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26 DE DICIEMBRE

Una noche —George no recuerda exactamente cual— se despertó de nuevo a las tres y cuarto de la mañana. Se vistió, salió y, mientras avanzaba en la helada oscuridad, se preguntó qué había ido a buscar en el desembarcadero. Harry, el vigoroso perro mestizo guardián, ni siquiera se despertó cuando George tropezó con un alambre suelto que estaba cerca de su casilla.

Cuando los Lutz vivían en Deer Park, Harry también tenia su casilla particular, y siempre había dormido fuera con cualquier temperatura. Normalmente permanecía despierto, en guardia, hasta las dos o tres de la mañana, antes de echarse a descansar. Cualquier ruido desusado suscitaba la atención alerta de Harry. Desde que se habían mudado a Ocean Avenue el perro estaba, por lo general, profundamente dormido cada vez que George bajaba al desembarcadero. Y sólo se despertaba cuando el amo lo llamaba.

George recordaba vivamente el día después de Navidad, ya que ésa era la fecha que Jimmy había elegido para su casamiento. También tuvo ese día un violento ataque de diarrea; sintió los primeros síntomas mientras volvía del desembarcadero. Los dolores eran intensos en un primer momento, como si le hubieran dado una puñalada en el estómago. George se asustó al sentir que le subía por la garganta una sensación de náusea. Al entrar de nuevo en la casa, corrió al cuarto de baño de abajo.

Ya apuntaba el día cuando se metió en la cama. Los calambres estomacales eran intensos, pero finalmente —tal vez por puro cansancio— se quedó dormido. Kathy se despertó unos instantes después e inmediatamente lo despertó para recordarle que esa noche tenían el casamiento. Había que tomar varias medidas antes de que su hermano viniera a recogerlos. Kathy iba a tener mucho que hacer con su vestido y su peinado. George, medio dormido, emitió unos gruñidos.

Antes de bajar a preparar su desayuno y el de los niños, Kathy subió al segundo piso para echar una mirada al cuarto de juegos. Todavía estaba frío cuando ella abrió la puerta, aunque no tan gélido como el día anterior. Por mucho que a George no le gustara abandonar su asiento junto al fuego, iba a tener que abandonarlo para controlar el radiador. Éste funcionaba perfectamente, pero el cuarto estaba sin calefacción. Por cierto, los niños no hubieran podido quedarse allí mucho tiempo, y Kathy quería desentenderse de ellos hasta que llegara el momento de vestirlos para la boda. Echó un vistazo por la ventana y notó que el suelo estaba cubierto de agua embarrada, formada por la nieve derretida. Esto la decidió, los tres no iban a salir de la casa en todo el día. Llegó a la conclusión de que los haría jugar en sus propios dormitorios.

Después del desayuno, Missy emprendió obedientemente el camino hacia su dormitorio. Kathy le advirtió que no debía entrar al cuarto de costura; que ni siquiera debía abrir la puerta.

—Está bien, mamá. Jodie quiere jugar en mi cuarto hoy.

—¡Esa es mi nena buenita! —dijo Kathy sonriendo—. Ve y juega con tu amigo.

Los varones querían jugar fuera y dijeron que eran sus vacaciones de Navidad. Insistieron y dieron argumentos, contestaciones, y Kathy se encolerizó. Danny y Chris nunca habían discutido las decisiones de ella hasta ahora y Kathy era cada vez más consciente de que sus dos hijos estaban cambiados desde que se habían mudado a la nueva casa.

Pero Kathy no era aún consciente de los cambios en su propia personalidad; aún no había advertido su impaciencia y su irritabilidad.

—¡Basta! ¡Ya los he aguantado bastante! —gritó a sus hijos—. ¡Me parece que se están buscando otra paliza! ¡Se callan la boca o se van a sus cuartos, como les digo! ¿Me oyen? ¡Fuera!

Muy enfurecidos y con aire torvo Danny y Chris subieron las escaleras hasta el segundo piso, cruzándose con George en el trayecto. George ni los miró y ellos no le dieron los buenos días.

En el comedor de la cocina George bebió un sorbo de café, se apretó el vientre con la mano y volvió a subir las escaleras en dirección al cuarto de baño.

—¡No te olvides que tienes que afeitarte y bañarte! —gritó Kathy detrás de él. Dada la velocidad con que había subido las escaleras, Kathy dudó de que la hubiera oído.

Kathy volvió a su rincón de la cocina. Había estado escribiendo una lista de las compras que había que hacer, verificando lo que faltaba de la heladera y las alacenas. La comida empezaba a escasear de nuevo y Kathy se daba cuenta de que era necesario vestirse y salir de compras. No podía confiar en George a ese respecto. El gran congelador del sótano, uno de los artefactos que habían recibido gratis junto con la casa de los De Feo, estaba vacío y podía llenarse muy bien con carnes y alimentos congelados. El material de limpieza también estaba casi agotado, ya que ella había estado frotando los inodoros todos los días. Por el momento, la negrura había desaparecido casi enteramente.

Kathy tenía intenciones de ir al supermercado de Amityville a la mañana siguiente, sábado. En la lista escribió: «Jugo de naranjas». De repente fue consciente de una presencia en la cocina. En su actual estado de ánimo, turbado por el deterioro que percibía en las relaciones de la familia, el recuerdo del primer contacto sobre su mano volvió a ella, y se puso tiesa. Lentamente, Kathy miró por encima del hombro.

Pudo comprobar que la cocina estaba vacía, pero al mismo tiempo ¡sintió que la presencia se acercaba a ella, que casi estaba directamente detrás de su silla! Hasta sus narices llegó un vaho de perfume dulzón, que reconoció como el que había invadido su dormitorio cuatro días antes.

Sorprendida, Kathy casi sintió el contacto de un cuerpo que se apretaba contra ella, de unos brazos que rodeaban su cintura. La presión era leve, sin embargo, y Kathy se dio cuenta, como antes, que era un contacto femenino o casi tranquilizador. La presencia invisible no le trasmitió una sensación de peligro… en el primer momento.

Luego el olor dulzón se hizo más espeso y, al parecer, empezó a circular por el cuarto, mareándola. Kathy tuvo una arcada e hizo un movimiento para librarse de los brazos que se afirmaban cuanto más se debatía ella. Kathy creyó haber oído un murmullo y recordó luego que algo dentro de ella le había aconsejado que no escuchara.

—¡No! —gritó—. ¡Déjeme en paz!

Y golpeó el aire. El abrazo se hizo más apretado y luego hubo cierta vacilación. Kathy sintió que posaban una mano en su hombro, en un gesto de consuelo natural que ya había sentido por primera vez en la cocina.

¡Y luego se desvaneció! Lo único que quedó fue el olor del perfume barato.

Kathy se echó hacia atrás en la silla, cerró los ojos y se echó a llorar. Una mano le tocó el hombro. Se sobresaltó. «¡Dios mío, no, no!» Y abrió los ojos. Allí estaba Missy, de pie, palmeándole un brazo.

—No llores, mamá.

Luego Missy volvió la cabeza y miró hacia el pasillo de la cocina.

Kathy también miró. Pero no había nada que ver.

—Jodie dice que no debes llorar —dijo Missy—. Dice que todo se va a arreglar muy pronto.

A las nueve de esa misma mañana el padre Mancuso se había despertado en la casa parroquial de North Merrick y se había tomado la temperatura. El termómetro seguía marcando treinta y nueve grados y unas líneas. Pero a las once de la mañana el sacerdote se sintió de golpe mejor. Los calambres estomacales desaparecieron y, por primera vez en varios días, sintió la cabeza clara. Sin demora se metió el termómetro bajo la lengua: treinta y siete, dos. ¡La fiebre había desaparecido!

El padre Mancuso, súbitamente, tuvo hambre. Unas ganas muy fuertes de comer glotonamente, pero estaba consciente de que debía seguir su dieta normal. El sacerdote se preparó té y tostadas en su kitchenette; ordenando en su mente todas las cosas que había dejado fuera de su nutrida agenda de tareas. Y se olvidó completamente de George Lutz.

A esa misma hora, las once de la mañana, George Lutz no estaba pensando ni en el padre Mancuso ni en Kathy, ni en el casamiento de su cuñado. Acababa de efectuar su décimo viaje al cuarto de baño, la colitis no cedía.

El casamiento de Jimmy y la reunión subsiguiente muy suntuosa, había sido calculada para unas cincuenta parejas y habría de celebrarse en el Astoria Manor de Queens. George iba a tener mucho que hacer en esa reunión, pero por el momento no se preocupaba en lo más mínimo de ella.

George se arrastró escaleras abajo hasta su sillón junto a la chimenea. Kathy entró a la sala para decirle que acababan de telefonear de su oficina de Syosset. Los compañeros de trabajo querían saber cuándo pensaba George reanudar sus actividades. Había algunos trabajos que requerían su supervisión y los empleados de la inmobiliaria habían empezado a quejarse.

Kathy también quería contarle el segundo extraño incidente de la cocina, pero George la apartó con un gesto. Ella se dio cuenta de que no había ningún sentido en ponerse en contacto con él. Luego, desde arriba, oyó ruidos: provenían del dormitorio de Danny y Chris, que se gritaban en medio de una pelea.

Kathy estaba a punto de gritarles a su vez cuando George se le adelantó en la escalera, subiendo los escalones de a dos. Kathy no tuvo fuerzas para seguir a su marido. Se quedó al pie de la escalera, oyendo los gritos de George. Pasaron unos minutos y todo quedó en silencio. Luego la puerta del dormitorio de Danny y Chris se cerró estruendosamente y Kathy oyó las pisadas de George, que bajaba y se detuvo al ver a Kathy. Los dos se miraron, pero ninguno habló. George se dio vuelta y volvió al primer piso, encerrándose en su dormitorio con un portazo.

George bajó media hora más tarde. Por primera vez en nueve días estaba afeitado y bañado, tenía puesta ropa limpia y entró en la cocina, donde estaba Kathy sentada con Missy. La niña estaba almorzando.

—Debes tenerlos listos para las cinco —dijo. Después de decir esto, George se dio vuelta y se fue.

A las cinco y media, Jimmy llegó a recoger a su hermana, a su padrino y a los niños. Debían estar en el Astoria Manor a las siete. Desde Amityville hasta Queens la ruta más directa es Sunrise Highway y el viaje hasta Astoria lleva, por lo general, una hora a lo sumo. Según los informes, los caminos estaban resbaladizos por la nevada reciente, y era una noche de viernes. El tránsito iba a ser pesado y lento. Jimmy había tomado sus precauciones al llegar con la debida anticipación a casa de los Lutz.

El joven novio resplandecía dentro de su uniforme militar y su rostro brillaba de felicidad. Su hermana lo besó impulsivamente y lo invitó a pasar a la cocina a esperar que George terminara de vestirse.

Jimmy se quitó el impermeable y luego, del bolsillo de su chaqueta, extrajo un sobre que contenía mil quinientos dólares en efectivo. Había pagado la mayor parte del dinero al Manor unos meses antes: esto era el saldo. Dijo que había retirado el dinero de una cuenta de ahorros y que, al hacerlo, había quedado pelado. Jimmy volvió a poner el dinero en el sobre, que metió en el bolsillo de su impermeable, dejando a éste en una silla de la cocina.

George, vestido pulcramente con un smoking, bajó las escaleras. La diarrea lo hacía parecer muy pálido, pero estaba, recién peinado y la barba de un rubio oscuro encuadraba su hermoso rostro. Los dos hombres se dirigieron a la sala. George dejó que los últimos fuegos se consumieran y luego removió las brasas, tratando de encontrar algunos rescoldos no apagados.

Los niños estaban vestidos y listos. Kathy subió en busca de su tapado.

Cuando bajó Jimmy fue a la cocina a traer su impermeable y volvió un instante después con él, sobre los hombros.

—¿Listo? —preguntó George.

—Listo como nunca he estado —dijo Jimmy, tanteando automáticamente su bolsillo para tocar el bulto del sobre con el dinero. La cara de Jimmy se demudó. Metió la mano en el bolsillo y la sacó vacía. Buscó en el otro bolsillo. Una vez más, nada. Se quitó el impermeable, lo sacudió, metió la mano en todos los bolsillos de su uniforme. ¡El dinero había desaparecido!

Jimmy volvió corriendo a la cocina, seguido por Kathy y George. Los tres buscaron por todo el cuarto y luego iniciaron una pesquisa, centímetro a centímetro, de la sala. Parecía imposible, pero los mil quinientos dólares de Jimmy habían desaparecido.

Jimmy perdió la compostura.

—¡George! ¿Qué voy a hacer?

Su cuñado puso una mano sabre el hombro de Jimmy, tratando de calmarlo.

—No te pongas nervioso. El dinero tiene que estar en alguna parte.

George llevó a Jimmy hasta el umbral.

—Vamos. Ya se nos ha hecho tarde. Buscaré de nuevo cuando vuelva. Tiene que estar aquí: no te preocupes.

Todo esto tenía resonancias en Kathy, que se echó a llorar. George miró a su mujer y el letargo que lo había dominado en la última semana se desvaneció. George comprendió que había sido muy cruel con Kathy: por primera vez dejó de pensar en sí mismo. Luego, a pesar de la calamidad que había caído sobre Jimmy, sin tomar en cuenta la debilidad que aún experimentaba en todo su cuerpo por causa de la diarrea, George sintió un deseo carnal de estar con su mujer. No la había tocado desde la mudanza a Ocean Avenue.

—Vamos, querida, vamos.

Y dio a su mujer una palmadita en la nalga.

—Deja todo en mis manos.

George, Kathy y Jimmy se metieron en el auto de este último; los niños se acomodaron en el asiento de atrás. Después de cerrar la puerta, George volvió a bajar.

—Un minuto. Quiero echar un vistazo a Harry. Se dirigió hacia el fondo. Caminó en medio de la oscuridad invernal y gritó:

—¡Harry! ¡Mantén los ojos abiertos! ¿Me oyes? —No hubo ningún ladrido de respuesta. George se acercó al alambrado del terrenito de Harry.

—¡Harry! ¿Estás ahí?

Por el reflejo de la luz de una casa vecina, pudo ver que Harry estaba en su casilla. George abrió la puerta y entró al corral.

—¿Qué pasa, Harry? ¿Estás enfermo?

George se agachó. Oyó un lento ronquido canino. ¡No eran nada más que las seis de la tarde y Harry estaba profundamente dormido!