IV

1

Steve Ames estaba incumpliendo uno de los Cinco Mandamientos, el quinto y último para ser exactos.

Había recibido esos Cinco Mandamientos un mes atrás, y no de manos de Dios sino de Bill Harris. Estaban sentados en el despacho de Appleton, editor de Johnny Marinville desde hacia diez años. Appleton se hallaba también presente durante la entrega de los Mandamientos, pero no intervino en esa parte de la conversación casi hasta el final; se limitó a permanecer reclinado en la butaca de su escritorio con los dedos —exquisitamente cuidados por un manicuro profesional— extendidos sobre las solapas de la americana. El gran Johnny Marinville se había marchado quince minutos antes, con la cabeza en alto y las crines grises flotando sobre los hombros, pretextando que tenía una cita en una galería de arte del SoHo.

—Todos estos mandamientos son prohibiciones, y confío en que no los olvide, señor Ames —había dicho Harris. Era un individuo bajo y rechoncho, y probablemente bastante inocuo, pero sus palabras sonaban como decretos de un débil reyezuelo—. ¿Me escucha?

—Atentamente —aseguró Steve.

—En primer lugar, no debe ir de copas con Johnny. Ha abandonado la bebida hace un tiempo (cinco años, sostiene él), pero últimamente no frecuenta ya las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y eso es mala señal. Además, en el caso de Johnny la abstinencia es siempre una situación precaria, incluso con la ayuda de Alcohólicos Anónimos. Pero no le gusta beber solo, así que si lo invita a unas rondas después de un agotador día en la Harley, niéguese. Si trata de intimidarlo, diciéndole que forma parte de su trabajo, niéguese igualmente.

—No se preocupe —dijo Steve.

Harris no le prestó atención. Llevaba el discurso preparado, y no estaba dispuesto a apartarse del guión.

—Segundo, no debe comprarle drogas. Ni un solo porro. Tercero, no debe buscarle mujeres, y no dude que es muy capaz de pedírselo, sobre todo si aparece alguna chica guapa en las recepciones que le he programado a lo largo del viaje. Al igual que con la bebida y las drogas, si se las busca él, es cosa suya. Pero no lo ayude.

Steve pensó en responder a Harris que el no era un chulo, que probablemente lo había confundido con su padre, pero llegó a la conclusión de que no habría sido muy prudente por su parte, y optó por el silencio.

—Cuarto, no debe encubrir a Johnny. Si empieza a beber o a consumir droga, especialmente si sospecha que se trata de cocaína, póngase en contacto conmigo de inmediato. ¿Entendido? De inmediato.

—Entendido —repuso Steve, pero eso no implicaba forzosamente que obedeciese. Le atraía aquel trabajo pese a los problemas que planteaba, en parte, de hecho, por los problemas que planteaba; la vida sin problemas carecía de interés, pero eso no significaba que fuese a vender su alma para conseguirlo, y menos a un fulano trajeado con una enorme tripa y la voz de un niño grande que había pasado la mayor parte de su vida adulta intentando resarcirse de las ofensas reales o imaginarias que había padecido en el patio del colegio. Y aunque Johnny Marinville era un tanto gilipollas, Steve no tenía nada que echarle en cara. Harris, en cambio, era otro cantar.

En ese punto Appleton se inclinó sobre su escritorio e intervino por primera y única vez en la conversación antes de que el agente de Marinville enunciase el último Mandamiento.

—¿Qué impresión le causa Johnny, señor Ames? —preguntó—. Tiene cincuenta y seis años, como usted sabe, y ha vivido la vida intensamente, sobre todo en los años ochenta. Terminó en una sala de urgencias tres veces, dos en Connecticut y otra aquí en Nueva York. Las dos primeras por sobredosis, y no hablo de oídas porque los periódicos trataron por extenso la noticia. La tercera pudo ser un intento de suicidio, aunque eso si son simples rumores, y le pediría que no lo divulgase por ahí.

Steve asintió con la cabeza.

—Así pues, ¿qué le parece? —preguntó Appleton—. ¿Lo considera capaz de recorrer el país desde Connecticut hasta California en un moto que pesa casi media tonelada, y asistir a unos veinte actos en el trayecto entre conferencias y recepciones? Me interesa conocer su opinión, señor Ames, porque yo francamente tengo mis dudas.

Steve esperaba que Harris prorrumpiese en defensa de su cliente, apelando a su legendaria fuerza y a sus huevos de acero —conocía bien a los tipos trajeados y a los agentes, y Harris era las dos cosas—, pero guardó silencio y esperó a su respuesta. Quizá no fuese tan estúpido al fin y al cabo, pensó Steve. Quizá incluso se preocupaba sinceramente por ese cliente en particular.

—Ustedes lo conocen mejor que yo —dijo Steve—. Yo hablé con él por primera vez hace dos semanas, y no he leído ninguno de sus libros.

Harris, a juzgar por su expresión, no parecía en absoluto sorprendido.

—Precisamente por eso se lo preguntó —repuso Appleton—. Nosotros lo conocemos desde hace demasiado tiempo. Yo desde 1985 cuando alternaba con la beautiful people en las salas de fiestas, y Bill desde 1965. Es el Jerry García del mundo literario.

—Eso es injusto —protestó Harris fríamente.

Appleton hizo un gesto de indiferencia.

—«Unos ojos nuevos ven más claro» decía mi abuela. Así que contésteme, señor Ames, ¿lo cree capaz?

Steve se dio cuenta de que la cuestión era seria, quizá incluso vital, y reflexionó al respecto durante casi un minuto. Sus dos interlocutores aguardaron pacientemente.

—Bueno —dijo por fin—, no sé si en las recepciones será capaz de comerse el queso y mantenerse alejado del vino, pero en cuanto a si puede llegar a California en la moto… sí, probablemente. Se le ve fuerte. Sin duda tiene mucho mejor aspecto que Jerry García en su última etapa, eso se lo aseguró. He trabajado con muchos rockeros a quienes les dobla la edad que están bastante peor que él.

Appleton le lanzó una mirada inquisitiva.

—Me baso sobre todo en la expresión que veo en su cara. Quiere hacerlo. Quiere salir a la carretera, incordiar a más de uno, tomar nota de algunos nombres. Y… —Steve recordó de pronto su película preferida, una que veía en video prácticamente todos los años: Un hombre, con Paul Newman y Richard Boone. El recuerdo le provocó una sonrisa—. Y parece un hombre que tiene aún redaños de sobra.

—Ah —dijo Appleton, y bajó la vista un tanto desconcertado.

Steve no se sorprendió. Si Appleton había tenido alguna vez redaños, pensó Steve, probablemente los había ya perdido cuando empezó a estudiar en Exeter, Choate o dondequiera que fuese a lucir sus chaquetas de sport y sus corbatas del Partido Republicano.

Harris se aclaró la garganta.

—En fin, si damos ya por zanjado ese punto, el último Mandamiento…

Appleton gimió. Harris fingió no oírlo y siguió mirando a Steve.

—El quinto y último Mandamiento es —repitió—: No debe recoger autoestopistas. Ni hombres ni mujeres, pero sobre todo nunca mujeres.

Por eso probablemente Steve Ames no dudó ni por un instante cuando vio a la muchacha junto a la carretera en las afueras de Ely, una muchacha delgada de nariz torcida y pelo teñido de dos colores.

Se arrimó al arcén y se detuvo.

2

La muchacha abrió la puerta del camión pero no subió a la cabina inmediatamente. Simplemente miró a Steve con sus ojos azules por encima del asiento cubierto de mapas.

—¿Eres buena persona? —preguntó.

Steve pensó por un momento y asintió con la cabeza.

—Sí, supongo —contestó—. Fumo dos o tres puros al día, pero nunca doy un puntapié a un perro que no sea mayor que yo, y envío dinero a mi mamaíta cada seis meses.

—¿No intentaras abusar de mi, o algo así?

—No —aseguró Steve, sonriendo. Le gustaba el modo en que la muchacha mantenía sus ojos azules fijos en él. Parecía una niña absorta en un tebeo—. A ese respecto me controlo bastante bien.

—¿Y no serás un asesino en serie o un psicópata?

—No, pero ¿de verdad crees que te lo diría si lo fuera?

—Probablemente lo vería en tus ojos —repuso la muchacha del pelo bicolor, y aunque parecía hablar en serio, una sonrisa asomó a sus labios—. Soy un poco adivina, colega, no mucho pero un poco si.

En su misma dirección pasó un estruendoso camión frigorífico al rebasarlos el conductor protestó con un prolongado bocinazo, pese a que Steve había detenido su compacto Ryder casi en la cuneta y ese momento no circulaba ningún otro vehículo por la carretera. Pero eso no tenía nada de raro. Por experiencia, Steve sabía que ciertos individuos no podían apartar las manos de la bocina o de la polla. Siempre estaban estrujando lo uno o lo otro.

—Se ha acabado el interrogatorio, señorita. ¿Quieres que te lleve, no? Tengo que seguir mi camino.

En realidad se hallaba mucho más cerca del jefe de lo que este habría querido. A Marinville le gustaba disponer de toda América para él solo, sentirse libre como un pájaro, y al fin y al cabo esa era la idea del libro. A Steve todo eso le parecía muy bien, magnífico. Pero él, Steven Andrew Ames, natural de Lubbock, tenía también un trabajo que hacer, y consistía en asegurarse de que Marinville escribiese el libro con su ordenador y no a través de una médium. Y el método que había elegido para cumplir con su parte era muy sencillo: mantenerse cerca y no permitir que ninguna situación se le escapase de las manos en la medida de lo posible. Permanecía unos cien kilómetros por detrás de él en lugar de doscientos cincuenta; pero si el jefe no se enteraba, ¿qué mal había en ello?

—Pues sigamos —dijo por fin la muchacha. Saltó a la cabina y cerró puerta.

—Gracias, nena —bromeó Steve—. Me conmueve esa demostración de confianza. —Miró por el retrovisor, no vio más que los últimos edificios de Ely, y volvió al carril.

—No me llames así —protestó la muchacha—. Es sexista.

—¿«Nena» es sexista? Vamos, por favor.

—No me llames «nena» y yo no te llamaré «macho» —replicó con tono remilgado pero tajante.

Steve se echó a reír. Aun consciente de que probablemente a ella le molestaría, no pudo evitarlo. Así era la risa, una especie de eructo unas veces era posible contenerla pero en la mayoría de los casos no.

La miró y vio que también ella sonreía mientras se desprendía de la mochila, así que no debía de haberse ofendido demasiado. Era flaca como el palo de una escoba —no debía de pesar más de cuarenta y dos o cuarenta y tres kilos— y medía alrededor de uno sesenta y cinco. Llevaba una ceñida camiseta con las mangas arrancadas, y sus pechos se dibujaban claramente bajo la fina tela, lo cual no dejaba de ser curioso en una muchacha tan preocupada como ella por encontrarse a Jack el Destripador a bordo de un camión. Aunque a ese respecto no tenía mucho que exhibir; Steve supuso que aún podía comprar sus sujetadores en la sección infantil de las tiendas de ropa. En la pechera de la camiseta un negro de pelo erizado sonreía en el centro de un sol psicodélico. Formando un arco en torno a su cabeza se leía el lema: ¡NO RENUNCIARÉ!

—Debe de gustarte Peter Tosh —dijo la muchacha—. ¡Porque no creo que sean mis tetas!

—Trabajé con Peter Tosh en un par de ocasiones —comentó Steve.

—¡No me lo creo!

—Créetelo —replicó Steve. Miró por el retrovisor. Ely ya había quedado atrás. En aquellos parajes uno perdía la noción de la distancia.

Supuso que él, en el lugar de una joven autoestopista, haría también alguna que otra pregunta antes de subirse a un camión o un automóvil. Quizá no sirviese de nada, pero no estaba de más, porque una vez en el desierto cualquier cosa podía ocurrir.

—¿Cuando trabajaste con Peter Tosh?

—En el año ochenta o el ochenta y uno —respondió Steve—. No lo recuerdo exactamente. Primero en el Madison Square Garden, y más tarde en Forest Hills. En Forest Hills Dylan cantó un bis con él. Blowin in the Wind.

La muchacha lo miró con franca admiración, al parecer —por lo que Steve veía— sin sombra de duda.

—¡Vaya, qué alucine! ¿Y a que te dedicabas? ¿Transportabas el material?

—Por aquellas fechas, si. Luego fui técnico de sonido. Y ahora… —Sí, ese era un buen comienzo, pero, ¿qué era ahora exactamente? Técnico de sonido no, desde luego. En cierto modo lo habían degradado de nuevo a encargado del material. Y era también psicólogo a jornada parcial. Y además una especie de Mary Poppins, solo que con una larga melena castaña de hippy y algún que otro mechón gris en el centro—. Ahora me dedico a otra cosa. ¿Cómo te llamas?

—Cynthia Smith —contestó, y le tendió la mano.

Steve se la estrechó, y advirtió que era larga y ligera, de huesos muy frágiles; era como darle la mano a un pájaro.

—Yo me llamo Steve Ames.

—De Texas.

—Sí, de Lubbock. Habrás oído antes el acento, ¿no?

—Una o dos veces. —Su sonrisa pícara le iluminó toda la cara—. «Puedes sacar al chico de Texas…».

Completaron juntos la frase («… pero el chico siempre llevará Texas dentro») y se echaron a reír, ya amigos, con esa clase de breve amistad que entabla la gente cuando se encuentra casualmente en las carreteras más solitarias de Estados Unidos.

3

Saltaba a la vista que Cynthia Smith era un bicho raro, pero Steve también lo era; uno no podía pasar la mayor parte de su vida adulta en el mundo de la música sin sucumbir en mayor o menor medida a la excentricidad, pero eso a él no le molestaba. Cynthia le contó que tenía motivos de sobra para recelar de los hombres; uno casi le había arrancado la oreja izquierda y otro, no hacía mucho, le había roto la nariz.

—Y el que me hizo lo de la oreja era un tipo que me caía bien —añadió—. Les tengo cariño a mis orejas. La nariz… sí, la nariz tiene carácter, pero a las orejas les tengo un cariño especial, vete a saber por qué.

Steve se volvió y le echó un vistazo a su oreja izquierda.

—Bueno, yo te las veo un poco planas por arriba —bromeó—, pero eso tampoco es un gran problema. Si tanto cariño les tienes, podrías dejarte crecer el pelo y tapártelas.

—Ni hablar —dijo Cynthia con firmeza, e inclinándose un poco a la derecha para mirarse en el retrovisor montado en su lado de la cabina, se ahueco el pelo. Llevaba la mitad izquierda teñida de verde y la otra mitad de naranja—. Según mi amiga Gert, parezco la Huerfanita Annie, la de las historietas, pero salida del infierno. Y eso es demasiado chachi para cambiarlo.

—No renuncias a tus pelos, ¿eh? —dijo Steve, parafraseando el lema de su camiseta.

Cynthia sonrió, se dio una palmada en la pechera, e imitando pasablemente el acento jamaicano afirmó:

—Yo sigo mi camino, como Peter.

El camino de Cynthia Smith había sido huir de casa y de los reproches más o menos continuos de sus padres a la edad de diecisiete años.

Había pasado una breve temporada en la costa Este («Me marché cuando me di cuenta de que iba a convertirme en un polvo fácil», dijo con naturalidad), y luego vagó sin rumbo hasta acabar en el Medio Oeste, donde se «medio limpió» y conoció a un tipo atractivo en una reunión de Alcohólicos Anónimos. El tipo atractivo le aseguró que estaba totalmente limpio, pero mintió. ¡Que si mintió! Cynthia se fue a vivir con él de todos modos, un grave error («Nunca he tenido mucho acierto con los hombres», admitió con igual naturalidad). El tipo atractivo llegó a casa una noche atiborrado de tripis, y por lo visto decidió que quería la oreja de Cynthia para usarla como señal en los libros. Cynthia se marcho a un centro de mujeres maltratadas, y allí no solo se «medio limpió» sino que incluso trabajó de consejera durante un tiempo cuando la supervisora murió asesinada y el centro estuvo a punto de cerrar.

—El tipo que mató a Anna es el mismo que me rompió la nariz —precisó Cynthia—. Era mala persona. Richie, el que quería mi oreja como señal, simplemente tenía mal carácter. Pero Norman era mala persona. Un loco peligroso.

—¿Lo cogieron?

Cynthia movió la cabeza en un solemne gesto de negación.

—Pero no íbamos a dejar que HH desapareciese solo porque un tipo enloqueció cuando lo abandonó su mujer, así que arrimamos todas el hombro para sacarlo adelante. Y lo conseguimos.

—¿HH?

—Son las siglas de Hijas y Hermanas. Allí recuperé la confianza en mi misma. —Cynthia contemplaba el desierto por la ventanilla y se frotaba el puente torcido de la nariz con el pulgar—. En cierto modo, incluso el tipo que me hizo esto me sirvió de ayuda.

—Norman.

—Sí, Norman Daniels, así se llamaba. Al menos yo y Gert (Gert es una colega, la que dice que me parezco a la Huerfanita Annie) le plantamos cara, ¿sabes?

—Ya.

—Y el mes pasado me decidí por fin a escribir a mis padres. Hasta puse el remite en el sobre. Pensaba que cuando me escribiesen, si es que escribían, estarían furiosos, sobre todo mi padre. Era el pastor de la parroquia. Ya se ha jubilado, pero…

—Puedes sacar al chico del infierno, pero el chico siempre llevará el infierno dentro —dijo Steve.

Cynthia sonrió.

—Sí, eso mismo esperaba yo, pero la carta que recibí me sorprendió. Los llamé por teléfono. Hablamos. Mi padre lloró. —Lo explicaba con cierta admiración—. En serio, lloró. ¿Puedes creerlo?

—Oye, he estado de gira ocho meses con Black Sabbath —protestó Steve—. A partir de ahí, me lo creo todo. Así que vuelves a casa, ¿eh? El regreso de la nena pródiga.

Cynthia le lanzó una mirada, y Steve sonrió.

—Perdona.

—Perdonado. En todo caso, así es poco más o menos.

—¿Dónde viven tus padres? —preguntó Steve.

—En Bakersfield. Por cierto, ¿tú hasta donde vas?

—Hasta San Francisco, pero…

—¿En serio? —dijo con una sonrisa—. ¡Genial!

—Pero no se si podré llevarte hasta allí. De hecho, no se si podré llevarte más allá de Austin. Austin de Nevada, no de Texas.

—Ya sé donde está Austin; tengo un mapa —replicó Cynthia, y le lanzó una mirada de niña enojada con su estúpido hermano mayor que a Steve le gustó más aún que la que le había dirigido antes de subir al camión. Era un encanto, sin duda, pero ¿qué pensaría ella si se lo dijese?

—Te llevaré hasta donde pueda, pero este trabajo es un tanto peculiar. Bueno, en realidad como todos los trabajos en este medio. El mundo del espectáculo es atípico por naturaleza, y esto forma parte del mundo del espectáculo… En fin, supongo… pero… lo que quiero decir…

Se interrumpió. ¿Qué quería decir exactamente? Su empleo temporal como encargado del material de un escritor (sabía que ese título no era el más adecuado para describir su actual cometido, no hacía falta ser escritor para darse cuenta de eso, pero no se le ocurría otro mejor) casi había terminado, y sin embargo aún no había extraído conclusiones al respecto, ni sobre el trabajo ni sobre el propio Johnny Marinville. Sólo sabía con certeza que el gran hombre no le había pedido droga ni mujeres, y que ni una sola vez al reunirse con él al final de la jornada en la habitación de algún motel había percibido olor a whisky en su aliento. Y por el momento con eso le bastaba. Ya pensaría más adelante en cómo describirlo en su currículum.

—¿En qué consiste el trabajo? —preguntó Cynthia—. Porque en este camión no parece que haya espacio suficiente para llevar el material de un grupo de rock. ¿Estás de gira con un cantante folk esta vez? ¿Con Gordon Lightfoot o alguien así?

Steve sonrió.

—Bueno, mi jefe tiene algo de folk, supongo, solo que él no usa una guitarra o una armónica sino la boca. Es…

En ese momento el teléfono móvil del salpicadero emitió su zumbido penetrante y extrañamente nasal. Steve lo cogió al segundo pitido pero no lo abrió de inmediato, sino que miró a Cynthia.

—No hables —dijo mientras el teléfono sonaba por tercera vez en su mano—. Podrías meterme en un lío si te oyen, ¿entendido?

El teléfono sonó otras dos veces.

Cynthia asintió con la cabeza. Steve desplegó el auricular y pulsó un botón para aceptar la llamada. Lo primero que oyó al acercarse el teléfono a la oreja fue la intensa crepitación de la interferencia estática; de hecho, le sorprendió que la llamada hubiese llegado.

—Sí, ¿eres tú jefe?

Se oyó de fondo un rumor más grave y monótono —el sonido de un camión al pasar, pensó Steve— y luego la voz de Johnny Marinville.

Steve percibió su pánico pese a las interferencias, y se le aceleró el corazón. Ya antes había oído hablar a otras personas en ese mismo tono (al parecer, ocurría una vez por gira cuando menos), y lo reconoció al instante. Al otro lado de la línea se había producido un desastre de un tipo u otro.

—¡Steve! ¡Steve! Estoy… lío… serio…

Steve miró la carretera, una línea recta que se adentraba en el desierto, y notó que el sudor empezaba a brotar en su frente. Se acordó del agente bajo y rechoncho de Marinville con sus Mandamiento su voz amenazadora, pero de inmediato alejo la imagen de su memoria. Lo último que necesitaba en ese momento era la incomoda presencia de Bill Harris en su cerebro.

—¿Has tenido un accidente? ¿Es eso? ¿Qué ocurre, jefe? Repítelo.

La línea crepitó.

—… Johnny… ¿oyes?

—Sí, te oigo —contestó Steve a voz en grito aún sabiendo que no servía de nada. Observó a Cynthia con el rabillo del ojo y advirtió su creciente inquietud—. ¿Qué ha pasado?

No llegó respuesta alguna durante un largo momento, y Steve tuvo la certeza de que se había cortado la comunicación. Se apartaba ya el teléfono de la oreja cuando la voz de Marinville llegó de nuevo, muy lejana, como una voz procedente de otra galaxia.

—… cuenta… oeste… Ely…

¿Cuenta?, pensó Steve. No, debe de ser cincuenta. «Estoy en la interestatal 50 al oeste de Ely». Quizá. Quizá ha dicho eso. Un accidente. Seguro que ha tenido un accidente. Se ha salido de la carretera ahora está tendido en la cuneta con una pierna rota y la cara llena sangre, y cuando volvamos a Nueva York, su agente y su editor van a crucificarme, aunque solo sea porque no pueden crucificarlo a él.

—No… exac… que distancia… kilómetros, probablemente más… oco más adelante… una caravana junto a la carretera…

A continuación una intensa ráfaga de interferencia estática ahogó cualquier otro sonido en la línea. Luego Marinville dijo algo sobre la policía. La policía estatal y la policía de un pueblo.

—¿Qué…? —dijo Cynthia en el asiento contiguo.

—¡Chist! ¡Ahora no! —la interrumpió Steve.

Por el auricular oyó:

—… la moto… al desierto… el viento… un par de kilómetros al este de la caravana…

No oyó nada más. Gritó al menos media docena de veces el nombre de Johnny por el micrófono del teléfono, pero la línea siguió en silencio. La comunicación se había cortado definitivamente. Utilizó el botón NOMBRE/MENÚ, y cuando aparecieron las iniciales J.M. en la pantalla, cursó la llamada. Una voz grabada le dio la bienvenida a la red de rastreo de llamadas de la zona oeste, se produjo un silencio, y otra grabación anunció que en ese momento no podía establecerse comunicación. La voz comenzó a numerar las posibles razones, y Steve cortó la línea y plegó el teléfono.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—Algún problema grave, ¿verdad? —preguntó Cynthia. Lo miró de nuevo con los ojos muy abiertos, pero esta vez sólo se advertía en ellos alarma—. Lo veo en tu cara.

—Es posible —contestó Steve, y movió la cabeza en un gesto de impaciencia—. Es muy probable. Era mi jefe. Está más adelante, pero no sé dónde exactamente. A unos cien kilómetros, supongo, pero podrían ser ciento cincuenta. Viaja en una Harley. Es…

—¿Una moto grande de colores rojo y crema? —preguntó Cynthia con repentina excitación—. ¿Es una especie de Jerry García, con el pelo gris y largo?

Steve asintió.

—Lo he visto esta mañana, bastante al este de aquí —dijo Cynthia—. Ha puesto gasolina en la estación de servicio de Pretty Nice. ¿Conoces ese pueblo? ¿Pretty Nice?

Steve asintió de nuevo.

—Yo estaba desayunando en el bar y lo he visto por la cristalera. Me ha sonado de algo. Me ha dado la impresión de que había salido alguna vez por la tele.

—Es escritor —explicó Steve. Comprobó el cuentakilómetros y vio que viajaban a ciento diez kilómetros por hora. Decidió que podía forzar el camión un poco más. La aguja giró hasta ciento veinte. Fuera el paisaje desértico empezó a quedar atrás un poco más deprisa—. Ha cruzado el país reuniendo material para un libro. También ha pronunciado unas cuantas conferencias, pero básicamente visita sitios, habla con la gente y toma notas. Y ahora ha tenido un accidente. O al menos esa impresión me ha dado.

—La comunicación era pésima, ¿no?

—Sí.

—Si quieres parar y dejarme aquí, por mí no hay problema —propuso Cynthia.

Steve lo pensó detenidamente. Una vez pasado el sobresalto inicial, su mente volvió a funcionar con frialdad y precisión, como siempre ante circunstancias adversas. No, decidió, no quería dejarla allí. Había surgido una situación delicada, una situación que debía afrontarse sin perdida de tiempo; pero no por eso debía perder de vista el futuro. Aun en el caso de que Johnny Marinville se hubiese estrellado con moto y fuese a pasar un buen tiempo fuera de la circulación, Appleton probablemente se resignaría; parecía un hombre (pese a las chaquetas de sport y las corbatas del Partido Republicano) capaz de aceptar la idea de que a veces las cosas se torcían. Bill Harris, en cambio, le había parecido uno de esos individuos que ante cualquier problema busca una cabeza de turco.

Y Steve, como turco potencial, llegó a la conclusión de que le convenía tener un testigo, alguien totalmente ajeno a él hasta ese momento.

—No; prefiero que te quedes. Pero te seré sincero: no sé con que vamos a encontrarnos. Con sangre, quizá.

—No me asusta la sangre —repuso Cynthia.

4

Cynthia no hizo el menor comentario acerca de la velocidad a que viajaban, pero cuando el camión alcanzó los ciento cuarenta kilómetros por hora y la carrocería empezó a temblar, se abrochó el cinturón de seguridad. Steve apretó un poco más el acelerador, y cuando la aguja marcó casi ciento cincuenta, se redujo la vibración. Así y todo, agarró firmemente el volante; soplaba un fuerte viento de costado, y a aquella velocidad una ráfaga violenta podía desviarlo hacia la cuneta.

Si eso ocurría y embarrancaban, las cosas se complicarían más aún.

Sería llover sobre mojado. En su moto el jefe era mucho más vulnerable al viento, reflexionó Steve. Quizá era eso lo que había ocurrido.

En los últimos kilómetros había puesto al corriente a Cynthia sobre los aspectos básicos de su trabajo: reservaba habitaciones, verificaba las rutas, revisaba los sistemas de sonido allí donde el jefe tenía previsto dar una conferencia, y se quedaba al margen para no estropear la imagen que el jefe quería ofrecer de sí mismo: Johnny Marinville, el lobo estepario de los pensadores, un héroe políticamente correcto de una película de Sam Peckinpah, un escritor que no había olvidado lo que era mantenerse fiel a sus compromisos.

El camión, explicó Steve, estaba vacío salvo por algunos accesorios de repuesto y una larga rampa de madera para que Johnny subiese a la caja si el mal tiempo le impedía seguir el camino en moto. Puesto que estaban a mediados del verano, eso era poco probable, pero tanto la rampa como las abrazaderas que Steve había fijado al suelo del camión antes de emprender viaje estaban allí también por otra razón, de la cual él y Johnny no habían hablado expresamente, si bien los dos la conocían desde el día mismo en que partieron de Westport, Connecticut. Johnny Marinville podía despertarse una mañana y descubrir que no le apetecía seguir el viaje en la Harley.

O que sus fuerzas ya no se lo permitían.

—He oído hablar de él —dijo Cynthia— pero nunca he leído nada suyo. Mis autores preferidos son Dean Koontz y Danielle Steel. Yo solo leo por placer. La moto era preciosa, eso si. Y el tipo tenía un pelo gris genial. Pelo de rockero, ¿sabes?

Steve asintió. Lo sabía. Y Marinville también.

—¿Estás preocupado por él, o solo te preocupa lo que pueda pasarte a ti?

Probablemente esa pregunta le habría molestado en caso de venir de otra persona, pero no percibió en el tono de Cynthia ninguna velada insinuación.

—Estoy preocupado por los dos —contestó Steve.

Cynthia movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Qué distancia hemos recorrido ya?

Steve echó un vistazo al cuentakilómetros.

—Setenta kilómetros desde que se ha cortado la comunicación.

—Pero no sabes desde donde telefoneaba exactamente.

—No —confirmó Steve.

—¿Crees que se habrá metido en algún lío él solo, o que habrá alguien más por medio?

Steve la miró, sorprendido. Lo que se temía era precisamente que hubiese alguien más por medio, pero se habría abstenido de mencionarlo si ella no hubiese planteado la posibilidad.

—Podría estar implicado alguien más —contestó de mala gana—. Ha dicho algo acerca de la policía estatal y la policía de un pueblo. Quizá que no avisase a la policía estatal, sino a la del pueblo más cercano. Pero no estoy seguro.

Cynthia señaló el teléfono móvil, que se hallaba en su soporte del salpicadero.

—Ni hablar —dijo Steve—. No voy avisar a la policía hasta que sepa en que clase de lío se ha metido.

—Y yo te prometo que no incluiré eso en mi declaración si tú me prometes que no volverás a llamarme «nena».

Steve esbozó una fugaz sonrisa, pese a que su ánimo no era el más propicio para sonreír.

—Eso es una buena idea. Siempre puedes decir…

—Que el teléfono no funcionaba —apuntó Cynthia—. Todo el mundo sabe lo poco fiables que son esos artefactos.

—Eres una buena chica, Cynthia.

—Tú tampoco eres mal tipo.

A poco menos de ciento cincuenta por hora, los kilómetros se fundían como nieve en primavera. Cuando se hallaban ya a noventa y cinco kilómetros de donde se había interrumpido la comunicación, empezó a reducir gradualmente la velocidad. No había pasado ningún coche de policía en ninguno de los dos sentidos, y Steve supuso que era buena señal. Se lo comentó a Cynthia, y ella hizo un gesto de duda.

—A mi me parece extraño, la verdad. Si ha habido un accidente y tu jefe o alguna otra persona ha resultado herida, ¿no crees que ya habríamos visto pasar algún coche de policía? ¿O una ambulancia?

—Bueno, si hubiesen venido del otro lado, del oeste…

—Según mi mapa, el próximo pueblo en ese sentido es Austin, y está mucho más lejos de aquí que Ely. Deberíamos haber visto ya algún vehículo oficial, algo con sirenas, quiero decir, en un sentido u otro. ¿Entiendes?

—Supongo que tienes razón, si —concedió Steve.

—¿Y donde están?

—No lo sé.

—Yo tampoco —dijo Cynthia.

—Bueno, continúa mirando por si se ve… ¿qué se yo?… algo fuera de lo común.

—Eso hago. Reduce un poco más.

Steve consultó su reloj y vio que eran las seis menos cuarto. Las sombras se habían extendido por el desierto, pero el día seguía claro y caluroso. Si Marinville estaba cerca, lo verían.

Claro que lo veremos, pensó Steve. Debe de estar sentado al borde de la carretera, probablemente con una brecha en la cabeza y los pantalones rotos. Y sin duda tomando notas sobre la experiencia. Afortunadamente lleva casco. Si no lo llevase…

—¡Veo algo! ¡Allí! —anunció Cynthia con voz nerviosa pero controlada. Se protegía los ojos del sol de poniente con la mano izquierda y señalaba con la derecha—. ¿Lo ves? Podría ser… Oh, mierda, no. Es demasiado grande para ser una moto. Parece una caravana.

—Ha debido de llamar desde aquí. O cerca de aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha dicho que había una caravana junto a la carretera un poco más adelante —explicó Steve—, eso lo he oído claramente. Ha dicho que se encontraba a un par de kilómetros al este de la caravana, y eso más o menos es por aquí, así que…

—Sí, no lo repitas. Estoy mirando, estoy mirando.

Steve redujo la velocidad primero a cincuenta y luego, cuando se aproximaban a la caravana, al paso de un hombre. Cynthia había bajado el cristal de la ventanilla y asomaba medio cuerpo; se le había subido la camiseta, y enseñaba la parte inferior de la espalda (diminuta como toda ella, pensó Steve) y la hilera de huesos de la columna.

—¿Ves algo? —preguntó.

—No. Me ha parecido ver un destello, pero era en el desierto, mucho más lejos de donde habría caído la moto si hubiera chocado con otro coche, o la hubiera tumbado el viento.

—Probablemente ha sido el reflejo del sol en la mica de las rocas.

—Sí, seguramente —convino Cynthia.

—¡Eh, no vayas a caerte por la ventanilla!

—Ya llevo cuidado —dijo ella, y entornó los ojos cuando el viento, cada vez más continuo e inclemente, lanzó arena contra su cara.

—Si esta es la caravana a que se refería —comentó Steve—, ya hemos pasado el lugar desde donde ha telefoneado. Cynthia asintió con la cabeza.

—Sí, pero sigue adelante. Quizá haiga alguien en la caravana.

Steve resopló.

—¿«Haiga»? ¿Eso es lo que has aprendido leyendo a Dean Koontz y Danielle Steel?

Cynthia se echó hacia atrás y le dirigió una mirada altiva, pero Steve notó que la había ofendido.

—Perdona —dijo—. Era solo una broma.

—¡Ah! —replicó ella con aspereza—. Y dime, gran camionero tejano, ¿ has leído algo de lo que ha escrito tu jefe?

—Bueno, me pasó un ejemplar de Harper’s que incluía un relato suyo. «El mal tiempo que el cielo nos trae», se titulaba. Y lo leí, claro. Hasta la última palabra.

—¿Y entendiste hasta la última palabra?

—Ah, no. Mira, lo que he dicho era una impertinencia. Te pido disculpas. Sinceramente.

—Vale —respondió ella, pero por el tono de voz que empleó, Steve dedujo que se hallaba en periodo de prueba.

Abrió la boca con la intención de decir algo que, con un poco de suerte, resultase gracioso, algo que le arrancase a Cynthia una sonrisa (una de esas preciosas sonrisas suyas), pero al ver de cerca la caravana advirtió un detalle que lo apartó de su propósito.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, más para sí mismo que para Cynthia.

—¿Dónde? —se intereso ella, volviendo la cabeza para mirar por el parabrisas mientras Steve detenía el camión en el arcén detrás de la caravana.

Era un vehículo de tamaño medio, mayor que una furgoneta pero menor que la mayoría de las mastodónticas caravanas que Steve venía viendo desde Colorado.

—Han debido de encontrar clavos en la carretera o algo así —comentó Steve—. Da la impresión de que todas las ruedas están pinchadas.

—Sí. ¿Y cómo es que a nosotros no nos ha pasado lo mismo?

Cuando a Steve se le ocurrió que quizá los pasajeros de la caravana, movidos por un inusual sentido cívico, habían recogido los clavos del asfalto, Cynthia había ya saltado de la cabina y se dirigía hacia la caravana saludando a voz en grito a quién pudiese hallarse dentro.

Vaya, hay que reconocer que sabe escabullirse cuando le conviene, pensó Steve, y salió también del Ryder. El viento lo embistió con tal fuerza que se tambaleó. Era un viento caliente, como el aire que despide una incineradora.

—¿Steve? —lo llamó Cynthia con un tono distinto; de su voz había desaparecido el puntilloso descaro que, según sospechaba Steve, quizá fuese su manera de coquetear—. Ven. Esto no me gusta.

Se encontraba junto a la puerta lateral de la caravana, que estaba entornada y se movía ligeramente pese a que el viento soplaba del otro lado; la escalerilla se hallaba bajada. Sin embargo Cynthia no observaba la puerta ni la escalerilla. Al pie de esta, medio enterrada por la arena que el viento arrastraba por debajo de la caravana, yacía de bruces una muñeca rubia con un vestidito azul claro. Tampoco a Steve le entusiasmó demasiado aquella visión. Las muñecas sin alguna niña alrededor que se ocupase de ellas resultaban escalofriantes en cualquier circunstancia, o al menos eso opinaba él, y tropezarse con una abandonada junto a la carretera y medio enterrada por la arena…

Abrió la puerta y se asomó al interior de la caravana. Dentro el calor era sofocante; la temperatura debía de ascender por lo menos a cuarenta y cinco grados.

—¡Hola! ¿Hay alguien?

Pero de antemano sabía que no obtendría respuesta. Los dueños de la caravana, de hallarse allí, habrían tenido el motor en marcha para mantener encendido el aire acondicionado.

—No te molestes —dijo Cynthia, que había recogido la muñeca y le sacudía la arena del pelo y los pliegues del vestido—. Esto no es una muñeca de todo a cien. Quizá no cueste una fortuna, pero desde luego es cara. Y alguien le tenía cariño. Mira. —Tiró de la falda con los dedos para mostrarle un pequeño parche pulcramente cosido sobre un roto; el color de las dos telas era casi idéntico—. Si la niña a quién pertenece esta muñeca estuviese por aquí, no la dejaría tirada en la arena, eso te lo garantizo. La cuestión es: ¿por qué no se la llevó cuando ella y su familia se marcharon? —Subió al primer peldaño de la escalerilla, vaciló y volvió la cabeza hacia Steve—. Vamos.

—No puedo. Tengo que buscar al jefe.

—Búscalo dentro de un minuto, ¿no? No quiero entrar aquí sola. Parece el Andrea Doria, o algo así.

—Dirás el Mary Celeste —corrigió Steve—; el Andrea Doria se hundió.

—Vale, listillo, lo que tú digas. Vamos, será solo un momento. Además… —titubeó.

—Además, podría tener algo que ver con Marinville. ¿Es eso lo que ibas a decir?

Cynthia asintió y adujo:

—¿No te parece mucha casualidad? Al fin y al cabo, tanto él como los dueños de la caravana han desaparecido, ¿no?

Steve se resistió a aceptarlo; consideraba que era una complicación que no merecía. Mirándolo a la cara, Cynthia le adivinó el pensamiento (sin duda poseía una sagacidad natural) y levantó los brazos en un gesto de exasperación.

—¡Mierda! Entraré yo sola.

Penetró en la caravana con la muñeca en las manos. Steve la observó pensativamente por un instante y por fin la siguió. Cynthia volvió la cabeza, asintió, y dejó la muñeca en un asiento. Se tiró del cuello de la camiseta.

—¡Qué calor! —exclamó—. Esto es un horno.

Se dirigió hacia la parte trasera, y Steve fue a echar un vistazo a la cabina, agachando la cabeza para no golpearse. En el salpicadero, frente al asiento del acompañante, había tres montones de cromos de béisbol ordenados por equipos: los Indios de Cleveland, los Rojos de Cincinnati y los Piratas de Pittsburgh. Los ojeó y vio que aproximadamente la mitad estaban firmados, y de estos la mitad incluían dedicatorias personales. Al dorso del cromo de Albert Belle se leía: «Para David: sigue pegándole. Albert Belle». Y en otra del montón de Pittsburgh rezaba: «Mira la pelota antes de batear, Dave. Tu amigo, Andy Van Slyke».

—Hay también un niño —dijo Cynthia—. A menos que la niña sea una entusiasta de la acción. En uno de los baúles laterales, además de muñecas, hay comics de Joe y Judge Dredd y los MotoKops.

—Sí, hay un niño —confirmó Steve, colocando los cromos de Albert Belle y Andy Van Slyke en sus respectivos montones. Sólo ha traído los que eran importantes para él, pensó, sonriendo, los que no resistía dejar en casa—. Se llama David.

—¿Cómo carajo lo sabes? —preguntó Cynthia, sorprendida.

—Lo he descubierto viendo Expediente X —Cogió un resguardo de un pago efectuado en una gasolinera con tarjeta de crédito que encontró entre otros papeles en la bandeja de mapas del salpicadero y lo alisó. Estaba a nombre de Ralph Carver, y la dirección era de algún lugar Ohio. El carbón se había corrido en la casilla destinada al nombre de la población, pero podía ser Wentworth.

—Imagino que no sabrás nada más de él, ¿no? —dijo Cynthia—. ¿El apellido? ¿O de dónde es?

—David Carver —contestó Steve con una amplia sonrisa—. El padre se llama Ralph Carver. Vienen de Wentworth, Ohio. Un pueblo agradable. Casi en las afueras de Columbus. Estuve allí con Southside Johnny en el ochenta y seis.

Y Cynthia se acercó a la parte delantera. Había cogido otra vez la muñeca y la sostenía contra sus minúsculos pechos. Fuera una ráfaga de viento lanzó arena contra la caravana. Sonó igual que un aguacero.

—¡Te lo estás inventando! —dijo Cynthia.

—Ni mucho menos —contestó él, y le tendió el resguardo—. De aquí he sacado el apellido. Y se que se llama David por los cromos de béisbol. Tiene algunas firmas muy valiosas, te lo aseguro.

Cynthia cogió los cromos, los miró, volvió a dejarlos y se dio media vuelta lentamente con expresión solemne. Le brillaba la cara a causa del sudor. También Steve estaba sudando, y en abundancia. Notaba como le corrían las gotas por el cuerpo como un aceite ligero y pegajoso.

—¿Dónde habrán ido? —preguntó Cynthia.

—Al pueblo más cercano —dedujo Steve—. Probablemente los ha llevado alguien. ¿Recuerdas si en tu mapa aparece algo por estos alrededores?

—No. Hay un pueblo, creo, pero no recuerdo el nombre. Pero en ese caso, ¿por qué no cerraron la caravana al irse? Tienen aquí todas sus cosas. —Señaló la parte trasera con la mano—. ¿Sabes que hay allí junto al sofá?

—No.

—El joyero de la esposa. Una rana de cerámica. Se cuelgan los anillos y los pendientes en la boca de la rana.

—¡Qué refinado! —comentó Steve. Quería salir de allí, y no solo porque hacía un calor asfixiante o porque tenía que buscar a Marinville. Quería salir de allí porque aquella jodida caravana parecía realmente el Mary Celeste. No resultaba difícil imaginar vampiros ocultos en los armarios, vampiros en bermudas y camisetas con frases tales como SOBREVIVÍ A LA INTERESTATAL 50, LA CARRETERA MÁS SOLITARIA DE AMÉRICA.

—Es una monada —añadió Cynthia— pero esa no es la cuestión. Hay dos pares de pendientes y un anillo. No muy caros, pero tampoco baratijas. El anillo lleva engastada una turmalina, creo. Así que no entiendo por qué no…

Vio algo en la bandeja de los mapas, algo que había quedado expuesto cuando el cogió el resguardo de la gasolinera de entre el resto de papeles. Era un grueso clip en forma de S barrada, el símbolo del dólar, y parecía de plata auténtica. Sujetaba un pequeño fajo de billetes. Cynthia los contó por encima pasándolos con la yema del dedo y luego los tiró a la bandeja como si quemasen.

—¿Cuanto hay? —preguntó Steve.

—Unos cuarenta —respondió Cynthia—. Probablemente el clip vale tres o cuatro veces más. ¿Sabes que te digo? Esto me huele mal.

Otra ráfaga de viento cargada de arena azotó el costado de la caravana, en esta ocasión con fuerza suficiente para balancear el vehículo sobre sus ruedas deshinchadas. Sudorosos, Steve y Cynthia se miraron a la cara. Luego Steve contempló los inexpresivos ojos azules de la muñeca. ¿Qué ha pasado aquí, encanto? ¿Qué has visto?

Se volvió hacia la puerta.

—¿No es ya hora de avisar a la policía? —sugirió Cynthia.

—Todavía no. Primero quiero recorrer a pie uno o dos kilómetros hacia el este por si hay algún indicio de mi jefe.

—¿Con este viento? Es una tontería.

Steve la miró en silencio por un momento; después la apartó y bajó por la escalerilla.

Cynthia lo siguió de inmediato.

—Eh, dejémoslo en empate, ¿vale? —propuso—. Tú te has reído de mi gramática, y yo me he reído de tu lo que sea.

—Intuición —puntualizó Steve.

—¿Intuición? ¿Así lo llamas? Vale, perfecto. ¿Estamos en paz? Di que sí, por favor. Estoy demasiado asustada para encima andar peleándome contigo.

Steve le sonrió, un poco conmovido por la ansiedad que se reflejaba en su rostro.

—Está bien, sí. Estamos en paz, en la medida de lo posible.

—¿Quieres que yo retroceda con el camión? —ofreció Cynthia—. Puedo alejarme hasta que el cuentakilómetros avance un kilómetro y medio, y así sabrás hasta donde has de llegar.

—¿Sabrás cambiar de sentido sin… —En dirección este pasó un semirremolque con publicidad de Kleenex en el costado. Cynthia, sobresaltada, dio un paso atrás y se protegió los ojos del polvo con un descarnado brazo. Steve le rodeó los hombros con el brazo para tranquilizarla— sin embarrancar?

Cynthia lo miró airada y se zafó de su abrazo.

—¡Claro!

—Bien. Que sean dos kilómetros, ¿de acuerdo? Sólo por mayor seguridad.

—Vale. —Cynthia se encaminó hacia el Ryder. Antes de llegar, se volvió y dijo—: Acabo de recordar como se llama el pueblo que está cerca de aquí. —Señaló hacia el este—. Está en esa dirección, al sur de la carretera. Tiene un nombre precioso. Te va a encantar, Lubbock.

—¿Cuál es?

—Desesperación.

Cynthia sonrió y trepó a la cabina del camión.

5

Steve avanzó lentamente hacia el este por el arcén del carril con sentido oeste. Cuando el camión Ryder pasó a escasa velocidad junto a él conducido por Cynthia, saludó con la mano pero no levantó la vista del suelo.

—¡No entiendo que andas buscando! —gritó ella desde la cabina.

Se alejó sin darle ocasión de responder. Mejor así; tampoco el sabía que buscaba. ¿Huellas? Una idea absurda con aquel viento. ¿Sangre? ¿Fragmentos de metal cromado o cristales rotos de las luces traseras?

Eso era lo más probable. Sólo dos cosas sabía con certeza: que sus instintos no le habían simplemente pedido que hiciese aquello, se lo habían exigido; y que no podía quitarse de la cabeza la mirada vidriosa de la muñeca. La muñeca preferida de una niña, solo que la niña la había dejado tirada boca abajo en el polvo junto a la carretera. La madre había dejado sus joyas; el padre había dejado su clip para el dinero, y el niño, David, había dejado sus cromos de béisbol autografiados.

¿Por qué?

Mas adelante Cynthia trazó un amplio giro para orientar el camión amarillo de nuevo hacia el oeste. Realizó la maniobra con una economía de movimientos que Steve no se habría visto capaz de igualar, retrocediendo una sola vez. Saltó de la cabina y se encaminó hacia él a paso rápido, mirando apenas al suelo, y Steve advirtió, casi molesto, que sin mayor esfuerzo había encontrado lo que sus instintos lo habían enviado a buscar.

—¡Eh! —exclamó Cynthia. Se agachó, cogió algo y sacudió la arena.

Steve corrió hacia ella.

—¿Qué es?

—Un bloc —contestó Cynthia, y se lo tendió—. Parece que si ha estado aquí. Lleva su nombre, J. Marinville, impreso en la tapa. ¿Lo ves?

Steve cogió el pequeño bloc de espiral con la tapa doblada y lo hojeó rápidamente. Direcciones, planos que el propio Steve había esbozado, y anotaciones en la recargada letra del jefe, la mayoría sobre las recepciones programadas. Bajo el encabezamiento «San Luis», Marinville había escrito: «Patricia Franklin. Pelirroja, tetas grandes. No llamarla Pat o Patty. Nombre de la org. Amigos de las Bib. Abiertas. Dice Bill que P. F. colabora también con org. de defensa de los animales. Vegetariana». En la última página utilizada había escrita una sola palabra en una versión aún más pomposa de la letra del jefe:

Para

Sólo eso, como si hubiese empezado a dedicar un autógrafo a alguien y lo hubiese dejado a medias.

Miró a Cynthia, y vio que cruzaba los brazos bajo sus exiguos pechos y comenzaba a frotarse los codos.

—Es imposible tener frío aquí, pero yo estoy helada. Las cosas se ponen cada vez más feas.

—¿Cómo es que esto no se lo ha llevado el viento? —preguntó Steve.

—Pura casualidad. Ha topado con una roca grande y luego la arena lo ha cubierto en parte. Como a la muñeca. Si lo hubiese dejado caer quince centímetros a la derecha o a la izquierda, seguramente ahora estaría a mitad de camino de México.

—¿Por qué piensas que lo ha dejado caer?

—¿Tú no lo piensas? —replicó Cynthia.

Cuando se disponía a contestar que en realidad el todavía no pensaba nada, vio un destello en el desierto, probablemente el mismo que había advertido Cynthia mientras se aproximaban a la caravana, solo que en ese instante no se hallaban en movimiento, de donde se desprendía que el destello procedía de un punto fijo. Y no era mica incrustada en una roca, Steve estaba seguro. Por primera vez sintió auténtico miedo. Apretó a correr por el desierto, hacia aquel brillo, aún antes de tomar la decisión consciente de hacerlo.

—¡Eh, no vayas tan deprisa! —protestó Cynthia, sorprendida—. ¡Espera!

Corrió los primeros cien metros, manteniendo aquel punto de luz frente a él (solo que el punto de luz había empezado a agrandarse y cobrar una forma alarmantemente familiar), hasta que de pronto lo invadió una sensación de vértigo y se detuvo. Se inclinó, apoyándose las manos en las piernas justo por encima de las rodillas, convencido de que todos los puros que había fumado en los últimos dieciocho años habían vuelto para pasarle factura.

Cuando el vértigo remitió ligeramente y los mazazos de su corazón empezaron a atenuarse en sus oídos, oyó a sus espaldas un jadeo característicamente femenino. Volvió la cabeza y vio acercarse a Cynthia al trote, sudando copiosamente pero por lo demás fresca como una rosa. Sus vistosos rizos se habían aplanado un poco, pero eso era todo.

—Te pegas… como una pelotilla… a la punta de un dedo —dijo Steve resollando cuando ella se detuvo junto a él.

—Creo que es lo más amable que me ha dicho un hombre en toda mi vida. Apúntatelo en tu cuaderno de rimas, ¿vale? Y cuidado no vaya a darte un ataque al corazón. Por cierto, ¿cuantos años tienes?

Steve se enderezó con cierto esfuerzo.

—Demasiados para interesarme por tus huesos, y me encuentro bien. Te agradezco de todos modos que te preocupes por mi salud.

Un coche pasó por la carretera sin aminorar la marcha. Los dos volvieron la cabeza. Allí cada coche que pasaba era un acontecimiento.

—Te sugiero que hagamos andando el resto del camino. Sea lo que sea ese brillo, no va a moverse de ahí.

—Yo sé que es —afirmó Steve, y recorrió al trote los últimos veinte metros. Se arrodilló ante aquello como un hombre primitivo ante una efigie. La Harley del jefe había sido enterrada apresuradamente y sin mucho esmero. El viento ya había descubierto uno de los brazos del manillar y parte del otro.

La sombra de Cynthia se proyectó sobre Steve, y el levantó la vista deseando decir algo que camuflase el profundo terror que sentía, pero no se le ocurrió nada. Y en cualquier caso, no estaba seguro de que ella lo hubiese oído. Contemplaba la moto con los ojos muy abiertos y expresión atemorizada. Se arrodilló junto a él, extendió las manos como si tomase medidas, y cavó a corta distancia del brazo derecha del manillar. Encontró primero el casco del jefe. Lo extrajo, lo vació de arena y lo dejó a un lado. A continuación apartó con delicadeza la arena justo debajo de donde había aparecido el casco. Steve la observaba. No sabía si lo sostendrían las piernas en caso de intentar levantarse. Pensó en las noticias que uno leía de vez en cuando en los periódicos, noticias sobre cadáveres hallados entre la grava y extraídos de la proverbial fosa poco profunda.

En la pequeña concavidad que Cynthia había abierto, Steve vio metal pintado, resplandeciente en contraste con la arena pardusca. Era de colores rojo y crema, y se leían las letras HARL.

—Es esta —dijo Cynthia. Steve apenas entendió sus palabras, porque ella se frotaba compulsivamente la boca una y otra vez—. Esta es la moto que he visto esta mañana, no hay duda.

Steve agarró el manillar y tiró. Nada. No le sorprendió; no había tirado con fuerza. De pronto se dio cuenta de algo siniestramente interesante. Ya no solo le preocupaba el jefe. No. Por lo visto, sus temores se habían ampliado. Y tenía cierta sensación, cierta extraña sensación de que…

—Steve, mi encantador nuevo amigo —susurró Cynthia, apartando la vista de la moto semienterrada y mirándolo a la cara— pensarás que es una estupidez, la clase de tonterías que siempre dice la chica en las películas malas, pero me siento observada.

—No creo que sea una estupidez —dijo Steve, y apartó un poco más de arena. Gracias a Dios no había sangre. Aunque podía haberla en otra parte. O un cadáver enterrado debajo de la moto—. Yo tengo esa misma sensación.

—¿Nos marchamos? —preguntó Cynthia. Era casi una suplica. Se enjugó el sudor de la frente con un brazo—. ¿Por favor?

Steve se puso en pie y se dirigieron hacia la carretera. Cuando Cynthia le tendió la mano, él se la cogió de buen grado.

—Dios, es una sensación intensa —comentó Cynthia—. ¿Tú también la percibes intensamente?

—Sí. Creo que simplemente es fruto del miedo, pero sí, la percibo intensamente. Como…

A lo lejos se oyó un aullido vacilante. Cynthia le apretó la mano con tal fuerza que Steve se alegró de que se mordiese las uñas.

—¿Qué ha sido eso? —musitó ella—. ¿Qué ha sido eso, Dios mío?

—Un coyote —contestó Steve—. Como en las películas del Oeste. No nos atacarán. No me aprietes tanto, Cynthia, me haces daño.

Ella intentó relajarse, pero se aferró de nuevo a su mano cuando sonó un segundo aullido, que envolvió lentamente al primero como si fuesen notas sucesivas salidas de la garganta de un buen tenor haciendo ejercicios de armonía.

—Están lejos —aseguró Steve, esforzándose por no retirar su mano de la de ella. Era más fuerte de lo que parecía—. De verdad, Cynthia, probablemente están en otro condado; cálmate.

Cynthia le aflojó la mano, pero cuando volvió su cara reluciente hacia Steve, el advirtió que se hallaba al borde del pánico.

—Sí, vale —dijo Cynthia— están lejos, probablemente están en otro condado, probablemente es una conferencia desde California; pero no me gustan las cosas que muerden. Me asustan las cosas que muerden. ¿Volvemos al camión?

—Sí.

Cynthia, caminando a su lado, le rozaba con la cadera, pero cuando se oyó el siguiente aullido ya no le apretó la mano con igual violencia; este sonó obviamente lejos, y no se repitió. Llegaron al camión. Cynthia subió a la cabina por el lado del pasajero, dirigiéndole a Steve una sonrisa nerviosa. Steve rodeó el Ryder por la parte delantera, advirtiendo que la sensación de ser observado había desaparecido. Aún tenía miedo, pero de nuevo básicamente por el jefe: si Johnny Marinville había muerto, los periódicos de todo el mundo publicarían la noticia, y sin duda Steve Ames formaría parte de ella. Y no por sus méritos precisamente. Steve Ames sería el mecanismo de seguridad que había fallado, la red que no estaba en su sitio cuando el gran hombre cayó por fin del trapecio.

—Esa sensación de ser observados… quizá se debía a los coyotes —comentó Cynthia—. ¿No crees?

—Puede ser.

—Y ahora ¿qué?

Steve respiro hondo y cogió el teléfono móvil.

—Es hora de avisar a la policía —dijo, y marcó el 911.

Al otro lado de la línea oyó lo que preveía: una voz grabada que se disculpaba porque en ese momento no era posible establecer comunicación. El jefe había conseguido ponerse en contacto con él, aunque solo brevemente, pero eso había sido un golpe de suerte. Steve plegó el micrófono con furia, dejó el teléfono en el soporte del salpicadero y puso el motor del Ryder en marcha. Observó con consternación que el desierto había adquirido un claro color púrpura. Habían pasado más tiempo en la caravana abandonada y ante la moto semienterrada de lo que creía.

—No funciona, ¿verdad? —preguntó Cynthia con expresión compasiva.

—No. Busquemos ese pueblo que has mencionado. ¿Cómo se llamaba?

—Desesperación. Hay que ir hacia el este.

Steve accionó la palanca del cambio automático.

—Indícame el camino, ¿quieres?

—Claro —respondió Cynthia, y le apoyó una mano en el brazo—. Conseguiremos ayuda. Incluso en un pueblo tan pequeño como eso tiene que haber por lo menos un policía.

Se acercaron de nuevo a la caravana abandonada antes de cambiar de sentido y encaminarse de nuevo hacia el este, y Steve vio que la puerta seguía moviéndose. Ninguno de los dos había pensado en cerrarla. Detuvo el camión, puso la palanca del cambio en punto muerto, y abrió la puerta del Ryder.

Cynthia lo agarró por el hombro cuando estaba a punto de salir.

—Eh, ¿adónde vas? —preguntó.

Ya no parecía asustada pero tampoco completamente serena.

—Tranquila, chica. Es solo un segundo.

Salió y cerró la puerta de la caravana, que, según rezaba en las letras cromadas del costado, se llamaba Wayfarer. A continuación volvió al Ryder.

—¿Y eso? —preguntó Cynthia—. ¿Es que eres un perfeccionista?

—Normalmente no. Pero no me gustaba la idea de que el viento siguiese batiendo esa puerta. —Guardó silencio por un instante y permaneció con el pie en el estribo, mirándola, pensando. Finalmente hizo un gesto de indiferencia—. Era como ver el postigo abierto de una casa embrujada.

—Ya —dijo Cynthia.

A lo lejos volvieron a oírse los aullidos de los coyotes, quizá al sur, quizá al este —con aquel viento era difícil precisarlo— pero esta vez dio la impresión de que fuese media docena de voces. Esta vez pareció una manada. Steve subió a la cabina y cerró la puerta.

—Vamos —anunció, accionando de nuevo la palanca del cambio—. Demos la vuelta y busquemos algún policía.