David Carver lo vio mientras la mujer de la camisa azul y los vaqueros descoloridos, acurrucándose contra la reja de la celda para borrachos y cruzando los antebrazos ante los pechos en un gesto defensivo, se rendía definitivamente y el policía retiraba el escritorio para llegar hasta ella.
«No la toques, hijo —le había advertido el hombre del pelo blanco cuando la mujer arrojó la escopeta a un lado y esta se deslizó por el suelo de madera hasta chocar contra los barrotes de su celda—. Está descargada, así que déjala».
David siguió su consejo, pero vio algo más al contemplar la escopeta: un cartucho había rodado hacia su celda y se había detenido junto al último barrote de la izquierda. Era un cartucho grueso y verde, uno de los diez o doce que habían caído al suelo cuando el policía demente empezó a golpear a la mujer, Mary, con el escritorio para obligarla a soltar el arma.
El hombre del pelo blanco tenía razón: habría sido absurdo coger la escopeta. Habría sido absurdo incluso si conseguía hacerse también con el cartucho. El policía era enorme —alto como un jugador profesional de baloncesto, fornido como un jugador profesional de fútbol americano—, y además se movía con rapidez. Habría llegado hasta David, que nunca había tenido un arma auténtica entre sus manos, aun antes de que descubriese por donde meter el cartucho. Sin embargo, si lograba coger el cartucho… tal vez… en fin. ¿Quién sabía?
—¿Puedes andar? —preguntó el policía a la mujer llamada Mary con un tono grotescamente solicito—. ¿Tienes algo roto?
—¿Y eso que más da? —replicó ella. Le temblaba la voz, pero David tuvo la impresión de que no era a causa del miedo sino de la ira—. Si va a matarme, acabe cuanto antes.
David miró al anciano que compartía la celda con él intentando adivinar si había reparado también en el cartucho. Al parecer no lo había visto, pese a que por fin se había levantado del catre y acercado a los barrotes.
En lugar de gritar o golpear a la mujer que había tratado de volarle la cabeza, el policía la rodeó con un brazo. Fue un abrazo cordial. En cierto modo aquel gesto de afecto aparentemente sincero resultaba más inquietante que los momentos de violencia que lo habían precedido.
—¿Matarte? ¿Matarte? ¡No voy a matarte, Mare!
El policía miró alrededor como si esperase ver confirmada su incredulidad en los rostros de los tres miembros de la familia Carver y el hombre del pelo blanco. Sus claros ojos grises y los ojos azules de David se cruzaron por un instante, y el muchacho dio un paso atrás instintivamente. Tal fue su terror que de pronto se sintió débil. Débil y vulnerable. David no entendió como podía sentirse aún más vulnerable de lo que ya era.
El policía tenía la mirada vacía, tan vacía como la de una persona inconsciente con los ojos abiertos. Al advertir ese detalle David se acordó de su amigo Brian y su inolvidable visita en noviembre del año anterior al hospital donde Brian se hallaba internado. Pero no era lo mismo, porque la mirada del policía estaba vacía y a la vez no lo estaba. Había algo en aquellos ojos, sí, había algo, pero David no sabía que era ni se explicaba como podía haber algo y nada al mismo tiempo. Sólo sabía que nunca antes había visto una mirada como aquella.
El policía miró de nuevo a la mujer con una expresión de exagerado asombro y dijo:
—¡No, por Dios! Y menos ahora que las cosas empiezan a ponerse interesantes. —Extrajo del bolsillo derecho de la camisa un manojo de llaves unidas por un aro y separó una que apenas parecía una llave; era un rectángulo de metal con una banda negra en el centro. A David le recordó a una de esas tarjetas codificadas que entregan en los hoteles para abrir las puertas de las habitaciones. El policía la introdujo en la cerradura de la amplia celda para borrachos y abrió la reja—. Entra, Mare. Estarás tan a gusto como una chinche en una manta.
Ella, sin prestarle atención, se volvió hacia los padres de David, que estaban agarrados a los barrotes de la pequeña celda situada enfrente de la que ocupaban David y el hombre del pelo blanco.
—Este individuo… este maníaco… ha matado a mi marido. Lo ha… —La mujer tragó saliva con una mueca de dolor, y el policía la observó benévolamente, casi esbozando una sonrisa de aliento, como si quisiese decir: «Sácalo, Mary, desahógate y te sentirás mejor»—. Lo ha rodeado con un brazo como ha hecho conmigo hace un momento y le ha disparado cuatro veces.
—También ha matado a nuestra hija —declaró Ellen Carver, y por un momento una sensación de irrealidad invadió a David, como si las dos estuviesen jugando a ver quién inventaba la mentira mayor. A continuación la mujer llamada Mary diría: «Y además ha matado a nuestro perro» y luego su madre replicaría…
—Eso no lo sabemos —intervino el padre de David. Tenía un aspecto espantoso, con la cara tumefacta y ensangrentada, como un boxeador de pesos pesados tras doce asaltos de severo castigo—. O al menos no estamos seguros. —Contempló al policía con una anhelante expresión de esperanza en el rostro hinchado, pero este ni siquiera se dignó mirarlo; todo su interés se centraba en Mary.
—Ya está bien de charla —dijo con la voz tierna de un abuelo—. Entra en tu habitación, Mary mía. Entra en tu jaula de oro, mi dulce canario de ojos azules.
—Y si me niego ¿qué? —repuso Mary—. ¿Me matará?
—Ya te he dicho que no es esa mi intención, pero no olvides el consabido destino peor que la muerte —contestó el policía. Aunque seguía hablando con la afabilidad de un abuelo, Mary lo miraba ahora fijamente, como una cabra atada a un poste miraría a una boa que reptase hacia ella—. Puedo hacerte daño, Mary. Podría hacerte tanto daño que al final desearías que te hubiese matado. Me crees, ¿verdad?
Mary lo miró aún un momento más y luego desvió violentamente la vista. Desde su celda David, a unos seis metros de Mary, tuvo la impresión de que se había zafado de un tirón de la mirada del policía, del mismo modo que uno arrancaría un trozo de cinta adhesiva de la solapa de un sobre o el envoltorio de un paquete. Mary entró en la celda con rostro trémulo y se desmoronó por completo cuando la reja se cerró a sus espaldas. Se arrojó a uno de los cuatro catres adosados a la pared del fondo, apoyó la cara en los brazos y empezó a sollozar. El policía la observó por un instante. David tuvo tiempo de mirar el cartucho y consideró la posibilidad de cogerlo. Pero de pronto el policía se sacudió como si despertase de una siesta, se dio media vuelta y se dirigió hacia la celda donde estaba David.
El hombre del pelo blanco retrocedió de inmediato hasta que tropezó con el borde del catre y se desplomó en él, tapándose otra vez los ojos con las manos. Momentos antes David había pensado que aquel era un gesto de desesperación, pero ahora comprendía que en realidad era fruto del terror que el mismo había experimentado cuando su mirada se cruzó con la del policía; no era desesperación sino el gesto instintivo de alguien decidido a no mirar en determinada dirección a menos que sea absolutamente inevitable.
—¿Qué tal, Tom? —preguntó el policía al hombre sentado en el catre—. ¿Cómo van las cosas, viejo amigo?
El hombre del pelo blanco se encogió y permaneció con la cara oculta entre las manos. El policía lo miró por un momento y a continuación posó sus ojos grises en David. El muchacho fue incapaz de apartar la vista; ahora era él quién se hallaba atrapado en aquella mirada. Pero había algo más: sentía una especie de llamada.
—¿Te diviertes, David? —preguntó el enorme policía rubio. Sus ojos parecieron agrandarse, convertirse en claros estanques grises llenos de luz—. ¿Estás aprovechando bien este interludio, minuto a minuto?
—No… —Se le quebró la voz. Se humedeció los labios y probó de nuevo—: No sé de qué me habla.
—¿Ah, no? Me extraña, porque veo… —El policía se llevó los dedos a la comisura de los labios y tras un instante bajó de nuevo la mano. Su cara reflejó genuina perplejidad—. No sé qué veo. Es desconcertante, si señor. ¿Quién eres, muchacho?
David dirigió un vistazo a sus padres, pero apartó la mirada rápidamente al ver lo que se adivinaba en sus rostros. Pensaban que el policía iba a matarlo como había matado a Bombón y al marido de Mary.
—Soy David Carver —contestó, mirando de nuevo al policía—. Vivo en el número 248 de la calle Poplar, en Wentworth, Ohio.
—Sí, no dudo que eso sea cierto, pero ¿Quién te ha hecho, pequeño Dave? ¿Acaso no puedes decirme quién te ha hecho? Tak!
No está leyéndome el pensamiento, se dijo David, pero quizá podría. Si se lo propusiese, quizá podría.
Probablemente un adulto habría descartado esa idea por considerarla absurda y se habría instado a no sucumbir a una actitud paranoica inducida por el miedo. Eso es precisamente lo que quiere que creas, habría pensado un adulto. Pero David no era un adulto; era un niño de once años. Aunque tampoco era un niño cualquiera, al menos desde noviembre del año anterior. Desde entonces su personalidad había experimentado cambios notables. Y esperaba que tales cambios lo ayudasen a afrontar aquella extraña situación.
Entretanto el policía lo observaba pensativamente con los ojos entornados.
—Supongo que me hicieron mi madre y mi padre —respondió David por fin—. ¿No es así como funciona?
—¡Vaya, un muchacho que conoce los misterios de la vida! ¡Estupendo! ¿Y que contestas a mi otra pregunta, soldado? ¿Te diviertes?
—Ha matado a mi hermana, así que no haga preguntas estúpidas.
—¡Hijo, no le provoques! —gritó su padre con voz asustada. En realidad ni siquiera parecía la voz de su padre.
—No, no soy estúpido —repuso el policía, aproximando más aún sus horrendos ojos a David. Sus iris parecían girar y girar como peonzas. Contemplándolos, David sintió nauseas, tuvo de hecho que reprimir el vómito; sin embargo, le fue imposible apartar la mirada—. Puedo ser muchas cosas, pero no estúpido. Sé más de lo que te imaginas, soldado. Te lo aseguro. Más de lo que te imaginas.
—¡Déjelo en paz! —dijo la madre de David a voz en cuello. Ahora David no la veía; el enorme cuerpo del policía la tapaba por completo—. ¿No le ha hecho ya bastante daño a nuestra familia? ¡Si le toca un pelo, lo mataré!
El policía no se dio por aludido. Se llevó los dedos índices a los párpados inferiores y tiró de ellos hacia abajo, mostrando los globos oculares en una mueca grotesca.
—Tengo ojos de águila, David, y esos son ojos que distinguen la verdad desde lejos. Te conviene creerme. Ojos de águila, si señor. —Siguió mirándolo fijamente a través de los barrotes casi como si David le hubiese hipnotizado. Al cabo de un instante susurró—: Eres un elemento de cuidado, ¿no? Si señor, un elemento de cuidado.
Piense lo que quiera, se dijo David, pero no piense que estoy pensando en el cartucho.
El policía abrió aún más los ojos, y por un angustioso momento David creyó que era eso exactamente lo que estaba pensando, que había sintonizado la mente de David como si fuese una emisora de radio. De pronto se oyó el aullido de un coyote, un sonido prolongado y solitario, y el policía miró en esa dirección. El hilo que le unía a David —quizá telepatía, quizá simplemente una mezcla de miedo y fascinación— se rompió.
Se agachó a recoger la escopeta. David contuvo la respiración, temiendo que viese el cartucho que había en el suelo a su derecha, pero el policía no dirigió la mirada hacia ese lado. Se irguió a la vez que tiraba de una palanca en el costado de la escopeta. Esta se abrió, y los cañones reposaron en su brazo como un animal obediente.
—No te vayas, David —dijo con familiaridad, como de compañero a compañero—. Tenemos mucho de que hablar. Esa es una conversación que espero con impaciencia, créeme, pero ahora estoy un poco ocupado.
Volvió hacia el centro de la sala con la vista baja, recogiendo cartuchos a su paso. Con los dos primeros cargo la escopeta, y se guardó el resto distraídamente en los bolsillos. David, incapaz de esperar un instante más, se inclinó, introdujo la mano entre los dos últimos barrotes del lado izquierdo de la celda, se apodero del tubo verde y grueso, y se lo metió en un bolsillo de los vaqueros. La mujer llamada Mary no lo vio; continuaba echada en el catre con la cara entre los brazos. Sus padres no le vieron; estaban de pie tras los barrotes de su celda y, cogidos de la cintura, contemplaban con horrorizada fascinación al hombre del uniforme caqui. David se dio la vuelta y vio que el anciano del pelo blanco —Tom— seguía cubriéndose la cara con las manos, así que quizá por esa parte tampoco tenía nada que temer. O quizá sí, porque tras los dedos extendidos del viejo Tom se entreveían sus acuosos ojos abiertos. En cualquier caso era demasiado tarde para dejar de nuevo el cartucho. Mirando al hombre que el policía había llamado Tom, David se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardase silencio. El viejo Tom no dio señales de ver su gesto; sus ojos, tras su propia prisión, contemplaban el vacío a través de los barrotes formados por los dedos.
El policía que había matado a Bombón recogió el último cartucho del suelo y cerró la escopeta con un ágil movimiento de muñeca. David lo había observado con atención mientras recogía los cartuchos intentando adivinar si los contaba. Le había dado la impresión de que no era así… hasta ese momento. Estaba de espaldas a David, con la cabeza inclinada, y de pronto se volvió y se acercó a él en dos zancadas. El niño sintió que el estómago le pesaba como si fuese de plomo.
Por un instante el policía se quedó inmóvil frente a él, como si hurgase en su interior, y David pensó: Intenta forzarme el cerebro como un ladrón fuerza una cerradura.
—¿Estás pensando en Dios? —preguntó el policía—. No te molestes. El territorio de Dios termina en Indian Springs, y ni siquiera Satán pone sus pezuñas mucho más al norte de Tonopah. No hay Dios en Desesperación, muchacho. Aquí solo hay can de lach.
Con eso pareció dar por concluida su visita. Abandonó la sala con la escopeta bajo el brazo, y durante unos cinco segundos solo los ahogados sollozos de Mary rompieron el silencio. David miró a sus padres, y ellos le miraron a él. Allí de pie, abrazados, ofrecían el aspecto que debieron de tener cuando eran niños, mucho antes de conocerse en la facultad, y esa imagen asustó a David más que cualquier otra cosa. Habría preferido sorprenderlos desnudos en pleno acto sexual. Deseó decir algo, pero no se le ocurrió nada.
De pronto el policía entró de nuevo en la sala. Tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el dintel de la puerta. En sus labios había una sonrisa de loco que recordó a David la cara de Garfield, el gato de las historietas gráficas, mientras representaba sus números de vodevil en los patios traseros de las casas. Y también aquello, por lo visto, era un número de vodevil. Un antiguo teléfono beige con la caja sucia y agrietada colgaba de la pared. Descolgó el auricular, se lo acercó a la oreja y exclamó:
—¿Servicio de habitación? Súbanme una habitación. —Colgó con brusquedad y, dirigiendo su demente sonrisa de Garfield a los prisioneros, explicó—: Es un viejo chiste de Jerry Lewis. Los críticos americanos no entienden a Jerry Lewis, pero en Francia le adoran. Allí es un verdadero ídolo. —Miró a David—. En Francia tampoco hay Dieu, soldado. Te lo digo yo. Sólo hay Cinzano, caracoles y mujeres que no se depilan los sobacos. —Recorrió con la mirada a sus otras víctimas, y su grotesca mueca se desvaneció gradualmente—. Y vosotros quedaos quietos. Sé que me tenéis miedo, y quizá con razón. Pero, creedme, estáis aquí encerrados por un motivo: este es el único lugar seguro en kilómetros a la redonda. Ahí fuera existen fuerzas que no desearíais ni imaginar. Y cuando caiga la noche… —se interrumpió y movió la cabeza en un gesto sombrío, como si el resto de la frase fuese demasiado horrible para expresarlo en voz alta.
Mientes, eres un embustero, pensó David, pero en ese preciso momento penetró por la ventana abierta de la escalera otro vibrante aullido, y eso lo hizo dudar.
—En cualquier caso —añadió el policía— estas son buenas celdas y tienen buenas cerraduras. Se construyeron para encerrar mineros alborotadores, y no es posible escapar. Si la idea se os había pasado por la cabeza, ya podéis archivarla. Ahora estáis bajo mi custodia, y es lo que más os conviene, creedme.
Dicho esto, se marchó, y esta vez de verdad. David oyó las contundentes pisadas de sus botas en la escalera y notó como temblaba todo el edificio.
El muchacho permaneció donde estaba por un momento, consciente de que debía hacer a continuación —era perentoriamente necesario— pero reacio a hacerlo delante de sus padres. Sin embargo, no le quedaba alternativa. Y su sospecha acerca del policía había sido acertada: si bien no era capaz de leerle el pensamiento como si se tratase de un periódico, si había percibido algo; había percibido la parte relacionada con Dios. Pero era mejor que hubiese adivinado eso y no lo del cartucho.
Se volvió y se acercó despacio al pie del catre. Notaba el peso del cartucho en el bolsillo, un peso palpable, bien definido. Tenía la sensación de llevar una pepita de oro oculta en los vaqueros.
No, algo más peligroso que el oro, se dijo. Un fragmento de material radiactivo, quizá.
Permaneció inmóvil por un momento, de espaldas a la sala, y por fin se arrodilló muy lentamente. Respiró hondo, llenando por completo los pulmones, y a continuación expulsó el aire en un suspiro largo y silencioso. Cruzó las manos sobre la tosca manta de lana y apoyó en ellas la frente.
—David, ¿qué te pasa? —preguntó su madre—. ¡David!
—No le pasa nada —dijo su padre, y David sonrió a la vez que cerraba los ojos.
—¿Cómo que no le pasa nada? —gritó Ellie—. Míralo. Se ha caído está desmayándose. ¡David!
Sus voces sonaban cada vez más lejanas, pero antes que se desvanecieran del todo David oyó decir a su padre:
—No está desmayándose. Está rezando.
¿No hay Dios en Desesperación?, pensó David. Bien, ahora lo veremos.
Después de eso se sumió en un estado de total abstracción. No le preocupaba ya lo que pudieran pensar sus padres, ni le inquietaba la posibilidad de que el anciano del pelo blanco le hubiese visto coger el cartucho y fuese a contárselo al monstruoso policía, ni sentía dolor por su tierna hermana, que nunca había hecho daño a nadie y no merecía morir como había muerto. De hecho David ni siquiera estaba ya dentro de su propia cabeza. Estaba en la oscuridad, ciego pero no sordo; estaba en la oscuridad escuchando a su Dios.
Como la mayoría de las conversiones espirituales, la de David Carver había sido espectacular solo externamente; por dentro fue apacible, tan natural casi como cualquier hecho cotidiano. Quizá no había sido racional —los asuntos del espíritu rara vez son estrictamente racionales—, pero se había producido de una manera clara y conforme a su propia lógica. Y su autenticidad, al menos para David, era incuestionable. Había encontrado a Dios, así de sencillo. Y, más importante aún, Dios le había encontrado a él.
En noviembre del año anterior un coche había atropellado a Brian Ross, el mejor amigo de David, cuando se dirigía al colegio en bicicleta. Brian salió despedido y fue a estrellarse contra la pared de una casa. Normalmente David se habría encontrado con él, pero aquella mañana en particular se había quedado en casa recuperándose de un virus no demasiado grave. El teléfono sonó a las ocho y media, y su madre apareció en la sala de estar pálida y temblorosa diez minutos después.
—David, Brian ha tenido un accidente. Por favor, procura no alterarte demasiado.
David no recordaba apenas nada del resto de la conversación, salvo las palabras «no esperan que sobreviva».
Fue idea suya ir a visitar a Brian al día siguiente tras telefonear esa tarde al hospital para asegurarse de que su amigo seguía con vida.
—Cariño, entiendo como te sientes, pero no me parece buena idea —dijo su padre.
El hecho de que lo llamase «cariño», una expresión de afecto que había quedado arrinconada hacía mucho tiempo junto con los muñecos de peluche de David, revelaba la honda inquietud de Ralph Carver. Miró a Ellen, pero ella siguió frente a la fregadera escurriendo una y otra vez un paño de cocina con manifiesto nerviosismo. Obviamente no iba a recibir ayuda de ella. Tampoco Ralph había supuesto una gran ayuda en realidad, pero ¿Quién iba a imaginar que algún día sostendrían una conversación como aquella? El chico tenía solo once años, y Ralph no se había planteado siquiera contarle las verdades de la vida, y mucho menos las de la muerte. Por suerte Kirstie se encontraba en la sala de estar viendo dibujos animados por la televisión.
—Al contrario —repuso David—, es una buena idea. De hecho es la única idea posible. —Pensó en añadir algo heroicamente modesto como «Además, Brian habría hecho lo mismo por mí», pero prefirió callar. A decir verdad, dudaba que Brian lo hubiese hecho, pero eso no cambiaba las cosas, porque incluso en esos primeros momentos, antes de lo que ocurriría en los jardines de la calle Bear, comprendió de una manera intuitiva que debía acudir al hospital no por Brian sino por sí mismo.
Su madre abandonó su bastión frente a la fregadera y avanzó hacia él con paso vacilante.
—David —dijo— tienes muy buen corazón… el mejor corazón del mundo… pero Brian… ha salido… en fin… lanzado…
—Tu madre intenta decirte que ha salido lanzado y se ha golpeado la cabeza contra una pared de ladrillo —explicó Ralph Carver—. Ha sufrido lesiones irreversibles en el cerebro. Está en coma, y sus constantes vitales son poco alentadoras. ¿Sabes que significa todo eso?
—Que creen que tiene el cerebro hecho puré —contestó David.
Ralph parpadeó y luego asintió con la cabeza.
—Brian se encuentra en un estado en el que lo mejor que podría ocurrir sería que todo acabase cuanto antes. Si vas al hospital, no verás al amigo que tú conocías, al muchacho que te invitaba a dormir en su casa…
En ese punto su madre salió de la cocina y fue a la sala de estar. Allí sentó en su regazo a Bombón, que la miró desconcertada, y empezó a llorar de nuevo.
Ralph la observó como si desease marcharse con ella y luego se volvió otra vez hacia David.
—Es mejor que recuerdes a Brian tal como era cuando lo viste por última vez, ¿comprendes?
—Sí, pero tengo que ir a verlo. Si no quieres llevarme, no hay problema. Tomaré el autobús después de clase.
Ralph exhaló un profundo suspiro.
—¡Mierda, ya te llevaré yo! Y no es necesario que esperes hasta después de clase. Pero, por lo que más quieras, no le digas nada de esto a… —Señaló con el mentón hacia la sala de estar.
—¿A Bombón? No, por Dios —repuso David.
Se abstuvo de añadir que Bombón había ido ya a su habitación para preguntarle que le había pasado a Brian, si le había dolido, qué creía David que se sentía al morir, si después de la muerte iba uno a alguna otra parte, y otras cien preguntas más. Y mientras hablaban ella lo miraba con una expresión tan solemne y atenta, con unos ojos tan… tan inconfundiblemente suyos… Pero a menudo era mejor no contárselo todo a los padres. Eran mayores, y ciertas cosas los ponían nerviosos.
Ellie volvió a la cocina y dijo:
—Los padres de Brian no te dejarán entrar en la habitación. Conozco a Mark y Debbie desde hace años, y aunque estén trastornados por el dolor, como sin duda lo estarán (yo en su lugar habría perdido el juicio), no consentirán que un niño vea… a otro niño que está agonizando.
—He hablado con ellos después de telefonear al hospital —contestó David con serenidad—. La señora Ross dice que no tiene ningún inconveniente.
Su padre le tenía cogida la mano. Aquel contacto le resultaba agradable. Quería mucho a sus padres, y le dolía verlos tan angustiados, pero no tenía la menor duda sobre cuál era su obligación. Se sentía como si le guiase una fuerza exterior, del mismo modo que una persona mayor y más versada guiaría la mano de un niño de corta edad para ayudarlo a dibujar un perro, una gallina o un muñeco de nieve.
—¿Cómo es posible? —dijo Ellen Carver con voz empañada—. ¿En qué demonios estará pensando Debbie?
—Ha dicho que le gustaría que me despidiese de él. Van a retirarle la respiración artificial este fin de semana, cuando sus abuelos hayan venido a verlo, y le gustaría que yo fuese primero.
Al día siguiente Ralph se tomó la tarde libre en el trabajo y pasó a recoger a su hijo por el colegio. David le esperaba ya en la acera, y en el bolsillo de su camisa asomaba la tarjeta azul donde constaba que podía abandonar las clases antes de hora. Cuando llegaron al hospital, subieron a la quinta planta —donde se hallaba la unidad de cuidados intensivos— en el ascensor más lento del mundo. En el camino David intentó prepararse para lo que iba a ver.
—No te asustes, David —le había dicho la señora Ross por teléfono—. No tiene muy buen aspecto. Nos consta que no siente dolor, porque el coma es muy profundo; pero no tiene buen aspecto.
—¿Quieres que entre contigo? —preguntó su padre ante la puerta de la habitación de Brian.
David movió la cabeza en un gesto de negación. Percibía aún con gran intensidad la sensación que le había invadido cuando su madre le dio la noticia del accidente: aquella sensación de ir de la mano de alguien más experto que él, alguien en quién apoyarse si llegaba a faltarle el valor.
Entró en la habitación. Los señores Ross se hallaban allí, sentados en butacas rojas de vinilo. Sostenían entre las manos sendos libros que no leían. La cama donde yacía Brian se encontraba junto a la ventana, rodeada de máquinas que emitían peculiares pitidos y trazaban líneas verdes en sus respectivos monitores. Una manta ligera cubría a Brian hasta la cintura. Llevaba una fina camisa blanca de hospital totalmente abierta, y los dos lados de la pechera caían a sus costados como las lechosas alas de ángel de una representación escolar, dejando a la vista varias ventosas de goma enganchadas en el pecho. También tenía ventosas en la cabeza, bajo un enorme vendaje blanco. Un largo corte descendía por la mejilla izquierda desde el borde del vendaje hasta la comisura de los labios, donde se curvaba como un anzuelo. El corte había sido cerrado con puntos de sutura negros. David tuvo la impresión de estar viendo una imagen de una película de Frankenstein, alguna de las antiguas versiones con Boris Karloff que pasaban en el ciclo de terror de los sábados por la noche. A veces, cuando David dormía en casa de Brian, se quedaban despiertos hasta tarde comiendo palomitas de maíz y viendo aquellas películas. Les encantaban los viejos monstruos del cine en blanco y negro. En una ocasión, mientras veían La momia, Brian se volvió hacia David y exclamó: «¡Mierda, nos persigue la momia! Caminemos más deprisa». Era una estupidez, pero a la una menos cuarto de la madrugada cualquier cosa puede resultar graciosa a unos niños de once años, y los dos se echaron a reír como buenos amigos.
Brian, tendido en la cama del hospital, lo miraba. De hecho sus ojos, tan abiertos y vacíos como las aulas de un colegio en agosto, parecían traspasarlo.
Experimentando con mayor intensidad que nunca la sensación de que sus miembros se movían por influencia de una fuerza exterior, David penetró en el mágico círculo de máquinas de hospital. Observó las ventosas adheridas al pecho y las sienes de Brian. Observó los cables conectados a las ventosas. Observó la anómala curvatura del vendaje en el lado izquierdo de la cabeza de Brian, como si debajo la forma del cráneo hubiese sido drásticamente alterada. David supuso que en efecto estaba alterada. Cuando uno se golpeaba contra una pared de ladrillo, algo tenía que ceder. Un tubo salía del brazo derecho de Brian, y otro del pecho. Los tubos ascendían hacia dos bolsas llenas de líquido que colgaban de los ganchos de un soporte. Brian tenía un artilugio de plástico en la nariz y una tira de esparadrapo en la muñeca.
Todas estas máquinas lo mantienen vivo, pensó David, y cuando las desconecten, cuando retiren las agujas…
Ante esa idea lo asaltó un sentimiento de incredulidad, punzadas de asombro que eran en el fondo dolor. Él y Brian se salpicaban de agua en la fuente situada frente a la sala de profesores del colegio cuando creían que no había nadie vigilando. Montaban en bicicleta por los fabulosos jardines de la calle Bear creyéndose miembros de un comando. Intercambiaban libros, tebeos y cromos de béisbol y a veces pasaban largos ratos en el porche trasero de la casa de David jugando con el Gameboy de Brian, leyendo o tomando la limonada que su madre les preparaba. Se daban bofetadas y se llamaban mutuamente «mal chico». (En ocasiones, cuando estaban solos, se llamaban «mamón» o «gilipollas»). En segundo de primaria se habían pinchado las yemas de los dedos con agujas y después, juntando las heridas sangrantes, se habían jurado amistad eterna. En agosto de ese año, con la ayuda de Mark Ross, habían construido un Partenón con chapas inspirándose en una fotografía de un libro. Al final les quedó tan bien que Mark lo colocó en el recibidor de su casa para enseñárselo a las visitas. Estaba previsto que el Partenón de chapas se trasladase a la casa de los Carver —a menos de dos manzanas de la casa de Brian— a primeros del año siguiente.
Fue en ese Partenón precisamente en lo que David fijó su pensamiento durante el rato que permaneció junto al lecho de su amigo comatoso. Lo habían construido ellos —David, Brian y el padre de Brian— en el garaje de los Ross mientras en un casete sonaba una y otra vez Rattle and Hum. Por un lado, aquel Partenón era una estupidez, pues estaba hecho de chapas; por otro lado, era genial porque tenía un inconfundible parecido con el original, cualquiera lo habría reconocido. También era genial porque lo habían construido con sus propias manos. Y pronto un empleado de una funeraria, utilizando un cepillo especial y prestando particular atención a las uñas, limpiaría y arreglaría las manos de Brian. La gente no deseaba ver un cadáver con las uñas sucias, supuso David. Y cuando Brian tuviese las manos limpias y se encontrase ya dentro del ataúd que sus padres hubiesen elegido, el empleado de la funeraria le enlazaría los dedos como si fuesen los cordones de unas zapatillas deportivas. Y en esa posición permanecerían sus manos bajo tierra, pulcramente cruzadas, tal como les ordenaban sus maestros en segundo de primaria. Aquellas manos no construirían ya más edificios con chapas. Aquellos dedos no desviarían ya el chorro de ninguna fuente para salpicar a nadie. Permanecerían inmóviles en la oscuridad.
Mientras todo aquello acudía a su mente, David no sintió terror sino desesperación, como si la imagen de los dedos entrecruzados de Brian en el ataúd demostrase que nada merecía la pena, que los actos de los hombres jamás ahuyentaban la muerte, que ni siquiera los niños estaban exentos de los horrores que se desarrollaban sin cesar tras la empalagosa fachada de telecomedia en que creían los padres y en que querían hacerle creer a uno.
Ni el señor ni la señora Ross le dirigieron la palabra mientras estaba junto a la cama de Brian meditando en todo aquello con el estilo taquigráfico propio de los niños. A David no le incomodó su silencio.
Le caían bien los padres de Brian, sobre todo el señor Ross, que tenía una interesante vena de locura, pero no había ido allí a verlos a ellos. No eran ellos quienes estaban conectados al gotero y el respirador que serían retirados en cuanto los abuelos tuviesen ocasión de despedirse.
Había ido a ver a Brian.
David cogió la mano de su amigo. La notó fría y flácida pero todavía viva. Se percibía en ella la vida como el ronroneo de un motor. Se la apretó con suavidad y susurró:
—¿Cómo va, mal chico?
No recibió más respuesta que el tenue zumbido de la máquina que respiraba por Brian ahora que se habían fundido la mayoría de los fusibles de su cerebro. Esa máquina se hallaba en la cabecera de la cama y era la más voluminosa. De un costado salía un tubo de plástico transparente con una especie de acordeón blanco en el interior. Producía un ruido casi imperceptible —de hecho, todas aquellas máquinas eran muy silenciosas—, pero de todos modos el acordeón resultaba inquietante. Emitía un sonido grave e insistente. Un jadeo. Daba la impresión de que una parte de Brian no se encontrase en un estado de coma tan profundo como para no sentir el dolor, y que esa parte hubiese sido extirpada de su cuerpo e introducida en aquel tubo de plástico, donde quedaba resguardada de tormentos aún mayores, y donde el acordeón blanco se encargaba de extraerle los restos de vida.
Y además estaban sus ojos.
David no podía evitar mirarlos una y otra vez. Nadie le había advertido que Brian tenía los ojos abiertos; hasta ese instante no sabía que una persona podía hallarse inconsciente y mantener los ojos abiertos. Debbie Ross le había dicho que no se asustase, que Brian no ofrecía buen aspecto; pero no le había prevenido sobre aquella mirada de ratón disecado. No obstante, quizá no había nada que reprochar a la madre de Brian; quizá uno nunca, a ninguna edad, podía prepararse para las cosas verdaderamente horribles.
Brian tenía un ojo inyectado en sangre, y la pupila de ese mismo ojo tan dilatada que alrededor se veía apenas un delgadísimo aro de iris castaño. En el otro ojo tanto el blanco como la pupila parecían en su estado normal, pero eso era lo único normal, porque no había ni rastro de su amigo en aquellos ojos, ni rastro. El niño que le había hecho reír diciendo «¡Mierda, nos persigue la momia! Caminemos más deprisa» no estaba allí, a menos que se hallase en el tubo de plástico, a merced del acordeón blanco.
David desviaba la vista —dirigiéndola al corte cosido en forma de anzuelo, el vendaje, la única oreja que las vendas dejaban al descubierto—, pero una y otra vez su mirada volvía a los ojos abiertos y fijos de Brian con sus disparejas pupilas. Lo que lo atraía era la nada, la ausencia, la lejanía de aquellos ojos. Y aquel interés no era solo impropio; era… era…
Perverso, susurró una voz en lo más profundo de su mente. Era una voz desconocida, que nunca antes había oído en sus pensamientos, y cuando Debbie Ross le apoyó una mano en el hombro, David tuvo que apretar los labios para reprimir un grito.
—El hombre que lo atropelló estaba borracho —explicó la señora Ross con una voz ronca y empañada por el llanto—. Dice que no recuerda nada, que tiene amnesia temporal, y lo peor, Davey, es que le creo.
—Deb… —trató de decir el señor Ross, pero su esposa no le prestó atención.
—¿Cómo puede consentir Dios que ese hombre haya olvidado que atropelló a mi hijo con su coche? —Había empezado a levantar la voz. Ralph Carver, desconcertado, asomó la cabeza por la puerta abierta, y una enfermera que empujaba un carrito por el pasillo se detuvo en seco y miró alarmada hacia el interior de la habitación 508—. ¿Cómo puede Dios tener tanta compasión de un hombre que merecería despertarse cada noche durante el resto de su vida con el recuerdo de la sangre de mi pobre hijo saliendo a borbotones?
El señor Ross le rodeó los hombros con el brazo. En la puerta Ralph Carver retiró la cabeza como una tortuga refugiándose en su caparazón. David lo vio, y quizá en aquel momento odió un poco a su padre por ello, aunque en realidad no lo recordaba con seguridad. Si recordaba claramente la cara pálida e inmóvil de Brian, el vendaje que parecía comprimir la cabeza, la oreja blanquecina como la cera, los labios rojos de la herida unidos en un beso por el hilo negro de sutura, y los ojos. Sobre todo recordaba los ojos. La madre de Brian se hallaba a un paso de él, llorando y gritando, y sin embargo aquellos ojos no se inmutaron.
Pero Brian está ahí, pensó David de pronto, y esa idea, al igual que muchas otras que habían acudido a su mente desde que su madre le anunció el accidente de Brian, no parecía surgir de él sino pasar a través de él, como si su cuerpo y su mente se hubiesen convertido en una especie de conducto.
Brian está ahí, me consta que está ahí, como una persona atrapada en un corrimiento de tierras o bajo los escombros de un edificio derrumbado.
Debbie Ross había perdido el control por completo. Chillaba y se agitaba entre los brazos de su marido, intentando zafarse. El señor Ross la arrastró como pudo hacia las butacas rojas de vinilo. La enfermera se apresuró a entrar en la habitación y la sujetó por la cintura, ordenando:
—Señora Ross, siéntese. Se encontrará mejor si se sienta.
—¿Qué clase de Dios permite a un hombre olvidar que ha matado a un niño? —preguntó la madre de Brian—. La clase de Dios que quiere que ese hombre coja otra borrachera y vuelva a hacerlo, esa clase de Dios. ¡Un Dios que ama a los borrachos y odia a los niños!
Brian seguía mirando con ojos ausentes. Oía el sermón de su madre con su oreja cerosa. Sin enterarse de nada. Sin estar allí. Pero…
Sí, susurró alguien o algo en la cabeza de David. Sí, está ahí. En alguna parte.
—Enfermera, ¿podría inyectarle un sedante a mi esposa? —pidió el señor Ross, que a duras penas conseguía impedirle que corriera a abrazarse a David, a su hijo, quizá a ambos. Algo se había desatado en su mente. Algo que tenía mucho que decir.
—Iré a buscar al doctor Burgoyne; está aquí mismo, al final del pasillo —contestó la enfermera, y salió rápidamente.
El padre de Brian miró a David con una forzada sonrisa. El sudor formaba una galaxia de pequeños puntos en su frente y le rodaba por las mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, y aunque había pasado solo un día desde el accidente, parecía haber adelgazado. David pensó que no era posible sufrir una perdida de peso tan repentina, pero esa impresión daba. En ese momento rodeaba con un brazo a la señora Ross por la cintura, y con la otra mano la mantenía sujeta por el hombro.
—Será mejor que te marches, David —dijo el señor Ross. Pese a sus esfuerzos por hablar con normalidad, la voz salía entrecortada de su garganta—. No… no estamos demasiado bien.
Pero si aún no me he despedido, deseó responder David; sin embargo advirtió que por las mejillas del señor Ross no corría sudor sino lágrimas, y eso lo indujo a retirarse. Al llegar a la puerta, se giró y vio que la imagen de los señores Ross se volvía borrosa y se desdoblaba, comprendiendo que también él estaba a punto de llorar.
—¿Puedo volver, señor Ross? —preguntó con una voz trémula y cascada que apenas reconoció—. ¿Mañana, quizá?
La señora Ross había dejado de forcejear. Su marido la sujetaba ahora por debajo de los pechos con las manos entrelazadas, y ella tenía la cabeza inclinada y el pelo le caía ante el rostro. En esa posición recordaban a dos púgiles en un combate de lucha libre como los que David y Brian veían a veces por televisión. ¡Mierda, nos persigue la momia!, pensó David sin razón aparente.
El señor Ross movió la cabeza en un gesto de negación.
—Mejor no, Davey —dijo.
—Pero…
—No, mejor no. Compréndelo, los médicos dicen que no hay ninguna posibilidad de que Brian… de que…
El rostro del señor Brian comenzó a cambiar como David nunca había visto cambiar el rostro de un adulto; parecía desintegrarse por dentro. Fue un rato más tarde, en los jardines de la calle Bear, cuando David comprendió la causa de aquella insólita expresión: había presenciado lo que ocurría cuando alguien que no había llorado desde hacía mucho tiempo, quizá años, de pronto era incapaz de contener las lágrimas un solo instante más, y entonces se rompía la presa.
—¡Hijo mío! —gritó el señor Ross—. ¡Hijo mío! —Soltó a su esposa y se dejó caer de espaldas contra la pared entre las dos butacas rojas. Permaneció así por un momento, medio inclinado, y finalmente dobló las rodillas y se deslizó por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Así, con los brazos extendidos hacia la cama, las mejillas húmedas, un hilo de mucosidad y lágrimas colgándole de la nariz, el pelo erizado en la coronilla y los faldones de la camisa por fuera, empezó a gimotear. Su esposa se arrodilló junto a él y lo rodeó con sus brazos. En ese momento entró el médico seguido de la enfermera, y David aprovechó para marcharse, llorando pero procurando no sollozar. Al fin y al cabo se encontraban en un hospital, y había pacientes intentando recobrarse de sus enfermedades.
Su padre estaba tan pálido como lo había estado su madre al darle la noticia del accidente, y cuando lo cogió de la mano David notó su piel más fría aún que la de Brian.
—Lamento que hayas tenido que ver esa escena —dijo su padre mientras esperaban el ascensor más lento del mundo.
David tuvo la impresión de que ese comentario era lo único que podía decir. En el camino a casa Ralph Carver empezó a hablar en dos ocasiones, pero en ambas se interrumpió. Puso la radio, sintonizó una emisora de canciones de otra época, y luego la apagó de nuevo para preguntar a David si le apetecía un helado o alguna otra cosa. David rehusó con la cabeza y su padre volvió a encender la radio, esta vez subiendo el volumen más que de costumbre.
Cuando llegaron a casa, David dijo a su padre que se quedaría un rato fuera tirando a la canasta. Su padre asintió y entró de inmediato.
La ventana de la cocina estaba abierta y el niño oyó conversar a sus padres mientras lanzaba la pelota desde detrás de la grieta del pavimento que utilizaba como línea de tiros libres. Su madre quería saber que había ocurrido, como había reaccionado David.
—Se ha organizado una buena escena —explicó su padre, como si el coma y la inminente muerte de Brian formasen parte de una obra de teatro.
David dejó de escuchar. Lo había asaltado de nuevo la sensación de ser otra persona, una diminuta parte en lugar de un todo, una pieza en los planes de otro. De pronto experimentó un vehemente deseo de ir a los jardines de la calle Bear, hasta un pequeño claro entre los árboles.
Un sendero, estrecho pero con espacio suficiente para pasar en bicicleta en fila de a uno, conducía a aquel claro. Allí, en lo alto del Puesto de Observación Vietcong, los dos muchachos habían probado un cigarrillo que Brian le cogió a su madre y lo habían encontrado espantoso; allí habían hojeado su primer ejemplar de Penthouse (Brian lo había visto abandonado sobre un contenedor de basura situado tras el E-Z Stop 24 que había en su misma calle); allí, sentados en la plataforma con los pies colgando, habían mantenido largas conversaciones y compartido sus sueños, casi todos relacionados con sus futuras hazañas en el instituto de Wentworth Oeste cuando terminasen la primaria. Fue allí, en el claro al que se llegaba por el Camino de Ho Chi Minh, donde los dos muchachos más habían disfrutado su amistad, y allí repentinamente tuvo necesidad de ir David aquella tarde.
Hizo botar por última vez la pelota con la que Brian y él habían jugado al veintiuno en tantas ocasiones, flexionó las rodillas y la lanzó.
Falló. Sólo consiguió tocar la red. Cuando la pelota volvió a él, la dejó en la hierba. Sus padres seguían en la cocina; aún se oían sus voces a través de la ventana abierta. Sin embargo David no consideró siquiera la posibilidad de asomar la cabeza y decir que se iba a dar una vuelta.
Podrían habérselo prohibido.
En ningún momento pensó en coger la bicicleta. Se fue a pie, con la cabeza baja. En el bolsillo de su camisa asomaba aún el permiso para salir antes del colegio pese a que a esas horas las clases habían terminado ya. Los autobuses escolares iniciaban sus itinerarios de regreso a casa; bulliciosos grupos de niños pasaban junto a él agitando sus papeles y fiambreras. Él no prestaba atención. Tenía la mente en otra parte. Días más tarde el padre Martin le hablaría de «la voz serena y casi inaudible» de Dios, y David sabría que era eso lo que había oído, pero en aquel momento no parecía una voz ni un pensamiento, ni siquiera una intuición. Una simple idea volvía con insistencia a su mente: cuando tienes sed, todo tu cuerpo pide agua, y acabas tirándote al suelo y bebiendo de un barrizal si no te queda otra opción.
Llegó a la calle Bear y siguió por el Camino de Ho Chi Minh. Con su andar lento y la cabeza todavía gacha, parecía un colegial preocupado por un enorme problema. El Camino de Ho Chi Minh no era propiedad exclusiva de David y Brian; otros muchos chicos cruzaban por allí los jardines para ir al colegio o volver a casa. Sin embargo, aquella tarde templada de mediados de otoño nadie transitaba por él; daba la impresión de que lo hubiesen despejado para dejar paso a David. A mitad de camino vio un envoltorio de chocolatinas Los Tres Mosqueteros. Lo cogió. Era la única marca de chocolatinas que Brian comía —las llamaba «Los Tres Mosques»—, y David no dudó que aquel envoltorio lo había tirado su amigo a un lado del camino uno o dos días antes del accidente. En realidad Brian no tenía por costumbre arrojar basura al suelo; en circunstancias normales se habría guardado el envoltorio en un bolsillo. Pero…
Pero quizá algo o alguien lo hizo tirarlo, pensó David. Algo o alguien que sabía que yo pasaría por aquí después de que un coche lo hubiese lanzado contra una pared de ladrillo; algo o alguien que sabía que yo lo encontraría y me acordaría de Brian.
David se dijo que aquello era absurdo, un absoluto disparate, pero quizá el mayor disparate era que él le veía pleno sentido. Tal vez resultase absurdo si lo expresaba en voz alta, pero en el interior de su cabeza parecía totalmente lógico.
Sin pensar lo que hacía, David se metió el envoltorio rojo y plata en la boca y dejó que los restos de chocolate se disolviesen en su saliva.
Entretanto cerró los ojos y las lágrimas rebosaron de nuevo bajo sus párpados. Cuando el envoltorio, una vez disuelto por completo el chocolate, no sabía ya más que a papel húmedo, David lo escupió y siguió su camino.
En el límite este del claro se alzaba un roble con dos gruesas ramas en forma de horquilla a unos seis metros de altura. David y Brian no se habían atrevido a construir una cabaña en aquella horcadura tan visible —alguien podía descubrirla y obligarlos a derruirla—, pero hacía ya más de un año, un día de verano, llevaron allí tablas, martillos y clavos y armaron una plataforma que seguía aún en lo alto del roble.
Sabían que a veces la usaban los alumnos del instituto (de vez en cuando aparecían sobre las tablas oscurecidas por la intemperie colillas y latas de cerveza, y en una ocasión hallaron incluso unas medias), pero por lo visto nunca antes de anochecer, y la idea de que chicos mayores usasen algo que ellos habían construido resultaba halagadora. Por otra parte, los primeros puntos de apoyo para trepar al árbol se hallaban a una altura suficiente para disuadir a niños más pequeños de intentarlo.
David subió a la plataforma con las mejillas húmedas, los ojos hinchados, el sabor a chocolate y papel mojado aún en la boca, y el jadeo del acordeón blanco todavía en los oídos. Presentía que hallaría algún otro vestigio de Brian en la plataforma, pero no había nada. Sólo estaba el cartel donde se leía PUESTO DE OBSERVACIÓN VIETCONG, que habían clavado al árbol un par de semanas después de terminar la plataforma. Habían sacado la idea (para aquello y para el nombre que habían puesto al sendero) de una vieja película de Arnold Schwarzenegger cuyo título David no recordaba. Desde el principio había esperado que un día al subir se encontraría con que los chicos mayores habían arrancado el cartel o pintado encima algo como CHÚPAME LA POLLA, pero eso nunca ocurrió. Dedujo que también a ellos debía de gustarles.
Una brisa susurró entre las ramas de los árboles y le refrescó la piel.
Cualquier otro día Brian habría compartido aquella brisa con él. Habrían estado allí charlando y riendo, sentados con los pies colgando.
David se echó a llorar de nuevo.
¿Qué hago aquí?
No hubo respuesta.
¿A que he venido? ¿Algo me ha obligado a venir?
No hubo respuesta.
Si hay alguien ahí, contesta, por favor.
No hubo respuesta por un largo rato, pero al final oyó algo, y tuvo la certeza de que no era el hablándose a sí mismo en su cabeza, engañándose para obtener consuelo. Al igual que cuando estaba junto a la cama de Brian, el pensamiento que cobró forma en su mente parecía proceder del exterior.
Sí, dijo la voz. Estoy aquí.
¿Quién eres?
Soy quién soy, respondió la voz, y a continuación guardó silencio, como si eso explicase realmente algo.
David cruzó las piernas bajo el cuerpo y cerró los ojos. Apoyó las palmas de las manos en las rodillas y abrió la mente tanto como pudo.
No se le ocurría que más hacer. En esa postura aguardó durante un tiempo indeterminado, oyendo las voces lejanas de los niños que regresaban a sus casas, percibiendo las cambiantes formas rojas y negras que se dibujaban en sus párpados mientras la brisa movía las ramas sobre su cabeza y las manchas de sol se deslizaban arriba y abajo por su cara.
Dime que quieres, preguntó a la voz.
No hubo respuesta. La voz no parecía querer nada.
Dime entonces que debo hacer.
La voz no contestó.
A lo lejos, muy a lo lejos, oyó la sirena del parque de bomberos de Columbus Broad. Eran las cinco. Había estado en la plataforma con los ojos cerrados por lo menos una hora, probablemente casi dos. Sus padres habrían advertido su ausencia, habrían visto la pelota abandonada en la hierba, y estarían preocupados. Los quería y no deseaba inquietarlos —en cierto modo comprendía que la inminente muerte de Brian los afectase tanto como a él—, pero aún no podía volver a casa. Aun no había terminado.
¿Quieres que rece?, preguntó David. Lo intentaré si es eso lo que quieres, pero no sé cómo. No vamos a misa, y…
La voz lo interrumpió. No sonaba iracunda, ni burlona, ni impaciente. No reflejaba de hecho ningún sentimiento que David supiese interpretar.
Ya estás rezando, dijo.
¿Por qué debo rezar?
Mierda, nos persigue la momia, dijo la voz. Caminemos más deprisa.
No sé qué significa eso.
Sí lo sabes.
¡No! ¡No lo sé!
—Sí lo sé —dijo David en voz alta, casi gimiendo—. Si lo sé. Significa que debo pedir lo que nadie se atreve a pedir, rezar por lo que nadie se atreve a rezar. ¿Es eso?
La voz no respondió.
David abrió los ojos y el sol lo bombardeó con sus últimos rayos, el resplandor dorado de una tarde de noviembre. Tenía las piernas entumecidas de rodilla para abajo y se sentía como si hubiese despertado de un profundo sueño. La sencilla hermosura del día lo maravilló, y por un momento fue consciente de que formaba parte de un todo, de que era una célula en la epidermis del mundo. Levantó las manos y las extendió con las palmas hacia el cielo.
—Cúralo —dijo—. Dios, cúralo. Si lo curas haré lo que me pidas. Escucharé tus deseos y los realizaré. Lo prometo.
No cerró los ojos pero escuchó con atención por si la voz tenía algo que añadir. En un primer momento creyó que la conversación había concluido. Bajó las manos y se dispuso a levantarse, pero se detuvo e hizo una mueca al notar un repentino hormigueo en las pantorrillas.
Incluso rió. Se agarró a una rama para erguirse, y mientras se ponía en pie la voz habló de nuevo.
David escuchó con la cabeza ladeada, sujeto aún a la rama, sintiendo aún el intenso cosquilleo en los músculos mientras la sangre volvía a circular por ellos. Finalmente asintió con la cabeza. Brian y él habían fijado el cartel al tronco del árbol con tres clavos. Desde entonces la madera se había encogido y alabeado, y las cabezas oxidadas de los clavos sobresalían del cartel. David se sacó del bolsillo la tarjeta azul y la ensartó en uno de los clavos. Una vez hecho esto movió las piernas hasta que empezó a remitir el hormigueo y se sintió en condiciones de bajar del árbol.
Volvió a casa. Aún no había llegado siquiera al camino de entrada cuando sus padres salieron por la puerta de la cocina. Ellen Carver se quedó en el portal, protegiéndose los ojos del sol con la mano, mientras Ralph Carver corría hasta la acera y cogía a David por los hombros.
—¿Dónde estabas? ¿Dónde demonios te habías metido, David?
—He ido a dar una vuelta por los jardines de la calle Bear. Estaba pensando en Brian.
—Pues nos has dado un susto de muerte —reprochó su madre. Kirsten había salido también al portal. Llevaba un tazón de jalea entre las manos y su muñeca preferida, Melissa Sweetheart, bajo un brazo—. Hasta Kirstie estaba preocupada, ¿verdad?
—No —respondió Bombón, y siguió comiendo jalea.
—¿Estás bien? —preguntó su padre.
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí.
Al entrar en la casa David tiró suavemente de una de las trenzas de Bombón. Ella arrugó la nariz y sonrió.
—La cena esta casi lista. Ve a lavarte —dijo Ellen.
El teléfono empezó a sonar. Su madre fue a contestar, y casi de inmediato llamo a gritos a David, que se dirigía al cuarto de baño a lavarse las manos, pegajosas a causa de la savia del árbol. Se giró y vio que su madre le tendía el auricular con una mano mientras retorcía la otra nerviosamente en el bolsillo del delantal. Ellen trató de hablar, pero en un primer momento ningún sonido salió de su boca al mover los labios. Tragó saliva y lo intentó otra vez.
—Es Debbie Ross. Pregunta por ti. Esta llorando. Ya debe de haber terminado. Se amable con ella, por favor.
David cruzó la sala y cogió el auricular. Volvía a inundarle la sensación de ser otro. Estaba seguro de que su madre tenía razón en parte: algo debía de haber terminado.
—¿Si? —dijo por el auricular—. ¿Señora Ross?
Al principio el llanto impidió hablar a la madre de Brian. Lo intentó, pero entre sus sollozos salió solo un sonido inarticulado. David oyó al señor Ross decir a cierta distancia:
—Déjame a mí.
Pero la señora Ross repuso:
—No; estoy bien. —Un sonoro bocinazo, como el graznido de un pato hambriento, llegó al oído de David cuando la señora Ross se aclaró la garganta. A continuación anunció—: Brian esta despierto.
—¿Si? —dijo David. Aquello le causó la mayor alegría de su vida pero no sorpresa.
—¿Está muerto? —preguntó Ellen en un susurro. Continuaba retorciendo una mano en el bolsillo del delantal.
—No —respondió David, tapando el micrófono para dirigirse a sus padres. Podía permitírselo porque Debbie Ross había empezado a sollozar de nuevo. Pensó que eso le ocurriría cada vez que diese a alguien la noticia, al menos durante un tiempo. No podría evitarlo, pues ella ya había dado por perdido a Brian.
—¿Está muerto? —repitió Ellen.
—¡No! —repitió David un poco irritado. Su madre parecía sorda—. No está muerto. Está vivo. Ha despertado.
Sus padres boquearon como peces en un acuario. Bombón pasó ante ellos, todavía comiendo jalea, miró a su muñeca, que asomaba rígida por encima de su codo, y dijo con tono concluyente:
—¿No te había dicho que se curaría? ¿No te lo había dicho?
—Ha despertado —musitó, asombrada, la madre de David—. Está vivo.
—David, ¿sigues ahí? —dijo la señora Ross por el teléfono.
—Sí, aquí estoy.
—Unos veinte minutos después de marcharte empezaron a aparecer ondas en el monitor del encefalógrafo. Yo fui la primera en verlas (Mark había bajado a la cafetería por unos refrescos), y me dirigí a la sala de enfermeras. No me creían. —Rió entre sollozos—. Claro. ¿Quién iba a creerlo? Y cuando conseguí que viniesen a la habitación, en lugar de llamar a un médico avisaron a mantenimiento… imagínate hasta que punto estaban convencidos de que eso era imposible. Llegaron al extremo de cambiar el monitor, ¿no es asombroso?
—Sí —convino David—. Increíble.
Ahora tanto su padre como su madre le hablaban en susurros, y Ralph Carver hacía grandes aspavientos. Parecía, pensó, un enfermo mental que se creía presentador de un concurso de televisión. Ante la idea sintió ganas de reír, pero se controló. Prefería, no reírse estando al teléfono —la señora Ross no lo entendería— de modo que se dio media vuelta y siguió escuchando de cara a la pared.
—Únicamente cuando vieron las mismas ondas en el monitor nuevo —prosiguió la señora Ross—, solo que más marcadas, una de las enfermeras fue a buscar al doctor Waslewski. Es el neurólogo. Antes de que llegase, Brian nos miró, y me preguntó si le había echado comida al pez de colores. Le contesté que sí, que el pez estaba bien atendido. No lloré; estaba demasiado atónita para llorar. Después dijo que le dolía la cabeza y cerró los ojos. Cuando entró el doctor Waslewski, daba la impresión de que Brian siguiese en coma, y el médico le lanzó una mirada a la enfermera como diciendo: «¿Para esto me ha llamado?». ¿Entiendes?
—Claro —respondió David.
—Pero cuando el médico dio una palmada junto al oído de Brian, él volvió a abrir los ojos. ¡Tendrías que haberle visto la cara a ese viejo polaco, Davey! —Se echó a reír; sus carcajadas eran como el cloqueo entrecortado de una loca—. Y entonces… entonces Brian d-d-dijo que tenía sed y preguntó s-s-si podíamos darle a-a-agua.
Debbie Ross no pudo contener más el llanto, y sus sollozos llegaron a través del auricular con tal intensidad que a David casi le dolió el oído. Al cabo de un momento los sollozos se alejaron, y el padre de Brian preguntó:
—¿David? ¿Sigues ahí? —Su voz no parecía mucho más serena, pero al menos no hablaba a gritos, lo cual era un alivio.
—Sí, aquí sigo.
—Brian no recuerda el accidente, no recuerda nada desde la noche anterior; pero recuerda su nombre, su dirección y nuestros nombres.
Sabe como se llama el presidente y es capaz de realizar sencillos problemas de cálculo. El doctor Waslewski dice que había oído hablar de casos como este, pero hasta ahora no había presenciado ninguno. Lo ha calificado de «milagro clínico». Ignoro si eso tiene sentido o si es simplemente algo que siempre había deseado decir, pero me trae sin cuidado. Sólo quería darte las gracias, David. Y Debbie también. De todo corazón.
—¿A mí? —Una mano le tiró de la manga para obligarlo a volverse. Se resistió—. ¿Por qué a mí?
—Por devolvernos a Brian. Tú le has hablado; las ondas han aparecido en el monitor poco después de marcharte. Te ha oído, Davey. Te ha oído y ha regresado con nosotros.
—No he sido yo —repuso David. Se dio la vuelta. Sus padres estaban muy cerca de él, mirándolo con impaciente expresión de esperanza, incredulidad y desconcierto. Su madre lloraba. Aquel día todo eran lágrimas. Sólo Bombón, que solía andar por la casa vociferando por lo menos seis horas de cada veinticuatro, permanecía tranquila.
—Se lo que digo —afirmó el señor Ross—. Se lo que digo, David.
Tenía que explicar lo ocurrido a sus padres antes de que le prendiesen fuego a su camisa con sus incandescentes miradas. Pero primero debía averiguar una cosa.
—¿A que hora despertó Brian y preguntó por el pez? ¿Cuanto tiempo después de aparecer las ondas en el monitor?
—Pues han cambiado el monitor… ya te lo ha contado mi mujer… y luego… no sé… —Pensó por un momento y por fin añadió—: Ah, si. Recuerdo que poco antes oí la sirena del parque de bomberos de Columbus Broad, así que debían de ser poco más de las cinco.
David no se sorprendió. A esa hora aproximadamente la voz de su cabeza había dicho: «Ya estás rezando».
—¿Puedo ir a verlo mañana? —preguntó David.
El señor Ross se echó a reír.
—Puedes venir a medianoche si te apetece. ¿Por qué no? De hecho el doctor Waslewski nos ha pedido que lo despertemos de vez en cuando y le hagamos preguntas estúpidas. Sé por qué lo ha pedido. Teme que Brian vuelva a entrar en coma, pero dudo que eso ocurra. ¿Tú que crees?
—Yo también lo dudo. Adiós, señor Ross.
Colgó el auricular, y sus padres casi se abalanzaron sobre él. Querían saber como había ocurrido y en que modo creían que había influido David en su recuperación.
En ese momento el niño sintió el súbito impulso de bajar la vista en un gesto de modestia y decir: «Bueno, se ha despertado; eso es lo único que sé. Salvo que… bueno… —Ahí se interrumpiría con fingida reticencia y luego añadiría—: Los señores Ross piensan que quizá haya oído mi voz y haya reaccionado, pero ya sabéis lo alterados que estaban». Bastaría con eso para dar origen a una leyenda. Parte de él lo sabía. Lo sabía y lo deseaba.
Parte de él deseaba intensamente decir aquello.
No fue la extraña voz interior y exterior la que lo disuadió, sino un pensamiento suyo, un pensamiento más intuido que articulado: Si te atribuyes el merito, se acaba aquí. ¿Qué acaba? Todo lo importante, respondió la voz de la intuición. Todo lo importante.
—Vamos, David —instó su padre sacudiendo los hombros—. Dinos qué ha pasado.
—Brian esta despierto —respondió por fin, eligiendo las palabras con cuidado—. Puede hablar y conserva la memoria. El médico del cerebro dice que es un milagro. Los señores Ross creen que yo he tenido algo que ver, que me ha oído hablar y ha vuelto; pero son solo imaginaciones suyas. Le he cogido la mano a Brian, y no estaba allí. Era la persona más ausente que he visto en mi vida. Por eso he llorado, no por el ataque de nervios de sus padres sino porque Brian no estaba allí. No sé qué ha pasado, y tampoco me importa. Está despierto, eso es lo único que me importa.
—Y eso es lo único que debe importarte, cariño —dijo su madre, abrazándolo con fuerza.
—Tengo hambre —anunció David—. ¿Qué hay para cenar?
Ahora flotaba en la oscuridad, ciego pero no sordo, esperando a oír esa voz que el padre Gene Martin había definido como «la voz serena y casi inaudible de Dios». En los últimos siete meses el padre Martin había escuchado el relato de David no una sino docenas de veces, y le complacía de manera especial la parte donde el muchacho explicaba como se había sentido durante la conversación con sus padres después de hablar por teléfono con el señor Ross.
—Estabas en lo cierto —le aseguró un día el padre Martin—. No fue otra voz lo que oíste al final, y en concreto no fue la voz de Dios, salvo en el sentido de que Dios siempre nos habla a través de la conciencia. Desde el punto de vista laico, David, la conciencia es solo una especie de sensor, un espacio donde se almacenan las sanciones sociales, pero en realidad viene a ser algo así como un intruso, y a menudo nos guía hasta las soluciones adecuadas incluso en situaciones que escapan a nuestra comprensión. ¿Me sigues?
—Creo que sí —respondió David.
—No sabías por qué era incorrecto atribuirte el mérito de la recuperación de tu amigo, pero no te hacía falta saberlo. Satanás te tentó del mismo modo que a Moisés; sin embargo tú obraste como Moisés no quiso o no pudo: primero comprendiste, luego te resististe.
—¿Y Moisés? ¿Qué hizo él?
El padre Martin le contó como Moisés, durante el éxodo de los israelitas, hizo brotar agua de una piedra golpeándola con el cayado de Aarón para aplacar la sed de su gente. Y cuando los israelitas preguntaron a quién debían mostrar su gratitud, Moisés respondió que el mérito era suyo. Mientras le contaba esta historia, el padre Martin bebía de una taza de té que llevaba estampado el lema FELIZ, JUBILOSO Y LIBRE, pero el contenido de la taza no olía exactamente a té. Olía más bien como el whisky que tomaba su padre por las noches cuando veía el último noticiario en televisión.
—Fue solo un pequeño desliz en una larga vida de sacrificios al servicio del Señor —prosiguió el padre Martin alegremente— pero en castigo Dios no le permitió llegar a la Tierra Prometida. Josué guió a aquel pueblo ingrato y rencoroso a través del río.
Mantuvieron esta conversación un domingo de junio por la tarde. Por entonces los dos se conocían desde hacía meses y se sentían a gusto juntos. David había tomado la costumbre de asistir a misa en la iglesia metodista los domingos por la mañana e ir por la tarde a la casa del párroco. Allí él y el padre Martin, sentados en el despacho de este, charlaban durante una hora poco más o menos. David esperaba con ilusión estos encuentros, y Gene Martin también. Le había cogido mucho cariño a David, quién unas veces parecía un niño corriente y otras revelaba una madurez insólita en un muchacho de once años.
Y había otra cosa: Gene Martin creía que David Carver había sido tocado por Dios, y que quizá Dios seguía presente en él.
Le fascinaba la historia de Brian Ross, y el hecho de que ese suceso hubiese inducido a David, un perfecto ignorante en materia religiosa, a buscar respuestas, a buscar a Dios. Dijo a su esposa que David era el único auténtico converso que había conocido, y que lo ocurrido a su amigo era el único milagro moderno de cuantos había oído hablar en el que creía sinceramente. La curación de Brian había sido completa salvo por una leve cojera, y según los médicos incluso de eso podía recuperarse en menos de un año.
—Estupendo —repuso Stella Martin—. Eso nos servirá de consuelo a mí y al bebé si tu joven amigo dice algo indebido acerca de su instrucción religiosa y acabas ante un tribunal acusado de corrupción de menores. Ándate con cuidado, Gene… y es un disparate que bebas en su presencia.
—No bebo en su presencia —se defendió el padre Martin, hallando de pronto algo interesante que mirar por la ventana. Finalmente volvió la cabeza hacia su esposa y añadió—: En cuanto a lo otro, Dios es mi pastor.
Siguió recibiendo a David los domingos por la tarde. Gene Martin no había cumplido aún los treinta años, y por primera vez tenía ocasión de experimentar los placeres de escribir en una tabla rasa. Tampoco renunció a echar un chorro de Seagram’s en su té, una antigua tradición dominical, pero empezó a dejar la puerta del despacho abierta cuando se reunía con David. Durante sus conversaciones el televisor estaba siempre en marcha, siempre sin sonido y sintonizado en alguna retransmisión deportiva: fútbol americano en las primeras visitas de David, más tarde baloncesto y después béisbol.
Aquella tarde, mientras David reflexionaba sobre el episodio de Moisés y el agua extraída de la roca, retransmitían un partido de béisbol entre los Indians y los A’s. Al cabo de un rato desvió la vista del televisor y dijo:
—Dios no es muy misericordioso, ¿verdad?
—Sí, si lo es —contestó el padre Martin, al parecer un tanto sorprendido—. Es tan exigente que por fuerza ha de ser misericordioso.
—Pero también es cruel, ¿no?
—Sí —respondió Gene Martin sin dudar—. Dios es cruel. Tengo maíz, David. ¿Quieres que prepare unas palomitas?
Ahora flotaba en la oscuridad, esperando a oír a ese Dios cruel del padre Martin, el que había negado a Moisés la entrada en Canaán porque en una única ocasión se había atribuido el mérito de una obra realizada por Dios, el que de algún modo se había servido de él para curar a Brian Ross, el que había quitado la vida a su dulce hermana y había dejado al resto de la familia en manos de un gigante chiflado con la misma mirada vacía que un paciente en estado de coma.
Sonaban otras voces en el oscuro lugar al que se trasladaba mientras rezaba; las oía con frecuencia mientras estaba allí, por lo general lejanas, como las indistintas voces que en ocasiones se oían de fondo cuando uno mantenía una conferencia telefónica, pero a veces con mayor claridad. Aquel día en particular una de ellas le llegó con total nitidez.
Si quieres rezar, rézame a mí, dijo esa voz. ¿Por qué vas a rezar a un Dios que mata a niñas? Ya nunca más te reirás de las gracias de tu hermana, ni le harás cosquillas hasta que grite, ni le tirarás de las trenzas. Está muerta, y tu y tus padres estáis en la cárcel. Cuando el poli chiflado vuelva, probablemente os matará a los tres. Y a los otros dos también. Eso es lo que hará tu Dios, ¿qué otra cosa podría esperarse de un Dios que mata niñas? En el fondo, está tan loco como el poli. Y sin embargo tú te arrodillas ante él. Vamos, Davey, sé dueño de tu vida. Coge las riendas. Rézame a mí. Yo al menos no estoy loco.
Esta voz no lo inquietó, o no demasiado. La había oído ya antes.
Quizá apareció por primera vez en su mente camuflada tras el intenso impulso de dar a sus padres la impresión de que Brian había vuelto del coma gracias a él. Pero luego la oyó más nítidamente, más personalmente, durante sus oraciones diarias, y en un principio esto llegó a preocuparlo, pero cuando comentó al padre Martin que esa voz interfería en sus conversaciones con Dios como si hablase desde un supletorio, el párroco se echó a reír.
—Al igual que Dios —explicó—, Satanás tiende a hablarnos con mayor claridad cuando oramos o meditamos. En esos momentos nos encuentra más abiertos, más en contacto con nuestro pneuma.
—¿Pneuma? ¿Qué es eso? —preguntó David.
—El espíritu. La parte de ti que intenta desarrollar su potencial divino y ser eterna; la parte que Dios y Satanás se disputan incluso ahora mientras charlamos.
El padre Martin le había enseñado un breve mantra para tales ocasiones, y David lo usó mientras rezaba en la celda. Ve en mí, mora en mí, repitió mentalmente. Esperaba que esa voz desapareciese, pero también necesitaba mitigar de nuevo el dolor, que lo asaltaba una y otra vez como calambres. El pesar por lo que había ocurrido a Bombón era demasiado profundo. Y sí, sentía resentimiento hacia Dios por haber consentido que el policía demente la empujase escalera abajo. No resentimiento, odio.
Ve en mí, Dios. Mora en mí, Dios. Ve en mí, mora en mí.
La voz de Satanás (si realmente era la suya, cosa que David no sabía con certeza) se desvaneció, y durante un rato David percibió solo la oscuridad.
Dime que debo hacer, Dios. Dime que quieres. Y si tu voluntad es que muramos aquí, no permitas que pierda el tiempo volviéndome loco, dejándome vencer por el miedo o exigiendo explicaciones.
Se oyó el remoto aullido de un coyote. Luego nada.
Aguardó, tratando de permanecer abierto, pero Dios continuó en silencio. Al final desistió y pronunció en un susurro las palabras con las que el padre Martin le había enseñado a concluir sus oraciones:
«Señor, hazme útil a mi mismo y ayúdame a recordar que mientras no lo consiga no seré útil a los demás. Ayúdame a recordar que eres mi Creador. Soy lo que tú me haces ser, unas veces el pulgar de tu mano, otras la lengua de tu boca. Haz de mí una vasija consagrada plenamente a tu servicio. Gracias. Amén».
Abrió los ojos. Como siempre, primero fijó la mirada en el hueco oscuro formado por sus manos unidas, y como siempre le recordó un ojo, un orificio semejante a un ojo. Pero un ojo ¿de quién? ¿De Dios? ¿Del diablo? ¿Quizá suyo?
Se levantó y se volvió lentamente. Sus padres lo miraban, Ellie asombrada, Ralph con expresión grave.
—¡Por fin! ¡Gracias a Dios! —exclamó su madre. Hizo una pausa para permitirle contestar. Al ver que David guardaba silencio, añadió—: ¿Rezabas? Has estado media hora de rodillas. Ya pensaba que te habías dormido. ¿Rezabas?
—Sí.
—¿Lo haces a menudo, o esta era una ocasión especial?
—Lo hago tres veces diarias —contestó David—. Una por la mañana, otra por la noche y otra hacia el mediodía. En la del mediodía doy gracias por las cosas buenas que me han pasado y pido ayuda con lo que no entiendo. —Lanzó una risa breve y nerviosa—. Esto último es lo que me lleva más tiempo.
—¿Y es una novedad reciente, o lo haces desde que vas a misa?
Ellen lo miraba aún con una expresión de perplejidad que lo incomodó. El malestar de David se debía en parte al enorme moretón que se extendía en torno al ojo de su madre, pero no solo a eso; se debía sobre todo a que ella lo miraba como si lo viese por primera vez en su vida.
—Reza desde el accidente de Brian —terció Ralph. Se tocó la hinchazón de debajo del ojo izquierdo, hizo una mueca de dolor y apartó la mano. Miraba a su hijo por entre dos barrotes, al parecer tan incómodo con aquello como el propio David—. Un día, poco después de salir Brian del hospital, subí a tu habitación a darte las buenas noches y te vi de rodillas al pie de la cama. Al principio pensé que estabas… no sé, haciendo otra cosa, pero luego oí algo de lo que decías y comprendí.
David sonrió y notó el rubor en sus mejillas. Era un tanto absurdo sonrojarse en aquellas circunstancias, pero no pudo evitarlo.
—Ahora rezo en silencio. Ni siquiera muevo los labios. Una vez unos compañeros de colegio me oyeron murmurar en la hora de estudio y creyeron que estaba mal de la cabeza.
—Puede que tu padre lo entienda, pero yo no —repuso Ellen.
—Hablo con Dios —dijo David. Aquello le resultaba muy violento, pero quizá si lo explicaba una vez con toda franqueza no tuviese que repetirlo—. En eso consiste rezar: en hablar con Dios. Al principio tienes la impresión de hablar contigo mismo, pero luego es distinto.
—¿Lo has aprendido tú solo, David, o te lo ha enseñado tu nuevo amigo de los domingos?
—Lo he aprendido yo solo.
—¿Y Dios te contesta? —quiso saber su madre.
—A veces creo oírlo. —David se metió la mano en el bolsillo y tocó el cartucho con las yemas de los dedos—. Y sé con toda seguridad que una vez lo oí. Le pedí que Brian se curase. Cuando volvimos del hospital, fui a los jardines de la calle Bear y subí a la plataforma que Brian y yo habíamos construido en un árbol. Desde allí rogué que se curase. Prometí que si Dios me concedía ese favor, le daría una especie de pagaré. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí, David, se que es un pagaré. ¿Y te ha hecho ya cumplir el compromiso, ese Dios tuyo?
—Todavía no. Pero cuando iba a bajar del árbol, Dios me pidió que dejase el permiso para salir del colegio antes de hora enganchado en un clavo que sobresalía del tronco, como si quisiese que se lo entregase a él en lugar de a la señora Hardy, la mujer de la secretaría. Y me pidió también que averiguase todo lo posible sobre Él: qué es, qué quiere, qué hace, y qué no haría nunca. No me lo dijo con esas mismas palabras, pero pronunció el nombre de la persona a la que debía acudir, el padre Martin. Por eso voy a la iglesia metodista. Aunque seguramente a Dios le da lo mismo una iglesia que otra. Él solo me dijo que en la iglesia encontraría orientación para el corazón y el espíritu, y en el padre Martin para la mente. Al principio ni siquiera sabía quién era el padre Martin.
—Si lo sabías —corrigió Ellen Carver con el tono compasivo y reconfortante de alguien que de pronto cae en la cuenta de que tiene enfrente a una persona con problemas mentales—. Gene Martin estuvo en casa hace dos o tres años durante una campaña de recogida de fondos para las misiones de África.
—¿De verdad? Yo no lo vi. Debía de estar en el colegio cuando vino.
—Tonterías —replicó su madre, esta vez con tono taxativo—. Vino por Navidades, así que no estabas en el colegio. Y ahora escúchame con atención, David. Cuando ocurrió lo de Brian, debiste de… en fin, no sé… debiste de creer que necesitabas ayuda, y el subconsciente te proporcionó el único nombre que conocías. El Dios que oíste en esos momentos de desolación era tu subconsciente, que buscaba respuestas. —Se volvió hacia Ralph y extendió las manos—. La lectura obsesiva de la Biblia era ya preocupante, pero esto… ¿por qué no me dijiste que había empezado a rezar?
—Porque me pareció que era asunto suyo —respondió Ralph con un gesto de indiferencia, eludiendo su mirada—. Y no le hacía daño a nadie.
—No, claro, rezar es maravilloso. Sin rezos no se habrían inventado las empulgueras ni el potro de tortura.
David ya había oído antes aquel tono de voz en su madre. Era el tono nervioso y agresivo que adoptaba cuando temía desmoronarse por completo. De aquel modo empezó a hablarles a él y a su padre cuando Brian acababa de sufrir el accidente; de hecho siguió en esa línea durante casi una semana incluso después de salir Brian del coma.
Ralph Carver se metió las manos en los bolsillos y, bajando la vista, se apartó de ella. Esa actitud enfureció más aún a Ellen, que se volvió hacia David con lágrimas en los ojos y dijo a voz en grito:
—¿Qué clase de trato has hecho con ese extraordinario Dios tuyo? ¿Ha sido como cuando cambias cromos de béisbol con tus amigos? ¿Te ha dicho: «Eh, te cambio este precioso Brian Ross del año ochenta y cuatro por ese Kirstie Carver del ochenta y ocho»? ¿Ha sido así? ¿O más bien…?
—Señora, es su hijo y no quiero entrometerme, pero ¿por qué no lo deja estar? Usted ha perdido a su hija, y yo he perdido a mi marido. Todos hemos tenido un mal día.
Era la mujer que había disparado contra el policía. Se hallaba sentada en el extremo del catre. El pelo le caía sobre las mejillas como unas alas flácidas pero no le ocultaba el rostro. Parecía conmocionada, afligida y cansada. Sobre todo cansada. David no recordaba haber visto antes unos ojos tan cansados como aquellos.
Por un momento pensó que su madre volcaría su ira en ella. No le habría sorprendido; a veces arremetía contra un desconocido con la violencia de un ciclón. En una ocasión atacó como una fiera a un candidato a algún cargo político que pedía votos ante el supermercado del barrio. El pobre hombre cometió el error táctico de intentar entregarle un panfleto cuando ella salía cargada con la compra y llegaba tarde a una cita. Su madre se revolvió como un animal venenoso y le preguntó quién se había creído que era, a quién se había creído que representaba, cual era su postura ante el déficit de la balanza comercial, si había fumado hierba alguna vez, y si estaba a favor del derecho a la libre elección de la mujer. A esto último el candidato respondió con orgullo que sí estaba a favor del derecho a la libre elección de la mujer. Y Ellen Carver replicó a pleno pulmón: «¡Estupendo, porque libremente le exijo que desaparezca de mi vista!». El hombre simplemente se dio media vuelta y se fue. David lo comprendió; él habría hecho lo mismo. Sin embargo su madre advirtió algo en la expresión de la mujer de pelo oscuro (Mary, pensó David; se llama Mary) que la hizo cambiar de idea, si es que realmente estaba a punto de estallar.
Se concentró de nuevo en David.
—¿Y qué? ¿Te ha dicho el gran Dios cómo vamos a salir de esta? Has estado de rodillas un buen rato; algún mensaje habrás recibido.
Ralph se volvió hacia ella.
—¡Deja de acosarlo! —gruñó—. ¡Déjalo ya! ¿Acaso crees que eres la única que sufre?
Ellen le lanzó una mirada peligrosamente próxima al desprecio y después dirigió otra vez la atención a David.
—¿Y bien?
—No —contestó David—. No he recibido ningún mensaje.
—Viene alguien —anunció de pronto Mary. Había una ventana detrás de ella. Se subió al catre e intentó mirar al exterior—. ¡Mierda! Barrotes y cristal opaco reforzado con tela metálica. Pero lo oigo. ¡Estoy segura!
David también lo oía: era un motor. De repente aceleró, retumbando a plena potencia. Siguió un chirrido de neumáticos. David miró al anciano. Este se encogió de hombros y levantó las manos.
David oyó un grito de dolor, y después un aullido. Un aullido humano.
—Hubiese preferido pensar que era el aullido del viento al soplar por el canalón de un tejado, pero tuvo la casi total certidumbre de que había sido humano.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Ralph—. ¡Dios mío, alguien grita como si lo estuviesen matando! ¿Será el policía?
—¡Ojalá! —exclamó Mary con vehemencia, todavía de pies sobre el catre y mirando en vano la ventana—. ¡Espero que alguien le arranque los pulmones del pecho! —Se volvió hacia ellos. Sus ojos aún revelaban cansancio, pero ahora también fiereza—. Quizá vienen en nuestra ayuda. ¿No podría ser? ¡Quizá vienen en nuestra ayuda!
El motor —no demasiado cercano pero tampoco lejano— aceleró. Los neumáticos chirriaron de nuevo, como chirrían en las películas pero rara vez en la vida real. Se oyó un crujido. De madera o metal, o tal vez de ambas cosas. Luego un breve bocinazo, como si alguien hubiese tocado sin querer la bocina del coche. El fluctuante y nítido aullido de un coyote traspasó el aire. A este se unieron otros. Parecían una burla a las esperanzas de Mary. A continuación el ruido del motor se acercó; ahora era solo un tranquilo ronroneo.
El hombre del pelo blanco estaba sentado en el catre con las manos juntas entre los muslos. Habló sin levantar la vista.
—No se hagan ilusiones. —Su voz sonaba tan seca y polvorienta como las vastas salinas que se extendían al norte y el oeste de aquella zona—. Es él. Reconozco el ruido del motor.
—Me niego a creerlo —replicó Ellie Carver.
—Usted misma —dijo el anciano—. Poco importa lo que crea. Yo formaba parte de la comisión que aprobó la partida para la compra de un nuevo coche patrulla. Eso fue poco antes de retirarme de la política. Fui a Carson City con Collie y Dick en noviembre del año pasado, y lo compramos en una subasta del Departamento de Lucha contra la Droga. Ese mismo coche que ahora oyen. Metí la cabeza bajo el capó antes de ofrecer dinero por él y lo conduje la mitad del camino de regreso a velocidades que oscilaban entre los cien y ciento sesenta kilómetros por hora. Lo reconozco sin sombra de duda. Es el nuestro.
Y mientras David se volvía hacia el anciano, la voz serena y casi inaudible —la que había oído por primera vez en la habitación del hospital— le habló. Como de costumbre, lo cogió por sorpresa, y al principio no supo interpretar el sentido de las dos palabras que pronunció.
El jabón.
Las oyó tan claramente como había oído «Ya estás rezando» cuando se hallaba en la Plataforma Vietcong con los ojos cerrados.
El jabón.
Miró hacia el rincón izquierdo de la celda. Había un inodoro sin tapa y al lado un herrumbroso lavabo de loza. Junto a la llave del agua situada a la derecha vio una pastilla verde de jabón.
Fuera el motor del coche patrulla de Desesperación se oyó cada vez más cerca. A mayor distancia aullaban los coyotes. Aquellos aullidos empezaban a sonarle como las carcajadas de un grupo de lunáticos en un manicomio tras marcharse los enfermeros.
Al llegar a Desesperación la familia Carver estaba demasiado angustiada y atenta al policía para reparar en el perro colgado del cartel de bienvenida al pueblo; pero Johnny Marinville era un experto observador de su entorno. Además ahora era difícil que el animal pasase inadvertido. Lo había encontrado una bandada de buitres, los más abominables que Johnny había visto. Apiñados bajo el cadáver, uno tiraba del rabo del pastor alemán, otro roía con el pico una de las patas, y el resto aguardaba. El cuerpo del perro se mecía en la cuerda que le rodeaba el cuello. Johnny emitió un chasquido de repugnancia.
—¡Buitres! —dijo el policía—. Dios, ¿no son unas aves extraordinarias? —Su voz sonaba más ronca. Había estornudado dos veces más en el camino, y la segunda había expulsado por la boca varios dientes además de sangre. Johnny no sabía que le ocurría ni le importaba; solo deseaba que su final estuviese cerca. El policía añadió—: Te contaré algo sobre los buitres. Despiertan lentamente del sueño. Aprenden yendo a donde tienen que ir. ¿Coincides conmigo, mon capitaine?
Un policía chiflado que recitaba versos. Muy sartriano.
—Si usted lo dice, agente… —Johnny procuraría no llevarle la contraria de nuevo; aquel tipo se hallaba en pleno proceso de autodestrucción, y Johnny quería seguir presente cuando aquello terminase.
Pasaron junto al perro muerto y la bandada de pajarracos grisáceos y medio desplumados.
¿Qué pasaba con los coyotes, Johnny?, se preguntó. ¿Qué hacían allí?
Pero prefirió no pensar en los coyotes, que momentos antes se hallaban alineados a intervalos regulares a ambos lados de la carretera como una guardia de honor, ni en como se retiraban a medida que pasaba el coche y se alejaban por el desierto a toda prisa igual que si tuviesen fuego en el culo.
—Se tiran pedos, ¿sabías? —informó el policía con la voz velada por la sangre—. Los buitres se tiran pedos.
—No, no lo sabía.
—Pues si señor, así es. Son las únicas aves que se tiran pedos. Puedes ponerlo en tu libro. Capítulo dieciséis de Viajes en Harley.
Johnny pensó que el hipotético título de su libro nunca había sonado tan ridículo.
El coche patrulla pasó ante el edificio de una compañía minera.
A Johnny le extrañó ver que había unos cuantos coches y furgonetas en el aparcamiento. La jornada laboral había terminado hacía ya rato.
¿Por qué, pues, no estaban aquellos vehículos ante las casas de sus dueños o ante algún bar del pueblo?
—Sí, si —se burlo el policía, levantando una mano y colocando los dedos como si encuadrase una imagen—. Ya lo estoy viendo. Capítulo dieciséis: Los buitres pedorros de Desesperación. Suena bien, ¿eh? Como si fuese una condenada novela de Edgar Rice Burroughs. Pero Burroughs era mejor escritor que tú, ¿y sabes por qué? Porque era un escritorcillo sin pretensiones, con prioridades: contar una historia, hacer su trabajo, dar a los lectores libros con que divertirse sin sentirse demasiado imbéciles, y mantenerse al margen de la prensa del corazón.
—¿Adónde me lleva? —preguntó Johnny, esforzándose por hablar con tono neutro.
—A la cárcel —respondió el policía con su voz pastosa—, donde todos tus rebuznos serán utilizados en tu contra como te mereces.
En ese momento pasaban ante un camping de caravanas; frente a una de ellas, oxidada y con el techo hundido, se leía el cartel:
SOY UN PISTOLERO, UN BORRACHO, UN FANÁTICO
RELIGIOSO, UN PENDENCIERO Y UN HIJO DE PUTA.
NO SE PREOCUPE POR EL PERRO:
¡TENGA CUIDADO CON EL DUEÑO!
Bienvenidos al infierno de la música country, pensó Johnny.
Se inclinó hacia la rejilla, haciendo una mueca de dolor al notar una punzada en el lugar de la espalda donde el policía le había asestado el puntapié.
—Necesita ayuda —dijo, tratando de mantener un tono casi amable, en modo alguno acusador—. ¿Es consciente de eso, agente?
—Eres tú quién necesita ayuda —replicó el policía—. Espiritual, física y editorial. Tak! Pero no vas a recibirla, Johnny. Tú ya has disfrutado de tu último almuerzo literario y de tu último coño cultural. Estás solo en medio del desierto, y los próximos van a ser los cuarenta días y cuarenta noches más largos de tu desaprovechada vida.
Aquellas palabras resonaron en la mente de Johnny como el tañido de una horrenda campana. Estaban ya en el pueblo. Johnny vio un bar a un lado de la calle y una ferretería al otro. Nadie transitaba por las aceras, nadie en absoluto. En el oeste los pueblos nunca eran bulliciosos, pero aquello resultaba insólito. No había nadie. Al pasar frente a una gasolinera de Conoco vio a un hombre sentado en la oficina; estaba recostado contra el respaldo de la silla y tenía los pies sobre la mesa. Pero eso fue todo. Salvo por… un poco más adelante…
Un par de animales avanzaban con un trote perezoso por lo que parecía ser el único cruce del pueblo. Johnny intentó convencerse de que eran perros, pero no lo eran. Eran coyotes.
No es solo el policía, Johnny, ¿no crees?, se dijo. Aquí ocurre algo anormal. Algo en extremo anormal.
Cuando llegaron al cruce, el policía pisó el freno. Johnny, desprevenido, se vio lanzado contra la rejilla que separaba el asiento trasero de la parte delantera. Se golpeó la nariz y emitió un alarido de dolor y sorpresa.
El policía no se volvió siquiera.
—¡Billy Rancourt! —exclamó, complacido—. ¡Maldita sea, pero si es Billy Rancourt! ¿Dónde se habría metido? En el sótano del Broken Drum a dormir la borrachera, seguro. Apostaría dólares a cambio de rosquillas. Billy el Huevón, lo llaman, y menudo huevón está hecho.
—¡Mi nariz! —protestó Johnny. Volvía a sangrar y hablar con voz gangosa—. ¡Dios, que dolor!
—¡Cállate, nenita! —dijo el policía—. ¡Dios! ¡Hay que ver lo quejica que eres!
Retrocedió unos metros y giró hasta enfilar la calle transversal en dirección oeste. Bajó el cristal de la ventanilla y asomó la cabeza.
Ahora tenía la nuca del color de los ladrillos viejos y llena de grietas y ampollas. Algunas de las grietas rezumaban sangre brillante.
—¡Billy! —llamó el policía—. ¡Eh, Billy Rancourt, granuja!
La parte oeste de Desesperación era por lo visto una zona residencial, polvorienta y sin vida pero de un nivel ligeramente superior al camping de caravanas. A través de las lágrimas que le empañaban los ojos, Johnny vio a un hombre con tejanos y un sombrero de vaquero parado en medio de la calle. Observaba dos bicicletas que se hallaban en la calzada vueltas del revés; había tres, pero el viento había abatido la tercera, una pequeña bicicleta rosa de niña. Las ruedas de las otras dos giraban desoladamente. El individuo levantó la vista, vio el coche patrulla, saludó con un gesto vacilante y se dirigió hacia ellos.
El policía volvió a meter su cabeza grande y cuadrada y miró a Johnny, que al punto comprendió que el tipo que caminaba hacia el coche no se había fijado bien en aquel peculiar agente del orden; de lo contrario habría salido corriendo en cualquier otra dirección. Los labios del policía, sin el respaldo de los dientes, ofrecían un aspecto hundido y enfermizo, y de las comisuras brotaban dos hilillos de sangre. Uno de sus ojos era una masa rojiza salvo por algún que otro destello gris en sus líquidas profundidades. Una reluciente mancha de sangre cubría la mitad superior de su camisa caqui.
—Ese es Billy Rancourt —explicó, satisfecho—. Es mi barbero. Estaba buscándolo. —Bajando la voz para hablarle en confianza, añadió—: Empina un poco el codo.
A continuación miró al frente, metió la primera y apretó el acelerador. El motor retumbo; los neumáticos chirriaron, y Johnny cayó contra el respaldo lanzando un grito de sorpresa. El coche patrulla salió disparado.
Johnny alargó los brazos, se agarró a la rejilla con los dedos y tiró para volver a enderezarse en el asiento. El hombre de los tejanos y el sombrero de vaquero —Billy Rancourt el Huevón— se quedó inmóvil, como paralizado, viendo acercarse el Caprice. Pareció crecer por momentos en el parabrisas a medida que el coche avanzaba hacia él, como en un disparatado efecto de zoom.
—¡No! —gritó Johnny, golpeando la rejilla con la palma de la mano izquierda—. ¡No! ¡No lo haga! ¡Cuidado!
En el último instante Billy Rancourt comprendió las intenciones del policía y trató de huir. Corrió hacia la derecha, en dirección a una ruinosa casa que reposaba como un animal cansado tras una cerca de estacas, pero había reaccionado demasiado tarde y era demasiado lento. Gritó, y un instante después el coche patrulla lo alcanzó, golpeándolo con tal fuerza que vibró todo el chasis. La sangre salpicó la cerca; en el interior se percibió por dos veces un ruido sordo al pasar las ruedas sobre el hombre caído. Luego el coche se estrello contra la cerca y la derribó. El policía pisó el freno, y el coche se detuvo en el patio de tierra de la casa, lanzando a Johnny otra vez contra la rejilla; en esta ocasión consiguió levantar el brazo y agachar la cabeza, evitando un nuevo golpe en la nariz.
—¡Billy, pedazo de cabrón! —exclamó el policía con visible entusiasmo—. Tak an lah!
Billy Rancourt soltó un aullido de dolor. Johnny se volvió y por la luneta trasera lo vio arrastrarse tan deprisa como podía —es decir, no mucho, porque tenía una pierna rota— hacia la acera norte de la calle.
En la espalda y en los tejanos le había quedado nítidamente grabado el dibujo de los neumáticos. El sombrero yacía en el asfalto, vuelto del revés como las bicicletas. En su vana huida Billy Rancourt lo rozó con la rodilla. El sombrero se ladeo, y la sangre que contenía se derramó como si fuese agua. También manaba la sangre a borbotones del cráneo abierto y el rostro desfigurado de Billy Rancourt. Sin duda estaba malherido, pero a pesar de que el coche le había golpeado de pleno y después le había pasado por encima, no parecía ni mucho menos en trance de morir. A Johnny no le sorprendió. Costaba mucho matar a un hombre. En Vietnam lo había comprobado una y otra vez: tipos vivos con media cabeza destrozada; tipos vivos con las tripas fuera sirviendo de pasto a las moscas; tipos vivos con la yugular seccionada y la sangre escurriéndose entre los dedos. La gente se resistía a morir, y eso era lo más horrible.
—¡Yuuuju! —gritó el policía, y puso la marcha atrás.
Los neumáticos chirriaron y echaron humo. El coche retrocedió, bajó de la acera y pasó sobre el sombrero de Billy Rancourt. Después, con gran estrépito, arrolló una de las dos bicicletas que quedaban en pie, y esta salto sobre el maletero, golpeó la luneta trasera y voló por encima del techo hasta caer delante del Caprice. Johnny tuvo tiempo de ver que Billy Rancourt había dejado de arrastrarse, que había vuelto la cabeza y los miraba por encima del hombro, que su rostro ensangrentado revelaba una indescriptible resignación. No debe de tener ni treinta años, pensó Johnny, y en ese momento el hombre desapareció bajo la parte trasera del coche. Este pasó sobre el cuerpo y se detuvo junto al bordillo de la otra acera. Al volver la vista al frente, el policía hizo sonar sin querer la bocina con el codo. Ante el morro del coche patrulla yacía Billy Rancourt, boca abajo en medio de un gran charco de sangre. Uno de sus pies se sacudió espasmódicamente por un instante.
—¡Uf! —exclamó el policía—. Menuda hemos organizado, ¿no?
—Sí, lo ha matado —dijo Johnny. De pronto le traía sin cuidado irritar a aquel tipo, vivir o no más que él. Ya no le importaban el libro, la Harley, ni dónde podía hallarse Steve Ames. Quizá después, si había un después, volvería a preocuparse por alguna de esas cosas, pero no en ese momento. En ese momento, fruto de la indignación y la amargura, asomó a la superficie una versión anterior de Johnny Marinville, un borrador de sí mismo a quién importaban un carajo el Premio Pulitzer, el Premio Nacional de Literatura y follarse a actrices, con o sin esmeraldas—. Lo ha atropellado en medio de la calle como a un conejo. ¡Muy valiente!
El policía se giró, le lanzó una mirada pensativa con su único ojo sano y de nuevo volvió la vista al frente.
—«Te he mostrado el camino de la sabiduría —dijo—. Te he guiado por el camino recto. Cuando camines, no habrás de enmendar tus pasos; cuando corras, tu pie no tropezará». Eso es del Libro de los Proverbios, John. Pero creo que el pobre Billy sí ha tropezado. Sí, eso creo. Siempre fue un patoso. Creo que ese era su mayor problema.
Johnny abrió la boca. Por primera vez en su vida nada salió de ella. Mejor así, quizá.
—«Atesora mis enseñanzas, no las dejes escapar: consérvalas, porque son tu vida». Ese es un consejo que te conviene seguir, señor Marinville. Disculpa un momento.
Se apeó del coche y se acercó al cadáver que yacía en la calle. Sus botas, barridas por la arena que arrastraba el fuerte viento, despedían un resplandor trémulo. Llevaba una extensa mancha roja en los fondillos del pantalón, y cuando se agachó a recoger el cuerpo del difunto Billy Rancourt, Johnny vio a través de las costuras descosidas de los sobacos que la piel le rezumaba sangre. Sudaba sangre literalmente.
Puede ser, pensó Johnny. Es muy probable. Parece a punto de desangrarse, como ocurre a veces a los hemofílicos. Si no fuese tan corpulento, posiblemente estaría ya muerto. Sabes que debes hacer, ¿no?
Sí, claro que lo sabía. Tenía mal genio, un genio de mil demonios, y al parecer ni siquiera unos cuantos puntapiés por parte de un policía maníaco habían conseguido moderárselo. Lo que debía hacer, pues, era mantener ese mal genio bajo control. Bastaba ya de comentarios mordaces, como por ejemplo decirle: «Muy valiente». Al oírlo, el policía le había dirigido una mirada que no le había gustado nada. Una mirada peligrosa.
El policía se encaminó hacia el otro lado de la calle con Billy Rancourt a cuestas. Pasó entre las dos bicicletas caídas y luego junto a la tercera, cuyas ruedas seguían girando, reflejando en los radios la luz crepuscular. Pisó la porción de cerca derribada, subió por los peldaños del porche, y desplazó su carga a un lado para intentar abrir la puerta. Esta se abrió sin problemas. A Johnny no le sorprendió. Seguramente en el pueblo nadie se molestaba en cerrar la puerta con llave.
Tendrá que matar a quienes encuentre dentro, pensó Johnny. Eso por descontado.
Sin embargo el policía simplemente se agachó, dejó el cadáver y volvió a salir al porche. Cerró la puerta y pasó las manos por el dintel para limpiárselas. Era tan alto que ni siquiera tuvo que alargar los brazos. Un escalofrío recorrió a Johnny cuando vio aquel gesto; parecía salido del Éxodo, la señal para que el Ángel de la Muerte pasase de largo… salvo que aquel hombre era el Ángel de la Muerte, el Exterminador.
El policía volvió al coche patrulla, montó y regresó tranquilamente hacia el cruce.
—¿Por qué lo ha metido en esa casa? —preguntó Johnny.
—¿Qué querías que hiciese? —Su voz era cada vez más gutural; ya casi daba la impresión de hacer gárgaras al hablar—. ¿Que se lo dejase a los buitres? Me avergüenzas, mon capitaine. Llevas tanto tiempo viviendo entre la gente supuestamente civilizada que has empezado a pensar como ellos.
—El perro…
—Un hombre no es un perro —repuso con tono puntilloso y aleccionador. Dobló a la derecha en el cruce y casi inmediatamente después giró a la izquierda para entrar en el aparcamiento contiguo al ayuntamiento. Apagó el motor, se apeó y abrió la puerta trasera del lado derecho. De ese modo Johnny se evitó al menos el esfuerzo de tener que deslizarse tras el combado asiento del conductor—. Un pollo no es un plato de pollo, y un hombre no es un perro, Johnny. Ni siquiera un hombre como tú. Vamos. Sal de ahí. ¡Halehob!
Johnny obedeció. Reinaba un silencio palpable. Los sonidos que se oían —el viento, el golpeteo de la arena contra la pared de ladrillo del ayuntamiento, un monótono chirrido procedente de algún lugar cercano— solo ponían aún más de manifiesto el silencio, lo convertían e una especie de bóveda. Pese al dolor en la espalda y la pierna, Johnny estiró los miembros para desentumecerse; tenía todos los músculos agarrotados. A continuación se obligó a mirar el desfigurado rostro del policía. La estatura de aquel hombre lo intimidó, le produjo un extraño sentimiento de desorientación. No era solo que Johnny, con su metro noventa, estuviese habituado a mirar a los demás inclinando la cabeza; era sobre todo la magnitud de la diferencia de alturas entre ellos, no tres o cuatro centímetros sino por lo menos diez. Y adema estaba su asombrosa envergadura. No solo se hallaba frente a él; se cernía sobre él.
—¿Por qué no me ha matado como a ese otro tipo, el tal Billy? ¿O ni siquiera tiene sentido preguntar? ¿Acaso está ya de vuelta de los porqués?
—¡Mierda! Todos estamos de vuelta de los porqués, y tú lo sabes —contestó el policía, mostrando unos pocos dientes ensangrentado en una sonrisa que Johnny habría preferido no ver—. Y ahora escúchame con atención: lo importante es que podría dejarte marchar. ¿Te gustaría? Quizá te queden aún un par de estúpidos libros en la cabeza o incluso media docena. Aún podrías escribir unos cuantos antes que un reventón de coronarias se te lleve al otro barrio. Y sin duda con el tiempo llegarías a olvidar este interludio y convencerte otra vez de que haces algo que justifica tu existencia. ¿Te gustaría, Johnny? ¿Te gustaría que te dejase en libertad?
Erin go bragh, pensó Johnny, recordando sin motivo aparente el grito de guerra de los independentistas irlandeses. Por un horrendo instante estuvo a punto de escapársele una carcajada. Pero el impulsó remitió, y Johnny asintió.
—Sí, me gustaría mucho.
—Así que te gustaría ser libre, como un pájaro fuera de su jaula. —Batió los brazos para mayor énfasis.
Johnny vio que las manchas de sangre de los sobacos se habían extendido más aún; ahora tenía los costados de la camisa teñidos de rojo carmesí casi hasta la cintura.
—Sí —repitió Johnny. De hecho no creía que su nuevo compañero de juegos tuviese la menor intención de dejarlo marchar. No, ni mucho menos. Pero dicho compañero de juego en breve no sería más que una morcilla sujeta por el uniforme, y si él conseguía conservarse entero y en funcionamiento hasta que llegase ese momento…
—Muy bien. He aquí el trato, gran hombre: chúpame la polla. Hazlo, y te dejare ir. Te doy mi palabra.
El policía se bajó la cremallera y tiró del elástico del calzoncillo.
Por la bragueta asomó algo parecido a una culebra muerta. Johnny advirtió que la punta goteaba sangre. No le sorprendió. Aquel hombre se estaba desangrando por todos los orificios de su cuerpo.
—En términos literarios —añadió el policía con una sonrisa— esta particular mamada se acerca más a Anne Rice que a Henry Miller. Te recomiendo que sigas el consejo de la reina Victoria: cierra los ojos y piensa que es una tarta de fresas.
Johnny Marinville miró la polla del maníaco, luego su rostro sonriente, y después de nuevo la polla. No sabía que esperaba de él —gritos, nauseas, lágrimas, una melodramática súplica—, pero tenía la clara impresión de que no sentía lo que él quería que sintiese, lo que probablemente pensaba que sentía.
Por lo visto, pensó Johnny, no sabes que en mi vida he visto cosas mucho peores que una polla chorreando sangre. Y no solo en Vietnam.
Notó que la cólera crecía en su interior, que amenazaba con apoderarse de él. Y claro que se apodero de él. La cólera era su principal adicción, no el whisky o la coca o las anfetas. La ira pura y simple. No tenía nada que ver con lo que el policía había sacado del pantalón, y probablemente sería eso lo que él no comprendiese. No era un problema sexual. Era solo que Johnny Marinville no tenía por costumbre actuar contra su voluntad.
—Me arrodillaré ante usted si es ese su deseo —dijo, y aunque no levantó la voz, algo cambió en el rostro del policía, algo cambió realmente por primera vez. En cierto modo desapareció de su cara todo rastro de expresión, salvo por la mirada de recelo que le dirigió con su único ojo sano.
—¿Por qué me miras así? —preguntó el policía—. ¿Qué derecho tienes tú a mirarme así? Tak!
—Olvídate de como te miro y escúchame, gilipollas: voy a meterme en la boca esa rata de pantalón que te cuelga entre las piernas, y a los tres segundos la verás tirada en el asfalto. ¿Lo has entendido? Tak!
Escupió esa última palabra al rostro del policía poniéndose de puntillas, y por un momento el gigante lo miró atónito. De inmediato contrajo la cara en una expresión de rabia y empujó a Johnny con tal violencia que este creyó volar. Fue a parar contra el muro del edificio, vio estrellas al golpearse la cabeza con los ladrillos, rebotó, se le enredaron los pies y cayó de bruces. El dolor apareció en otros puntos de su cuerpo y se agudizó en las zonas que tenía ya magulladas, pero valió la pena solo por ver la expresión de aquel demente. Johnny levantó la vista, deseando saborear de nuevo aquella expresión como una abeja saborea el polen de una flor, pero el corazón le dio un vuelco.
La cara del policía se había tensado. Su piel parecía ahora maquillaje o una fina capa de pintura, una máscara irreal. Incluso el ojo ensangrentado semejaba irreal. Daba la impresión de que hubiese otra cara bajo la que Johnny veía, empujando la carne exterior, intentando asomar a la superficie.
El policía fijó en él su único ojo sano por un instante y después alzó la cabeza. Señaló el cielo con los cinco dedos de la mano izquierda y gritó con su voz gutural:
—Tak ah lah. Timoh. Carl de lach. ¡Vamos! ¡Vamos!
Se oyó un aleteo, semejante al ruido de la ropa agitada por el viento, y una sombra descendió sobre el rostro de Johnny. Se oyó un grito áspero, no exactamente un graznido, y algo con unas escabrosas alas en movimiento cayó sobre él, le aferró los hombros con sus garras y empezó a picarle en el cráneo mientras repetía su inhumano grito.
Fue el olor lo que le permitió adivinar qué lo atacaba, un olor a carne podrida. Agitó sus enormes e inmundas alas en torno a la cara, intentando afianzarse en su posición, y aquel hedor inundó su boca y su nariz, penetró hasta su garganta y le provocó arcadas. Johnny recordó el pastor alemán balanceándose en el extremo de la cuerda mientras aquellos pajarracos semidesplumados le tiraban del rabo y las patas con los picos. Ahora uno de ellos se había cebado en él —uno que al parecer ignoraba que los buitres eran esencialmente cobardes y se alimentaban solo de animales muertos— y le hendía el cuero cabelludo con el pico.
—¡Sáquemelo de encima! —rogó, amedrentado. Trató de agarrar las anchas alas del buitre, pero solo consiguió dos puñados de plumas. Tampoco podía ver; no abría los ojos por temor a que el ave cambiase de posición y se los hiriese con sus picotazos—. ¡Dios santo! ¡Sáquemelo de encima, por favor!
—¿Me mirarás como es debido? ¿No habrá más insolencias? ¿No más faltas de respeto?
—¡No! ¡Ninguna más! —Johnny habría prometido cualquier cosa.
El sentimiento que lo había inducido a provocar al policía se había desvanecido por completo; el buitre había dado buena cuenta de él, como si fuese un gusano en una mazorca.
—¿Lo prometes?
El ave aleteaba, graznaba y le tiraba del pelo. Apestaba a carroña y a tripas reventadas. Seguía sobre él, devorándolo. Devorándolo vivo.
—¡Si! ¡Si! ¡Lo prometo!
—Pues jódete —repuso el policía tranquilamente—. Jódete, op pa. Me paso por el culo tu promesa. Líbrate tú de él. O muere.
Abriendo apenas los ojos, Johnny consiguió incorporarse. De rodillas y con la cabeza inclinada, buscó a tientas las alas del buitre, las agarró por donde se unían al cuerpo, y se lo quitó de los hombros. El ave se sacudió espasmódicamente en el aire y expulsó un chorro de excrementos blanquecinos que el viento dispersó. Empezó a agitar la cabeza de un lado a otro y emitir graznidos de dolor. Sollozando —ahora sentía básicamente repugnancia—, Johnny le arrancó un ala y lo lanzó contra el muro. El buitre lo miró con unos ojos negros como el alquitrán. Abría y cerraba el pico con un chasquido húmedo.
Esa es mi sangre, hijo de puta, pensó Johnny. Tiró al suelo el ala del ave y se puso en pie. El buitre trato de huir, moviendo su única ala como un remo y levantando a su paso una nube de polvo y plumas. Se dirigía hacia el coche patrulla de Desesperación, pero no había recorrido ni dos metros cuando Johnny lo pisó con una de sus botas de motorista y le rompió el espinazo. Sus patas escamosas asomaron a ambos lados del cuerpo como si fuese a desdoblarse. Johnny se llevó las manos a los ojos, convencido de que la cabeza estaba a punto de partírsele como se había partido el espinazo del buitre.
—No ha estado mal —dijo el policía—. Te lo has cargado. Y ahora andando.
—No —respondió Johnny, y se quedó inmóvil, temblando, con las manos en la cara.
—Andando.
Aquella voz no admitía discusión. Johnny se dio la vuelta y vio que el policía señalaba de nuevo hacia el cielo con los cinco dedos extendidos. Johnny alzó la cabeza y vio más buitres —dos docenas por lo menos— posados en lo alto del edificio. Miraban hacia ellos.
—¿Quieres que los llame? —Su tono era engañosamente afable—. Puedo hacerlo. Las aves son una de mis aficiones. Te comerán vivo si yo se lo ordeno.
—N-n-no. —Miró de nuevo al policía y sintió alivio al ver que se había cerrado la bragueta. Sin embargo, una mancha de sangre se extendía por la parte delantera de su pantalón—. No, n-n-no lo haga.
—¿Cuál es la palabra mágica, Johnny?
Por un momento —un espantoso momento— no imaginó siquiera a que se refería, pero de pronto cayó en la cuenta.
—Por favor.
—¿Te comportaras de una manera sensata?
—S-sí.
—No sé si creerte. —Parecía hablar consigo mismo—. No lo sé.
Johnny le miró en silencio. Su ira había desaparecido. Todo había desaparecido, dando paso a una especie de profunda insensibilidad.
—Ese chico… —murmuró el policía levantando la vista hacia el primer piso del ayuntamiento, donde se alineaban unas cuantas ventanas con cristales opacos y barrotes en el exterior—. Ese chico me preocupa. Quizá debería hablarte de él. Quizá debería pedirte consejo. —Se llevó las manos a las clavículas y, observando a Johnny, empezó a tamborilear en ellas como había hecho antes en el volante del coche—. O quizá debería matarte ahora mismo. Puede que eso sea lo mejor. Tal vez cuando estés muerto te den ese Nobel por el que suspiras. ¿Tú que opinas?
El policía miró la hilera de buitres que aguardaban en el tejado del ayuntamiento y se echó a reír. Las aves le contestaron con ásperos graznidos, y Johnny no consiguió ahuyentar el pensamiento que le asaltó. Era tan convincente que resultaba doblemente horrible: los buitres se ríen con él, porque la broma no es solo de él sino de todos ellos.
Una fuerte ráfaga de viento le hizo tambalear y arrastró el ala arrancada del buitre por el asfalto como si fuese un plumero. La luz se desvanecía por momentos; de hecho se desvanecía anormalmente deprisa. Johnny miró hacia poniente. Vio que una nube de polvo oscurecía las montañas y no tardaría en ocultarlas por completo. El sol se hallaba aún más alto que la nube, pero por poco tiempo. Estaba preparándose un vendaval, y avanzaba hacia Desesperación.
Las cinco personas encerradas en las celdas —el matrimonio Carver y su hijo, Mary Jackson, y el anciano del pelo blanco— oyeron los gritos de un hombre y los sonidos que los acompañaron: aleteos y ásperos graznidos de ave. Finalmente remitieron. David esperaba que no hubiese muerto nadie más, pero sabía que en aquellas circunstancias eso era poco probable.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó Mary.
—Collie Entragian, —respondió el anciano. Parecía presa de un profundo cansancio tras oír los gritos—. Collie es la forma abreviada de Collier. Vino hace quince o dieciséis años de un pueblo minero de Wyoming. Por entonces era casi un adolescente. Quería entrar en la policía, pero no lo admitieron y fue a trabajar a la mina con la compañía Diablo. Por esas fechas Diablo se disponía a coger los bártulos y marcharse a casa. Collie se incorporó al equipo destinado a las tareas de cierre de la mina, si no recuerdo mal.
—A nosotros nos dijo que la mina estaba abierta —comentó Mary.
El anciano negó con la cabeza en un gesto que podía interpretarse como hastío o exasperación.
—Algunos creen que la Mina de los Chinos no está cerrada, pero se equivocan. Es cierto que vuelve a haber cierta actividad por allí, pero no van a sacar nada de ese agujero; malgastarán el dinero de los inversores y la cerrarán definitivamente. Y Jim Reed será quizá quién más se alegre. Está ya harto de peleas en los bares. Aunque todos deseamos que se olviden de la mina de una vez. Está embrujada, o eso creen los lugareños ignorantes. —Hizo una pausa—. Yo entre ellos.
—¿Quién es Jim Reed? —preguntó Ralph.
—El agente de seguridad del pueblo. Lo que sería el jefe de policía en una población mayor, por ahora quedan solo unos doscientos habitantes en Desesperación. Jim tenía dos ayudantes a jornada completa, Dave Pearson y Collie. Nadie esperaba que Collie se quedase aquí cuando Diablo dejó de explotar la mina, pero se quedó. Al fin y al cabo no estaba casado y había recibido una indemnización de la compañía. Durante un tiempo aceptó empleos temporales, y al final Jim empezó a encargarle tareas. Hacía bien su trabajo, y en 1991 la alcaldía, por recomendación de Jim, lo contrató a jornada completa.
—¿Y no son muchos tres policías para un pueblo tan pequeño como este? —comentó Ralph.
—Es posible. Pero, a raíz de la nueva Ley de Seguridad Rural, Washington nos aumentó el presupuesto, y por otra parte llegamos a un acuerdo con el condado de Sedalia para ocuparnos de la vigilancia de las tierras circundantes a nuestra circunscripción: multas por exceso de velocidad, arrestos por conducir bajo los efectos del alcohol y cosas así.
Fuera se oyeron más aullidos de coyote; sonaban trémulos a causa del intenso viento.
—¿Por qué recibió una indemnización? —preguntó Mary—. ¿Algún problema mental?
—No. La furgoneta en la que iba volcó mientras descendían a la Mina de los Chinos. Antes de que los directivos de Diablo decidiesen abandonarla, claro. Se destrozó una rodilla. Con el tiempo se recuperó, pero le quedó una leve cojera.
—Entonces no es él —dijo Mary.
El anciano la miró enarcando sus pobladas cejas.
—El hombre que ha matado a mi marido no cojea.
—No —coincidió el anciano. Hablaba con extraña serenidad—. No, no cojea. Pero sin duda es Collie. Lo he visto a diario durante quince años, lo he invitado a tomar unas copas de vez en cuando en el Broken Drum, y él me ha invitado a mi en el Bud’s Suds. Fue él quién vino a la clínica a tomar fotografías y buscar huellas cuando entraron a robar. Probablemente buscaban drogas, pero no lo sé con seguridad. Nunca los atraparon.
—¿Es usted médico? —preguntó David.
—Veterinario. Me llamo Tom Billingsley. —Tendió a David una mano grande, curtida y ligeramente temblorosa, y el muchacho se la estrechó con recelo.
Abajo se abrió de pronto una puerta.
—¡Ya hemos llegado, gran John! —anunció el policía, y su voz jovial resonó en el hueco de la escalera—. Tu habitación te espera. ¿Qué digo habitación? ¡Un apartamento entero con todas las comodidades! Nos hemos olvidado el ordenador, pero dispondrás de amplias paredes donde los inquilinos anteriores han dejado su sello personal en frases como «Chúpamela» o «Me he follado a tu hermana».
Tom Billingsley dirigió la vista hacia la puerta de la sala y luego miró de nuevo a David. Habló lo bastante alto para que los otros lo oyeran, pero se dirigía a David.
—Y te diré una cosa. Ahora es más grande.
—¿Qué quiere decir? —preguntó David, aunque creía que ya conocía la respuesta.
—Lo que has oído. Collie nunca ha sido un enano. Medía algo más de metro noventa y pesaba alrededor de cien kilos, calculo. Pero ahora… —Volvió a echar un vistazo a la puerta, hacia las sonoras pisadas que subían por la escalera, dos pares de pies. Luego miró otra vez a David—. Ahora diría que ha crecido ocho o nueve centímetros y pesa unos treinta kilos más.
—¡Eso es absurdo! —replicó Ellen—. ¡No tiene sentido!
—Desde luego —convino el hombre del pelo blanco—. Pero así es.
La puerta de la sala se abrió de par en par, y un hombre con el rostro ensangrentado y una melena gris hasta los hombros —también manchada de sangre— fue arrojado al interior de la sala. No la cruzó con la gracia de una bailarina como Mary Jackson, sino que tropezó a mitad de camino y cayó de rodillas al suelo, levantando las manos para no golpearse contra el escritorio. Lo seguía el hombre que los había arrastrado a todos hasta allí, y sin embargo no parecía el mismo; ahora era una especie de cíclope sanguinolento, una criatura monstruosa que se desintegraba por momentos ante sus ojos.
Aquel rostro de aspecto derretido los observó con la boca abierta en una amplia sonrisa.
—Fijaos —dijo con voz gutural y tono sensiblero—. Fijaos. ¡Dios! ¡Somos una familia feliz!