I

1

—¡Dios mío, qué asco!

—¿Qué pasa, Mary?

—¿No lo has visto?

—¿Si he visto qué?

Mary miró a Peter, y en la implacable luz del desierto él vio que había palidecido y que en su rostro resaltaban aún más las quemaduras de las mejillas y la frente, donde ni siquiera un bronceador del más alto grado de protección la salvaguardaba por completo de los efectos del sol. Tenía la piel muy clara y se quemaba con facilidad.

—En aquella señal. La señal de velocidad máxima.

—¿Qué tenía de especial?

—¡Había un gato muerto, Peter! Clavado o pegado o qué se yo.

Peter pisó el freno y ella súbitamente lo agarró del hombro.

—Ni se te ocurra volver atrás —dijo.

—Pero…

—Pero ¿qué? ¿Es que quieres hacerle una foto? Ni hablar. Si vuelvo a verlo, vomitaré.

—¿Era un gato blanco? —preguntó Peter. Veía por el retrovisor el dorso de una señal, presumiblemente la de velocidad máxima a que se refería, Mary, pero nada más. Al pasar por delante él iba mirando en otra dirección, contemplando una bandada de aves que volaba hacia unos montes cercanos. En un paraje como aquel no era imprescindible permanecer atento a la carretera todo el tiempo; los habitantes de Nevada describían el tramo de la interestatal 50 que atravesaba su estado como «la carretera más solitaria de América», y en opinión de Peter hacia honor a su fama. Pero él se había criado en Nueva York, y quizá la prolongada exposición a aquellos interminables espacios abiertos empezaba a exceder sus márgenes de tolerancia: agorafobia del desierto, el síndrome del salón de baile o algo por el estilo.

—No; era un gato rayado —respondió Mary—. Pero ¿qué más da?

—Pensaba que quizá hubiese alguna secta satánica en el desierto —explicó Peter—. Por lo visto, esta zona esta llena de gente extraña. ¿No nos dijo eso Marielle?

—«Intensa» fue como ella los describió —corrigió Mary—. «La parte central de Nevada esta llena de gente intensa», citó textualmente. Y Gary, poco más o menos, coincidía con ella. Pero como no hemos visto a nadie desde que cruzamos el límite de California…

—Bueno, en Fallon…

—Las estaciones de servicio no cuentan. Además, incluso allí la gente… —Mary lo miró con una peculiar expresión de desamparo que últimamente rara vez aparecía en su rostro, si bien había sido frecuente en los meses posteriores a su aborto—. ¿Qué han venido a hacer aquí, Pete? Comprendo que la gente se instale en Las Vegas o Reno… o hasta en Winnemucca o Wendover…

—Los que vienen de Utah a jugar dicen: «A Wendover llegarás y media vuelta te darás» —comentó Peter sonriendo—. Me lo contó Gary.

Mary no le prestó atención.

—Pero en el resto del estado… ¿por qué vienen y por qué se quedan los habitantes de esta zona? Ya sé que nací en Nueva York, y probablemente no puedo entenderlo, pero…

—¿Seguro que no era un gato blanco? ¿O quizá negro? —Peter volvió a mirar por el retrovisor, pero viajaban a ciento veinte kilómetros por hora, y la señal ya se había desvanecido en un fondo de arena, mezcales y colinas parduscas. Sin embargo, por fin apareció otro vehículo detrás de ellos; veía el resplandeciente reflejo del sol en su parabrisas a unos dos kilómetros, tal vez tres.

—No. Era rayado, ya te lo he dicho. Contesta a mi pregunta. ¿Quiénes son los contribuyentes de esta parte de Nevada, y a qué se dedican?

Peter hizo un gesto de duda.

—Aquí no hay muchos contribuyentes. Fallon es el pueblo más grande de la interestatal 50, y sus habitantes viven básicamente de la agricultura. Según la guía, construyeron una presa y con el agua del pantano riegan sus tierras. Cultivan sobre todo melones. Y creo que hay también una base militar no muy lejos de aquí. Antiguamente Fallon era una casa de postas, ¿lo sabías?

—Yo me marcharía —aseguró Mary—. Cogería mis melones y me largaría.

Peter le acarició el pecho izquierdo con la mano derecha y bromeó:

—Un buen par de melones, señora.

—Gracias. Y no solo de Fallon. Yo me largaría de cualquier estado donde no se viese una casa ni un árbol en kilómetros a la redonda y clavasen gatos en las señales de tráfico.

—Bueno, eso tiene que ver con la zona de percepción —explicó Peter con cierta reserva. A veces le era imposible adivinar si Mary decía algo en serio o hablaba por hablar, y esa era una de aquellas veces—. Para ti, que te has criado en un medio urbano, la Gran Cuenca esta fuera de tu zona de percepción. Y también para mí, desde luego. Incluso el cielo me pone nervioso. Desde que hemos salido esta mañana lo noto encima como una carga, opresivo.

—A mi me pasa lo mismo. Da la impresión de que hubiese demasiado.

—¿Te arrepientes de haber elegido este itinerario para volver a casa?

—Peter echó un vistazo al retrovisor y advirtió que el otro vehículo se había acercado. No se trataba de un camión, que era lo único que habían visto desde Fallon (y todos en sentido opuesto, hacia el oeste), sino de un coche. Y obviamente tenía prisa.

Mary reflexionó. Por fin movió la cabeza en un gesto de negación.

—No. Me alegro de haber visto a Gary y Marielle, y el lago Tahoe…

—Una maravilla, ¿verdad?

—Increíble. Incluso esto… —Mary miró por la ventanilla— tiene su encanto, no digo lo contrario. Y supongo que lo recordaré mientras viva. Pero es…

—Escalofriante —apuntó Peter—. Al menos si uno está acostumbrado a Nueva York.

—Exacto. Zona de percepción urbana. Además, aunque hubiésemos tomado por la interestatal 80, tampoco habríamos encontrado más que desierto.

—Sí. Rastrojos rodando de un lado a otro. —Peter lanzó otra ojeada al retrovisor; las lentes de las gafas que usaba para conducir brillaron al sol. El vehículo que se aproximaba era un coche de la policía, y avanzaba a ciento cuarenta por lo menos. Peter se arrimó a la cuneta, y las ruedas del lado derecho salieron del asfalto y levantaron una nube de polvo.

—¿Qué haces, Pete?

El volvió a mirar por el retrovisor. Vio acercarse rápidamente la enorme rejilla cromada del radiador, y los violentos destellos del sol reflejado en el metal lo obligaron a entornar los ojos. No obstante, le pareció notar que el coche era blanco, lo cual significaba que no pertenecía a la policía estatal.

—Intento encogerme —contestó Peter—, como un animalito acurrucado y asustadizo. Detrás viene un coche de la policía y parece que tiene prisa. Quizá sigue la pista del…

El coche patrulla los adelantó, y el Acura de la hermana de Peter se balanceo en su estela. Era en efecto blanco, y estaba cubierto de polvo. Llevaba un adhesivo en el costado, pero Peter no tuvo tiempo de leerlo. DES algo más, rezaba. Desistir, quizá; ese no sería un mal nombre para un pueblo perdido en medio del desierto de Nevada.

—… del individuo que ha clavado el gato en la señal de tráfico.

—Y a esa velocidad ¿por qué no lleva puestas las luces de advertencia? —preguntó Mary.

—¿Para advertir a quién en este descampado?

—Pues… a nosotros —repuso Mary, mirándolo de nuevo con su peculiar expresión.

Peter hizo ademán de replicarle, pero se contuvo. Mary tenía razón. El policía debía de tenerlos al alcance de la vista por lo menos desde que ellos habían detectado su presencia, o quizá desde antes, ¿por qué, pues, no los había advertido con los faros o las luces giratorias para mayor seguridad? Naturalmente Peter se había hecho cargo de la situación y le había facilitado el paso; así y todo…

De pronto se encendieron las luces traseras del coche patrulla. Peter pisó el freno sin pensar, pese a que había reducido a cien por hora y no existía riesgo de colisión porque el otro coche se hallaba ya demasiado lejos. A continuación el coche se desvió bruscamente de su trayectoria e invadió el carril contrario.

—¿Qué hace? —preguntó Mary.

—No lo sé —contestó Peter.

Pero si lo sabía: estaba aminorando la marcha. De los ciento cuarenta kilómetros por hora a los que viajaba al adelantarlos había disminuido a ochenta como mucho. Con expresión ceñuda, Peter redujo también la velocidad, prefiriendo, sin saber por qué, no acercarse al automóvil que lo precedía. El cuentakilómetros del coche —un Acura que pertenecía a su hermana Deirdre— marcaba ahora sesenta y cinco.

—¡Peter! —exclamó Mary, visiblemente alarmada—. Peter, esto no me gusta.

—No pasa nada —la tranquilizó él.

Pero ¿realmente no pasaba nada?, se preguntó observando el coche patrulla, que se aproximaba lentamente por el carril de la izquierda.

Trató de ver al conductor pero le fue imposible: una espesa capa de polvo del desierto cubría la luna trasera.

Sus luces de freno, también sucias de polvo, parpadearon y el coche moderó más aún la velocidad. Avanzaba apenas a cincuenta por hora.

Una bola de rastrojo cruzó la carretera, y los neumáticos radiales del coche patrulla la aplastaron. Salió por la parte trasera del vehículo como una maraña de dedos rotos. Una repentina sensación de miedo, casi pánico, asaltó a Peter, aunque no lograba entender por qué.

Porque Nevada, pensó, esta llena de gente intensa —lo dijo Marielle y Gary coincidió con ella— ¿y así es como actúa la gente intensa?; en otras palabras, de una manera extraña. Naturalmente, Peter no daba crédito a tales tonterías. Aquello en realidad no era extraño, o al menos no demasiado extraño, si bien…

Las luces de frenado del coche patrulla parpadearon de nuevo. En respuesta Peter, sin pensar en lo que hacia, pisó también el freno, y al mirar el cuentakilómetros vio que marcaba cuarenta.

—¿Qué se propone, Pete? —preguntó Mary.

A esas alturas resultaba ya bastante obvio.

—Ponerse otra vez detrás de nosotros.

—¿Por qué?

—No lo sé —contestó Peter.

—¿Si esa es su intención, por qué no ha parado en el arcén y nos ha dejado pasar?

—Tampoco lo sé.

—¿Qué vas a…?

—Seguir adelante, por supuesto —la interrumpió Peter. Y sin ningún motivo añadió—: Al fin y al cabo, nosotros no hemos clavado el maldito gato en la señal de tráfico.

Apretó ligeramente el acelerador y de inmediato empezó a acercarse al polvoriento coche patrulla, que en esos momentos avanzaba a poco más de treinta kilómetros por hora.

—¡No, no lo adelantes! —suplicó Mary, agarrándole el hombro con tal fuerza que Peter notó la presión de sus cortas uñas bajo la recia camisa.

—Mare, no me queda alternativa.

En todo caso ya no tenía sentido discutir, pues al instante el Acura de Deirdre llegó a la altura del sucio Caprice blanco y lo adelantó. Peter escrutó a través de los cristales, pero apenas vio nada. Una enorme silueta masculina y poco más. Aun así, le dio la impresión de que el conductor también lo observaba a él. Peter echó un vistazo al adhesivo estampado en la puerta delantera. Esta vez si tuvo tiempo de leerlo.

DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DESESPERACIÓN, rezaba el rótulo en letras doradas bajo el emblema del pueblo, al parecer un minero y un jinete estrechándose las manos.

Desesperación, pensó Peter. Mejor aún que Desistir, mucho mejor.

En cuanto lo adelantaron, el coche patrulla volvió al carril de la derecha y aceleró hasta pegarse casi al parachoques trasero del Acura.

Siguieron así durante treinta o cuarenta segundos, que a Peter se le hicieron interminables. Después comenzaron a girar las luces azules del techo del Caprice. Peter sintió un súbito vacío en el estómago, pero no de sorpresa. Nada más lejos.

2

Mary seguía aferrada a su hombro, y cuando Peter se arrimó al arcén, volvió a clavarle las uñas.

—¿Qué haces, Peter? ¿Qué haces?

—Parar. Ha encendido las luces y me ha indicado que me detenga.

—Esto no me gusta —repitió Mary, mirando inquieta alrededor. No había mucho que ver aparte de desierto, montes y un infinito cielo azul—. ¿Qué infracción hemos cometido?

—Exceso de velocidad, posiblemente.

Peter miró por el retrovisor exterior. Sobre las palabras PRECAUCIÓN: LOS OBJETOS PUEDEN HALLARSE MÁS CERCA DE LO QUE PARECE impresas en el espejo, vio cómo se abría la polvorienta puerta del conductor del coche patrulla. Asomó una pierna de color caqui. Era descomunal. Mientras el hombre a quién pertenecía salía del coche, cerraba la puerta y se calaba el sombrero de policía (dentro, supuso Peter, no debía de llevarlo por falta de espacio), Mary volvió la cabeza y lo observó boquiabierta.

—¡Dios santo, es del tamaño de un futbolista!

—Por lo menos —añadió Peter. Orientándose por la altura del coche, un metro y medio más o menos, calculó que el policía medía aproximadamente un metro noventa y cinco. Y debía de pesar más de ciento veinte kilos, quizá ciento cuarenta.

Mary le soltó el hombro y se apretó contra la puerta, alejándose tanto como pudo del gigante que se acercaba al Acura. De su cinturón, a un costado, pendía un revólver tan grande como todo en él, pero llevaba las manos vacías, sin bloc de multas ni carpeta alguna.

Ese detalle alarmó a Peter. No sabía cómo interpretarlo pero lo alarmó. Desde que tenía edad de usar un coche lo habían multado cuatro veces por exceso de velocidad en su adolescencia y otra hacia tres años por conducir bajo los efectos del alcohol (al salir de la fiesta que se celebraba antes de las Navidades en la facultad), y nunca se había dirigido a él un agente con las manos vacías, de ahí su inquietud. El corazón, que ya le latía a un ritmo más rápido del normal, se le aceleró un poco más. No era que le retumbase en el pecho, al menos no todavía, pero presentía que podía llegar a ese extremo, que de hecho podía llegar muy fácilmente.

¿Te estas comportando como un imbécil, lo sabías?, se dijo. Has rebasado el límite de velocidad, así de sencillo. El límite máximo en esta carretera es de noventa kilómetros por hora, y aunque resulta ridículo y todo el mundo lo sabe, sin duda este tipo tiene una cuota de infracciones que cubrir. Y en lo que se refiere a multas por exceso de velocidad, los conductores de otros estados son las víctimas propicias. Eres consciente de todo eso, así que… ¿cómo se titulaba aquel antiguo álbum de Van Halen? ¿Cómetelos y sonríe?

El policía se detuvo junto a la ventanilla, y la hebilla de su cinturón quedó a la altura de los ojos de Peter. En lugar de inclinarse alzó un puño (a Peter le pareció del tamaño de un mazo) y lo hizo girar imitando el movimiento de un manubrio.

Peter se quitó sus gafas redondas sin aros, se las guardó en el bolsillo del pecho y bajó el cristal de la ventanilla. Percibía claramente la rápida respiración de Mary en el asiento contiguo. Daba la impresión de que hubiese estado saltando a la comba o haciendo el amor.

El policía flexionó lentamente las rodillas, y su rostro enorme e inescrutable apareció en el campo de visión de los Jackson. El ala rígida del sombrero proyectaba una franja de sombra sobre su frente. Tenía la piel de un desagradable color rosado, y Peter dedujo que aquel hombre, pese a su extraordinaria envergadura, no resistía el sol mucho mejor que Mary. Sus claros ojos grises no reflejaban emoción alguna.

O por lo menos Peter era incapaz de detectarla. No obstante, si olía a algo, una colonia o un masaje para después del afeitado, quizá Old Spice.

El policía lo observó por un instante y después dejó vagar la mirada por el interior del Acura, fijándola primero en Mary (típica esposa norteamericana, blanca, buena figura, rostro atractivo, pocas horas de vuelo, ninguna cicatriz visible) y luego en las cámaras fotográficas, algunas bolsas y las compras acumuladas a lo largo del camino. Las compras eran aún mínimas; habían salido de Oregon hacía sólo tres días, y un día y medio lo habían pasado en casa de Gary y Marielle Soderson, escuchando los discos de su adolescencia y charlando de los viejos tiempos.

La mirada del policía se detuvo en el cenicero abierto. Peter supuso que buscaba boquillas de porro, sospecha que vio confirmada de inmediato cuando el hombre husmeó el aire en busca de algún resto de olor a hierba o chocolate. Experimentó cierta sensación de alivio. No fumaba un porro desde hacia quince años, nunca había probado la coca, y prácticamente había dejado la bebida después de la multa por conducir bajo los efectos del alcohol tras la fiesta de Navidad. Por esas fechas su experiencia con las drogas se reducía a oler un poco de hachis en algún que otro concierto de rock, y Mary, por su parte, nunca había mostrado el menor interés por esas cosas (a veces se jactaba de «su virginidad en cuestión de drogas»). El cenicero no contenía más que un par de envoltorios de chicle arrugados, y tampoco en el asiento trasero había latas de cerveza o botellas de vino vacías.

—Agente, se que iba un poco deprisa…

—Ya. Se le ha dormido el pie en el acelerador, ¿no? —preguntó el policía con tono afable—. ¿Podría enseñarme su carnet de conducir y el certificado de matriculación del vehículo?

—Claro. —Peter sacó la cartera del bolsillo posterior del pantalón—. El coche no es mío. Es de mi hermana. Se lo llevamos a Nueva York desde Oregon. Ella estudiaba hasta hace poco en el Reed College de Portland.

Estaba hablando más de la cuenta, lo sabía, pero era incapaz de contenerse. Resultaba curioso que en presencia de la policía uno empezase a parlotear de ese modo, como si llevase oculto en el maletero un cadáver descuartizado o un niño secuestrado. Recordaba que había reaccionado exactamente igual cuando la policía lo hizo parar en la autovía de Long Island después de la fiesta de Navidad. Habló y habló mientras uno de los agentes, sin despegar los labios, realizaba metódicamente su trabajo, primero examinando la documentación y después comprobando el buen funcionamiento de su pequeño alcoholímetro azul.

—¿Mare? ¿Podrías sacar de la guantera la documentación del coche? Está en un sobre de plástico junto con los papeles del seguro.

En un primer momento Mary permaneció inmóvil. Peter la miró de reojo —se hallaba paralizada en el asiento— mientras abría su cartera y comenzaba a buscar el carnet de conducir. Debería haber estado allí, en uno de los primeros compartimientos transparentes, pero no estaba.

—¿Mare? —insistió, ya un tanto impaciente y de nuevo asustado. ¿Y si había perdido el carnet en alguna parte? ¿Y si se le había caído al suelo en casa de Gary mientras trasladaba sus cosas (uno siempre llevaba muchas más cosas en los bolsillos cuando viajaba) de un vaquero a otro? Estaba seguro de que eso no había ocurrido, pero no sería una de esas típicas fatalidades…—. Mare, colabora un poco. Saca de una vez la documentación, por favor.

—Sí, claro, enseguida.

Mary se inclinó como una máquina vieja y oxidada que cobrase vida al recibir una repentina descarga eléctrica. Abrió la guantera y comenzó a revolver en el interior. Apartó un paquete de galletas medio, una cinta de Bonnie Raitt que se había enredado en el casete del salpicadero y un mapa de California. Peter veía pequeñas gotas de sudor en su sien izquierda. Algunos mechones de su pelo negro y corto se habían humedecido pese a que el ventilador del aire acondicionado lanzaba un chorro de aire frío directamente a su cara.

—No lo… —empezó, pero de inmediato, con inconfundible alivio, rectificó—: Ah, sí, aquí esta.

En ese mismo instante Peter miró en el compartimiento donde guardaba las tarjetas de visita y encontró el carnet. No recordaba haberlo guardado allí —¿por qué demonios lo habría hecho?— pero allí estaba. En la fotografía no parecía un profesor adjunto de literatura de la Universidad de Nueva York, sino un peón de albañil en paro (y posible asesino en serie). Sin embargo era él, reconocible, y de pronto se sintió más animado. Gracias a Dios tenían los papeles, y no había nada que temer.

Además, pensó Peter mientras entregaba su carnet al policía, esto no es Albania. Quizá no sea nuestra zona de percepción, pero desde luego no es Albania.

—¿Peter? —dijo Mary.

Peter se volvió, cogió el sobre que ella le tendía, y le guiñó un ojo.

Mary intentó responder con una sonrisa, pero apenas consiguió esbozarla. Fuera una ráfaga de viento arrojó arena contra el costado del coche. Los minúsculos granos azotaron el rostro de Peter, que entornó los ojos. De repente deseó hallarse a tres mil kilómetros de Nevada en cualquier dirección.

—Veo que es usted donante de órganos —comentó sin levantar la vista—. ¿Realmente le parece sensato?

Peter se quedó perplejo.

—Bueno, yo…

—¿Eso es el certificado de matriculación? —preguntó secamente el policía contemplando la hoja de color amarillo canario.

—Sí.

—Déjemela, por favor.

Peter se la entregó. El policía, aún en cuclillas bajo el sol en la misma posición que un apache, sostenía el carnet de Peter en una mano y el certificado de matriculación de Deirdre en la otra. Su mirada se paseó de un documento a otro durante unos momentos que se hicieron interminables. Peter sintió una ligera presión en el muslo y se sobresaltó por un instante hasta darse cuenta de que era la mano de Mary. Se la cogió y de inmediato notó sus dedos en torno a los suyos.

—¿Su hermana? —dijo el hombre por fin. Los miró con sus claros, ojos grises.

—Sí.

—Ella se apellida Finney, y usted Jackson.

—Deirdre estuvo casada durante un año, entre el instituto y la universidad —explicó Mary con voz firme, amable e impávida. Peter se habría dejado engañar por las apariencias de no ser por la presión de sus dedos—. Después conservó el apellido de su marido. Así de simple.

—¿Un año? Mmm. Entre el instituto y la universidad. Casada. Tak!

Mantenía la cabeza inclinada sobre los documentos. Peter vio balancearse la copa de su sombrero mientras volvía a examinarlos.

La sensación de alivio lo abandonó.

—Entre el instituto y la universidad —repitió el policía, con la cabeza gacha y la cara oculta.

Peter reprodujo mentalmente sus palabras: «Veo que es usted donante de órganos. ¿Realmente le parece sensato? Tak!»

El policía levantó la vista.

—¿Le importaría salir del coche, señor Jackson?

Mary lo agarró más fuerte, clavándole las uñas en el dorso de la mano; a Peter, sin embargo, la sensación de dolor le pareció vaga y remota. De pronto un cosquilleo de pánico le recorrió los testículos y la boca del estómago, y se sintió de nuevo como un niño, un niño confuso que sólo tenía la certeza de que había hecho algo indebido.

—¿Qué…? —empezó.

El policía de Desesperación se irguió. Fue como ver elevarse un montacargas. Primero desapareció la cabeza y luego ascendieron ante la ventanilla el cuello abierto de la camisa, la resplandeciente insignia y la bandolera. Finalmente Peter tuvo nuevamente ante los ojos la sólida hebilla del cinturón, el revolver y la solapa caqui de la bragueta.

—Salga del coche, señor Jackson.

En esta ocasión la voz que llegó de encima de la ventanilla no tenía entonación interrogativa.

3

Peter accionó el tirador de la puerta, y el policía retrocedió para dejarle abrir. Su cabeza quedó oculta por el techo del Acura. Mary le apretó a Peter la mano aún con mayor vehemencia, y él se volvió a mirarla.

La palidez de su cara había adquirido un tono ceniciento, e incluso las quemaduras del sol en la frente y las mejillas parecían más claras.

Abriendo mucho los ojos, formó con los labios las palabras:

—No salgas del coche.

—No tengo más remedio —repuso Peter, también con un movimiento inaudible de los labios, y apoyó un pie en el asfalto de la interestatal 50.

Mary se aferró a su mano por un instante, entrelazando sus dedos con los de él, pero Peter se soltó y acabó de salir del coche. Se notaba las piernas extrañamente lejanas. El policía lo observó con la cabeza inclinada. Dos metros, pensó Peter; ni un centímetro menos. Y de repente imaginó una rápida sucesión de acontecimientos, como una película en cámara hiperacelerada: el gigantesco policía desenfundaba el revólver y apretaba el gatillo, esparciendo el docto cerebro de Peter Jackson por el techo del Acura en un viscoso abanico; acto seguido, sacaba a Mary a rastras del coche, la obligaba a encorvarse contra el maletero cerrado y la violaba allí mismo bajo el abrasador sol del desierto, junto a la carretera, con el sombrero firmemente calado hasta las orejas, y mientras la embestía una y otra vez, gritaba: «¿Necesitaba un órgano donado, señora? ¡Aquí lo tiene! ¡Aquí lo tiene!».

—¿A qué viene todo esto, agente? —preguntó Peter, con una súbita sequedad en la boca y la garganta.

—Vaya hacia la parte trasera del coche, señor Jackson —ordenó el hombre. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el maletero del Acura sin molestarse en comprobar si Peter obedecía.

Pero Peter obedeció, claro que obedeció, caminando tras él como si sus piernas recibiesen los impulsos sensoriales del cerebro a través de algún sistema de telecomunicaciones.

El policía se detuvo tras el Acura, y cuando Peter estuvo a su lado, señaló hacia abajo con un enorme dedo. Peter siguió la dirección que le indicaba y vio que la matrícula trasera del coche de Deirdre había desaparecido; sólo quedaba un rectángulo relativamente más limpio en el lugar que antes había ocupado.

—¡Mierda! —exclamó Peter con sincero disgusto e irritación, tan sincero como el alivio que experimentó. Al fin y al cabo todo aquello tenía una explicación. Gracias a Dios. Se volvió hacia la parte delantera del coche y apenas se sorprendió al advertir que su puerta estaba cerrada. La había cerrado Mary, pero él, absorto en aquel suceso, incidente o lo que fuese, ni siquiera había oído el golpe.

—¡Mare! ¡Eh, Mare!

Mary asomó por la ventanilla su cara tensa y quemada y miró hacia atrás.

—¡Se ha caído la matrícula! —dijo, conteniendo apenas la risa.

—¿Cómo? —preguntó Mary.

—No, no se ha caído —corrigió el policía de Desesperación. Volvió a agacharse con el mismo movimiento tranquilo, lento y ágil de unos minutos antes y metió la mano bajo el parachoques. Con la mirada gris perdida en el horizonte, por un momento buscó algo a tientas en la parte interna del chasis, justo al otro lado de donde había estado sujeta la matrícula. Una paradójica sensación de familiaridad invadió a Peter: él y su esposa habían sido detenidos por el vaquero de Marlboro—. ¡Aja! —dijo y volvió a levantarse. Mantenía cerrada en un relajado puño la mano con que había estado investigando. A continuación la tendió hacia Peter y la abrió. En la palma, curiosamente pequeño en medio de aquella vasta extensión rosada, sostenía un fragmento de tornillo sucio. Sólo brillaba en su sección transversal, allí por donde había sido aserrado.

Peter lo contempló, y miró luego al policía.

—No entiendo.

—¿Han parado en Fallon?

—No…

Se oyó un crujido cuando Mary abrió su puerta, un golpe cuando la cerró al salir, y el roce de sus zapatillas deportivas en la arena del arcén mientras se dirigía a la parte trasera del Acura.

—Claro que hemos parado —rectificó desde detrás de Peter.

Observó el pedazo de metal en la enorme mano (el certificado de matriculación de Deirdre y el carnet de conducir de Peter seguían en la otra mano del policía), y luego lo miró a la cara. Ya no se le notaban tan claramente las marcas de la frente y las mejillas, advirtió Peter con satisfacción. Había empezado a considerarse un idiota paranoide en todas sus posibles manifestaciones. Aunque había que reconocer que aquel encuentro con el policía presentaba ciertas

(«¿Realmente le parece sensato?»)

peculiaridades.

—Hemos parado en la estación de servicio, Peter, ¿no te acuerdas? No necesitábamos gasolina, y has dicho que ya llenaríamos el depósito en Ely, pero hemos tomado unos refrescos como pretexto para preguntar por los lavabos. —Mary miró al policía e intentó sonreír. Para verle la cara debía echar atrás la cabeza. En ese momento, pensó Peter, parecía una niña tratando de arrancarle una sonrisa a su padre al llegar este a casa después de un mal día en la oficina—. Los lavabos estaban muy limpios.

El policía asintió con la cabeza y preguntó:

—¿En qué estación de servicio han parado, en Fill More Fast o en Berk’s Conoco?

Mary lanzó a Peter una mirada de duda, y el levantó las palmas de las manos a la altura de los hombros.

—No me acuerdo —dijo—. De hecho apenas recuerdo haber parado.

El policía arrojó hacia atrás el inservible fragmento de tornillo, que fue a caer en la arena del desierto, donde permanecería inmutable a menos que algún ave posase en el su inquisidora mirada.

—Si recordará, supongo, a los chicos que rondaban por allí —insistió—. Chicos ya mayores, casi todos. Incluso uno o dos demasiado mayores para ser considerados chicos. Los más jóvenes van con patines o monopatines.

Peter asintió. Recordó que Mary le había preguntado que hacia allí la gente, a que habían ido y por qué se habían quedado.

—Esa era Fill More Fast —afirmó el policía. Peter echó un vistazo a los bolsillos de su camisa buscando alguna placa de identificación, pero no llevaba. Así que de momento seguiría siendo simplemente «el policía». El policía que recordaba al vaquero de los anuncios de Marlboro—. Alfie Berk ya no los deja ni acercarse a su estación de servicio. Los echó a patadas. Son un hatajo de villanos.

Mary ladeó la cabeza al oír esa expresión, y por un instante Peter vio un amago de sonrisa en las comisuras de sus labios.

—¿Es una banda? —preguntó Peter, que aún no entendía hacia dónde apuntaba aquello.

—Lo más parecido a una banda que puede encontrarse en un sitio tan pequeño como Fallon —explicó el policía. Levantó el carnet de conducir de Peter, lo examinó, miró a Peter, y volvió a bajarlo. Sin embargo, no hizo ademán de devolvérselo—. En su mayoría han dejado los estudios. Y uno de sus pasatiempos consiste en robar matrículas a los coches de fuera del estado. Lo consideran una hombrada. Probablemente a ustedes se la quitaron mientras estaban en el bar o en los aseos.

—Y si usted esta al corriente de eso, ¿cómo es que siguen haciéndolo? —dijo Mary.

—Yo no tengo autoridad en Fallon. Rara vez voy por allí. Sus métodos y los míos son distintos.

—¿Qué hacemos con la matrícula? —preguntó Peter—. Es un verdadero lío. El coche esta matriculado en Oregon, pero mi hermana se ha vuelto definitivamente a Nueva York. Detestaba el Reed…

—¿En serio? —lo interrumpió el hombre—. ¡Vaya, vaya!

Peter notó que Mary le dirigía una mirada, probablemente para cruzar un guiño ante la cómica reacción del policía, pero a él no le pareció buena idea sino más bien todo lo contrario.

—Según ella —añadió Peter—, estudiar allí era como pretender estudiar en medio de un concierto de Grateful Dead. En fin, el caso es que volvió a Nueva York en avión, y nosotros pensamos que sería divertido venir a recoger el coche y llevárselo a Nueva York. Deirdre dejó parte de sus cosas en el maletero… ropa casi todo… —De nuevo hablaba por hablar, y se obligó a centrarse en la cuestión que le atañía—. Así pues, ¿qué hacemos? No podemos atravesar el país sin matrícula trasera, ¿no?

El policía se dirigió parsimoniosamente hacia la parte delantera del Acura. Sostenía aún en una mano el carnet de conducir de Peter y el certificado de color amarillo canario de Deirdre. El cinturón y la bandolera le chirriaron mientras caminaba. Ya frente al coche, cruzó las manos tras la espalda y miró hacia el parachoques con expresión ceñuda. Parecía, pensó Peter, un cliente interesado por un cuadro en una galería de arte. «Villanos —había dicho—. Un hatajo de villanos». Peter no recordaba haber oído nunca esa palabra en una conversación normal.

El policía regresó junto a ellos. Mary se arrimó a Peter, pero ya no estaba asustada. Simplemente observaba al enorme hombre con curiosidad.

—La matrícula delantera sigue en su sitio —informó—. Póngala detrás, y podrá viajar hasta Nueva York sin problemas.

—Ah, bien —dijo Peter—. Buena idea.

—¿Tiene un destornillador y una llave inglesa? Yo me he dejado todas las herramientas en el garaje del pueblo. —Sonrió, y la sonrisa iluminó toda su cara, dio vida a sus ojos, lo convirtió en otro hombre—. Ah, esto es suyo. —Devolvió a Peter el carnet y el certificado.

—Hay una pequeña caja de herramientas en el maletero, creo —comentó Mary. En su voz se advertía una renovada despreocupación, y eso mismo sentía Peter. Efecto, supuso, de la sensación de alivio. La he visto al guardar el estuche de maquillaje. Entre la rueda de repuesto y el chasis.

—Agente, le estoy muy agradecido —dijo Peter.

El policía asintió. Sin embargo, no miraba a Peter; al parecer, mantenía la vista fija en los montes que se alzaban a lo lejos a su izquierda.

—Cumplo con mi obligación.

Peter se dirigió hacia la puerta del conductor, preguntándose por qué él y Mary se habían asustado tanto en un primer momento.

Ha sido absurdo, se dijo mientras extraía las llaves del contacto.

Pendían de un llavero circular con la inevitable cara sonriente que tan popular se había hecho en los últimos años. Mister Smiley, la llamaba Deirdre, y para ella era casi una seña de identidad. Enganchaba alegres caras amarillas en las solapas de la mayoría de sus cartas, y alguna que otra verde con una mueca de tristeza y la lengua fuera si había tenido un mal día. En realidad no estaba asustado, pensó Peter. Y Mary tampoco.

Mentira. Si había pasado miedo, y Mary… en fin, Mary había estado al borde del pánico.

De acuerdo, quizá hayamos perdido un poco el control, se dijo mientras separaba la llave del maletero camino de la parte trasera del Acura. La visión de Mary junto al descomunal policía se le antojó una especie de ilusión óptica: su cabeza apenas le llegaba a él a las costillas.

Peter abrió el maletero. A la izquierda, pulcramente apilada (y cubierta con bolsas de plástico para protegerla del polvo de la carretera), se hallaba la ropa de Deirdre. En el centro estaban sus dos maletas —la de ella y la de él— y el estuche de maquillaje de Mary, encajados entre la ropa y la rueda de repuesto. Aunque resultaba un tanto exagerado llamarla «rueda», pensó Peter. Era uno de esos roscones autohinchables que, con un poco de suerte, servían para llegar a la estación de servicio más próxima.

Miró entre el roscón y el chasis. No había nada.

—Mare, no veo…

—Ahí. —Mary señaló con un dedo—. ¿Ves esa caja gris? Es eso. Parece que se ha desplazado bajo la rueda.

Peter podría haber introducido el brazo por el hueco, pero pensó que sería más sencillo levantar el roscón de goma deshinchado. Se disponía a apoyarla contra el parachoques cuando oyó que Mary repentinamente aspiraba aire de un modo anhelante. Dio la impresión de haber recibido un codazo o un pellizco.

—¡Eh! —dijo el policía con tono apacible—. ¿Qué es eso?

Mary y el policía contemplaban el interior del maletero. Él parecía interesado y un tanto confuso. Mary, horrorizada, tenía los ojos desorbitados y le temblaban los labios. Peter se volvió hacia el maletero, siguiendo la dirección de su mirada. En el compartimiento de la rueda de repuesto había algo que antes quedaba oculto. Por un momento Peter no supo o no quiso saber que era, y de pronto volvió a notar la sensación de hormigueo en el bajo vientre, acompañada esta vez de un total aflojamiento en el esfínter, como si los músculos que normalmente mantenían cerrado el año se hubiesen dormido. Tomó conciencia de que apretaba las nalgas, pero incluso eso pareció ocurrir lejos de allí, en otro huso horario. Tuvo la momentánea certidumbre de que aquello era un sueño; no podía ser realidad.

El policía le lanzó una mirada —sus claros ojos grises seguían insólitamente vacíos—, alargó el brazo hacia el compartimiento de la rueda de repuesto y sacó una bolsa de medio kilo llena de una sustancia vegetal de color marrón verdoso. Estaba sellada con esparadrapo, y en la parte delantera llevaba un adhesivo redondo amarillo. Mr. Smiley. El emblema perfecto para los fumadores de hierba como su hermana, cuyas aventuras en esta vida podrían haberse titulado A través de la América más oscura con un porro emboquillado. Había quedado embarazada en pleno colocón de hierba, sin duda había decidido casarse con Roger Finney estando también fumada, y Peter sabía que había abandonado el Reed College (con una media de notas impresentable) porque había demasiada droga en el ambiente y ella era incapaz de resistirse. A ese respecto por lo menos había sido sincera, y Peter antes de salir de Portland había registrado el Acura en busca de algún posible alijo, por temor no tanto a que hubiese escondido droga intencionadamente como a que la hubiese olvidado. Había mirado bajo las bolsas que cubrían su ropa, y Mary había echado un vistazo también entre la ropa, y si bien ninguno de los dos había admitido abiertamente que buscaba, ambos lo sabían. Sin embargo, ni Peter ni Mary habían pensado en mirar bajo el roscón.

El maldito roscón.

El policía hundió un enorme pulgar en la bolsa como si fuese un tomate maduro. Sacó de un bolsillo una navaja suiza y desplegó la hoja menor.

—Agente —dijo Peter con voz débil—. Agente, no se cómo ha llegado eso…

—Chist —ordenó el policía, y realizó una pequeña incisión en la bolsa.

Peter notó que Mary le tiraba de la manga. Le cogió la mano, y esta vez fue el quién rodeó los dedos de Mary con los suyos. De pronto vio la cara pálida y atractiva de Deirdre flotando ante sus ojos, su melena rubia y rizada cayendo hasta los hombros, y sus ojos de mirada siempre un tanto aturdida.

Pedazo de estúpida, pensó Peter. Tienes suerte de que no pueda echarte la mano en este momento.

—Agente… —lo intentó Mary.

El policía la interrumpió alzando la palma de la mano, y de inmediato se llevó la bolsa a la nariz y olfateó la pequeña incisión con los ojos cerrados. Al cabo de un momento volvió a abrirlos y se apartó la bolsa de la cara. Tendió la mano abierta hacia Peter.

—Déme las llaves del coche —ordenó.

—Agente, puedo explicárselo…

—Déme las llaves del coche.

—Si me deja…

—¿Está sordo? Déme las llaves.

Había levantado apenas la voz, pero bastó con eso para que Mary se echase a llorar. Como si todo aquello fuese una experiencia extrasensorial, Peter dejó las llaves del coche de Deirdre en la mano del policía y rodeó con un brazo los hombros temblorosos de su esposa.

—Me temo que van a tener que acompañarme —anunció el policía.

Paseó la mirada de Peter a Mary.

Peter descubrió entonces por qué le habían inquietado sus ojos desde el principio. Poseían un extraño resplandor, como el del cielo durante los minutos previos al amanecer en una mañana brumosa, pero a la vez carecían de vida.

—Por favor —dijo Mary con la voz empañada—. Es un error. Su hermana…

—Entren en el coche —ordenó el policía, señalando el Caprice. En el techo palpitaban aún las luces giratorias, resplandecientes incluso bajo el sol del desierto—. Ahora mismo, por favor, señor y señora Jackson.

En el asiento trasero apenas quedaba espacio para las piernas. Como no podía ser de otro modo, pensó Peter, ofuscado; un hombre de aquella estatura tenía que echar el asiento totalmente hacia atrás.

Había pilas de papel en el suelo, detrás del asiento del conductor (con el respaldo combado por el peso del policía), y también en la bandeja posterior. Peter cogió una hoja, manchada con un ruedo de café seco y arrugado, y vio que era un impreso de la Asociación de Lucha contra la Droga. En la parte superior incluía una fotografía de un chico sentado ante una puerta. Tenía una expresión aturdida y desorientada (idéntica de hecho a la que se advertía en el rostro de Peter en ese momento), y el ruedo de café circundaba su cabeza como una aureola. El epígrafe rezaba: LA ADICCIÓN SERÁ TU PERDICIÓN.

En el interior del coche patrulla una rejilla separaba la parte delantera de la trasera, y en las puertas no había manecillas para bajar los cristales ni tiradores. Peter había empezado a sentirse como el personaje de una película (la que acudía a su mente con mayor insistencia era El expreso de medianoche), y aquellos detalles acrecentaron más aún esa sensación. El sentido común le decía que había hablado ya demasiado de demasiadas cosas, y que por el bien de Mary y por el suyo propio le convenía permanecer callado, al menos hasta que llegasen a donde el policía tuviese intención de llevarlos. Era probablemente lo más sensato, pero no lo más sencillo. Peter sentía el irresistible impulso de explicar al policía que un grave error acababa de cometerse: él era profesor adjunto de literatura, especializado en narrativa norteamericana de posguerra; recientemente había publicado un erudito artículo titulado «James Dickey y la nueva realidad sureña» (un ensayo que había desatado una notable controversia en los círculos académicos), y además no había fumado droga desde hacia años. Deseaba decirle que quizá su nivel cultural fuese ligeramente alto para los patrones de aquella parte de Nevada, pero que en el fondo no era mala persona.

Miró a Mary, que tenía los ojos anegados en lágrimas, y de pronto se avergonzó de la actitud egoísta que se reflejaba en sus pensamientos: todo era yo, yo, yo, y mi, mi, mi. Su esposa estaba también metida en aquello; no debía olvidarlo.

—Pete, tengo miedo —dijo Mary en un susurro, casi un gemido.

Peter se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla. Notó su piel tan fría como el alabastro.

—Saldremos de esta —aseguró—. Lo aclararemos todo.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

Después de obligarlos a entrar en la parte trasera del coche patrulla, el policía había vuelto al Acura. Llevaba casi dos minutos observando el interior del maletero; no registrándolo ni revolviéndolo, sino mirándolo fijamente con las manos cruzadas tras la espalda, como hipnotizado. De pronto se sacudió como alguien que acabase de despertar de una siesta, cerró el maletero, sacó las llaves de la cerradura, se las guardó en un bolsillo, y regresó al Caprice. El coche patrulla se decantó hacia la izquierda cuando el subió a bordo, y los amortiguadores de ese lado emitieron un quejido de cansancio pero a la vez resignación. El respaldo de su asiento se combó más aún, y Peter hizo una mueca al quedarle aprisionadas las rodillas.

¿Por qué me habré sentado en este lado?, pensó, pero era ya demasiado tarde para cambiarse. Demasiado tarde para muchas cosas, en realidad.

El motor del coche patrulla estaba en marcha. El policía accionó la palanca de cambios y abandonó el arcén. Mary volvió la cabeza y vio alejarse el Acura. Cuando miró de nuevo al frente, las lágrimas se habían desbordado de sus ojos y le resbalaban por las mejillas.

—Escúcheme, por favor —dijo, dirigiéndose al enorme cráneo rubio y rapado que sobresalía del asiento delantero. El policía se había quitado el sombrero, y entre su coronilla y el techo del Caprice quedaba a lo sumo un espacio de medio centímetro—. Por favor, intente comprender. Ese coche no es nuestro. Me consta que eso lo sabe porque ha visto el certificado de matriculación. Es de mi cuñada. Está siempre fumada, y tiene la mitad de las neuronas…

—Mare —intentó contenerla Peter, apoyándole una mano en el brazo.

Ella retiró bruscamente el brazo.

—¡No! ¡No estoy dispuesta a pasarme el día contestando a un interrogatorio en una comisaría inmunda, o quizá en una celda, porque tu hermana sea una egoísta, una descuidada y… y… y una hija de puta!

Peter se reclinó en el asiento —la presión en las rodillas seguía siendo intensa pero supuso que la resistiría— y miró por la polvorienta ventanilla. Se hallaban ya a dos o tres kilómetros del Acura, y más adelante divisó algo en el arcén del carril contrario. Era un vehículo.

Algo grande. Quizá un camión.

Mary había dejado de mirar al policía a la nuca e intentaba establecer contacto visual con el a través del retrovisor.

—Deirdre tiene la mitad de las neuronas inservibles y la otra mitad de vacaciones permanentes. Esta «quemada», agente, ese es el termino exacto; seguramente incluso aquí habrá visto usted gente así. Lo que ha encontrado bajo la rueda de repuesto es droga probablemente, quizá en eso tenga razón, ¡pero no es nuestra! ¿No lo entiende?

El vehículo estacionado en el arcén más adelante estaba orientado en dirección a Fallon, Carson City y el lago Tahoe, y no era un camión sino una caravana con el parabrisas ahumado. No era uno de esos modelos mastodónticos, pero si bastante grande. Era de color crema, y una banda verde oscuro recorría el costado de extremo a extremo. En su chato morro llevaba estampado, también en verde oscuro, el rótulo CUATRO ALEGRES TROTAMUNDOS. Estaba cubierta de polvo y se hallaba ladeada de un modo poco natural.

Cuando se acercaron, Peter advirtió un detalle extraño: todas las ruedas visibles parecían deshinchadas. Le dio la impresión de que los neumáticos del doble eje trasero del lado del acompañante estaban también deshinchados, pero no llegó a verlos. El estado de los neumáticos explicaba la anómala inclinación de la caravana, pero, ¿cómo podían pincharse tantas ruedas simultáneamente? ¿Clavos en la carretera? ¿Acaso fragmentos de cristal?

Peter miró a Mary, pero ella mantenía la vista fija en el retrovisor con expresión colérica.

—Si hubiésemos escondido nosotros la bolsa de droga bajo la rueda —prosiguió— ¿si fuese nuestra, por qué demonios iba Peter a sacar la rueda y permitirle a usted que viese la bolsa? Bien podría haber metido la mano por el hueco para sacar la caja de herramientas. Habría resultado un poco incómodo, pero había espacio de sobra.

Pasaron junto a la caravana. La puerta lateral se hallaba entornada.

La escalerilla estaba bajada, y al pie yacía una muñeca cuyo vestido se agitaba al viento.

Los ojos de Peter se cerraron. No sabía con certeza si los había cerrado él o se habían cerrado por propia iniciativa. Tampoco importaba mucho. Sólo sabía que el policía había pasado de largo junto a la caravana inmovilizada como si no la hubiese visto siquiera… o como si para él no entrañase ya ningún misterio.

La letra de una vieja canción flotó en su memoria: «Algo ocurre aquí… pero no sabemos claramente qué…».

—¿Le parecemos estúpidos? —preguntó Mary mientras la caravana menguaba tras ellos, menguaba como el Acura unos minutos antes—. ¿O drogados? ¿Cree que estamos…?

—Cállese —ordenó el policía. Pese a hablar con un tono sosegado, la virulencia de su voz no pasó inadvertida.

Mary, inclinada en el asiento, permanecía agarrada a la rejilla que los separaba de la parte delantera. De pronto dejó caer las manos y se volvió hacia Peter con cara de estupefacción. Era esposa de un profesor universitario, escribía poesía y había publicado sus versos en más de veinte revistas desde sus primeros intentos hacía ya ocho años, acudía a una tertulia de mujeres dos veces por semana, y había considerado seriamente la posibilidad de colgarse un aro en la nariz. Peter se preguntó cuando la habían hecho callar por última vez. Se preguntó si alguien la había hecho callar alguna vez.

—¿Cómo? —preguntó, pretendiendo quizá parecer agresiva, incluso amenazadora, pero su voz reveló simple desconcierto—. ¿Qué ha dicho?

—Los detengo a usted y a su marido acusados de posesión de marihuana con intención de traficar —declaró el policía. Hablaba sin inflexiones, como un autómata.

Al mirar al frente Peter vio un osito de plástico sujeto al salpicadero, entre la brújula y lo que debía de ser el lector del radar para el control de velocidad. Era un oso pequeño, como el que ofrecían a modo de premio algunas máquinas expendedoras de chicle. Tenía un muelle en el cuello, y sus ojos vacíos miraban a Peter.

Esto es una pesadilla, pensó, consciente de que no lo era. Tiene que ser una pesadilla. Ya sé que parece real, pero no puede serlo.

—No habla en serio —repuso Mary, pero su voz era débil y delataba perplejidad. Era la voz de alguien sin fe en sus propias palabras. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. No puedo creer que hable en serio.

—Tienen derecho a permanecer en silencio —prosiguió el policía con su voz de autómata—. Si deciden hablar, todo lo que digan podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado. Voy a mataros. Si no pueden pagar a un abogado, el estado les proporcionara uno. ¿Han comprendido sus derechos tal como se los he explicado?

Mary miró a Peter con los ojos muy abiertos y expresión de terror, preguntándole tácitamente si había oído la frase que el policía, sin alterar el tono de voz, había insertado entre las otras. Peter asintió con la cabeza. La había oído con toda claridad. Se llevó la mano a la entrepierna, convencido de que encontraría húmedo el pantalón, pero no se había orinado. Al menos, no todavía. Rodeó a Mary con un brazo y notó que temblaba. Seguía pensando en la caravana que habían dejado atrás: la puerta entornada, la muñeca tumbada boca abajo en la tierra, la mayor parte de los neumáticos pinchados. Y estaba también el gato muerto que Mary había visto clavado a la señal de velocidad máxima.

—¿Han comprendido sus derechos? —repitió el policía.

Actúa con normalidad, se dijo Peter. Dudo mucho que este individuo sepa lo que dice, así que actúa con normalidad.

¿Pero, en que consistía la normalidad cuando uno viajaba en el asiento trasero de un coche patrulla conducido por un hombre loco de atar, un hombre que acababa de anunciar que los mataría?

—¿Comprenden sus derechos? —preguntó la voz de autómata.

Peter abrió la boca, pero no consiguió articular palabra.

El policía volvió la cabeza. Su cara, antes rosada por efecto del sol, había palidecido. Sus ojos se habían agrandado y sobresalían de las cuencas como canicas. Se había mordido el labio inferior, como cuando alguien trata de reprimir una intensa ira, y un hilillo de sangre le corría mentón abajo.

—¿Han comprendido sus derechos? —gritó el policía con la cabeza vuelta, avanzando por la carretera vacía a más de ciento veinte kilómetros por hora—. ¿Han comprendido sus derechos? ¿Si o no? ¿Si o no? ¡Conteste, judío de Nueva York!

—¡Si! —respondió Peter—. Los hemos comprendido, ¡pero, por el amor de Dios, no aparte la vista de la carretera!

El policía siguió observándolos a través de la rejilla, con la cara pálida y la sangre manando del labio. El Caprice, que había empezado a desviarse hacia la izquierda, invadiendo casi por completo el carril contrario, enderezó poco a poco su trayectoria.

—No se preocupe por mi —dijo el policía, moderando de nuevo el tono de voz—. Tengo ojos en la nuca. De hecho, tengo ojos en todas partes. Más le vale que no lo olvide.

De pronto se volvió de nuevo al frente y redujo la velocidad a noventa. Peter notó de nuevo su peso en las rodillas, comprimiéndoselas dolorosamente.

Cogió las manos de Mary entre las suyas. Ella le apoyó la cabeza en el pecho, y Peter percibió los sollozos que intentaba contener. La sacudían como el viento. Miró por encima del hombro de Mary a través de la rejilla. En el salpicadero, la cabeza del oso se mecía sobre el muelle.

—Veo agujeros como ojos —dijo el policía—. Tengo la mente llena de esos agujeros.

No volvió a hablar hasta el pueblo.

Los siguientes diez minutos transcurrieron muy despacio para Peter Jackson. El peso del policía contra sus rodillas aprisionadas parecía aumentar a cada vuelta del segundero de su reloj, y no tardó en perder la sensibilidad en las pantorrillas. Se le durmieron los pies, y dudaba que fuese capaz de andar si aquel viaje en coche llegaba a terminar alguna vez. Le palpitaba la vejiga. Le dolía la cabeza. Era consciente de que Mary y él se encontraban en la situación más difícil de sus vidas, pero el sentido real y pleno de aquello escapaba a su comprensión.

Cada vez que intentaba razonar se producía un cortocircuito en su cerebro. Viajaban de regreso a Nueva York. Allí había gente esperándolos. Alguien iba a su casa a regar las plantas. Aquello no podía estar sucediendo; era imposible.

Mary le tocó con el codo en el costado y señaló por la ventanilla.

Junto a la carretera había un indicador donde se leía simplemente DESESPERACIÓN. Bajo el nombre del pueblo una flecha anunciaba el cercano desvió a la derecha.

Antes de girar el policía aminoró ligeramente la marcha. El coche se ladeó, y Peter advirtió que Mary contenía la respiración. Estaba a punto de gritar. Se apresuró a taparle la boca para impedírselo y le susurró al oído:

—Lo tiene controlado, estoy seguro; no vamos a volcar.

Sin embargo, no estuvo realmente seguro hasta que notó que la parte trasera del Caprice, tras derrapar, recuperaba de nuevo la tracción. Siguieron hacia el sur por una carretera de asfalto irregular y estrecha sin línea divisoria.

Al cabo de un par de kilómetros un cartel rezaba: LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES Y ECLESIÁSTICAS DE DESESPERACIÓN LES DAN LA BIENVENIDA. Si bien las palabras LAS INSTITUCIONES MUNICIPALES Y ECLESIÁSTICAS eran aún legibles, alguien las había rociado de pintura amarilla. Encima, con pintura del mismo color, habían añadido en desiguales letras mayúsculas: LOS PERROS MUERTOS. Debajo aparecían enumeradas las iglesias e instituciones municipales del pueblo, pero Peter no se molestó en leerlas. Del cartel colgaba un pastor alemán. Sus patas traseras se balanceaban a cuatro o cinco centímetros de un charco de sangre oscura y casi seca.

Las manos de Mary se cerraron alrededor de las de Peter como un torno. Él agradeció la presión. Volvió a inclinarse hacia ella, sumergiéndose en el dulce aroma de su perfume y el olor acre de su sudor, hasta rozarle el pabellón auditivo con los labios.

—No digas una sola palabra, no hagas el menor ruido —murmuró—. Mueve la cabeza de arriba abajo si me has entendido.

Mary asintió, y Peter se enderezó de nuevo.

Pasaron ante un camping de caravanas delimitado por una cerca de estacas. La mayoría de las caravanas eran de pequeño tamaño y sin duda habían conocido tiempos mejores (quizá en la época en que Cheers se emitió por vez primera). En los tendederos plantados entre algunas de ellas ondeaba ropa de aspecto mustio agitada por el tórrido viento del desierto. Frente a una de las caravanas un cartel advertía:

SOY UN PISTOLERO, UN BORRACHO, UN FANÁTICO

RELIGIOSO, UN PENDENCIERO Y UN HIJO DE PUTA.

NO SE PREOCUPE POR EL PERRO:

¡TENGA CUIDADO CON EL DUEÑO!

Sobre una vieja caravana Airstream situada junto a la carretera había instalada una enorme antena parabólica negra. A un lado se alzaba otro cartel, este de metal pintado de blanco, y varias vetas de óxido lo recorrían como lágrimas de sangre secas; en él se leía:

ESTE REPETIDOR ES PROPIEDAD

DEL CAMPING SERPIENTE DE CASCABEL

PROHIBIDO EL PASO

ZONA BAJO VIGILANCIA POLICIAL

Pasado el camping Serpiente de Cascabel vieron un largo barracón con el tejado y las paredes de herrumbroso metal acanalado. El letrero de la entrada anunciaba: COMPAÑÍA MINERA DE DESESPERACIÓN. A un lado se extendía un aparcamiento de asfalto agrietado con una docena de coches y furgonetas. Instantes después pasaron ante el restaurante Rosa del Desierto.

A partir de ese punto se hallaban ya en el pueblo propiamente dicho. Desesperación se componía de dos calles perpendiculares (el semáforo del cruce estaba en ámbar intermitente para las cuatro direcciones) y un par de manzanas de establecimientos comerciales. En su mayoría parecían fachadas falsas de un decorado. Había un casino y un restaurante, una tienda de comestibles, una lavandería, un bar con un rótulo en la cristalera que rezaba DISFRUTE DEL JUEGO EN NUESTRA COMPAÑÍA, una ferretería y tiendas de suministros, un cine llamado Oeste Americano, y unos cuantos locales más. Ninguno de los establecimientos parecía muy boyante, y el cine, a juzgar por su aspecto, no debía de abrir sus puertas desde hacia tiempo. Una sola n torcida colgaba de la sucia y hundida marquesina.

Nada parecía moverse salvo una bola de rastrojo que, golpeada por el coche patrulla, avanzó por la calzada a grandes y lentos saltos.

Tampoco yo pondría los pies en la calle si viese acercarse a este individuo, pensó Peter; eso desde luego.

Mas allá del pueblo se alzaba una especie de enorme muralla curva de unos cien metros de altitud hacia la que ascendía una sinuosa y empinada pista de grava con una anchura de cuatro carriles por lo menos.

Un sinfín de surcos se entrecruzaban en la superficie de dicha muralla. Peter tuvo la impresión de que eran arrugas en una piel vieja. Al pie del cráter (supuso que era un cráter, resultado de alguna clase de explotación minera), junto a una larga nave de metal acanalado en cuyos extremos asomaba una cinta transportadora, había estacionado un grupo de camiones; parecían de juguete en comparación con la colosal y arrugada pared que se elevaba detrás de ellos.

Su anfitrión les dirigió la palabra por primera vez desde que les había dicho que tenía la mente llena de agujeros o algo semejante.

—Serpiente de Cascabel Número Dos. Conocida también como la Mina de los Chinos. —Hablaba como un guía turístico que disfrutase aún de su trabajo—. La vieja Número Dos se abrió en 1951, y desde 1952 hasta finales de los setenta fue la mayor mina de cobre de Estados Unidos, quizá del mundo. Al final el yacimiento se agotó. Sin embargo, la mina se reabrió hace dos años. Trajeron nuevas tecnologías que permitían aprovechar incluso los residuos. Lo que es la ciencia, ¿eh? ¡Dios!

Pero tampoco allí se apreciaba la menor actividad pese a ser día laborable. Sólo se veía el grupo de camiones junto a lo que debía de ser una nave de criba y una camioneta aparcada en el arcén de la pista de grava que subía a lo alto. La cinta transportadora que sobresalía de los extremos del edificio alargado de metal no estaba en marcha.

El policía atravesó el centro del pueblo, y cuando pasaban bajo el semáforo, Mary apretó las manos a Peter dos veces en rápida sucesión.

Peter siguió su mirada y vio tres bicicletas en medio de la calle transversal. Se hallaban aproximadamente a una manzana y media del cruce y estaban vueltas del revés, con los sillines contra el asfalto y las ruedas girando como aspas de molino impulsadas por el viento racheado.

Mary volvió la cabeza y miró a Peter con los ojos todavía húmedos y más abiertos aún que antes. Él le indicó de nuevo que no hablase y le apretó las manos.

El policía puso el intermitente de la izquierda —un detalle curioso en aquellas circunstancias— y entró en un reducido aparcamiento recién pavimentado y cercado en tres de sus lados por una tapia de ladrillo. Las plazas estaban marcadas en el impecable asfalto mediante nítidas líneas blancas. Un cartel colgado en la pared del fondo advertía: SOLO EMPLEADOS MUNICIPALES Y ASUNTOS RELACIONADOS CON EL AYUNTAMIENTO. POR FAVOR RESPETE ESTA RESTRICCIÓN.

Sólo en Nevada se pediría a los conductores que respetasen una restricción de aparcamiento, pensó Peter. En Nueva York el cartel probablemente rezaría: LOS VEHÍCULOS NO AUTORIZADOS SERÁN ROBADOS Y SUS DUEÑOS DEVORADOS.

En el aparcamiento había cuatro o cinco vehículos. Uno de ellos, una furgoneta Ford vieja y oxidada, llevaba el rótulo JEFE DE BOMBEROS. Había otro coche patrulla, en mejor estado que la furgoneta del jefe de bomberos pero no tan nuevo como el que ellos ocupaban.

Sólo una plaza estaba reservada a minusválidos. El policía aparcó en ella. Apagó el motor y por un momento permaneció inmóvil con la cabeza inclinada, tamborileando nerviosamente con los dedos en el volante y tarareando una melodía casi inaudible. A Peter le pareció distinguir las notas de Last Train to Clarksville.

—No nos mate —suplicó Mary de pronto con voz trémula y empanada—. Haremos lo que quiera, pero por favor no nos mate.

—Cierre ese pico de judía —replicó el policía. Siguió tamborileando con las yemas de aquellos dedos gruesos como salchichas sin levantar siquiera la cabeza.

—No somos judíos —replicó Peter sin proponérselo. Su voz no reflejaba miedo sino enojo e impaciencia—. Somos… no sé, presbiterianos, supongo. ¿A qué viene eso de judíos?

Mary miró a su marido horrorizada, y después observó al policía a través de la rejilla esperando su reacción. En un primer momento simplemente continuó sentado con la cabeza gacha y los dedos en el volante. A continuación cogió el sombrero y salió del coche. Peter se inclinó un poco y contempló al policía mientras se calaba el sombrero.

La sombra de su cuerpo apenas se prolongaba en el asfalto pero no formaba ya una mancha compacta en torno a sus pies. Peter echó un vistazo al reloj y vio que eran casi las dos y media. Hacia menos de una hora la mayor duda con que se enfrentaban su esposa y él era dónde se alojarían esa noche. Y Peter no tenía más preocupación que la firme sospecha de que estaba quedándose sin desodorante.

El policía abrió la puerta trasera del lado izquierdo y dijo:

—Salgan del coche, por favor.

Obedecieron, y bajo el sol abrasador miraron indecisos al hombre del uniforme caqui, la bandolera y el sombrero.

—Ahora iremos hacia la parte delantera del ayuntamiento —anunció—. Hay que torcer a la izquierda al llegar a la acera. Y a mi me parecen judíos. Los dos. Tienes esa nariz larga propia de los judíos.

—Agente… —empezó Mary.

—No —la interrumpió él—. Camine. Gire a la izquierda. No ponga a prueba mi paciencia.

Se dirigieron hacia la acera. Sus pisadas resonaron en el asfalto nuevo. Peter no podía apartar de su pensamiento el osito de plástico sujeto al salpicadero del coche patrulla. Sus ojos pintados y su cabeza oscilante. ¿Quién se lo habría regalado al policía? ¿Su sobrina preferida?

¿Una hija? No llevaba alianza, había advertido Peter mientras lo observaba tamborilear en el volante con los dedos, pero eso no significaba que nunca hubiese estado casado. Y Peter encontró más que plausible la idea de que una esposa, con un marido como aquel, pidiese tarde o temprano el divorcio.

De algún lugar llegaba un monótono chirrido. Peter echó una ojeada a la calle y sobre el tejado del bar vio una veleta que giraba rápidamente. Era un duende con una sonrisa traviesa en los labios y una gran copa de oro bajo un brazo.

—A la izquierda, idiota —dijo el policía con tono de resignación más que de impaciencia—. ¿Sabe dónde esta la izquierda? ¿Es que a los presbiterianos maricas de Nueva York no les enseñan cuál es la zurda y cuál es la diestra?

Peter torció a la izquierda. Él y Mary seguían cogidos de la mano.

Llegaron a una escalera de tres peldaños que ascendía hacia una moderna puerta de cristal ahumado dividida en dos alas. El edificio era de construcción mucho menos reciente. Un letrero blanco colgado de la descolorida pared de ladrillo anunciaba AYUNTAMIENTO DE DESESPERACIÓN. Debajo, en la puerta, se enumeraban las delegaciones y servicios allí representados: el despacho del alcalde, el comité de educación, el cuerpo de bomberos, la policía, la delegación de sanidad, la seguridad social, y el departamento de minas y mineralogía.

El policía se detuvo al pie de la escalera y observó a los Jackson con expresión de curiosidad. Aunque hacia un calor asfixiante —probablemente cerca de cuarenta grados— no parecía sudar. Detrás de ellos, sólo el monocorde chirrido de la veleta rompía el silencio.

—Usted es Peter —dijo el policía.

—Sí, Peter Jackson —contestó él, y se humedeció los labios.

El policía desvió la mirada hacia Mary.

—Y usted es Mary.

—Sí.

—¿Y dónde esta Paul? —preguntó, mirándolos con una sonrisa mientras el herrumbroso duende rechinaba y giraba en el tejado del bar.

—¿Cómo? —dijo Peter—. No entiendo.

—¿Cómo pueden cantar Five Hundred Miles o Leavin on a Jet Plane sin Paul? —preguntó el policía mientras subía por la escalera y abría el ala derecha de la puerta.

Una bocanada de aire refrigerado salió del interior. Peter lo percibió en el rostro y tuvo tiempo de deleitarse por un instante con la agradable sensación de frescor. Pero de pronto Mary lanzó un alarido. Sus ojos se habían adaptado antes que los de Peter a la penumbra interior del edificio, pero tampoco el tardó en ver que había motivado el súbito terror de su esposa. En el vestíbulo, al pie de una escalera, yacía el cuerpo desmadejado de una niña de unos seis años, medio recostada contra los primeros cuatro peldaños. Tenía un brazo extendido por encima de la cabeza y la mano reposaba abierta en un escalón con la palma hacia arriba. Llevaba recogido en dos trenzas el pelo de color pajizo. Tenía los ojos completamente abiertos y la cabeza ladeada en una posición poco natural. Peter supo entonces con absoluta certeza a quién pertenecía la muñeca abandonada ante la escalerilla de la caravana. CUATRO ALEGRES TROTAMUNDOS se leía en el morro de la caravana, pero obviamente ese lema no se correspondía ya con el actual estado de cosas. Tampoco a ese respecto tenía Peter la menor duda.

—¡Caramba! —exclamó el policía con tono jovial—. ¡Me había olvidado de ella! Pero no puede uno estar en todo, ¿no? Por más que lo intente.

Mary volvió a gritar, llevándose los puños cerrados a la boca, e intentó retroceder hacia la calle.

—Quieta ahí; eso no ha sido buena idea —dijo el policía.

La agarró del hombro y tiró de ella hacia la puerta, que mantenía abierta con la otra mano. Mary atravesó el pequeño vestíbulo tambaleándose, agitando los brazos en un desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio y no caer sobre la niña muerta vestida con unos vaqueros y una camiseta en cuya pechera se leía MOTOKOPS 2200.

Peter hizo ademán de dirigirse hacia su esposa, y el policía lo sujetó con las dos manos, manteniendo la puerta abierta con el tacón de la bota. A continuación rodeó los hombros de Peter con un brazo. En su rostro apareció una expresión franca y cordial, pero sobre todo, y lo mejor de todo, cuerda, como si sus ángeles benefactores, al menos de momento, hubiesen ganado la batalla. Por un instante Peter albergó alguna esperanza, y al principio no relacionó la súbita presión en su estómago con el descomunal revólver del policía. Se acordó de su padre, que a veces le golpeaba el pecho con un dedo al ofrecerle sus consejos —por ejemplo, «Petie, las cosas no acaban en embarazo si al menos uno de los dos no se quita los pantalones»—, como si pretendiese remachar sus aforismos con la yema del dedo.

No se dio cuenta de que era el revólver y no el grueso dedo del policía hasta que oyó gritar a Mary:

—¡No! ¡Oh, no!

—No… —empezó Peter.

—Me trae sin cuidado si es judío o hindú —lo interrumpió el policía. Le estrechó el hombro cordialmente con la mano izquierda mientras amartillaba el revólver calibre 45 con la derecha—. En Desesperación no damos mucha importancia a esas cosas.

Apretó el gatillo por lo menos tres veces. Quizá fueron más, pero Peter Jackson oyó sólo tres detonaciones, amortiguadas por su estómago pero aún así estridentes. Un increíble calor se difundió simultáneamente por su pecho y sus piernas, y notó un goteo en los zapatos.

Mary seguía gritando, pero su voz parecía llegar de algún lugar remoto.

Ahora despertaré en mi cama, pensó Peter mientras se le doblaban las rodillas y el mundo comenzaba a alejarse, tan resplandeciente como el reflejo del sol vespertino en el costado metálico de un vagón de tren al perderse de vista. Ahora despertaré…

Ahí terminó todo para él. Su último pensamiento cuando las tinieblas lo engulleron para siempre no fue de hecho un pensamiento sino una imagen: el oso sujeto al salpicadero del coche patrulla junto a la brújula. Su cabeza oscilante. La mirada fija de sus ojos pintados. Esos mismos ojos convertidos en orificios, y la oscuridad surgiendo de ellos vertiginosamente.