III

1

El hombre que en otro tiempo había aparecido en las portadas de People, Time y Premiere (cuando se casó con la actriz que iba siempre cargada de esmeraldas), y en primera plana del New York Times cuando gano el Premio Nacional de Literatura), y en la página central desplegable de Inside View (cuando fue detenido por maltratar a su tercera esposa, la anterior a la actriz de las esmeraldas), tuvo que parar a orinar.

Viajaba en su moto por la interestatal 50 en dirección oeste. Se arrimó al arcén, redujo metódicamente las marchas con el pie izquierdo, que tenía ya entumecido, y se detuvo en el borde del asfalto. Era una suerte que hubiese tan poco tráfico, porque uno no podía estacionar una moto en la cuneta de una carretera de la Gran Cuenca ni siquiera si se había acostado con la actriz más famosa de Estados Unidos (aunque justo era reconocer que ella por entonces no estaba ya en su apogeo) y había sido nominado en alguna ocasión para el Premio Nobel de Literatura. Caso de intentarlo, con toda probabilidad la moto se escoraría sobre el soporte y terminaría desplomándose. Aunque a simple vista daba la impresión de que se trataba de terreno firme, eso era pura apariencia, como ocurría de hecho con las apariencias de ciertas personas que él conocía, incluida sin ir más lejos la que veía todas las mañanas al mirarse al espejo. ¿Y quién levantaba después una Harley-Davidson de trescientos cincuenta kilos, máxime teniendo ya cincuenta y seis años y estando en mala forma física?

Yo no, desde luego, pensó, contemplando la Harley Softail de colores rojo y crema, una motocicleta de paseo ante la que cualquier purista habría vuelto la cabeza en un gesto de desdén, limitándose a escuchar en silencio el ronroneo del motor. En aquel momento, aparte de eso solo se oía el silbido del viento tórrido y el continuo repiqueteo de la arena contra su cazadora de cuero, por la que había pagado mil doscientos dólares en Barney’s de Nueva York; una cazadora cuyo único objetivo era ser fotografiada por un marica de la revista Interview, un marica donde los hubiese. Mejor será omitir por completo esa parte, ¿no?, pensó. Y en voz alta dijo:

—Por mi encantado.

Se quitó el casco y lo dejó en el asiento de la Harley. A continuación se froto la cara lentamente con la mano; la tenía tan caliente como el viento y mucho más quemada. Nunca se había sentido tan cansado o tan fuera de su elemento en toda su vida.

2

La celebridad literaria, anquilosada, se adentro en el desierto con andar rígido. La larga melena gris le azotaba los hombros agitada por el viento, y los espinosos arbustos —mezcales y castillejas— le arañaban las chaparreras de piel (compradas también en Barney’s). Volvió la cabeza y miró atentamente en ambas direcciones, pero no se acercaba ningún vehículo. Avistó algo aparcado junto a la carretera a unos tres kilómetros de allí —un camión o una caravana— ¿pero aún si había alguien dentro, difícilmente vería al gran hombre vaciar la vejiga a menos que se sirviese de unos prismáticos? Y si lo veían, ¿qué más daba? Al fin y al cabo, aquel era un truco que casi todo el mundo conocía.

Se abrió la bragueta —John Edward Marinville, el hombre que Harper’s había definido en una ocasión como «el escritor que Norman Mailer habría deseado ser», el hombre a quién el critico Shelby Foot había catalogado como «el único autor norteamericano vivo de la talla de Steinbeck»— y saco su estilográfica original. Debería haber meado como un caballo de carreras, pero durante casi un minuto nada ocurrió; permaneció allí inmóvil con la polla seca en la mano.

Por fin brotó un arco de orina y regó un mezcal cuyas hojas duras polvorientas adquirieron un tono verde más oscuro y reluciente.

—¡Alabado sea Dios! ¡Gracias, Señor! —bramo, remedando la voz trémula y fluctuante de Jimmy Swaggart. En las fiestas su imitación del conocido evangelista siempre tenía un gran éxito; en una ocasión Tom Wolfe se echó a reír de tal modo que Johnny temió que fuese a darle un ataque—. ¡Agua en el desierto, he ahí un auténtico milagro! ¡Hola Julia! —clamó. A veces pensaba que esa versión suya del «aleluya», y no su insaciable apetito de alcohol, drogas y mujeres más jóvenes, había sido la verdadera causa de que la famosa actriz lo empujase a la piscina de un hotel de Bel-Air durante una rueda de prensa a la que asistió bebido… y luego se marchase con sus esmeraldas a otra parte.

Si bien aquel incidente no había marcado el principio de su decadencia, sí había sido el punto en que esa decadencia reclamó su atención de manera ineludible: empezaba a resultar demasiado obvio que no se trataba simplemente de un mal día o un mal año sino, por así decirlo, de una mala vida. Su fotografía al salir de la piscina con el traje empapado y una ebria sonrisa en el rostro apareció en la sección Hazañas Dudosas del Esquire, y después de eso se convirtió en blanco habitual de Spy, la revista donde por lo visto sucumbían definitivamente las reputaciones otrora intachables.

Por lo menos aquella tarde, mientras orinaba en el desierto cara al norte con su alargada sombra a la derecha, esos recuerdos no resultaban tan dolorosos como en otros lugares. Como en Nueva York, por ejemplo, donde últimamente todo era doloroso. Por alguna razón, allí en el desierto la «volátil reputación», como Shakespeare la definía, no sólo parecía menos frágil sino también más intrascendente. Y eso era de agradecer cuando uno había degenerado en una especie de Elvis Presley literario: entrado en años, con exceso de peso, y todavía en la fiesta cuando debería haberse ya retirado hacía rato.

Separó más las piernas, se inclinó ligeramente por la cintura, y se soltó el pene para masajearse los riñones. Le habían asegurado que eso contribuía a prolongar unos instantes el flujo de orina, y Johnny tenía la impresión de que efectivamente así era, pero suponía que debería parar de nuevo a vaciar la vejiga antes de llegar a Austin, que sería su siguiente alto en el camino a California. Evidentemente su próstata no era ya lo que había sido. Cuando pensaba en ella últimamente (que era bastante a menudo), se la imaginaba como una masa tumefacta y agrietada semejante a un enorme cerebro mantenido con vida mediante radiaciones que había visto en una película de terror de los años cincuenta. Era consciente de que debía ir al médico, y no solo por la próstata, sino para un reconocimiento exhaustivo de los pies a la cabeza. Claro que debía ir al médico pero, bueno, tampoco era que orinase sangre, y además…

En fin, ¿por qué no admitirlo? Y además tenía miedo. Sus problemas no se reducían al hecho de que su reputación literaria se le hubiese escurrido entre los dedos en los últimos cinco años, y abandonar las pastillas y el alcohol no había representado ni remotamente la mejoría que él esperaba. En cierto modo la abstinencia había empeorado la situación. El inconveniente de estar sobrio, había descubierto Johnny, era que uno recordaba todo aquello que temía. Le asustaba que un médico hallase algo más que una próstata del tamaño del cerebro del planeta Arous al meter el dedo en las regiones inferiores de la celebridad literaria; le asustaba que el médico encontrase una próstata tan negra como una ciruela pasada y tan cancerosa como… como la de Frank Zappa. E incluso si el cáncer no estaba allí al acecho, bien podía estar en otra parte.

En los pulmones, quizá, ¿por qué no? Había fumado dos paquetes diarios de Camel durante veinte años, y tres paquetes de Camel light durante otros diez, como si fumar Camel light pudiese de algún modo remediar sus excesos anteriores: limpiarle los bronquios, arreglarle la traquea, purificar sus enlodazados alvéolos. Tonterías. En esos momentos hacía ya diez años que había dejado el tabaco, tanto el light como el otro, pero todavía resollaba como un viejo caballo de tiro hasta por lo menos el mediodía, y a veces despertaba en plena noche a causa de un ataque de tos.

O en el estómago. Sí, ¿por qué no ahí? Suave, rosa, confiado, el lugar idóneo para un desastre. Se había criado en una familia de voraces devoradores de carne en la que «medio hecho» significaba que el cocinero le había echado el aliento al bistec, y la noción de «muy hecho» era desconocida. Le encantaban las salsas picantes y las guindillas. No tenía la menor fe en la fruta o la ensalada salvo como remedios contra un estreñimiento agudo. Había comido así durante toda su puñetera vida, comía aún así, y probablemente seguiría comiendo así hasta que lo arrojasen a una cama de hospital y empezasen a alimentarlo debidamente a través de un tubo de plástico.

¿Y en el cerebro? Era posible. Muy posible. Un tumor, o quizá (y esta era una perspectiva especialmente halagüeña) un caso prematuro de Alzheimer.

¿O en el páncreas? Bueno, eso al menos tenía una ventaja: era rápido. Servicio urgente, sin demora.

¿Un ataque al corazón? ¿Una cirrosis? ¿Una embolia?

Todo parecía tan probable… tan lógico…

En muchas entrevistas se había definido como un hombre indignado con la muerte, pero esa era una más de las muchas baladronadas con que había adornado sus declaraciones a lo largo de toda su carrera. Lo aterrorizaba la muerte, esa era la única verdad, y como resultado de una vida entera dedicada a aguzar la imaginación, la veía venir de cuatro docenas de direcciones distintas por lo menos… y de noche, cuando no conseguía conciliar el sueño, estaba capacitado para verla venir de cuatro docenas de direcciones distintas simultáneamente. Negarse a visitar a un médico, a someterse a un reconocimiento y dejarles echar un vistazo bajo el capó, no impediría a esas enfermedades acercarse o cebarse en él si ya habían iniciado su curso; pero por lo menos si se mantenía alejado de los médicos y sus diabólicas máquinas, no se enteraría. Uno no tenía que enfrentarse con el monstruo escondido bajo la cama o agazapado en un rincón si no encendía las luces del dormitorio, esa era la idea. Y lo que al parecer ningún médico entendía era que, para hombres como Johnny Marinville, el temor resultaba a veces preferible a la certidumbre. Sobre todo si uno ya había puesto el felpudo con el mensaje de bienvenida a todas las enfermedades existentes.

Incluido el sida, pensó, aún con la mirada fija en el desierto. Había actuado con precaución —y en todo caso sus relaciones sexuales se habían reducido drásticamente, esa era la triste realidad—, y le constaba que en los últimos ocho meses había actuado con precaución, porque las amnesias pasajeras habían desaparecido al abandonar la bebida. Pero durante el año anterior a esos meses en cuatro o cinco ocasiones había despertado por la mañana junto al cuerpo anónimo de una mujer sin recordar nada de lo ocurrido. En cada una de esas ocasiones se había levantado inmediatamente y había ido a echar un vistazo al inodoro. Una vez encontró allí un condón flotando en el agua, así que probablemente no existía riesgo. Pero el resto de las veces, nada de nada. Naturalmente él o su amiga (su «nueva conquista», en el lenguaje de la prensa del corazón) podían haber tirado de la cadena durante la noche, pero ahí quedaba la duda. Duda que jamás disiparía a causa de sus amnesias pasajeras. Y el sida…

—Esa mierda se mete en el cuerpo y espera —dijo en voz alta, y entorno los ojos cuando una ráfaga de viento de especial virulencia arrojo una lluvia de polvo alcalino contra sus mejillas, su cuello y miembro colgante. Este último no realizaba ya ninguna actividad provecho desde hacia al menos un minuto.

Johnny se lo sacudió enérgicamente y se lo guardó en los calzoncillos.

—Hermanos —dijo a los montes lejanos y trémulos, imitando la voz del predicador con la mayor seriedad—, ya en la Epístola a los Efesios capítulo tres, versículo nueve, se nos advierte que por más que brinquemos y dancemos, al final el pantalón nos mojaremos. Así esta escrito y así…

Estaba dándose media vuelta, subiéndose la cremallera y hablando básicamente para ahuyentar a sus fantasmas (que en los últimos tiempos parecían congregarse como buitres), cuando de pronto se quedó mudo e inmóvil.

Detrás de la moto se había detenido un coche patrulla, y sus luces azules giraban lentamente bajo el abrasador sol del desierto.

3

Fue su primera esposa quién sugirió a Johnny Marinville lo que podía ser su última oportunidad.

No su última oportunidad de publicar su obra; no, eso no, desde luego. Seguiría publicando en tanto fuese capaz de, primero, plasmar sus ideas en un papel y, segundo, enviárselas a su agente. En cuanto uno era aceptado como genuina celebridad literaria, siempre había alguien dispuesto a continuar publicando su obra aún cuando degenerase en una parodia de si misma o en pura palabrería. Johnny pensaba a veces que uno de los aspectos más siniestros del estamento literario norteamericano era el modo en que lo dejaba a uno balanceándose el aire, asfixiándose lentamente, mientras los demás se divertían en sus ridículas fiestas, felicitándose por la gentileza que mostraban a la vieja gloria cuyo nombre ni siquiera recordaban.

No, la sugerencia de Terry no representaría su última oportunidad de publicar, pero si quizá de escribir algo realmente valioso, algo que lo convirtiese de nuevo en el centro de atención por sus meritos y no por sus escándalos. Algo, además, que se vendería como el agua… y el dinero no le vendría nada mal, de eso no existía la menor duda.

Y para colmo Terry probablemente ni sospechaba el valor de su sugerencia, lo cual significaba que Johnny no tendría que compartir con ella los beneficios, en caso de que los hubiera. No tendría siquiera que mencionarla en la página de agradecimientos si no lo deseaba, pero supuso que si la mencionaría. Permanecer sobrio era una experiencia aterradora en muchos sentidos, pero ayudaba a recordar las responsabilidades.

Johnny se había casado con Terry a la edad de veinticinco años. Ella contaba entonces veintiuno y era alumna de tercero en el Vassar College, pero no terminó sus estudios. Estuvieron casados casi veinte años, y ella le dio tres hijos, todos adultos en la actualidad. Uno de ellos, Bronwyn, todavía le dirigía la palabra a Johnny. Y en cuanto a los otros dos, si algún día cambiaban de actitud, no sería el quién les diese la espalda. No era rencoroso por naturaleza.

Terry parecía saberlo. Después de cinco años durante los cuales sólo se habían comunicado a través de abogados, habían iniciado un cauto diálogo, unas veces por carta y otras, las más, por teléfono. Al principio estos contactos habían sido un mero tanteo, pues ambos recelaban aún de las minas enterradas en la derruida ciudad de sus afectos, pero con el paso del tiempo adquirieron mayor regularidad. Terry seguía las andanzas de su famoso ex marido con una estoica y condescendiente curiosidad que Johnny por alguna razón encontraba desalentadora; no era, en su opinión, la actitud que una ex esposa debía adoptar ante un hombre que se había convertido en uno de los autores más estudiados de su generación. Pero por otra parte le hablaba con una sincera cordialidad que para él tenía efectos balsámicos, como una mano fría sobre una frente afiebrada.

Sus contactos eran más frecuentes desde que Johnny había dejado la bebida (pero siempre todavía por teléfono o carta; ambos sabían tácitamente que un encuentro cara a cara podía someter a una tensión excesiva el frágil vinculo que habían forjado), pero en cierto modo esas conversaciones en estado sobrio entrañaban mayor peligro, y si bien nunca llegaban al enfrentamiento, esa posibilidad parecía flotar siempre en el aire. Terry quería que volviese a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y había afirmado sin rodeos que si no lo hacía, tarde o temprano sucumbiría de nuevo. Y al alcohol seguirían las drogas, le había advertido Terry, tan seguro como que tras el día venía la noche.

Johnny había contestado que no tenía la intención de pasarse el resto de su vida sentado en el sótano de una iglesia con un hatajo de borrachos que se limitaban a disertar sobre lo maravilloso que era poseer una fuerza mayor que uno mismo, antes de volver a montarse en sus viejos coches y regresar a sus casas, donde por lo general nadie los esperaba, para dar de comer a sus gatos.

—En su mayoría la gente de Alcohólicos Anónimos está demasiado destrozada para darse cuenta de que ha entregado su vida a un ideal vacío y fallido —adujo Johnny—. Yo he estado allí, y te puedo asegurar que es tal como te lo cuento. Y si mi palabra no te sirve, toma como referencia a John Cheever. Escribió algunas páginas memorables sobre el tema.

—Ahora John Cheever no tiene ya ocasión de escribir nada —replicó Terry—. Y creo que también tú sabes por qué.

Sin duda Terry podía llegar a ser irritante.

Hacia tres meses que le había sugerido la brillante idea, dejándola caer de manera casual en una conversación en que habían hablado de las recientes actividades de sus hijos, de ella y, naturalmente, de él. Johnny, por su parte, llevaba desde principios de año atascado en las primeras doscientas páginas de una novela histórica sobre Jay Gould. Finalmente las había visto como lo que eran —un vulgar refrito de Gore Vidal— y las había destruido. O mejor dicho, las había asado. En un arranque había cogido los disquetes que contenían la novela y los había dejado en el horno microondas a potencia máxima durante diez minutos. Un hedor insoportable había inundado toda la casa, y de hecho tuvo que comprar otro microondas.

Al principio había decidido mantener en secreto el incidente, pero a la hora de la verdad fue incapaz de contenerse y se lo contó a Terry. Cuando terminó, se sentó en la silla de su estudio con los ojos cerrados y el auricular pegado a la oreja, esperando a que ella le dijese que no debía molestarse en volver a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, porque lo que necesitaba era un buen psiquiatra, y con carácter de urgencia.

Sin embargo dijo que debería haber metido los disquetes en una fuente y utilizado el horno de gas. Johnny sabía que bromeaba, y que la broma, al menos en parte, corría a costa suya; así y todo, la naturalidad con que aceptaba su manera de ser y de comportarse siguió pareciéndole una mano fría sobre una frente afiebrada. No obtenía de ella aprobación, pero tampoco era eso lo que buscaba.

—La cocina nunca ha sido tu fuerte, desde luego —añadió Terry, y ante su tono flemático Johnny no pudo evitar reír a carcajadas—. ¿Y ahora que vas a hacer, Johnny? ¿Has pensado ya en algo?

—No.

—Deberías centrarte en la no ficción. Renuncia por un tiempo a la idea de escribir una novela.

—Eso es una tontería, Terry. Soy incapaz de escribir no ficción, y tú lo sabes.

—Estás muy equivocado —repuso Terry, hablando en un cortante tono de amonestación que ya nadie más empleaba con él, y menos su agente. Por lo visto, cuanto más vacilaba y se debatía Johnny, más untuoso se volvía Bill Harris—. Durante nuestros dos primeros años de matrimonio escribiste al menos una docena de crónicas. Y además las publicaste y te pagaron bien. Life, Harper’s e incluso un par en The New Yorker. No me extraña que lo hayas olvidado; era yo quién hacia la compra y se ocupaba de las facturas. A mi me encantaban.

—¡Ah! Las llamadas Crónicas del Corazón de América. Sí. No las había olvidado, Terry; simplemente prefiero no recordarlas. Sirvieron para pagar el alquiler cuando se terminó la pasta de la Fundación Guggenheim, y poco más. Ni siquiera se han publicado recopiladas.

—Tu no consentirías que se recopilasen —replicó Terry—. No se corresponden con tu elevado concepto de inmoralidad.

Johnny encajó el comentario en silencio. A veces le molestaba la extraordinaria memoria de Terry. Ella nunca había conseguido escribir algo que mereciese la pena; los textos que redactaba para el seminario de narrativa cuando Johnny la conoció eran espantosos, y jamás había publicado nada más complejo que una carta al director de algún diario. Sin embargo, poseía una capacidad fuera de lo común para almacenar información. Eso no podía negarse.

—¿Sigues ahí, Johnny?

—Sí.

—Cuando digo algo que no te gusta siempre me doy cuenta, porque solo entonces te quedas callado. Te pones muy pensativo.

—Bueno, pero como ves, sigo aquí —dijo Johnny con firmeza, y guardó de nuevo silencio, confiando en que Terry cambiase de tema.

Naturalmente, no lo hizo.

—Escribiste tres o cuatro crónicas por encargo de alguien, no recuerdo quién…

Milagro, pensó Johnny; no recuerda quién.

—Y estoy segura de que el asunto no hubiese pasado de ahí de no ser porque te llegaron encargos de otras revistas. A mi no me sorprendió en absoluto. Aquellas crónicas eran excelentes.

Johnny continuó en silencio, pero esta vez no como demostración de desinterés o desaprobación sino porque intentaba recordar si realmente aquellos trabajos tenían algún merito. En esas cuestiones Terry no era plenamente fiable, pero tampoco podían desestimarse sus juicios sin más ni más. Como escritora de narrativa pertenecía a la escuela del «Vi un pájaro al amanecer y mi corazón se estremeció», pero en su faceta de crítica se había revelado dura como el acero y dotada de una misteriosa clarividencia, casi telepática. Una de las cosas que le había atraído de ella (aunque suponía que también había contribuido el hecho de que por aquel entonces tuviese los mejores pechos de América) era la dicotomía entre lo que deseaba hacer —escribir narrativa— y lo que era capaz de hacer: escribir críticas que cortaban como el diamante.

En cuanto a las Crónicas del Corazón de América, Johnny solo recordaba ya claramente una titulada «Muerte en el segundo turno». Trataba de dos obreros de una fábrica siderurgia de Pittsburgh, padre e hijo. El padre había muerto de un ataque cardíaco en los brazos de su hijo durante el tercero de los cuatro días que Johnny Marinville pasó en la fábrica recabando información. Su propósito inicial apuntaba a un aspecto distinto del trabajo fabril, pero a raíz de aquel suceso modifico radicalmente su planteamiento. El resultado fue un reportaje de una sensiblería lamentable —a pesar de que el texto era verídico de principio a fin— pero alcanzó gran popularidad. El hombre que se lo había encargado para la revista Life le envió una nota seis semanas más tarde comunicándole que en la historia de la revista solo otros tres artículos habían generado un volumen de cartas superior.

Otras crónicas acudieron a su memoria, los títulos básicamente, cosas como «Alimentar las llamas» y «Un beso en Saranac Lake». Unos títulos abominables, sin duda, pero… el cuarto en volumen de cartas.

¿Dónde debían de estar esas crónicas? ¿Entre el material de la Colección Marinville de Fordham? Quizá. Podían hallarse incluso en la buhardilla del bungalow de Connecticut. No le habría importado echarles un vistazo. Tal vez hasta era posible actualizarlos… o… o…

Algo empezó a roerle en el fondo del cerebro.

—¿Aún tienes la moto, Johnny? —preguntó Terry.

—¿Cómo? —Apenas la había oído.

—¿La moto? ¿La Harley?

—Sí, claro —respondió Johnny—. La tengo en el garaje de Westport donde antes guardábamos los coches.

—¿El de Gibby?

—Sí, el de Gibby. Ahora ha cambiado de dueño pero, sí, era el de Gibby.

Su memoria voló a un recuerdo de nítida textura: él y Terry completamente vestidos y magreándose como desesperados tras aquel garaje una tarde de… en fin, de hacía muchos años. Terry llevaba unos ceñidos pantalones cortos de color azul. Probablemente no eran del agrado de su madre, pero para él Terry con aquellos saldos parecía la reina de occidente. Tenía un culo aceptable, pero sus piernas… Dios, aquellas piernas no solo le llegaban hasta el cuello sino hasta la estrella Arturo y mucho más allá. Pero ¿como habían ido a parar allí, en medio de neumáticos desechados y piezas de motor oxidadas, hundidos hasta la cintura entre los girasoles? Johnny no lo recordaba, pero si recordaba la exquisita curva de su pecho en la palma de la mano, y como tiro de las trabillas de su pantalón cuando el gimió contra su cuello para que se estregase contra su vientre liso.

Se llevó una mano a la entrepierna y no se sorprendió por lo que encontró allí. El monstruo había cobrado vida.

—… algunos nuevos, o incluso un libro —proseguía Terry.

Johnny apoyó la mano firmemente en el brazo de la silla.

—¿Eh? ¿Cómo?

—¿Te estas quedando sordo además de senil?

—No. Recordaba una vez que estábamos los dos juntos detrás del garaje de Gibby. Dándonos el lote.

—¡Ah! Entre los girasoles, ¿verdad?

—Sí.

Se produjo una larga pausa en la que quizá ella pensó en hacer algún otro comentario acerca de ese inciso. Johnny casi lo deseaba. Sin embargo, Terry volvió sobre el tema anterior.

—Decía que tal vez deberías atravesar el país en moto antes de que estés demasiado viejo para manejar el pedal de velocidades, o caigas de nuevo en la bebida y te estrelles en las Black Hills.

—¿Estás loca? No he montado en ese artefacto desde hace tres años, Terry, y no tengo intención de volver a montarme. Me falla la vista…

—Pues ve a graduarte las gafas.

—… y he perdido reflejos. John Cheever quizá muriese a causa del alcoholismo o quizá no, pero John Gardner sin duda se mató con una moto. Tuvo un altercado con un árbol, y salió perdiendo. Ocurrió en una carretera de Pensilvania. Yo mismo he pasado por allí.

Terry no le escuchaba. Era una de las pocas personas en el mundo capaces de abstraerse en sus pensamientos y no hacerle el menor caso. Johnny suponía que esa era otra de las razones de su divorcio. El necesitaba que le hiciesen caso, en especial las mujeres.

—Podrías atravesar el país en la moto y reunir material para una nueva colección de crónicas —continuó Terry. Parecía ilusionada y a la vez divertida con la idea—. Si incluyeses las mejores de la etapa anterior, como Primera Parte por ejemplo, saldría un libro de buen tamaño. El corazón de América, 1966-1996, crónicas escritas por John Edward Marinville. —Ahogo una risa—. ¿Quién sabe? Quizá incluso conseguirías otra crítica favorable de Shelby Foote. Era de la que más orgulloso estabas, ¿no? —Se interrumpió en espera de su respuesta, y como no la hubo le preguntó si seguía al teléfono, primero por pura comprobación, luego un tanto preocupada.

—Sí, sigo aquí —contestó Johnny. De pronto se alegró de haberse sentado—. Bueno, Terry, tengo que dejarte. Me están esperando.

—¿Alguna nueva novia?

—El pedicuro —contestó por decir algo. En realidad estaba pensando en Shelby Foote. Para él ese nombre era como el último número de la combinación de una caja fuerte. Un chasquido, y la puerta se abría.

—Bueno, cuídate —dijo Terry—. Y de verdad, Johnny, plantéate volver a Alcohólicos Anónimos. ¿Qué mal puede hacer?

—Ninguno, supongo —respondió Johnny, pensando en Shelby Foote, que en una ocasión había dicho de él que era el único autor norteamericano vivo de la talla de John Steinbeck. Terry tenía razón: de todos los elogios que había recibido, ese era el que recordaba con más orgullo.

—Exacto, ninguno —dijo Terry. Tras un instante de silencio, añadió—: Johnny, ¿estás bien? Porque te noto distante.

—Perfectamente. Saluda a los chicos de mi parte.

—Siempre lo hago. Por lo general contestan con lo que mi madre llamaba «palabras gruesas» pero siempre les doy recuerdos de tu parte. Adiós.

Johnny colgó el auricular sin mirar el teléfono, y cuando este se cayó al suelo del borde del escritorio, tampoco prestó atención. John Steinbeck había recorrido el país en una vieja furgoneta acompañado de su perro. Johnny apenas había usado la Harley-Davidson Softail de 1.340 centímetros cúbicos que tenía guardada en Connecticut. Pero no El corazón de América. En eso Terry no había acertado, y no solo porque existiese ya una película de Jeff Bridges con ese título. El corazón de América no, pero…

Viajes en Harley —murmuró.

Era un título ridículo, un título cómico, como el de una parodia de la revista Mad… pero ¿acaso sonaba mucho peor que «Muerte en el segundo turno» o «Alimentar las llamas»? A él le parecía que no, y tenía la impresión de que el título cuajaría, que trascendería su futilidad original. Siempre había confiado en sus intuiciones, y hacia años que no tenía una tan sólida como aquella. Podía atravesar el país desde el Atlántico hasta el Pacífico, desde Connecticut hasta California. Un libro de no ficción que podía rehabilitar su imagen ante los críticos, un libro que podía situarle de nuevo en los primeros puestos de las listas de ventas si… si…

—Si era generoso —dijo. El corazón le latía con fuerza en el pecho, pero por una vez esa sensación no lo amedrentó—. Generoso como Blue Highways. Generoso como… bueno, como Steinbeck.

Sentado en su estudio con el teléfono zumbando a sus pies, Johnny Marinville vislumbró nada menos que la posibilidad de redención. Una vía de escape.

Recogió el teléfono y marcó el número de su agente. Sus dedos volaron sobre los botones.

—Bill, soy Johnny. Estaba aquí sentado, pensando sobre unas crónicas que escribí en mi juventud, y se me ha ocurrido una idea extraordinaria. De entrada te sonará absurda, pero déjame que te explique…

4

Mientras Johnny descendía por el terraplén de arena hacia la carretera, intentando no jadear demasiado, vio que el tipo que se hallaba tras la Harley anotando el número de matrícula era un policía descomunal, una verdadera mole: medía un metro noventa y cinco por lo menos y sin duda no bajaba de ciento veinte kilos.

—Buenas tardes, agente —saludó Johnny. Se miró la bragueta y vio una pequeña mancha oscura en la tela de sus Levi’s. Por más que brinquemos y dancemos… pensó.

—¿No sabe usted que está prohibido aparcar cualquier clase de vehículo en una carretera? —preguntó el policía sin levantar la vista.

—No, pero dudo mucho…

«… que represente un gran problema en una carretera tan poco transitada como la interestatal 50», pretendía añadir, y con el tono arrogante que empleaba siempre con el servicio y los subordinados, pero entonces vio algo que le hizo cambiar de idea. El policía tenía la manga y el puño derechos de la camisa manchados de sangre pardusca aún húmeda. Probablemente acababa de retirar de la carretera un animal muerto, algo grande —un alce o un venado quizá—, atropellado por un camión a toda velocidad. Eso explicaría tanto la sangre como el mal humor. La camisa había quedado inservible; era imposible limpiar semejante cantidad de sangre.

—¿Decía? —preguntó el policía con aspereza. Ya había anotado el número de matrícula pero seguía observando la moto con el entrecejo fruncido y la boca reducida a una inexpresiva línea recta. Era como si no quisiese mirar al dueño de la moto, como si supiese que mirándolo su ánimo empeoraría más aún.

—No, nada, agente —contestó Johnny con tono neutro, no sumiso pero tampoco arrogante. No deseaba encolerizar a aquel individuo gigantesco cuando era obvio que tenía un mal día.

Sin levantar la vista, con el bloc firmemente agarrado en una mano y su severa mirada fija en las luces traseras de la Harley, el policía dijo:

—También esta prohibido orinar en lugares visibles desde una carretera. ¿Eso tampoco lo sabía?

—No, lo lamento —respondió Johnny. Sintió en el pecho el desbordante impulso de echarse a reír pero se contuvo.

—Pues así es. —Levantó por fin la vista y miró a Johnny—. Bueno, por esta vez lo dejaremos en una advertencia… —se interrumpió y retrocedió un paso, con los ojos tan abiertos como un niño al empezar a desfilar el circo en medio de un torbellino de payasos y trombones.

Johnny conocía esa mirada, aunque jamás hubiese esperado verla allí, en el desierto de Nevada, y menos aún en el rostro de un enorme policía de rasgos escandinavos con el aspecto de un hombre cuyos gustos literarios oscilasen entre el Playboy y las revistas de armas.

Un admirador, pensó. Aquí, en este rincón perdido entre Ely y Austin, acabo de encontrarme a un condenado admirador.

Se lo contaría a Steve Ames apenas se reuniesen esa noche en Austin. O quizá lo llamase por el teléfono móvil esa misma tarde, en el supuesto, claro, de que allí los teléfonos móviles tuviesen cobertura, cosa poco probable. El suyo tenía la batería cargada —lo había dejado en el recargador toda la noche—, pero en realidad no había hablado con Steve por el maldito aparato desde que salieron de Salt Lake City.

De hecho no le entusiasmaban los teléfonos móviles. No creía que causasen cáncer, eso probablemente eran bulos de la prensa sensacionalista para asustar a la gente, pero…

—¡Qué veo! —murmuró el policía. Se llevó a la mejilla la mano derecha, la que asomaba en el extremo de la manga ensangrentada, y por un momento pareció un humorista parodiando a un linier de fútbol—. ¡Qué veo!

—¿Qué ocurre, agente? —preguntó Johnny. No pudo reprimir una sonrisa. Una cosa no había cambiado con los años: le encantaba ser reconocido, le producía verdadero placer.

—¡Es usted… John-Edward-Marinville! —exclamó, juntando las palabras igual que si formasen un único nombre, como Pelé o Cantinflas. Una sonrisa apareció en sus labios, y Johnny pensó: ¡Oh, señor policía, que dientes tan grandes tiene!—. Lo es, ¿verdad? ¡El autor de Placer! ¡Y de La canción del martillo, cómo no! ¡Estoy delante del autor de La canción del martillo! —Y a continuación hizo algo que Johnny encontró realmente entrañable: alargó el brazo y le tocó la manga de la cazadora como para comprobar que él era de carne y hueso—. ¡No puedo creerlo!

—Pues sí, soy Johnny Marinville —dijo con la modestia que reservaba para aquellas ocasiones (y solo para aquellas ocasiones)—. Pero admito que nunca me había reconocido nadie que acabase de verme orinar a un lado de la carretera.

—Ah, olvídese de eso —repuso el policía, y le estrechó la mano.

Un segundo antes de que los dedos del policía se cerrasen en torno a los suyos Johnny advirtió también en su mano restos de sangre medio seca; las líneas de la vida y del amor se dibujaban nítidamente en aquella palma teñida de un color granate semejante al de un hígado.

Johnny procuro mantener la sonrisa, y tuvo la impresión de que lo conseguía pese a que las comisuras de sus labios de pronto parecían pesar más. Me está manchando a mi también, pensó, y no encontraré donde lavarme las manos antes de llegar a Austin.

—Es usted uno de mis escritores preferidos —afirmó—. Lo digo en serio. ¡Dios, La canción del martillo…! Ya sé que no gustó a los críticos, pero ¿qué sabrán ellos?

—Poca cosa —convino Johnny.

Deseó que el policía le soltase de una vez, pero por lo visto era de esas personas que recurren al apretón de manos no solo como saludo sino también como manifestación de énfasis. Johnny percibía la fuerza latente en la mano del policía; si apretaba un poco más, su escritor preferido tendría que teclear su nuevo libro con la mano izquierda al menos durante un par de meses.

—Poca cosa, y que lo diga. La canción del martillo es el mejor libro sobre la guerra de Vietnam que he leído. Le da cien vueltas a Tim O’Brien, Robert Stone…

—Bueno, gracias, muchas gracias.

El policía le soltó por fin la mano, y Johnny la retiro. Habría deseado mirársela y comprobar si le había quedado muy manchada de sangre, pero no era el momento. El policía se guardó el bloc en el bolsillo trasero del pantalón y miró a Johnny con una intensidad inquietante, como temiendo que fuera a esfumarse igual que un espejismo si parpadeaba una sola vez.

—¿Y que hace por aquí, señor Marinville? Creía que vivía en el Este.

—Sí, así es, pero…

—Y este no es el medio de transporte adecuado para un… un… sí, para un recurso nacional, ¿por qué no decirlo? ¿Sabe cuál es la proporción de accidentes por número de motoristas? ¿Calculada a partir del número de horas en carretera? Yo lo sé porque soy un lobo y todos los meses recibo una circular del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Pues es de un accidente diario por cada cuatrocientos sesenta motoristas. Así a secas no parece una cifra alarmante, ¿verdad? Pero la cosa cambia si la comparamos con la proporción de accidentes por número de conductores de automóvil, que es de uno diario por cada veintisiete mil. Hay una diferencia notable. Es como para pararse a pensar, ¿no?

—Si —respondió Johnny, pensando: ¿Ha dicho que es un lobo? ¿He oído bien?—. Esas estadísticas son francamente… francamente…

Francamente ¿qué?, se dijo Johnny. Vamos, Marinville, despierta. Si puedes pasar una hora con una bruja hostil de la revista Ms, y no tomarte después una copa, seguramente podrás lidiar con este fulano.

Al fin y al cabo, solo pretende demostrar interés por tu integridad física. Por fin añadió:

—Son francamente impresionantes.

—Así pues, ¿qué hace por aquí? ¿Y en un medio de transporte tan inseguro?

—Estoy reuniendo material. —A Johnny se le fue la vista por un instante a la manga ensangrentada del policía, y tuvo que obligarse a fijar la mirada en su rostro quemado por el sol. Dudaba que alguna vez hubiese tenido problemas para reducir a sus detenidos; parecía capaz de comer clavos y escupir hojas de afeitar ensartadas en un cordel, pero desde luego no poseía la piel más indicada para aquel clima.

—¿Para una nueva novela? —quiso saber el policía, visiblemente entusiasmado.

Johnny busco en su pecho una placa de identificación, pero no la había.

—No para una novela, pero si para un nuevo libro —aclaró Johnny—. ¿Me permite que le haga una pregunta, agente?

—Claro, como no, pero debería ser yo quién hiciese las preguntas; se me ocurren centenares de cosas que preguntarle. Nunca habría imaginado que aquí, en este rincón perdido, me encontraría… ¡No puedo creerlo!

Johnny sonrió. Hacia un calor de mil demonios y quería volver a ponerse en marcha antes de que Steve lo alcanzase. No resistía ver su enorme camión amarillo cada vez que miraba por el retrovisor; por alguna razón rompía el encanto del viaje. Pero era difícil no rendirse al ingenuo entusiasmo de aquel hombre, sobre todo considerando que estaba motivado por un tema que a él mismo le inspiraba respeto y admiración.

—Verá, como resulta obvio que conoce mi obra, me gustaría saber qué le parecería un libro de crónicas acerca de la vida en la América contemporánea.

—¿Escrito por usted?

—Sí, por mí. Sería una especie de libro de viajes y se titularía… —Johnny respiro hondo—. Viajes en Harley.

Esperaba que el policía lo mirase con expresión de perplejidad, o que soltase una carcajada como cuando uno oye el desenlace de un chiste. Sin embargo no hizo ni lo uno ni lo otro. Se limitó a contemplar las luces posteriores de la moto con una mano en el mentón (era el mentón de un héroe de comic, anguloso y hendido en el centro), la frente arrugada y rostro pensativo. Johnny aprovechó la ocasión para echarse un furtivo vistazo a la mano. La tenía manchada de sangre, naturalmente, muy manchada. Sobre todo en el dorso y las uñas. No pudo reprimir una sensación de repugnancia.

Por fin el policía levantó la vista y le sorprendió diciendo exactamente lo que él venía pensando durante los últimos dos días de monótono viaje por el desierto.

—Podría tener buena acogida, pero en la portada deberían poner una foto de usted montado en su máquina. Una foto seria, para que la gente no creyese que estaba parodiando a John Steinbeck… o incluso parodiándose a sí mismo.

—¡Exacto! —exclamó Johnny, logrando a duras penas contener el impulso de darle una palmada en la ancha espalda—. He ahí el gran peligro, que la gente pensase que era una especie de… de broma de mal gusto. La portada debería transmitir una idea de seriedad, quizá incluso cierta austeridad… ¿Y poner solo la moto? ¿Una fotografía de la moto, quizá en tonos sepia? Plantada en medio de una carretera rural… o incluso aquí en el desierto, en la línea divisoria de la interestatal 50 con la sombra proyectándose a un lado. —No se le escapaba lo absurdo de aquella conversación en medio del desierto con un descomunal policía que minutos antes se disponía a amonestarlo por mear entre los rastrojos, pero eso no disminuía su entusiasmo.

Y de nuevo el policía dijo exactamente lo que Johnny deseaba oír.

—¡No, por Dios, no! Tiene que aparecer usted.

—Yo también lo creo, en realidad —admitió Johnny—. Montado en la moto… quizá con el soporte bajado y los pies en los estribos… con naturalidad, ¿entiende?… con naturalidad pero…

—Pero con autenticidad —apuntó el policía. Miró a Johnny por un momento, y luego sus inquietantes ojos grises volvieron a posarse en a moto—. Con naturalidad pero también con autenticidad. Y nada de sonrisas. No se le ocurra sonreír, señor Marinville.

—Nada de sonrisas —coincidió Johnny, pensando: Este tipo es un genio.

—Y con un aire un poco distante —añadió el policía—. Con la mirada perdida a lo lejos. Como si estuviese pensando en los kilómetros que ha recorrido…

—Sí, y en los kilómetros que aún quedan por recorrer. —Johnny contempló el horizonte, ensayando ya esa mirada (el viejo guerrero con la vista fija en poniente), y de nuevo vio el vehículo estacionado unto a la carretera a un par de kilómetros. De lejos veía aún relativamente bien, y ahora que el sol se había desplazado y su resplandor ya no lo deslumbraba, advirtió que era una caravana. A continuación, puntualizó—: Kilómetros literales y metafóricos.

—Sí, literales y metafóricos —repitió el sorprendente policía—. Viajes en Harley. Me gusta. Tiene garra. Aunque, claro esta, yo leería cualquier cosa que usted escribiese, señor Marinville: novelas, crónicas, poemas… ¡Demonios, hasta la lista de la compra, leería!

—Gracias —dijo Johnny, conmovido—. Se lo agradezco. No se imagina cuanto. Este último año no ha sido fácil para mí. Demasiadas dudas. He llegado a replantearme mi propia identidad, mis objetivos.

—Sé lo que es eso. Quizá le extrañe, viniendo de un hombre como yo, pero lo entiendo perfectamente. En fin, si supiera el día que llevo… Por cierto, señor Marinville, ¿podría darme su autógrafo?

—Claro, encantado —respondió Johnny, y saco un bloc del bolsillo trasero del pantalón. Lo abrió y fue pasando las hojas: anotaciones, direcciones, números de carreteras, planos esbozados a lápiz (estos últimos obra de Steve Ames, que enseguida había advertido que si bien su famoso cliente era aún capaz de montar en moto con relativa seguridad, se desorientaba fácilmente incluso en pueblos pequeños). Por fin encontró una página en blanco.

—¿Cómo se llama, age…?

Lo interrumpió un prolongado y trémulo aullido que le helo la sangre, y no solo porque provenía sin duda de un animal salvaje sino, sobre todo, porque había sonado muy cerca. Se le cayó el bloc de la mano y se volvió con tal brusquedad que se tambaleó. Al otro lado de la carretera, junto al arcén, a menos de cincuenta metros había un cánido de patas flacas, costillar descarnado y aspecto famélico. Llevaba fragmentos de bardana enredados en el pelaje gris y tenía una llaga roja y repugnante en una pata delantera, pero estos detalles pasaron inadvertidos a Johnny, que observaba fascinado el hocico del animal, en apariencia sonriente, y sus ojos amarillos de mirada estúpida y a la vez astuta.

—¡Dios mío! —susurró—. ¿Qué es eso? ¿Es un…?

—Coyote —apuntó el policía, pronunciándolo «ki-yote»—. Por estos lugares algunos los llaman lobos del desierto.

Eso es lo que ha dicho antes, pensó Johnny. Que había visto un coyote, un lobo del desierto. Simplemente he oído mal. Esta idea lo tranquilizó, aunque una parte de su mente se negaba a aceptarla.

El policía avanzó un paso hacia el coyote y luego otro. Permaneció inmóvil por un instante y después dio un tercer paso. El coyote no se movió pero empezó a estremecerse. Bajo su demacrado flanco brotó un minúsculo chorro de orina, y una ráfaga de aire lo dispersó en gotas.

Cuando el policía dio un cuarto paso, el coyote alzó el raído hocico y aulló de nuevo, un ululato largo y lastimero que puso carne de gallina a Johnny.

—¡Eh, no lo excite! —rogó—. Es tan espeluznante.

El policía no le prestó atención. Estaba absorto en el coyote, que ahora lo miraba fijamente con sus ojos amarillos.

Tak —dijo el policía—. Tak ah lah.

El coyote no apartó de el la mirada, como si comprendiese aquella jerga que sonaba a indio, y Johnny volvió a notarse carne de gallina.

El viento soplo de nuevo, arrastrando el bloc hasta la cuneta, donde se detuvo al chocar contra una roca que sobresalía de la arena. Johnny no se dio cuenta. Nada más lejos de su pensamiento en ese instante que el bloc y el autógrafo que se disponía a darle al policía.

Esto lo incluyo en el libro, se dijo. Todo lo demás que he visto está todavía en duda, pero esto lo incluyo. Es sólido como una roca. Sólido como una condenada roca.

Tak —repitió el policía, y dio una seca palmada.

El coyote se volvió y salió corriendo a una velocidad que Johnny no habría imaginado en un animal con aquellas patas esqueléticas. El gigante del uniforme caqui lo observó hasta que su pelaje gris se fundió a lo lejos con la tierra gris del desierto. Se perdió de vista en solo unos instantes.

—¡Dios, que feos son! —comentó el policía—. Y últimamente se han multiplicado como garrapatas en una manta. Por la mañana o a mediodía, cuando aprieta el calor, no se dejan ver, pero a partir de media tarde, hacia el anochecer… —Sacudió la cabeza como diciendo: «Ahí los tienes».

—¿Qué le ha dicho? —preguntó Johnny—. ¿Era indio? ¿Algún dialecto indio?

El policía se echó a reír.

—Yo no hablo ningún dialecto indio —respondió—. Demonios, si ni siquiera conozco a ningún indio. Eran palabras sin sentido, como las que uno usa cuando habla con un niño: bu-bu, ajo-ajo.

—¡Pero el coyote le escuchaba!

—No, me miraba —corrigió el policía, y lo observó con una expresión ceñuda y un tanto amenazadora, como si lo desafiase a contradecirlo—. Me he apoderado de su mirada, eso es todo. De sus ojos, de sus pupilas. Supongo que todas esas historias sobre la comunicación entre el animal y el domador se refieren a los pájaros, pero cuando se trata de animales furtivos como el lobo del desierto… bueno, si uno se apodera de su mirada, da igual lo que diga. De todos modos, por lo general no son peligrosos a menos que tengan la rabia. Aunque, eso sí, no conviene que huelan el miedo. O la sangre.

Johnny echo otro vistazo a la manga derecha del policía y se preguntó si era aquella sangre lo que había atraído al coyote.

—Y no conviene en ningún caso enfrentarse con ellos cuando van en manada. Sobre todo si es una manada con un jefe fuerte. Entonces se vuelven temerarios. Son capaces de perseguir a un venado hasta que se le revienta el corazón. A veces solo por divertirse. —Hizo una pausa—. A un venado, o a un hombre.

—¿En serio? Es… —Johnny titubeó. No podía decir «espeluznante» porque esa palabra ya la había usado—. Es fascinante.

—Sí, ¿verdad? —sonrió—. Sabiduría del desierto. Los Evangelios de esta tierra inhóspita. La resonancia de lugares solitarios.

Johnny lo miró con expresión de asombro. De pronto su amigo el policía hablaba como Paul Bowles en sus horas bajas.

Simplemente esta intentando impresionarte, se dijo. No es más que palabrería de cóctel sin cóctel. Lo has visto y oído ya mil veces.

Quizá. Pero habría preferido no encontrárselo en aquel contexto.

Se oyó otro aullido distante, y la vibración inundó el aire. No era el coyote que había huido momentos antes, Johnny estaba seguro. Esta vez el aullido provenía de mucho más lejos, quizá en respuesta al anterior.

—Bueno, es hora de ponerse en marcha —anunció el policía—. ¡Tenga cuidado con eso, señor Marinville!

—¿Cómo? —preguntó Johnny. Por un momento tuvo la extraña impresión de que se refería, a sus pensamientos, como si además de hablar en un pretencioso estilo elíptico, tuviese poderes telepáticos, pero enseguida advirtió que se había vuelto de nuevo hacia la moto y señalaba la alforja del lado izquierdo. Johnny vio que la manga de su impermeable nuevo (de color naranja para mayor visibilidad en condiciones meteorológicas adversas) asomaba por la abertura como una lengua.

¿Cómo es posible que no la haya visto al bajarme para orinar?, se preguntó. ¿Cómo ha podido pasarme inadvertida? Pero había algo más. Al detenerse en la estación de servicio de Pretty Nice, después de llenar los depósitos de la Harley, había desabrochado las correas de esa alforja para sacar el mapa de Nevada. Había comprobado la distancia de allí hasta Austin, había vuelto a plegar el mapa y lo había guardado. Luego había abrochado de nuevo las correas de la alforja.

Lo recordaba con toda claridad, pero obviamente ahora estaban desabrochadas.

Había sido un hombre intuitivo toda su vida; la mejor parte de su obra literaria había surgido de la intuición, y no de la planificación.

Las drogas y el alcohol habían adormecido esas intuiciones pero no habían conseguido eliminarlas, y en ese último periodo de abstinencia las había recuperado, no por completo pero si al menos parcialmente.

Y en ese momento, mientas contemplaba la manga del impermeable que colgaba de la alforja abierta, una alarma se disparo en su cerebro.

La ha abierto el policía.

Parecía absurdo, pero su intuición le decía que había sido él. Había desabrochado las correas de la alforja y había dejado colgando la manga del impermeable naranja mientras Johnny orinaba de espaldas a la carretera. Y durante la mayor parte de la conversación el policía se había colocado de manera que Johnny no la viese. En su mirada no se apreciaba ya tanto entusiasmo como minutos antes por haberse encontrado casualmente con su autor preferido. Quizá no había en ella ni rastro de entusiasmo. Y todo aquello ocultaba una intención.

¿Qué intención? ¿Le importaría decirme que se propone? ¿Cuál es su intención?

Johnny no lo sabía, pero la situación no le gustaba. Tampoco le gustaba ya tanto aquella extraña exhibición con el coyote.

—¿Y bien? —preguntó el policía. Sonreía, y también eso inquietó a Johnny. Su sonrisa no era ya la de un ingenuo admirador, si es que en algún momento lo había sido; revelaba cierta frialdad, quizá desdén.

—Y bien ¿qué? —repuso Johnny.

—¿Va a arreglar eso o no? Tak!

A Johnny le dio un vuelco el corazón.

¿Tak? ¿Qué significa eso?

—Yo no he dicho tak; lo ha dicho usted —contestó el policía, cruzando los brazos ante el pecho y sonriendo.

Quiero largarme de aquí, pensó Johnny.

Sí, esa era la cuestión principal en aquel momento, y si para conseguirlo tenía que obedecer órdenes, las obedecería. Aquel breve descanso en el viaje, que en un primer momento había resultado extraño de una manera agradable, era de pronto extraño pero en absoluto agradable, como si un negro nubarrón hubiese tapado el sol y un precioso día se hubiese tornado de pronto gris y amenazador.

¿Y si se propone hacerme daño? Obviamente lleva cuatro o cinco cervezas en el cuerpo. Y si es así, ¿qué?, se preguntó. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Quejarte a los «ki-yotes» locales?

Su exaltada imaginación le ofreció una imagen perturbadora: el policía cavando una fosa en el desierto mientras a la sombra del coche patrulla yacía el cadáver de un hombre que en otro tiempo había obtenido el Premio Nacional de Literatura y se había tirado a la actriz más famosa de Estados Unidos. Rechazo la imagen cuando apenas empezaba a formarse, y no tanto por miedo como por una curiosa arrogancia protectora. Al fin y al cabo, los hombres como él no morían asesinados. A veces se suicidaban, pero no morían asesinados, y menos por admiradores psicópatas. Eso eran fantasías de literatura barata.

Estaba el caso de John Lennon, sí, pero…

Se acercó a la alforja, y al pasar junto al policía percibió su olor. Por un momento asaltó a Johnny el recuerdo vivo pero impreciso de su padre, un juerguista despótico y permanentemente borracho que despedía siempre aquel mismo olor: en primer plano Old Spice, por debajo de la loción para el afeitado sudor, y bajo todo lo demás pura y simple mezquindad, como el inmundo suelo de tierra de una vieja bodega.

Estaban desabrochadas las dos correas de la alforja. Johnny levantó la cubierta de flecos, percibiendo aún el olor a sudor y Old Spice. El policía se hallaba justo detrás de él y miraba por encima de su hombro. Johnny fue a coger la manga del impermeable, pero se detuvo al ver lo que había sobre el montón de mapas. Apenas se sorprendió.

Miro al policía, que a su vez observaba el interior de la alforja.

—¡Oh, Johnny! —dijo con fingido pesar—. Es lamentable. Tan lamentable.

Alargó el brazo y copio la bolsa depositada sobre los mapas.

Johnny no necesitaba olfatear el contenido —de medio kilo— para saber que no era precisamente manzanilla. Pegado en la parte delantera de la bolsa, como una broma de mal gusto, había un adhesivo amarillo y redondo que representaba una cara sonriente.

—Eso no es mío —se defendió Johnny Marinville con voz cansada y vacilante, como la de un mensaje grabado en un antiguo contestador automático—. Eso no es mío, y usted lo sabe, ¿verdad? Lo sabe, porque lo ha puesto usted.

—Ya, claro, la culpa siempre es de los policías —se burló el gigante del uniforme caqui—, como en esos libros izquierdosos que escribes, ¿no? Amigo, he olido la droga en cuanto te has acercado. ¡Apestas a hierba! Tak!

—Mire… —repuso Johnny.

—¡Entra en el coche, rojillo! —ordenó con voz colérica y un asomo de risa en los ojos grises.

Es una broma, pensó Johnny. Una broma pesada y absurda.

En ese momento llegaron del suroeste nuevos aullidos, esta vez simultáneos, y cuando el policía desvió la mirada en esa dirección y sonrió, Johnny sintió que un grito ascendía por su garganta y tuvo que apretar los labios para reprimirlo. Nada en el rostro del policía indicaba que aquello fuese una broma cuando dirigió la mirada hacia aquel sonido; era la mirada de un demente. ¡Y un demente de una estatura formidable!

—¡Son mis hijos del desierto! —anunció—. ¡Los can toi! ¡Qué música tan hermosa producen!

Soltó una carcajada, miró la bolsa de droga que sostenía en su mano enorme, movió la cabeza en un gesto de reprobación, y volvió a reír de manera aún más estentórea. Johnny lo observó, y de pronto su convicción de que los hombres como él nunca morían asesinados se desvaneció…

Viajes en Harley —dijo el policía—. ¡Qué título tan estúpido para un libro! ¡La idea misma es estúpida! ¿Y cómo te atreves a saquear el legado literario de John Steinbeck, un autor al que no le llegas ni a la suela del zapato? Me saca de quicio.

Antes de que Johnny se diera cuenta de qué ocurría, una llamarada blanca de dolor estalló en su cabeza. Fue consciente de que retrocedía a trompicones llevándose las manos a la cara y de que la sangre caliente manaba entre sus dedos. Pensó: Estoy bien, no voy a caerme, estoy bien. Y al cabo de un instante se vio tendido de costado en el asfalto y se oyó gritar. Notó bajo los dedos que la nariz no parecía ya recta; daba la impresión de que estuviese aplastada contra la mejilla izquierda. Tenía el tabique nasal desviado a causa de la gran cantidad de coca que había esnifado en los años ochenta, y recordó que su médico le había aconsejado que se operase, porque si no, el día menos pensado se tropezaría con un poste o una puerta giratoria y se le reventaría la nariz. Finalmente no había sido una puerta ni un poste, y no se le había reventado exactamente, pero sin duda había sufrido un cambio rápido y radical. Todo esto se desplegó en su mente con aparente coherencia, pese a que su boca no dejaba de gritar.

—En realidad me pone furioso —dijo el policía, y le asestó un puntapié en el muslo izquierdo.

El dolor penetró en su pierna como un ácido y los músculos del muslo adquirieron una súbita rigidez. Johnny rodó por la carretera, aferrándose ahora la pierna, y se araño la mejilla contra el asfalto de la interestatal 50. Gritó, jadeó, tragó arena y tosió violentamente cuando intentó gritar de nuevo.

—La verdad es que me revuelve el estómago —añadió el policía, y le dio una patada en el trasero, casi en la rabadilla.

El dolor era ya insufrible; Johnny pensó que iba a desmayarse.

Pero siguió consciente, retorciéndose sobre la línea discontinua de la carretera, gritando, sangrando por la nariz y escupiendo arena mientras a lo lejos los coyotes aullaban a las sombras cada vez más densas que se extendían a los pies de las distantes montañas.

—Levántate —ordenó el policía—. De pie.

—No puedo —dijo Johnny entre sollozos con los brazos cruzados sobre el vientre y las piernas encogidas contra el pecho, una postura defensiva que recordaba vagamente de la convención del Partido Demócrata de 1968 en Chicago e, incluso antes, de una conferencia a la que había asistido en Filadelfia, previa a las Marchas por la Libertad a lo largo del Misisipi. Tenía intención de participar en una de esas marchas (no solo era una causa noble sino que además reunía todos los ingredientes de la gran literatura), pero al final algo se cruzó en su camino, probablemente su polla ante la visión de una falda levantada.

—De pie, pedazo de mierda. Ahora estás en mi casa, la casa del lobo y el escorpión, y más te vale que no lo olvides.

—No puedo, me ha roto la pierna. ¡Dios, que dolor!

—No tienes la pierna rota —dijo el policía— y todavía no sabes lo que es dolor. Arriba.

—No puedo. De verdad…

La detonación fue ensordecedora; la bala reboto en el asfalto con un monstruoso zumbido, y Johnny se puso de pie antes incluso de convencerse plenamente de que seguía vivo. Se balanceo como un borracho, con un pie a cada lado de la línea divisoria de la carretera. Tenía la mitad inferior de la cara cubierta de sangre, y llevaba arena adherida a los labios, las mejillas y el mentón.

—¡Eh, gran hombre, te has meado encima! —advirtió el policía.

Johnny bajo la vista y vio que era cierto. Por más que brinquemos y dancemos… pensó. El muslo izquierdo le palpitaba como un diente cariado. Tenía las nalgas acalambradas; parecían pedazos de carne congelada. Supuso que, a pesar de todo, debía considerarse afortunado. Si le hubiese golpeado un poco más arriba la segunda vez, en esos momentos estaría paralizado.

—Eres un escritor patético, y un hombre patético —dijo el policía.

Empuñaba un revolver enorme. Contempló la bolsa de hierba que sostenía aún en la otra mano e hizo un gesto de aversión.

—Lo sé no solo por lo que dices sino también por como se mueve tu boca cuando lo dices. De hecho si mirase demasiado rato esa boca soez y viciosa, te mataría aquí mismo. No sería capaz de controlarme.

Los coyotes aullaban en la lejanía, como si sus ululatos perteneciesen a la banda sonora de una vieja película de John Wayne.

—¿No ha hecho ya bastante? —preguntó Johnny con voz apagada.

—Todavía no —respondió el policía, y sonrió—. Lo de la nariz es solo el principio. En realidad mejora tu aspecto. No mucho, pero un poco si. —Abrió la puerta trasera del coche patrulla. Entretanto Johnny se preguntó cuanto había durado aquella comedia. No tenía la menor idea, pero en todo ese tiempo no había pasado por la carretera un solo automóvil o camión. Ni uno solo—. Entra, gran hombre.

—¿Adónde me lleva?

—¿Adónde crees tú que voy a llevar a un gilipollas indecente, a un fumeta izquierdoso como tú? Al calabozo. Y ahora entra en el coche.

Al entrar, Johnny se palpó el bolsillo superior derecho de la cazadora.

Allí estaba el teléfono móvil.

5

Las nalgas le dolían tanto que no pudo sentarse sobre ellas, de modo que se coloco de medio lado, apoyando el peso en el muslo izquierdo.

La nariz le palpitaba, y se la cubrió con una mano ahuecada. Daba la impresión de que fuese un organismo vivo y maligno, un organismo que hincaba profundamente en la carne sus emponzoñados aguijones; pero de momento Johnny podía soportarlo. Por favor, que el móvil tenga cobertura, imploro al Dios del que se había reído durante la mayor parte de su vida profesional, y en concreto recientemente en un relato titulado «El mal tiempo que el cielo nos trae», que había publicado la revista Harper’s y en general había recibido elogiosos comentarios.

Por favor, Dios mío, que el condenado teléfono tenga cobertura, y que Steve este atento. A continuación, dándose cuenta de que había olvidado un requisito previo de vital importancia, añadió una tercera suplica:

Por favor, concédeme una oportunidad de usar el teléfono, por favor.

Como en respuesta a su último ruego, el colosal policía paso junto a la puerta del conductor sin mirarla siquiera y se dirigió hacia la moto de Johnny. Se puso el casco y se montó; su estatura era tal que apenas tuvo que levantar la pierna. Al cabo de un instante el motor de la Harley cobro vida. Con el a horcajadas sobre el asiento, la Harley parecía diminuta. Sin abrocharse la correa del casco, hizo girar el puño del gas cuatro o cinco veces, revolucionando el motor como si le gustase el sonido. Después enderezo la moto, echo atrás el soporte de una patada y puso la primera con la punta del pie. Avanzando al principio con precaución —recordándole a Johnny a sí mismo cuando saco la moto del garaje y se deslizo entre el tráfico por primera vez en tres años— el policía descendió por el terraplén de la cuneta. Utilizo el freno de mano y se ayudo con los pies, atento a las irregularidades y los obstáculos del terreno. Una vez en llano, acelero y cambió rápidamente las marchas, serpenteando entra matas de salvia.

Ojalá se te hunda la rueda en la madriguera de una ardilla de tierra, sádico de mierda, pensó Johnny, sorbiendo con cuidado por la nariz taponada y palpitante. Ojalá tropieces con algo duro y te estalle la moto.

—No pierdas tiempo con él —murmuró, y con el pulgar desabrocho el corchete del bolsillo superior derecho de la cazadora.

Extrajo el teléfono móvil Motorola (los móviles habían sido idea de Bill Harris, quizá la única buena idea que se le había ocurrido a su agente en los últimos cuatro años) y lo desplegó. Miró la pequeña pantalla, contuvo la respiración y rogó por que apareciesen una S y dos barras. Vamos, por favor, pensó, con el sudor cayéndole por las mejillas y la nariz sangrando todavía. Una S y dos barras, o si no, ya puedo usar este trasto como supositorio.

El teléfono emitió un zumbido. En la parte izquierda de la pantalla apareció una S, que significaba «En servicio», y una barra. Una sola barra.

—No, por favor —gimió—. Por favor, no me hagas esto. ¡Sólo una más, por favor, una más!

Sacudió el teléfono en un gesto de frustración… y vio que se había olvidado de extraer la antena. La extendió, y apareció una segunda barra sobre la primera. Parpadeó, se desvaneció y reapareció; seguía parpadeando pero estaba allí.

—¡Bien! —susurró Johnny—. ¡Bien!

Levantó la cabeza y miró por la ventanilla a través de una maraña de pelo gris ensangrentado; sus ojos, con los párpados sudorosos, parecían los de un animal acorralado en su madriguera. El policía había detenido la Harley a unos trescientos metros. Desmontó y la dejó caer al suelo. El motor se paró. Incluso en aquellas circunstancias Johnny sintió una punzada de indignación. La Harley lo había llevado a través de todo el país sin que su delicado motor fallase una sola vez, y le dolió verla tratada con tan negligente desdén.

—Chiflado hijo de puta —masculló.

Sorbió sangre medio coagulada por la nariz y lanzó un escupitajo viscoso al suelo cubierto de papeles del coche patrulla. Luego volvió a concentrar la atención en el teléfono. En la hilera de botones de la parte inferior había uno, el segundo por la derecha, en el que se leía NOMBRE/MENÚ. Steve le había programado esa función antes de iniciar el viaje. Johnny pulsó el botón y en la pantalla apareció el nombre de su agente: BILL. Volvió a apretarlo y salió TERRY. Lo pulsó una tercera vez y en la pantalla leyó JACK, Jack Appleton, editor de FS&G. ¡Dios santo, por qué tuvo que grabar todos estos nombres antes que el suyo! Steve era su tabla de salvación.

A trescientos metros de allí, en medio del desierto, el policía demente se había quitado el casco y echaba arena con los pies sobre la Harley de Johnny. A aquella distancia parecía un niño en plena pataleta. Estupendo. Si pretendía cubrir de arena toda la moto, Johnny tendría tiempo de sobra de hacer la llamada, en el supuesto, claro, de que el teléfono colaborase. La luz de prellamada estaba encendida, y eso era buena señal, pero la segunda barra de transmisión seguía parpadeando.

—Vamos, vamos —dijo Johnny, mirando el teléfono que sostenía entre sus manos temblorosas y ensangrentadas—. Por favor, encanto, por favor.

Pulsó de nuevo el botón NOMBRE/MENÚ y apareció STEVE.

Apoyó el pulgar en el botón de envío de llamada y lo apretó. A continuación se acercó el teléfono a la oreja, inclinándose más aún hacia la derecha y mirando por la mitad inferior de la ventanilla. El policía echaba arena en el bloque del motor.

El teléfono empezó a sonar, pero Johnny sabía que la llamada no había llegado aún a su destino. Simplemente había accedido a la red de rastreo. Se hallaba aún a un paso de Steve Ames. Un largo paso.

—Vamos, vamos, vamos…

Una gota de sudor le entro en el ojo, y se la enjugo con un nudillo.

—Bienvenido a la red de rastreo de llamadas de la zona oeste —dijo una voz de autómata—. Su llamada está en camino. Gracias por su paciencia y buenos días.

—¡Déjate de tonterías y date prisa, joder! —rezongo Johnny.

La línea quedó en silencio. En el desierto, el policía se apartó un par de metros de la moto, como para calibrar si podía dar ya por concluida su operación de camuflaje. En el asiento trasero del coche patrulla, sucio y lleno de papeles, Johnny Marinville rompió a llorar. No pudo contenerse. En cierto modo era tan humillante como mojarse de nuevo el pantalón.

—No —susurró—. Todavía no. Aun no has acabado. Con este viento, mejor será que la tapes un poco más; por favor, tápala un poco más.

El policía seguía contemplando la moto; su sombra parecía prolongarse casi un kilómetro por el desierto. Johnny lo observaba atentamente por la ventanilla con mechones de pelo apelmazado ante los ojos y el teléfono apretado contra la oreja derecha. Lanzó un trémulo suspiro de alivio al ver que el policía se aproximaba de nuevo a la moto y empezaba a echar arena sobre el manillar.

El teléfono comenzó a sonar, esta vez de un modo irregular y lejano. Si la señal llegaba —y la calidad del sonido, pobre pero suficiente, así lo indicaba— otro teléfono Motorola, este instalado en el salpicadero de un camión Ryder que en ese momento debía de hallarse a una distancia de entre cien y cuatrocientos kilómetros al este de la actual posición de Johnny Marinville, estaría sonando.

En el desierto el policía seguía enterrando el manillar de la moto.

El timbre sonó dos veces, tres, cuatro…

Si sonaba una vez más, dos a lo sumo, otra voz de autómata surgiría en la línea (en la telefonía móvil, había descubierto Johnny, resonaban continuamente voces de autómata) y anunciaría que el abonado cuyo número acababa de marcar se encontraba fuera de cobertura o había abandonado su vehículo. Johnny, todavía llorando, cerró los ojos. En la oscuridad pulsátil y teñida de rojo que hallo tras sus párpados, imagino el camión Ryder aparcado en una estación de servicio al oeste de la línea divisoria entre Utah y Nevada. Steve estaba en la tienda comprando una caja de aquellos condenados puros que fumaba y tonteando con la dependienta mientras fuera, en la cabina vacía del camión, sonaba el teléfono móvil, la otra mitad del sistema de comunicación en que el agente de Johnny había insistido.

El timbre sonó por quinta vez.

Por fin, lejana y velada a causa de la interferencia estática pero en todo caso alentadora como la voz de un ángel bajado del cielo, se oyó en la línea el habla característicamente tejana de Steve, parsimoniosa y monótona.

—Sí… tú… ¿jefe?

En dirección este pasó un semirremolque a gran velocidad, y el coche patrulla se balanceo. Johnny apenas se dio cuenta, y no intento siquiera hacer señales al conductor. Probablemente no lo habría intentado aún si en ese momento no hubiese tenido toda su atención puesta en el teléfono y la tenue voz de Steve. El camión circulaba al menos a ciento diez kilómetros por hora. ¿Qué demonios podía ver el conductor en dos décimas de segundo, considerando además que las ventanillas del coche patrulla estaban cubiertas de polvo?

Pasando por alto el dolor, tomo aire con fuerza por la nariz para limpiarse de sangre las fosas nasales y la garganta con la intención de que su voz sonase lo más clara posible.

—¡Steve! ¡Steve! Estoy metido en un lío. En un lío serio.

Por un momento la línea crepito sonoramente, y Johnny creyó que se había cortado la comunicación, pero cuando la interferencia estática disminuyo, oyó decir a Steve:

—… ocurre, jefe? ¡Repítelo!

—Steve, soy Johnny. ¿Me oyes?

—… oigo. ¿Qué…?

La línea volvió a crepitar, enterrando casi por completo las últimas palabras de Steve, pero Johnny creyó oír «pasa». «Te oigo. ¿Qué pasa?».

Dios, por favor, que no sean solo ilusiones mías. Por favor.

El policía se interrumpió de nuevo y retrocedió para echar un vistazo crítico a su obra. A continuación se dio media vuelta y se encamino hacia la carretera con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos. De pronto Johnny, con una creciente sensación de terror, se dio cuenta de que no sabía que decirle a Steve. Había centrado toda su atención en hacer la llamada, en conseguir ponerse en contacto con el por pura fuerza de voluntad si eso era lo que se requería.

¿Y ahora qué?, pensó.

No tenía una idea clara de su paradero; su único punto de referencia…

—Estoy en la interestatal 50 al oeste de Ely —dijo. Los ojos le escocían a causa de las gotas de sudor que le caían de la frente—. No se exactamente a que distancia. Por lo menos a sesenta kilómetros, probablemente más. Un poco más adelante de donde me encuentro veo estacionada una caravana junto a la carretera. Hay un policía… no estatal sino de algún pueblo, pero no se cual… No he podido leer el nombre en la puerta del coche… Ni siquiera se como se llama el policía…

A medida que el policía se acercaba, Johnny hablaba más deprisa; a ese paso acabaría balbuceando.

Cálmate, se dijo; esta todavía a cien metros de aquí. Tienes tiempo de sobra. Por amor de Dios, basta con que hables espontáneamente, con que hagas aquello por lo que te pagan, aquello que has hecho toda tu vida. ¡Comunícate, por lo que más quieras!

Pero nunca lo había hecho para salvar la vida. Para ganar dinero, para darse a conocer en los círculos oportunos, para expresar su indignación, pero nunca para salvar literalmente la vida. Y si el policía alzaba la vista y lo descubría. Johnny estaba agachado, pero la antena del teléfono asomaba por encima de él, claro que asomaba…

—Me ha quitado la moto, Steve. Me ha quitado la moto y se la ha llevado al desierto. La ha cubierto de arena, pero tal como sopla el viento… Está en el desierto, a un par de kilómetros al este de la caravana que he mencionado y al norte de la carretera. Quizá la veas si cuando llegas aún no se ha puesto el sol. —Tragó saliva—. Avisa a la policía… a la policía estatal. Diles que me ha detenido un policía rubio y grande… grande de verdad. En serio, este tipo es un auténtico gigante. ¿Me has entendido?

Por el auricular oyó sólo un vibrante silencio roto de vez en cuando por una ráfaga de interferencia estática.

—¡Steve! ¿Estás ahí, Steve?

No. No estaba.

En la pantalla del teléfono se veía una sola barra de transmisión, y no había nadie al otro lado de la línea. Se había cortado la comunicación, y Johnny estaba tan absorto en lo que decía que no se había dado cuenta de cuándo había ocurrido, o hasta dónde había oído Steve.

Johnny, ¿estás seguro de que has hablado con él?

Esa era la voz de Terry resonando en su cabeza, una voz que unas veces adoraba y otras detestaba. En ese momento la detestaba. La detestaba más que cualquier otra voz que hubiese oído su vida. Y la detestaba más aún por la compasión que percibía en ella.

¿Estás seguro de que no te lo has imaginado todo?

—No, estaba ahí, estaba ahí, el muy hijo de puta estaba ahí —dijo Johnny. Advirtió un tono suplicante en su propia voz, y también eso le pareció detestable—. Estaba, pedazo de bruja. O al menos ha estado por unos segundos.

El policía: se encontraba sólo a cincuenta metros. Johnny bajó la antena con la mano izquierda, plegó el micrófono e intentó guardarse el teléfono en el bolsillo. Tenía la solapa cerrada. El teléfono se le cayó en el regazo y resbaló luego hasta el suelo. Lo buscó a tientas desesperadamente. Al principio no encontró más que papeles arrugados —impresos de la Asociación de Lucha contra la Droga— y envoltorios de hamburguesa con viejas manchas de aceite. Al cabo de un momento sus dedos tropezaron con algo duro y estrecho.

No era lo que buscaba, pero la breve ojeada que le echó antes de tirarlo de nuevo basto para helarle la sangre. Era un pasador de plástico para el pelo, el pasador de una niña.

Olvídate del pasador, se dijo. No tienes tiempo de preguntarte que hacia una niña en este coche. Encuentra el maldito teléfono. El policía ya debe de estar cerca…

Sí. Muy cerca. Pese al viento, que había arreciado tanto que mecía el coche patrulla sobre sus amortiguadores, oía las sonoras pisadas de sus botas.

Johnny encontró un montón de tazas de plástico y, en medio, el teléfono. Lo agarró, se lo guardó en el bolsillo y aseguró la solapa con el gafete. Cuando se irguió, el policía rodeaba ya la parte delantera del coche, y se dobló por la cintura para mirar por el parabrisas. Tenía la cara más quemada que antes; algunos puntos de su piel parecían a punto de ampollarse. De hecho el labio inferior, advirtió Johnny, presentaba ya varias ampollas, como también la sien derecha.

Estupendo, pensó. Eso no me hiere la vista en absoluto.

El policía abrió la puerta del conductor, se inclinó y miró a través de la rejilla que separaba los asientos delanteros de la parte de atrás.

Empezó a olfatear y las aletas de la nariz se le abocinaron. Para Johnny, sus fosas nasales parecían del tamaño de las carrileras de una bolera.

—¿Has vomitado en mi coche, gran hombre? Porque si has vomitado, en cuanto lleguemos al pueblo tendrás que recogerlo con un cucharón.

—No —contestó Johnny. Noto que le corría sangre garganta abajo y se le empañó de nuevo la voz—. Tenía arcadas pero no he vomitado.

Experimentó una sensación de alivio por lo que el policía acababa de decir: «… en cuanto lleguemos al pueblo…». Eso indicaba que no se proponía sacarlo del coche, volarle los sesos y enterrarlo junto a la moto.

A menos que este intentando calmarme para que baje la guardia y así le resulte más fácil… en fin, lo que sea.

—¿Estás asustado? —preguntó el policía, aún inclinado y mirando a través de la rejilla—. Dime la verdad, gran hombre, porque si mientes, lo notaré. Tak!

—Claro que estoy asustado —repuso Johnny con voz gangosa, como si estuviese resfriado.

—Bien. —Tras sentarse al volante, el policía comentó—: Cae un sol de justicia, y yo sin sombrero. Me lo ha hecho trizas una cantante folk con muy mal genio, y nunca ha cantado Leavin on a Jet Plane.

—Una lástima —dijo Johnny, sin entender ni remotamente de que hablaba.

—Es mejor callar que mentir.

El respaldo del asiento delantero se combó por el peso del policía y aprisionó la rodilla izquierda de Johnny.

—¡Échese hacia delante! —exclamó Johnny—. Me está aplastando la pierna. Échese hacia delante y déjeme apartarla. ¡Dios, me la va a romper!

El hombre no se molestó en contestar, y Johnny notó que la presión aumentaba sobre su pierna comprimida. Se la agarró con las dos manos y tiró hasta liberarla del asiento delantero. Jadeó por el esfuerzo, y un hilo de sangre le bajo por la garganta, provocándole arcadas, esta vez auténticas.

—¡Hijo de puta! —gritó Johnny. El insulto escapó de su garganta en medio de un espasmo de tos sanguinolenta antes de que pudiera reprimirlo.

Sin embargo tampoco esta vez el policía se dio por aludido. Permaneció en el asiento con la cabeza gacha, tamborileando suavemente con los dedos en el volante. Al respirar, un silbido surgía de su garganta, y por un momento Johnny pensó que lo estaba imitando. Pero enseguida descartó la idea.

Ojalá sea asma. Ojalá te ahogues.

—Oiga —dijo, procurando que ese rencor visceral no se reflejase en su voz—. Necesito algo para la nariz. No resisto el dolor. Aunque solo sea una aspirina. ¿Tiene una aspirina?

El policía continúo en silencio, tamborileando en el volante con la cabeza inclinada.

Johnny abrió la boca para hablar, pero finalmente desistió. El dolor era insufrible, sin duda el peor que recordaba, peor aún que el cólico biliar que había padecido en el año 89; así y todo, no deseaba morir.

Y algo en la postura del policía, como si su mente estuviese muy lejos de allí tomando una decisión importante, hacia pensar que quizá la muerte anduviese cerca.

De modo que se quedó callado y esperó.

Transcurrió el tiempo. Las sombras de las montañas se aproximaron y condensaron, pero los aullidos de los coyotes se habían extinguido. El policía permanecía en su asiento con la cabeza gacha y seguía tamborileando con los dedos en el volante. Parecía meditar.

Pasaron dos vehículos por la carretera, otro semirremolque en dirección este y un automóvil hacia el oeste que trazó un amplio arco para rebasar al coche patrulla, pero ni siquiera entonces el policía levantó la vista.

De pronto cogió algo que había en el asiento contiguo medio oculto tras una extraña tira metálica de púas. Era una vieja escopeta de dos cañones. El policía la miró fijamente.

—Es posible que esa mujer no sea en realidad una cantante folk —comentó—, pero ha intentado matarme, de eso no hay duda. Con esto.

Johnny continuó callado, esperando. El corazón le latía lentamente pero con fuerza.

—Nunca has escrito una novela verdaderamente espiritual —le reprochó el policía. Hablaba despacio, pronunciando cada palabra con extremo cuidado—. Ese es tu gran fracaso aunque no lo reconozcas, y de hecho la auténtica razón de tus desmanes y tu engreimiento. No tienes el menor interés en tu naturaleza espiritual. Te ríes del Dios que te creo, y al hacerlo degradas tu pneuma y ensalzas el barro de que está formado tu sarx. ¿Comprendes?

Johnny abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Hablar o no hablar, esa era la cuestión.

El policía resolvió el dilema por él. Sin levantar la vista del volante, sin echar siquiera un vistazo al retrovisor, se apoyó los cañones de la escopeta en el hombro derecho y le apuntó con ellos a través de la rejilla metálica. Instintivamente Johnny se deslizó hacia la izquierda, tratando de alejarse de aquellos dos enormes agujeros negros. Sin embargo, pese a que el policía seguía sin levantar la vista, los cañones lo siguieron con la precisión de un servomecanismo controlado por radar.

Quizá tenga un espejo en el regazo, pensó Johnny. No obstante, enseguida concluyó: Pero ¿de que le serviría? Vería sólo el techo del jodido coche. ¿Qué demonios pasa aquí?

—Contéstame —exigió el policía con voz enigmática y pensativa.

Mantenía la cabeza inclinada y con la mano libre continuaba tamborileando en el volante. Otra ráfaga de viento azotó el coche, arrojando contra las ventanillas una fina lluvia de arena y polvo alcalino.

—Contéstame ya. No esperaré. No tengo por qué esperar. Siempre hay otro detrás. Así que contesta: ¿has entendido lo que acabo de decir?

—Si —respondió Johnny con voz vacilante—. Pneuma es la palabra que usaban antiguamente los gnósticos para referirse al espíritu, y sarx es el cuerpo. Ha dicho, y corríjame si me equivoco —pero no con la escopeta, pensó; por favor, no me corrija con la escopeta—, que he descuidado mi espíritu en favor de mi cuerpo. Y puede que tenga razón. Es muy probable.

Johnny se desplazó hacia la derecha. Los cañones de la escopeta siguieron sus movimientos con total precisión. Sin embargo, Johnny habría jurado que los muelles del asiento del conductor no habían emitido el menor chirrido y que el policía no podía verlo a menos que dispusiese de algún circuito oculto de televisión.

—No me des coba —dijo el policía con hastío—. Así solo conseguirás empeorar tu destino.

—Lo… —Johnny se humedeció los labios con la lengua—. Lo siento. No pretendía…

Sarx no es el cuerpo; soma es el cuerpo. Sarx es la carne del cuerpo. El cuerpo está hecho de carne, del mismo modo que, según se dice, el verbo se hizo carne con el nacimiento de Cristo, pero el cuerpo no es sólo la carne que lo forma. El todo es más que la suma de las partes. ¿Tan difícil de entender es eso para un intelectual como tú?

Los cañones de la escopeta no dejaban de moverse, siguiendo a Johnny como un autogiro.

—Yo… yo nunca… —balbuceó Johnny.

—¿Nunca lo habías pensado desde ese punto de vista? Vamos, por favor. Incluso un ingenuo espiritual como tú debe de entender que un plato de pollo no es un pollo. Pneuma, soma y s-s-s

Se le había espesado la voz y respiraba convulsivamente, tratando de hablar como cuando uno intenta terminar una frase antes de estornudar. De pronto dejó la escopeta en el asiento contiguo, inhalo aire profundamente (el asiento forzado chirrió y casi atrapó de nuevo la rodilla izquierda de Johnny) y estornudó. Lo que salió de su garganta y nariz no era mucosidad sino sangre mezclada con una sustancia roja y translucida semejante a una malla de nailon. Esta sustancia —tejidos de la garganta del policía— roció el parabrisas, el volante y el salpicadero. Despedía un hedor nauseabundo, el olor de la carne putrefacta.

Johnny se cubrió el rostro con las manos y gritó. Era imposible contenerse. Notó que los globos oculares le palpitaban en sus cuencas, notó que la adrenalina fluía impetuosamente por su organismo a causa de la conmoción.

—Dios, no hay nada peor que un resfriado de verano, ¿no? —preguntó el policía con su voz enigmática y pensativa. Se aclaró la garganta y lanzó un gargajo del tamaño de una ciruela contra el salpicadero. Permaneció allí enganchado por un momento y después resbaló por el frontal de la radio como un caracol indescriptible, dejando un rastro de sangre a su paso. Pendió brevemente del borde de la radio y cayó en la esterilla del suelo con un chasquido.

Johnny cerró los ojos tras las manos y gimió.

—Eso era sarx —explicó el policía, y puso el motor en marcha—. Te conviene tomar nota. Diría que «para tu siguiente libro», pero dudo que haya un siguiente libro, ¿verdad, señor Marinville?

Johnny no respondió. Se quedó inmóvil con las manos en la cara y los ojos cerrados. Pensó que era imposible que aquello estuviese ocurriendo realmente, que sin duda se hallaba en un manicomio, víctima de la alucinación más espantosa del mundo. Pero en el fondo sabía que no era así. El hedor de lo que aquel hombre había expulsado al estornudar…

Está muriéndose, se dijo; tiene que estar muriéndose. Eso se debe a una infección y una hemorragia interna. Está enfermo, y su enfermedad mental no es más que un síntoma de otra cosa, exposición a radiaciones, o rabia, o… o…

El policía cambio de sentido en la carretera, y se encaminaron hacia el este. Johnny mantuvo las manos frente al rostro un rato más, tratando de recuperar el control. Finalmente las bajó y abrió los ojos.

Por la ventanilla del lado derecho vio algo que le causó estupefacción.

Había coyotes sentados en el arcén a intervalos de quince metros, como una guardia de honor, silenciosos, de ojos amarillos, con la lengua colgando. Parecían sonreír.

Johnny volvió la cabeza y miró al otro lado. También allí había coyotes, sentados en el polvo bajo el sol vespertino, contemplando el coche patrulla. ¿Eso también es un síntoma?, se preguntó. Eso que ves ahí fuera, ¿es un síntoma? Si lo es, ¿por qué estoy viéndolo?

Miró por el cristal trasero. En cuanto el coche patrulla pasaba, los coyotes se levantaban y se alejaban por el desierto.

—Tienes mucho que aprender, gran hombre —dijo el policía, y Johnny se volvió hacia él. En el retrovisor vio sus ojos grises fijos en él, uno de ellos cubierto por una película de sangre—. Antes de que se agote tu tiempo, habrás comprendido muchas cosas.

Más adelante apareció junto a la carretera una señal, una flecha que indicaba la dirección hacia algún pueblo. El policía puso el intermitente a pesar de que nadie los seguía.

—Te llevo al aula —anunció—. Las clases no tardarán en empezar.

Dobló a la derecha. El coche patrulla se levantó sobre dos ruedas e instante después volvió a estabilizarse. Se dirigían al sur, hacia la muralla agrietada de una explotación minera a cielo abierto y el pueblo acurrucado en su base.