mary los oyó durante largo rato.

David se dio media vuelta, examinó los rostros de estupefacción de todos ellos y sonrió haciendo un gesto de indiferencia, como si dijese:

«En fin, que le vamos a hacer». Mary advirtió que aún tenía restos de jabón verde en la cara. Parecía la víctima de un maquillador inepto en la noche de Halloween.

—Vamos —dijo David—. Sigamos adelante.

Se agruparon en la calle.

—Y un niño los guiará —declamó Marinville—. Vamos pues, chico, guíanos.

Los cinco se encaminaron por la calle principal hacia el Oeste Americano.