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27 DE DICIEMBRE

Los Lutz volvieron de la boda a las tres de la mañana. La noche había sido larga y se había iniciado con la misteriosa desaparición de los mil quinientos dólares de Jimmy y varios otros incidentes posteriores que no añadieron luces amables a la impresión que tuvo George del feliz acontecimiento.

Antes de la ceremonia nupcial George, los otros padrinos y el novio habían comulgado en una capillita cerca del Manor. Durante el acto, George sintió violentas náuseas. Cuando el padre Santini, que tenía a su cargo la iglesia de Nuestra Señora de los Mártires (católica), tendió a George el cáliz de vitro para que bebiera, George empezó a balancearse, como mareado, frente al sacerdote. Jimmy tendió un brazo hacia su cuñado, pero George lo apartó bruscamente y se abrió camino hacia los baños que estaban en la parte de atrás de la iglesia.

Después de vomitar y volver al hotel, George contó a Kathy que se había sentido asqueado en el mismo instante en que había entrado a Nuestra Señora de los Mártires.

La recepción transcurrió sin mayores incidencias. Hubo abundante comida y bebida y se bailó tanto como se suele bailar en los casamientos de gente de sangre irlandesa. Todo el mundo, al parecer, lo pasaba muy bien. George debió ir sólo una vez al cuarto de baño, en un momento en que creyó que volvía su diarrea. Pero en general no tuvo mayores molestias. El hermano de Kathy y su novia, Carey, partían en viaje de luna de miel a las Bermudas, directamente desde el Manor, y tenían intenciones de tomar un taxi al aeródromo La Guardia. George iba a llevar a Kathy y a los niños de vuelta en el auto de Jimmy, de modo que trató de no beber de más.

Luego llegó el momento desagradable de arreglar cuentas con el gerente del salón. Jimmy, el flamante suegro y George hablaron al hombre de la inesperada pérdida del dinero y prometieron que le iban a pagar con los regalos de casamiento. Por desgracia, cuando se pronunció el consabido «Se van a leer las felicitaciones» y se empezó a abrir los sobres ante el novio y, la novia, ocurrió que la mayoría de los cheques eran personales. El dinero en efectivo no fue más allá de los quinientos dólares.

El gerente quedó consternado, pero después de unos minutos de regateo convino en aceptar dos cheques de George por quinientos dólares cada uno: uno girado sobre su cuenta personal y otro sobre los fondos de la compañía inmobiliaria de Syosset.

George sabía que no tenía quinientos dólares en su cuenta personal, pero como los días siguientes eran sábado y domingo iba a tener tiempo de hacer un depósito el lunes.

El suegro de Jimmy conferenció rápidamente con sus parientes y logró reunir el dinero suficiente para que su reciente yerno pudiera pagar el viaje de luna de miel. Por suerte, los billetes de avión ya estaban pagos. La reunión se disolvió a eso de las dos de la mañana y los Lutz enfilaron hacia la casa de Ocean Avenue.

Kathy se fue inmediatamente a la cama y George fue a echar una mirada al embarcadero y la casilla del perro. Harry seguía durmiendo y apenas se movió cuando George lo llamó por su nombre. En el momento en que se inclinó para palmear a Harry, a George se le ocurrió pensar que tal vez el animal había ingerido una droga, pero luego desechó la idea. No, probablemente estaba enfermo y nada más. Tal vez había comido algo que había hallado en el suelo. George se irguió. Había que hacerlo ver por un veterinario.

La puerta del embarcadero estaba bien cerrada, de tal modo que George volvió a la casa, trancando la puerta del frente. En el momento de entrar en la cocina echó una mirada al piso, con la esperanza de ver el sobre perdido con el dinero. No había nada.

La puerta de la cocina y las ventanas del piso bajo estaban cerradas. George subió por las escaleras hasta su dormitorio, pensando en su mujer y en su cama suave y caliente. Al pasar frente al cuarto de costura advirtió que la puerta estaba levemente entornada. Pensó en los niños. Probablemente uno de ellos había abierto la puerta antes de irse. Les iba a preguntar mañana de mañana, cuando se despertaran.

Kathy lo estaba esperando, aunque tenía mucho sueño. Esa noche había captado las vibraciones de su marido y ansiaba tener contacto físico con él. George no la había tocado desde el día de la mudanza. Por lo general hacían el amor todas las noches desde su casamiento en el mes de junio. Pero desde el 18 hasta el 27 de diciembre George no había hecho ningún intento en ese sentido. En ese momento los niños estaban profundamente dormidos, cansados de haber trasnochado. Kathy observó a George mientras éste se desvestía y todos sus temores de los últimos días se disolvieron en su mente. Él se metió bajo la gruesa cobija:

—¡Oh, esto sí que es bueno!

Se pegó al calor de Kathy.

—¡Al fin solos!, como dicen.

Esa noche Kathy tuvo un sueño en que intervenía Louise De Feo y un hombre con quien ésta tenía relaciones sexuales en el mismo cuarto que era ahora su dormitorio. Al despertarse por la mañana la visión siguió impregnando sus imágenes. De algún modo Kathy sabía que ese hombre no era el marido de Louise. Hasta varias semanas después no supo —ya se había ido de la casa de Ocean Avenue—por intermedio de un abogado de los De Feo, que Louise tenía un amante, un artista que vivió cierto tiempo con la familia. El señor De Feo se enteró probablemente de estas relaciones e informó a su abogado.

Por la mañana, Kathy subió a la camioneta y se fue de compras por Amityville, mientras que George llevó a los niños en el coche de Jimmy para recoger su correspondencia en la agencia de Syosset. Incluso hizo pasear a Harry e informó a sus empleados que volvería a trabajar con ellos a partir del lunes.

Cuando George volvió a su casa se encontró con Kathy, que estaba poniendo en la heladera de la cocina los alimentos que había comprado. Kathy había traído muchas cosas para poner en el congelador del sótano y se quejó de que los precios fueran más altos en las tiendas de Amityville.

—Ya me lo imaginaba —dijo George, encogiéndose de hombros—. Amityville tiene más categoría que Deer Park.

A todo esto, ya era la una pasada. Aunque Kathy quería preparar el almuerzo, antes tenía que guardar el resto de los alimentos congelados en el congelador del sótano. George propuso hacer unos sandwiches para él y los niños.

Mientras Kathy estaba en el sótano, sonó el timbre de la puerta de entrada. La persona que llamaba era su tía Theresa. George había visto a esta señora sólo una vez en casa de su suegra, antes de casarse con Kathy. Theresa, en un tiempo, había sido monja. Ahora tenía tres hijos, pero George nunca se había enterado de las razones exactas que la llevaron a colgar los hábitos.

La ex monja estaba de pie en el pasillo: una mujer baja, delgada, de unos treinta y tantos años, vestida sencillamente con una chaqueta de lana negra gastada y zapatos de goma. La cara parecía fatigada, pese a estar encendida por el frío. La temperatura marcaba números muy bajos en el termómetro y el aire era claro, punzante.

Theresa dijo a George que había tomado un autobús hasta Amityville y que había caminado desde la estación.

George levantó la voz para informar a Kathy de la llegada de su tía. Kathy contestó que en seguida estaría disponible y pidió a George que le mostrara la nueva casa a su tía.

Los niños saludaron en silencio a su tía abuela. La cara severa de Theresa cortaba la natural inclinación infantil a la cordialidad. Danny pidió permiso para salir con Chris.

—Está bien —dijo George— pero debes prometerme que no te alejarás de los alrededores de la casa.

Missy corrió escaleras abajo hasta el sótano. George notó que Theresa se ponía muy triste cuando los niños no respondían a sus manifestaciones de afecto.

Mientras George mostraba a Theresa la planta baja, pasando revista al importante comedor y al espacio o cuarto de estar, advirtió el frío, que reinaba en la casa, una especie de humedad fría que no había notado hasta el momento de la llegada de Theresa. Ésta estuvo de acuerdo en que la casa le había parecido fría en el momento de entrar. George echó una mirada al termostato. Marcaba veinticinco grados pero George se dio cuenta de que debía poner más fuego en la chimenea.

Subieron al primer piso. Theresa echó una mirada de reprobación a los espejos esfumados que estaban detrás de la cama de George y Kathy. Él adivinó sus pensamientos —Theresa pensaba que este despliegue de riqueza tenía un dejo de vulgaridad— y estuvo a punto de decirle que los De Feo habían dejado esos espejos. Pero prefirió dejar pasar el punto sin comentarios. ¡En el fondo, la mujer seguía siendo una monja!

Theresa siguió a George por los otros cuartos, admirando el nuevo espacio adquirido, pero cuando franquearon el umbral del cuarto de costura, Theresa pareció vacilar. George le abrió la puerta para que pasara. Theresa retrocedió unos pasos, palideciendo.

—No quiero entrar —dijo, dándole la espalda.

¿Habría visto algo Theresa por la puerta abierta? George echó una mirada al cuarto. Gracias a Dios no había moscas. Si las hubiera habido, la reputación de limpieza de Kathy habría sufrido un golpe irreparable. Pero George pudo comprobar que el cuarto estaba gélido. Miró a Theresa, que seguía de pie, implacable, de espaldas al cuarto. Cerró la puerta y sugirió que echaran un vistazo al último piso.

Cuando llegó el momento de ver el cuarto de juegos, la ex monja hizo una mueca de contrariedad.

—No —dijo— este lugar también es malo. No me gusta.

En el momento en que George y la tía Theresa bajaban, Kathy subía del sótano con Missy. Las dos mujeres se abrazaron y Kathy, llevando su tía a la cocina, dijo:

—George, voy a terminar después con este trabajo. Quiero llevar algunas de las latas que compré a un placard que encontré allá abajo. Lo podemos usar como alacena.

George volvió a la sala para avivar el fuego de la chimenea.

Theresa no había estado nada más que una media hora en la casa, pero declaró que ya era tiempo de irse. Kathy, que había contado con que su tía se quedara a almorzar con ellos, se sintió sorprendida.

—George puede llevarte de vuelta —dijo Kathy, pero Theresa se negó.

—Aquí hay algo malo, Kathy —dijo, mirando a su alrededor—. Me tengo que ir.

—¿Cómo es posible, tía Theresa? ¡Afuera hace un frío horrible!

La mujer meneó la cabeza, se puso de pie, se echó sobre los hombros el grueso tapado y emprendió la marcha hacia la puerta de entrada cuando Danny y Chris entraron acompañados de otro niño.

Los tres niños vieron que Theresa se despedía con un movimiento de cabeza para George y un tenue beso en la mejilla de su sobrina. Cuando Theresa se acercó a la puerta, Kathy y George cambiaron una mirada, sin encontrar palabras para comentar aquel extraño comportamiento. Por último Kathy fue consciente de sus hijos y del nuevo compañero de juegos.

—Este es Bobby, mamá —dijo Chris—. Acabamos de conocernos. Vive en la misma calle.

—Hola, Bobby —dijo Kathy, sonriendo.

Era un niño pequeño, de pelo negro, al parecer de la misma edad de Danny. Con aire inseguro, Bobby tendió la mano derecha. Kathy se la estrechó y presentó a George.

—Este es el señor Lutz.

George sonrió al niño y le apretó la mano.

—¿Par qué no van arriba a jugar?

Bobby pareció reflexionar, lanzando rápidas miradas al vestíbulo.

—No. Así está bien. Prefiero jugar aquí.

—¿Aquí? —preguntó Kathy—. ¿En el vestíbulo?

—Sí, señora.

Kathy miró a George. En sus ojos estaba escrita la pregunta no formulada: ¿qué hay en esta casa que hace que todo el mundo se sienta tan incómodo?

En la media hora siguiente los tres niños jugaron en el suelo del vestíbulo, con los nuevos juguetes navideños de Danny y Chris. Bobby no se quitó ni una sola vez su abrigada chaqueta. Kathy volvió al sótano a terminar con la tarea de convertir al placard en una alacena y George se acercó de nuevo a su chimenea. Bobby se puso de pie y dijo a Danny y a Chris que quería irse a su casa. Esta fue la primera y la última vez que el niño conocido en la calle pisó el número 112 de Ocean Avenue.

El sótano de la casa de los Lutz medía trece metros por ocho. Cuando George lo vio por primera vez, bajó las escaleras y vio a su derecha unas puertas de resorte que llevaban a la parte en que estaban el quemador de gasolina, el tanque de agua caliente y el congelador, las lavadoras y las secadoras que los De Feo habían dejado.

Sótano.
Sótano.

A su izquierda, pasando otras puertas, había un cuarto de juegos de tres metros por ocho, hermosamente recubierto de un zócalo de madera y luces fluorescentes empotradas en un techo con caída. En frente estaba el área que George tenía intenciones de usar como oficina.

Un pequeño placard se abría en el espacio debajo de las escaleras y entre la escalera y la pared de la derecha había unos tabiques que formaban un placard adicional, que se extendía por unos dos metros, con estantes que bajaban desde el techo hasta el suelo. Este espacio, pensó George, estaba bien distribuido y aprovechaba lo que, en otro caso, habría sido espacio desperdiciado; su cercanía de la cocina lo convertía en una conveniente alacena. Kathy estaba trabajando en estos placards. En el momento en que metía unas latas grandes y pesadas contra la pared del placard, uno de los estantes crujió. El tabique de madera de la pared del fondo pareció ceder un poco. Kathy puso a un lado las latas y empujó el tabique, que se hundió. El placard estaba iluminado por una sola lamparita que colgaba del techo. El reflejo de la lamparita brillaba a través de una hendija que se abría lo suficiente para dar a Kathy la impresión de que había un espacio vacío detrás del placard, bajo la parte más alta de las escaleras… Kathy llamó a su marido pidiéndole que bajara.

George miró la abertura y empujó el tabique. La pared cedió un poco más.

—Al parecer, no hay nada detrás —dijo a Kathy.

George retiró las cuatro tablas de madera y empujó con fuerza el tabique del fondo, que cedió enteramente y se abrió. ¡Era una puerta secreta!

El cuarto era pequeño: de un metro veinte por un metro y medio. Kathy quedó con la boca abierta. La pintura era roja desde el techo hasta el suelo.

—¿Qué es esto, George?

—No sé —contestó éste, tanteando las sólidas paredes de hormigón—. Al parecer hay un cuarto extra; a lo mejor es un refugio contra bombas. Todo el mundo se puso a fabricarlos a fines de la década del cincuenta. Y sólo puedo decirte que esto no estaba incluido en los planos que la inmobiliaria me mostró.

—¿Crees que lo construyeron los De Feo? —preguntó Kathy, aferrándose nerviosamente al brazo de George.

—Tampoco lo sé, pero lo supongo —dijo, conduciendo a Kathy fuera del cuarto secreto— me pregunto para qué lo usaban.

Y cerró el tabique.

—¿Crees que habrá otros cuartos como éste en el fondo de los placards? —preguntó Kathy.

—No lo sé, Kathy —contestó George—. Voy a tener que examinar pared por pared.

—¿Notaste el olor raro?

—Sí, lo noté —dijo George—. Es olor a sangre. Ella aspiró profundamente.

—George: esta casa me perturba. Ocurren muchas cosas que no entiendo.

George vio que Kathy se llevaba los dedos a la boca: en ella esto era una indicación de miedo. Missy hacía lo mismo cuando estaba asustada, George dio una palmada en la cabeza de su mujer.

—No te preocupes, querida. Voy a averiguar qué diablos hay detrás de todo esto. De todos modos… ¡lo podemos usar como una alacena extra!

Apagó la luz del placard, dejando a oscuras el tabique del fondo, pero sin desvanecer la fugitiva visión de un rostro que logró divisar en el tabique de madera prensada. ¡George habría de enterarse, al cabo de unos días, que era la cara barbada de Ronnie De Feo!