I

1

—¿Steve?

—¿Qué?

—¿Es eso lo que yo creo que es?

Cynthia señalaba hacia el oeste por la ventanilla.

—¿Qué crees que es? —preguntó Steve.

—Arena. Arena y viento.

—Sí. Diría que es eso.

—Para un momento, ¿quieres? —pidió Cynthia.

Steve la miró con expresión interrogativa.

—Sólo un momento —insistió Cynthia.

Steve Ames detuvo el camión Ryder en el arcén de la carretera que conducía de la interestatal 50 hasta el pueblo de Desesperación. Habían encontrado el desvío sin problemas. Sentado al volante con el camión parado, volvió la cabeza hacia Cynthia Smith, que le había llegado al corazón aún en una angustiosa situación llamándolo «mi encantador nuevo amigo». En ese momento, sin embargo, no miraba a su encantador nuevo amigo sino que mantenía la vista fija en el dobladillo de su camiseta con Peter Tosh en la pechera y le daba nerviosos tirones.

—Soy una chica realista —dijo Cynthia sin levantar la cabeza—. Un poco adivina, pero realista. ¿Me crees?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Y práctica. ¿Eso también lo crees?

—Sí —contestó Steve.

—Por eso me he reído antes de tu intuición, o lo que fuese. Pero tú estabas convencido de que encontraríamos algo junto a la carretera, y lo hemos encontrado.

—Sí. Así es.

—O sea que era una buena intuición —afirmó Cynthia.

—¿Te importaría ir al grano? Mi jefe…

—Sí. Tu jefe, tu jefe, tu jefe. Ya sé que estás pensando en eso y prácticamente en nada más, y eso es lo que me preocupa, Steve, porque tengo un mal presentimiento. Una mala intuición.

Steve la miró. Lentamente, casi a su pesar, Cynthia levantó la cabeza y le devolvió la mirada. Él se sobresaltó al ver en sus ojos el mortecino resplandor del miedo.

—¿Qué ocurre? ¿Qué temes?

—No lo sé —respondió ella.

—Mira, Cynthia, solo tenemos que encontrar a un policía, o en su defecto una cabina de teléfono, e informar de la desaparición de Johnny. Y de una familia llamada Carver.

—Así y todo…

—No te preocupes —la interrumpió—, llevaré cuidado. Te lo prometo.

—¿Por qué no pruebas a marcar otra vez el nueve once en el móvil? —preguntó Cynthia con una voz débil y tímida que en nada se parecía a su tono habitual.

Steve la complació sin esperar nada, y en efecto no obtuvo respuesta. Esta vez ni siquiera una grabación. No estaba seguro, pero sospechaba que el inminente vendaval o tormenta de arena o comoquiera que lo llamasen por allí debía de haber empeorado las comunicaciones.

—Lo lamento. No funciona —dijo—. ¿Quieres intentarlo tú? Quizá tengas más suerte. El toque femenino y esas cosas.

Cynthia negó con la cabeza.

—¿Tú no sientes algo? —preguntó.

Steve suspiró. Sí, sentía algo. Le recordaba una sensación que había experimentado a veces en su pubertad, cuando vivía aún en Texas. El verano que cumplió trece años fue el más largo, agradable y extraño de toda su vida. Hacia finales de agosto solían formarse en la zona tormentas eléctricas —el cielo negro, el aire quieto, truenos ensordecedores, relámpagos que se clavaban en la pradera como tenedores en un trozo de carne dura—, convulsiones breves pero muy violentas que los viejos del lugar llamaban «jaranas». Y aquel año (un año en que en las emisoras de radio una de cada dos canciones era de Bee Gees) los minutos de silencio previos a esas tormentas lo excitaban de un modo que nunca más se había repetido. Sus ojos parecían globos eléctricos en cuencas cromadas, su estómago se agitaba, su pene se henchía de sangre y se enderezaba como el mango de una sartén. Una sensación de aterrorizado éxtasis lo invadía en aquellos momentos, una sensación de que el mundo estaba a punto de revelarle un gran secreto, de jugarlo como una carta especial. Al final, como es lógico, nunca se producía tal revelación (a menos que consistiese en el posterior descubrimiento de la masturbación), simplemente llovía. Y de ese mismo modo se sentía ahora, solo que sin erección, sin vello erizado, sin éxtasis y sin auténtico terror. Desde que había encontrado el casco del jefe más que terror experimentaba una sensación premonitoria, una sensación de que las cosas no iban bien y pronto empeorarían más aún. Hasta que Cynthia le había preguntado, esa sensación había permanecido latente. De niño, aquel estado obedecía probablemente a cambios en la presión atmosférica cuando se acercaba la tormenta, o a la electricidad del aire, o a cualquier otra cosa. Y en ese momento se avecinaba una tormenta, ¿no? Sí. De modo que seguramente aquello era lo mismo, simple déjà vu, como solían llamarlo, algo comprensible, sin el menor misterio. Aun así…

—Sí, es verdad. Siento algo —admitió Steve—. Pero ¿qué quieres que haga? No pretenderás que me eche atrás, ¿verdad?

—No. Eso no. Pero ve con cuidado, ¿vale?

Una ráfaga de viento sacudió el Ryder. Una nube de arena ambarina voló sobre la carretera, convirtiéndola por un instante en un espejismo.

—Muy bien, pero tendrás que cooperar.

Puso el camión en marcha. El sol poniente hirió con sus rayos la membrana de arena, y esta se tiñó de un color tan rojo como la sangre en su arco inferior.

—Sí, claro —dijo Cynthia con una sonrisa forzada mientras otro golpe de viento embestía el camión—. Cuenta con ello.

2

El policía ensangrentado encerró al recién llegado en la celda contigua a la que ocupaban David Carver y Tom Billingsley. A continuación se dio la vuelta lentamente con una expresión solemne y contemplativa en el rostro sangrante y medio despellejado. Volvió a sacar las llaves y separó, advirtió David, la misma que la vez anterior —el rectángulo de metal con una banda magnética—, así que debía de ser una llave maestra.

—Uni, doni, nono, diez —canturreó—, atrapa a un turista por los pies.

Se dirigió hacia la celda donde estaban los padres de David. Al verlo acercarse, retrocedieron y volvieron a abrazarse.

—¡Déjelos en paz! —gritó David, alarmado. Billingsley lo agarró del brazo, pero él se soltó de un tirón—. ¿Me oye? ¡Déjelos en paz!

—Ni lo sueñes, chaval —dijo Collie Entragian. Metió la llave en la cerradura y se oyó un ligero chasquido al correrse los cerrojos—. Buenas noticias, Ellie. Te han concedido la libertad condicional. Sal de ahí.

Ella negó con la cabeza. Las sombras habían empezado a adueñarse de la sala, y su rostro flotaba en ellas blanco como el papel. Ralph le rodeó la cintura con los brazos y la arrastró hacia el fondo de la celda.

—¿Es que no le ha hecho ya bastante daño a nuestra familia? —exclamó.

—Pues no. —Entragian sacó su revolver del tamaño de un cañón, apuntó a Ralph y bajo el percutor—. O sales ahora mismo, damisela, o le meto una bala entre los ojos a este mequetrefe. ¿Dónde prefieres sus sesos? ¿Dentro de su cráneo o secándose en la pared? A mí igual me da lo uno que lo otro.

Por favor, Dios, que pare ya, suplicó David. Que pare ya. Si trajiste a Brian de dondequiera que estuviese, también puedes hacer esto. Puedes conseguir que este hombre los deje en paz. Dios mío, por favor, no permitas que se lleve a mi madre.

Ellen apartó los brazos de Ralph.

—¡No, Ellie! —rogó su marido.

—Tengo que hacerlo —repuso ella—. ¿No te das cuenta?

Ralph dejó caer los brazos. Entragian devolvió el percutor a su anterior posición y guardó el revolver en la funda. Tendió una mano a Ellen como si la invitase a salir a la pista de baile. Ella avanzó hacia él.

Bajando la voz, dijo:

—Si lo que quiere es… eso, lléveme a donde mi hijo no pueda verlo.

David comprendió que no deseaba que él la oyese, pero tenía un oído muy fino.

—No te preocupes —contestó Entragian, también en un susurro de conspiración—. No quiero… eso, y mucho menos de ti. Y ahora vamos.

Sin soltar la mano de Ellen, cerró la reja de la celda con brusquedad y tiró de ella para cerciorarse de que el cerrojo estaba echado. Después guió a Ellen hacia la puerta.

—¡Mamá! —gritó David. Se agarró a los barrotes y los sacudió—. ¡Mamá, no! ¡Déjela, hijo de puta! ¡Deje en paz a mi madre!

—No te preocupes, David, volveré —aseguró Ellen, pero su voz débil, casi sin inflexiones, inquietó más aún al muchacho; daba la impresión de que ya no estuviese allí, como si el policía la hubiese hipnotizado solo tocándola—. No te preocupes.

—¡No! —rogó David—. ¡Papá, impídeselo! ¡Impídeselo! —En su pecho cobró forma la certidumbre de que si aquel enorme y ensangrentado policía se llevaba a su madre de aquella sala, nunca volverían a verla.

—David… —murmuró Ralph. Retrocedió con paso vacilante hasta el catre, se sentó, hundió la cara entre las manos y se echó a llorar.

—Yo cuidaré de ella, Dave; no te preocupes —dijo Entragian. Estaba ante la puerta que daba a la escalera y sujetaba a Ellen Carver por el brazo. Exhibía una sonrisa que habría podido calificarse de radiante de no ser por la sangre que tenía los pocos dientes que le quedaban—. Soy un hombre sensible, como el protagonista de Los puentes de Madison pero sin las cámaras.

—Si le hace daño se arrepentirá —amenazó David.

La sonrisa se borró del rostro de Entragian. Ahora parecía colérico y a la vez un poco dolido.

—Puede ser, pero lo dudo. Sinceramente. Eres un meapilas, ¿verdad?

David lo miró en silencio.

—Sí, claro que lo eres —afirmó Entragian—. Tienes toda la pinta de un meapilas, con esos ojos de misticón y esa bocaza que no para. ¡Hay que ver! ¡Un meapilas con camiseta de béisbol! —Acercó la cabeza a la de Ellen y miró perversamente al muchacho a través del pelo de su madre—. Reza todo lo que quieras, David, pero no esperes ayuda. Dios no está aquí, como tampoco estaba al lado de Jesús mientras este agonizaba en la cruz con moscas en los ojos. Tak!

Ellen lo vio subir por la escalera. Lanzó un chillido e intento apartarse, pero Entragian la obligó a permanecer donde estaba. El coyote cruzó la puerta mansamente. Ni siquiera miró a la mujer que gritaba y forcejeaba para librarse del policía. Se limitó a avanzar hasta el centro de la sala. Allí se detuvo, volvió la cabeza y fijó su mirada amarillenta de animal disecado en Entragian.

Ah lah —dijo el policía, y soltó el brazo de Ellen por un instante para darse un golpe seco con la palma de la mano derecha en el dorso de la izquierda en un gesto que recordó a David el salto de un guijarro plano sobre la superficie de un estanque—. Him en tow.

El coyote se sentó.

—Este fulano se mueve deprisa —advirtió Entragian señalando al coyote. En apariencia hablaba para todos, pero miraba a David—. Muy deprisa, lo digo en serio. Mucho más que un perro. Si alguien saca una mano o un pie de la celda, lo habrá perdido aún antes de darse cuenta. Os lo aseguro.

—Deje a mi madre en paz —repitió David.

—Hijo —respondió Entragian con hastío— si me viene en gana, le meteré un palo por el culo y la haré girar hasta que salten chispas, y tú no podrás hacer nada para impedírmelo. Y luego volveré por ti.

Salió por la puerta llevándose a la madre de David a rastras.

3

La sala quedó en silencio, roto solo por los ahogados sollozos de Ralph Carver y el jadeo del coyote, que observaba a David con ojos inquietantemente malévolos. La baba le caía de la punta de la lengua como el goteo de una tubería.

—Ten valor, hijo —lo alentó el hombre de la melena gris. De su voz se desprendía que estaba más habituado a recibir consuelo que a darlo—. Ya lo has visto. Tiene hemorragias internas; ha perdido la mitad de los dientes; uno de los ojos se le ha hundido en la carne descompuesta. No puede vivir mucho más.

—No necesita mucho tiempo para matar a mi madre si es eso lo que se propone —repuso David—. Ya ha matado a mi hermana menor. La ha empujado por la escalera, y al caer se le ha roto… se le ha roto el c-c-cuello. —De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas pero, con un supremo esfuerzo de voluntad, logró contenerlas. No era momento de lloriqueos.

—Sí, pero… —empezó el hombre de la melena gris, pero se quedó sin argumentos.

David recordó entonces parte de la conversación con el policía cuando se hallaban en el coche patrulla camino del pueblo, cuando aún creían que era un hombre normal y cuerdo y solo pretendía ayudarlos. David le había preguntado como sabía el apellido de su familia, y el había contestado que lo había leído en la placa que se encontraba sobre la mesa. Era una buena respuesta, porque efectivamente había una placa con su apellido sobre la mesa… pero era imposible que Entragian la viese desde la posición que ocupaba junto a la escalerilla de la caravana. «Tengo ojos de águila, David —había dicho más tarde—, y esos son ojos que distinguen la verdad desde lejos».

Ralph Carver se acercó despacio, casi arrastrando los pies, a la reja de su celda. Tenía los ojos inyectados en sangre, los párpados hinchados, la cara amoratada. Por un momento David, casi cegado por la ira, sintió el vehemente deseo de gritar: «¡Todo esto es culpa tuya! Por tu culpa ha muerto Bombón. Por tu culpa ese hombre se ha llevado a mi madre para matarla o violarla. ¡Tú y tu pasión por el juego! ¡Tu y tus estúpidos planes para las vacaciones! Debería haberte llevado a ti, papá, debería haberte llevado a ti».

Basta ya, David, pensó con la voz de Gene Martin. Así es como eso desea que pienses. ¿Eso? El policía, Entragian, a él se refería, la voz al decir «eso». ¿Y qué deseaba él, o eso, que David pensase? En realidad, ¿qué más le daba lo que pudiese pensar?

—Fíjense en ese animal —comentó Ralph mirando al coyote—. ¿Cómo lo ha hecho venir hasta aquí? ¿Y por qué se ha quedado?

El coyote se volvió hacia la voz de Ralph, luego miró a Mary y finalmente sus ojos se posaron de nuevo en David. Jadeaba y seguía goteando baba en el suelo de madera, donde había empezado a formarse un charco.

—Debe de tenerlos adiestrados —sugirió el hombre de la melena gris—. Igual que a los buitres. Ahí fuera tiene unos cuantos buitres adiestrados. Yo maté uno de esos pajarracos esqueléticos. Lo pisé…

—No —lo interrumpió Mary.

—No —coincidió Billingsley—. Sin duda es posible adiestrar coyotes, pero este no está adiestrado.

—Claro que lo está —insistió el hombre de la melena gris.

—Según el señor Billingsley —dijo David—, ese policía es más alto que antes. Ocho o nueve centímetros por lo menos.

—Eso es absurdo. —El hombre de la melena gris llevaba una cazadora de motorista. Bajó la cremallera de un bolsillo lateral, sacó un ajado paquete de caramelos energéticos, y se echó uno a la boca.

—¿Cómo se llama? —preguntó Ralph al hombre de la melena gris.

—Marinville. Johnny Marinville. Y estoy…

—Lo que está es ciego si no se ha dado cuenta de que aquí ocurre algo espantoso y anormal —dijo Ralph.

—Yo no he dicho que no sea espantoso, y tampoco que sea normal, desde luego —replicó Marinville. Siguió hablando, pero en ese momento David volvió a oír la voz, aquella voz exterior, y dejó de atender a la conversación.

El jabón. David, el jabón.

David miró el jabón, la pastilla verde que estaba junto al grifo, y recordó que Entragian había dicho: «Volveré a por ti».

El jabón.

De pronto comprendió, o creyó, esperó, haber comprendido. Más vale que sea así, pensó. Más vale que sea así, o si no…

Llevaba una camiseta de los Indians de Cleveland. Se la quitó y la dejó junto a los barrotes de la celda. Levantó la vista y vio que el coyote lo miraba. Tenía en alto las raídas orejas, y a David le pareció oír un gruñido en el fondo de su garganta.

—¿Qué haces, hijo? —preguntó Ralph.

Sin contestar, David se sentó en el extremo del catre, se descalzó y echó las zapatillas de deporte junto a la camiseta. Era ya indudable que el coyote gruñía, como si hubiese adivinado que planeaba. Como si estuviese decidido a impedírselo si lo intentaba.

No seas estúpido, se dijo David. Claro que está decidido a impedírtelo. ¿Para qué, si no, lo ha dejado ahí el policía? Basta con que confíes en la voz. Confía en la voz y ten fe.

—Ten fe en que Dios te protegerá —murmuró.

Se puso en pie y se desabrochó el cinturón. Cuando iba a bajarse la cremallera de los vaqueros, se detuvo.

—¿Señora? —dijo—. ¿Señora? —Mary Jackson lo miró, y él se sonrojó—. Le importaría darse la vuelta. Tengo que quitarme el pantalón, y será mejor que me quite también los calzoncillos.

—Pero, por Dios, ¿qué te propones? —preguntó su padre. Se advertía pánico en su voz—. ¡Sea lo que sea, te lo prohíbo!

David no contestó. Se limitó a mirar a Mary. La miró tan fijamente como el coyote lo miraba a él. Al cabo de un instante ella volvió la espalda sin pronunciar palabra. El hombre de la cazadora se incorporó en el catre y, masticando aún el caramelo, observó a David. Al muchacho le daba tanta vergüenza como a cualquier otro niño de once años mostrarse desnudo, y la mirada atenta de aquel hombre lo incomodó; pero, como se había dicho a sí mismo poco antes, no era momento de estupideces. Lanzó otro vistazo a la pastilla de jabón y, sin dudarlo, se bajo los pantalones y los calzoncillos.

4

—Genial —comentó Cynthia—. A eso llamo yo clase.

—¿A qué? —preguntó Steve. Conducía inclinado sobre el volante, atento a la carretera. El intenso viento arrastraba rastrojos y levantaba nubes de polvo sobre la calzada, reduciendo drásticamente la visibilidad.

—A ese cartel. ¿Lo ves?

Steve miró en la dirección que Cynthia le indicaba. El cartel, que originalmente rezaba LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES y ECLESIÁSTICAS DE DESESPERACIÓN LE DAN LA BIENVENIDA, había sido modificado con pintura; ahora se leía LOS PERROS MUERTOS DE DESESPERACIÓN LE DAN LA BIENVENIDA. Una cuerda, deshilachada en un extremo, oscilaba agitada por el viento. Sin embargo el pastor alemán había desaparecido. Primero los buitres habían devorado su parte, y después habían llegado los coyotes. Hambrientos y sin el menor reparo a comerse a un pariente cercano, habían roto la cuerda a tirones y se habían llevado de allí a rastras el cadáver, deteniéndose solo para disputarse algún pedazo de carne. Los restos, básicamente huesos y uñas, se hallaban en un promontorio cercano, y la arena no tardaría en cubrirlos.

—Vaya, la gente de por aquí debe de tener mucho sentido del humor —dijo Steve.

—Desde luego —convino Cynthia, y al cabo de un instante añadió—: Para ahí.

Señaló un herrumbroso barracón de metal acanalado. El letrero de la entrada rezaba: COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN. Junto al edificio había un aparcamiento con varios coches y furgonetas.

Steve salió de la carretera pero decidió no entrar en el aparcamiento, al menos de momento. Las ráfagas de viento, cada vez más frecuentes, tendían a fundirse en un viento casi uniforme. Al oeste el sol se había convertido en un surrealista disco de color rojo anaranjado que pendía sobre los montes Desatoya, tan planos y henchidos como un paisaje de Júpiter. De algún lugar cercano llegaba un golpeteo continuo y metálico, posiblemente un acollador de acero repicando contra el asta de una bandera.

—¿Por qué me has pedido que pare? —preguntó Steve.

—Telefoneemos a la policía desde aquí. Tiene que haber alguien; se ven luces.

Steve observó el barracón. En efecto se veían cinco o seis rectángulos de resplandor dorado en la parte trasera. Oscurecidos por el polvo, parecían las ventanas de un vagón de tren. Volvió a mirar a Cynthia e hizo un gesto de incomprensión.

—¿Por qué desde aquí si podríamos acercarnos a la comisaría? El centro del pueblo no debe de estar lejos.

Cynthia se frotó la frente con el dorso de la mano como si se sintiese cansada o tuviese dolor de cabeza.

—Has prometido que irías con cuidado, y yo te he dicho que te ayudaría a ir con cuidado. Eso precisamente estoy haciendo ahora. Sólo quiero ver como pintan las cosas antes de que un fulano de uniforme me obligue a sentarme en una silla y empiece a interrogarme. Y no me preguntes la razón, porque no la sé. Si llamamos a la policía y se enrollan bien, estupendo. Ellos se enrollan; nosotros nos enrollamos. Pero ¿dónde carajo estaban? Y no me refiero a tu jefe, que ha desaparecido casi sin dejar rastro. Pero una caravana abandonada junto a la carretera, con todas las ruedas pinchadas, la puerta abierta, objetos de valor dentro… No lo entiendo, en serio. ¿Dónde estaba la policía?

—Volvemos a eso, ¿no?

—Sí, volvemos a eso.

La policía podía estar ocupada en un accidente de carretera, un incendio en un rancho, un atraco a una tienda o incluso un asesinato, y Cynthia lo sabía; de hecho todos sus efectivos podían estar ocupados, porque no había mucha policía en aquella parte del mundo. Sin embargo ella tenía razón: había que volver a aquello. Porque no solo resultaba extraño; resultaba sospechoso.

—Muy bien —dijo Steve mansamente, y dirigió el camión hacia la entrada del aparcamiento—. En cualquier caso, quizá no encontrásemos a nadie en lo que pueda ser el Departamento de Policía de Desesperación. Es ya bastante tarde. De hecho, para serte sincero, me sorprende que quede alguien aquí. Los minerales deben de dar mucho dinero, ¿no crees?

Aparcó junto a una furgoneta y abrió la puerta del Ryder, pero el viento se la arrancó de la mano, golpeando el costado de la furgoneta.

Steve hizo una mueca, temiendo oír los gritos airados del dueño del otro vehículo. No apareció nadie. Por su lado paso a toda velocidad una bola de rastrojo, con rumbo por lo visto a Salt Lake City, pero nada más. El polvo alcalino hacia el aire irrespirable. Steve llevaba un pañuelo rojo en el bolsillo. Lo sacó, se lo ató al cuello y se cubrió la boca.

—Un momento —dijo a Cynthia, airándole del brazo para que no abriese la puerta todavía. Se inclinó, abrió la guantera y revolvió el contenido hasta que encontró otro pañuelo, este azul. Se lo entregó e indicó—: Póntelo antes de salir.

Ella alzó el pañuelo, lo examinó con expresión seria y después dirigió a Steve de nuevo su mirada de niña.

—¿No tendrá piojos? —preguntó.

—Esta limpio como los chorros del oro, que diríamos en Lubbock. Póntelo.

Cynthia se lo ató a la nuca y se lo subió hasta la boca.

—Butch y Sundance —dijo, su voz amortiguada por la tela.

—Sí, Bonnie y Clyde.

—Omar y Shariff —añadió ella, y se echó a reír.

—Cuidado al salir. Esto es un auténtico huracán.

Steve se apeó y el viento le azotó el rostro. Tambaleándose, rodeó el camión por la parte delantera. La arena le aguijoneó la frente. Cynthia estaba agarrada al tirador de la puerta con la cabeza inclinada. La camiseta de Peter Tosh flameaba alrededor de su descarnado torso como una vela. Aun no había empezado a oscurecer y el cielo seguía despejado, pero la total ausencia de sombras revestía el paisaje de un extraño aspecto. Como Steve sabía, era la peculiar luminosidad previa a una tormenta.

—¡Vamos! —gritó Steve, sujetándola por la cintura—. ¡Acabemos con esto cuánto antes!

Corrieron por el asfalto agrietado hasta el largo barracón. Había una puerta en un extremo. A un lado un cartel blanco atornillado a la pared de metal acanalado rezaba COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN, igual que el de la entrada, pero Steve advirtió que este había sido pintado sobre un letrero anterior, algún otro nombre que empezaba a revelarse a través de la pintura blanca como un fantasma rojo. Tuvo casi la total certeza de que una de las palabras del letrero original era DIABLO, con la I en forma de tridente.

Cynthia llamó a la puerta con una uña mordida. Al otro lado del cristal un cartel colgaba de una ventosa. Steve pensó que había algo irritantemente característico del oeste en el mensaje que se leía en el cartel:

SI ESTÁ ABIERTO, ESTÁ ABIERTO

SI ESTÁ CERRADO, VUELVA EN OTRO MOMENTO

—Se han olvidado «amigo» —comentó.

—¿Cómo?

—Debería decir: «Vuelva en otro momento, amigo». Entonces sería perfecto. —Consultó su reloj y vio que eran las siete y veinte, lo cual significaba que estaba cerrado. Pero en ese caso ¿qué hacían todos aquellos coches y furgonetas en el aparcamiento?

Empujo la puerta, y esta se abrió. Del interior llegó una ráfaga de música country envuelta en interferencia estática. «Lo construí pieza a pieza —cantaba Johnny Cash—, y no me costó un centavo».

Entraron. La puerta, provista de un brazo neumático, se cerró.

Fuera el viento rehilaba en los canales metálicos de las paredes y el tejado. Se hallaban en una zona de recepción. A la derecha había cuatro sillas con los asientos de vinilo remendado. Daba la impresión de que estaban allí para uso básicamente de hombres robustos con vaqueros y botas de trabajo. Frente a las sillas se extendía una mesa baja y alargada con varias pilas de revistas que uno no encontraría en la consulta de un médico: Armas y Munición, Información Minera, Boletín Metalúrgico, Carreteras de Arizona. Había también un número muy antiguo de Penthouse con Tonya Harding en la portada.

Enfrente de ellos se hallaba el escritorio de la recepcionista, gris y tan desportillado como si lo hubiesen llevado hasta allí a patadas desde el cruce de la interestatal 50. Dispuestos de cualquier manera sobre su superficie había papeles, un montón de volúmenes en precario equilibrio con el rótulo Normativa de seguridad laboral en los lomos (coronado por un cenicero lleno de colillas hasta el borde), y tres cestas de alambre repletas de piedras. En un extremo medio colgaba una máquina de escribir manual, y debajo se ocultaba una silla con ruedas que nadie ocupaba. El aire acondicionado estaba en marcha, y la temperatura era desagradablemente baja.

Steve rodeó el escritorio y vio un cojín sobre el asiento de la silla.

Lo levantó para enseñárselo a Cynthia. Bordado de parte a parte con una anticuada caligrafía del oeste, rezaba la frase APARCA TU CULO AQUÍ.

—Muy buen gusto —comentó ella.

En el escritorio, flanqueada por un cartel con el jocoso lema NO ME AYUDES A CAER EN LA TENTACIÓN, PORQUE YA SÉ CAER YO SOLO y una placa de identificación (BRAD JOSEPHSON), había una rígida foto de estudio de una gruesa pero atractiva mujer negra con dos preciosos niños. Era un recepcionista varón, pues, y no precisamente pulcro. La radio, una vieja Philco con la caja agrietada, se encontraba en un estante cercano, junto al teléfono.

«Justo entonces salió mi esposa —cantaba Johnny Cash entre salvas de interferencia estática—, y de inmediato noté que tenía sus dudas, pero abrió la puerta y dijo: “Cariño, llévame a…”».

Steve apagó la radio. Una ráfaga de viento más intensa aún que las anteriores sacudió el barracón, haciéndolo chirriar como un submarino sometido a gran presión. Cynthia, con la nariz y la boca tapadas todavía por el pañuelo, miró alrededor visiblemente inquieta. Pese a que había apagado la radio, Steve oía aún a Johnny Cash explicar que había sacado su coche pieza a pieza de la fábrica de GM oculto en la fiambrera. La misma emisora sintonizada en otra radio, al fondo del barracón, seguramente donde habían visto las luces.

Cynthia señaló el teléfono. Steve levantó el auricular, escuchó y volvió a dejarlo en la horquilla.

—No hay línea. El viento seguramente ha derribado algún poste telefónico.

—¿Ahora no van bajo tierra los cables? —preguntó Cynthia, y Steve reparó en un detalle interesante: los dos hablaban en voz baja, casi en susurros.

—Quizá esos avances no hayan llegado aún a Desesperación.

Detrás del escritorio había una puerta. Steve tendió la mano hacia el tirador, pero Cynthia le agarró el brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—No lo sé. —Lo soltó, se llevó una mano a la cara y se bajó el pañuelo. Dejó escapar una risa nerviosa—. No lo sé… todo esto es tan… incomprensible.

—Tiene que haber alguien al fondo del barracón. Hay coches aparcados fuera; se ven luces; la puerta no está cerrada con llave.

—Tú también tienes miedo, ¿verdad?

Steve pensó la respuesta y asintió con la cabeza. Sí, tenía miedo. Era la misma clase de miedo que experimentaba en su infancia antes de las tormentas —las «jaranas»—, pero despojado de la exultación que lo acompañaba por aquel entonces.

—Así y todo tenemos que…

—Sí, ya lo sé. Vamos. —Cynthia tragó saliva, notando que le pasaba con dificultad por la garganta—. Dime que dentro de unos segundos estaremos riéndonos el uno del otro y sintiéndonos como idiotas. Dímelo si no te importa, Lubbock.

—Dentro de unos segundos estaremos riéndonos el uno del otro y sintiéndonos como idiotas.

—Gracias.

—De nada —dijo Steve, y abrió la puerta.

Daba a un estrecho pasillo de unos diez metros de largo con una doble hilera de fluorescentes en el techo y una resistente moqueta en el suelo. Había dos puertas a un lado, ambas abiertas, y tres al otro, dos abiertas y una cerrada. Al final del pasillo una luz amarillenta alumbraba lo que debía de ser una zona de trabajo, un taller, quizá, o un laboratorio. Allí estaban las ventanas iluminadas que habían visto desde el exterior, y de allí provenía la música. Johnny Cash había dado paso a los Tractors, que sostenían que a la nena le gustaba menearlo como un bugui-bugui chu-chu tren. A Steve le sonó a las mismas fanfarronadas de siempre.

Esto esta jodido, pensó. Lo sabes, ¿verdad?

Sí, lo sabía. Se oía una radio. Soplaba el viento, cargado de polvo alcalino, azotando las paredes metálicas del barracón con la fuerza de una ventisca de Montana. Pero ¿dónde estaban las voces? ¿Los hombres hablando, bromeando, despotricando? ¿Los dueños de los vehículos aparcados fuera?

Avanzó despacio por el pasillo, pensando que debía decir algo como «¡Eh! ¿Hay alguien ahí?», pero incapaz de reunir valor para hacerlo. Daba la sensación de que el lugar estaba vacío y a la vez no lo estaba, pero escapaba a su comprensión como podían darse esas dos situaciones…

Cynthia, a sus espaldas, le tiró de la camisa con tal brusquedad que estuvo a punto de gritar.

—¿Qué? —dijo, exasperado, con el corazón acelerado, y se dio cuenta de que esta vez si, había hablado en un susurro.

—¿Oyes eso? —preguntó Cynthia—. Suena como… no sé… un niño soplando con una pajita en un vaso de limonada.

Al principio Steve oyó solo a los Tractors —«Dijo que se llamaba Emergencia y quiso ver mi arma; dijo que su número de teléfono era el 911»—, pero al cabo de un momento percibió un sonido líquido y rápido. No humano sino mecánico. Un sonido que casi le resultaba familiar.

—Sí, lo oigo.

—Steve, quiero marcharme de aquí.

—Vuelve al camión y espérame.

—No.

—Cynthia, por Dios…

Él la miró y se interrumpió al ver sus grandes ojos muy abiertos, sus labios apretados en un gesto nervioso. No, no deseaba volver sola al camión, y la comprendía. Había afirmado que era una mujer realista, y quizá lo fuese, pero en ese momento parecía una niña muerta de miedo. La cogió por los hombros, la acercó hacia sí, y la beso en la frente, justo entre los ojos.

—No temas, pequeña —dijo en una pasable imitación de Batman—, yo te protegeré.

Cynthia sonrió a su pesar.

—Estás como una regadera.

—Vamos. No te separes de mí. Y si tenemos que correr, corre deprisa. Si no, podría pasarte por encima.

—Por eso no te preocupes —respondió Cynthia—. Estaré fuera de aquí, antes de que tú hayas dado el primer paso.

La primera puerta de la derecha daba a un despacho. También vacío. El burbujeo se oía más cercano, y Steve supo que era aún antes de asomarse a la siguiente puerta a la derecha. Sintió cierto alivio.

—Es un acuario —dijo—, un simple acuario.

Aquel despacho era bastante más agradable que el anterior, y una auténtica alfombra cubría el suelo. El acuario se hallaba sobre un soporte a la izquierda del escritorio, bajo una fotografía de dos hombres con trajes, botas y sombreros estrechándose las manos bajo una bandera, probablemente la que flameaba en la parte trasera del barracón.

El acuario estaba muy poblado. Steve vio peces tigre, angelotes y peces de colores. En el fondo de arena reposaba un extraño objeto, uno de esos adornos con que la gente decora el interior de los acuarios, supuso, pero no se trataba de un barco hundido, un cofre de pirata o un castillo de Neptuno. Era otra cosa, algo semejante a…

—Eh, Steve —susurró Cynthia casi sin voz—. Eso es una mano.

—¿Qué? —preguntó él sin entender a qué se refería. Más tarde pensó que desde el primer momento debió de saber qué era el objeto sumergido en el acuario. ¿Qué otra cosa podía ser?

—Una mano —repitió Cynthia, casi con un gemido—. Una jodida mano.

Y mientras un diminuto pez tigre nadaba entre el dedo medio y el anular —este con una alianza de oro—, Steve comprendió que Cynthia estaba en lo cierto. Tenía uñas. Tenía una fina cicatriz blanca en el pulgar. Era una mano.

Aunque Cynthia intento detenerlo, Steve se acercó al acuario y se inclinó para observar la mano detenidamente. De inmediato se desvaneció su esperanza de que fuese postiza a pesar de la alianza y el realista detalle de la cicatriz. De la muñeca colgaban jirones de carne y tendón que ondeaban como plancton en las corrientes generadas por el regulador del acuario. Y vio también los huesos.

Se enderezó y vio a Cynthia junto al escritorio. La persona que trabajaba allí era mucho más pulcra. Un pequeño archivador metálico cerrado ocupaba el ángulo derecho. Al lado estaba el teléfono, y junto a él había un contestador automático; la luz roja de mensaje parpadeaba. Cynthia levantó el auricular, escuchó y colgó. A Steve le alarmó la palidez de su cara. Con tan poca sangre en la cabeza, pensó, ya debería estar tendida en el suelo. Sin embargo Cynthia, en lugar de desmayarse, alargó un dedo hacia el botón de reproducción de mensajes del contestador automático.

—¡No lo hagas! —susurró Steve sin saber por qué. En todo caso era ya demasiado tarde.

Se oyó un pitido, luego un chasquido, y a continuación una espeluznante voz que no parecía masculina ni femenina empezó a hablar.

«Pneuma —dijo con tono místico—. Soma. Sarx. Pneuma. Soma. Sarx. Pneuma. Soma. Sarx».

Continuó pronunciando lentamente esas tres palabras, al parecer elevando poco a poco el volumen. ¿Era posible? Steve contempló fascinado el contestador mientras las palabras —soma, sarx, pneuma— se clavaban en su cerebro como tachuelas. Podría haberlo seguido mirando indefinidamente si Cynthia no hubiese golpeado el botón de interrupción con fuerza suficiente para hacer saltar el aparato sobre el escritorio.

—Lo siento, pero no. Es demasiado escalofriante —dijo con tono de disculpa y a la vez desafío.

Salieron del despacho. Al final del pasillo, en el taller o laboratorio o lo que fuese, los Tractors seguían cantando sobre la chica chu-chu que te la levantaba hasta el techo.

¿Cuanto dura esa puñetera canción?, se preguntó Steve. Ya lleva sonando por lo menos quince minutos.

—¿Nos vamos ya? —sugirió Cynthia—. Por favor.

Steve señaló hacia las luces amarillas.

—¡Dios, estás loco! —dijo ella, pero cuando él empezó a andar en aquella dirección, lo siguió.

5

—¿Adónde me lleva? —preguntó Ellen Carver por tercera vez. Se inclinó, enroscando los dedos en la rejilla que separaba el asiento trasero de la parte delantera—. Por favor, dígamelo.

En un primer momento simplemente dio gracias por no haber sido violada o asesinada, y también alivio al ver que el cuerpo de su dulce hija Kirstie no estaba ya al pie de la letal escalera. Había, sin embargo, una enorme mancha de sangre en los peldaños de la escalinata exterior; todavía no se había secado por completo y la arena que arrastraba el viento la había cubierto solo en parte. Supuso que aquella sangre pertenecía al marido de Mary. Intentó esquivarla, pero el policía, Entragian, le tenía el brazo atenazado y la obligó a pasar por encima, de modo que sus zapatillas dejaron en la acera tres repugnantes huellas rojas al doblar la esquina. Todo aquello era espantoso, pero al menos seguía viva.

Pero su inicial alivio dio paso a una creciente sensación de miedo. Para empezar, la extraña desintegración de aquel siniestro individuo se había acelerado. Ellen oía ligeros estallidos mientras se le reventaba la piel en distintos sitios y un continuo goteo de sangre. La espalda del uniforme, antes caqui, era ahora totalmente roja. También la inquietaba la dirección que habían tomado, hacia el sur. Allí no había nada salvo la enorme muralla de la mina abierta.

El coche patrulla avanzó lentamente por la calle principal y pasó ante los dos últimos establecimientos de la calle: un bar llamado Broken Drum y un taller mecánico. Después de eso quedaba solo un lóbrego cobertizo con el letrero BODEGA sobre el dintel de la puerta y un cartel derribado por el viento junto a la entrada donde se leía COMIDA MEJICANA.

El sol era una bola descendente de polvoriento fuego rojo, y el paisaje se hallaba envuelto en una especie de clara penumbra que a Ellen le pareció apocalíptica. La cuestión no era tanto donde se hallaba, comprendió, como quién era. Le costaba creer que fuese la misma Ellen Carver que formaba parte de la Asociación de Padres de Alumnos de Wentworth y había estado considerando la posibilidad de solicitar una plaza de inspectora de enseñanza el curso siguiente; la misma Ellen Carver que a veces comía con sus amigas en un restaurante chino, donde al final, cuando habían bebido ya suficiente mai-tai, hablaban de trapos y matrimonios (cuales se tambaleaban y cuales no).

¿Era realmente la Ellen Carver que elegía sus mejores ropas en el catálogo de Boston Proper, se ponía perfume Red cuando se sentía amorosa y tenía una divertida camiseta brillante en cuya pechera se leía REINA DEL UNIVERSO? ¿La Ellen Carver que había criado a dos hijos y había conservado a su marido mientras otras muchas perdían a los suyos? ¿La misma que se examinaba los pechos cada seis semanas en busca de posibles bultos? ¿La misma que se enroscaba en la sala de estar las noches de los fines de semana con una taza de té caliente, chocolatinas y libros de bolsillo con títulos como Dolor en el paraíso?

¿En realidad era esa Ellen Carver? Sí, probablemente era esa Ellen y otras mil: Ellen vestida de seda y Ellen con vaqueros, Ellen ante el tocador y Ellen en la cocina batallando con una nueva receta de tarta de manzana. Era, supuso, todas sus partes y a la vez algo más que esas partes unidas. Pero ¿acaso significaba eso que era también la Ellen Carver cuya querida hija había sido asesinada, la que se hallaba acurrucada en el asiento trasero de un coche patrulla envuelta en un hedor irrespirable, la que acababa de pasar ante un cartel caído donde se leía COMIDA MEJICANA, aquella mujer que no volvería a ver su casa ni a sus amigos ni a su marido? ¿Era ella esa Ellen Carver que el policía llevaba hacia una oscuridad ventosa y polvorienta donde nadie recibía el catálogo de Boston Proper ni bebía mai-tais con una pequeña sombrilla de papel asomando de la copa, donde solo aguardaba la muerte?

—Por favor, no me mate —suplicó con una voz débil y trémula que apenas reconoció como suya—. Por favor, agente, no me mate; no quiero morir. Haré lo que me pida, pero no me mate. Por favor.

El policía no contestó. Se percibió un golpe sordo bajo el coche cuando terminó el asfalto. Encendió los faros, pero no sirvió de mucho. Ellen vio solo dos conos de luz horadando una nube de polvo.

De vez en cuando una bola de rastrojo cruzaba ante ellos en dirección este. La grava del camino susurraba bajo los neumáticos y golpeteaba los bajos del coche.

Pasaron junto a un ruinoso edificio alargado con las paredes de metal herrumbroso —una especie de fábrica, pensó Ellen—, y el camino empezó a ascender. Habían comenzado a subir por el terraplén.

—Por favor —murmuró—. Por favor, dígame que va a hacer conmigo.

—¡Uf! —exclamó el policía, y se llevó una mano a la boca como alguien que nota un pelo en la lengua; pero en lugar de un pelo se saco la propia lengua. La contempló por un momento, extendida en la palma de su mano como un trozo de hígado, y después la tiró a un lado.

Pasaron junto a dos furgonetas, un volquete y una excavadora amarilla, todos aparcados en la primera curva del camino en su ascenso hacia lo alto del promontorio.

—Si va a matarme, hágalo deprisa —dijo Ellen con voz trémula—. No me haga daño, por favor. Al menos prométame que no me hará daño.

Pero la figura encorvada y sanguinolenta sentada al volante del coche patrulla no le prometió nada. Se limitó a seguir conduciendo a través de la nube de polvo, guiándola a la cresta de la muralla. Al llegar arriba el policía no vaciló: cruzó el borde de la mina y empezó a descender, dejando atrás el viento. Ellen volvió la cabeza, deseando ver la luz por última vez, pero ya era tarde. Las paredes de la mina habían ocultado la claridad crepuscular. El coche patrulla bajaba hacia un vasto lago de oscuridad, un abismo donde los faros eran dos ridículos puntos de luz.

Allí abajo ya había caído la noche.