24 DE DICIEMBRE
Ya hacía casi una semana que el padre Mancuso había estado en la casa de Ocean Avenue. Los inquietantes incidentes de ese día y esa noche seguían presentes en su mente, aunque no los había comentado con nadie: ni siquiera con George y Kathy Lutz, ni siquiera con su superior eclesiástico.
En la noche del 23, el padre Mancuso había tenido un ataque de gripe. El sacerdote había sentido chuchos y sudores, alternados. Y, cuando finalmente se levantó de la cama y se tomó la temperatura, el termómetro marcaba treinta y nueve grados. Ingirió algunas aspirinas, esperando que le bajaran la fiebre. Esto ocurría en días de Navidad, cuando se presenta una gran cantidad de obligaciones para la gente de iglesia: un tiempo muy inapropiado para caer enfermo.
El padre Mancuso se sumió en un sueño turbulento. A eso de las cuatro de la mañana del día de Nochebuena se despertó y se encontró con que su temperatura estaba en treinta y nueve grados y medio. El padre llamó al párroco a sus habitaciones. Éste decidió llamar al médico. Mientras el padre Mancuso esperaba al médico, empezó a pensar en la familia Lutz.
Había algo que lo inquietaba y, al mismo tiempo, que no podía precisar. Todo el tiempo tenía en la mente la imagen de un cuarto que, según creía él, estaba en el primer piso de la casa. Pese a que era presa de un cierto mareo, el sacerdote podía vislumbrar claramente el cuarto: estaba lleno de cajas sin abrir cuando él había dado la bendición a la casa, y también recordaba haber visto el galpón de los botes desde las ventanas.
El padre Mancuso recuerda que, cuando estaba enfermo en cama, había usado las palabras «el mal» en sus reflexiones, pero cree ahora que la fiebre elevada puede haberle jugado una mala pasada a su imaginación. También recuerda que tuvo un impulso, tan fuerte que podía calificarse de obsesión, de llamar a los Lutz y advertirles que debían mantenerse lejos de ese cuarto por todos los medios.
En esos mismos instantes, en Amityville, Kathy Lutz se había puesto a pensar en el cuarto del primer piso. De cuando en cuando, Kathy sentía la necesidad de estar sola, y para esto debía tener su propio cuarto. El lugar elegido para su meditación podía ser éste, junto con la cocina. Este tercer dormitorio del primer piso podría servir como cuarto de vestir y depósito general para los guardarropas crecientes de ella y de George.
Entre las cajas que estaban en el cuarto de costura había algunas con adornos de Navidad, acumulados a lo largo de los años. Había llegado el momento de desempaquetar las bolas y las velitas, ponerlas en condiciones para colgarlas del árbol que su madre y su hermano habían prometido traer esa tarde. Después del almuerzo Kathy pidió a Danny y a Chris que bajaran las cajas a la sala. George estaba más interesado en los leños de la chimenea y sólo se ocupó distraídamente de las lucecitas de Navidad, probando las bombillas de colores y desenredando los hilos. En las horas que siguieron Kathy y los niños se dedicaron activamente a quitar el papel de seda en que estaban envueltas las bolas de bonitos y brillantes colores, los angelitos de madera y de cristal, los Santa Claus, los patinadores, las bailarinas, los renos y los hombres de las nieves que Kathy iba añadiendo todos los años, a medida que los niños crecían.
Cada niño tenía sus adornos favoritos y los había colocado sobre paños que Kathy había extendido en el suelo. Algunos de estos adornos provenían de la primera Navidad de Danny. Pero en esta ocasión los niños se pusieron a admirar un adorno que George había aportado a su nueva familia. Era una pieza de colección heredada, una espléndida galaxia de lunas crecientes y estrellas forjadas en pura plata y encastradas en un fondo de oro de veinticuatro quilates. La parte de atrás de esta pieza de quince centímetros tenía un gancho que permitía colgarla de un árbol. Esta obra, hecha en Alemania hacía más de cien años, pertenecía a su familia desde mucho tiempo atrás; había sido dada a George por su abuela que, a su vez la había recibido de su propia abuela.
El médico había pasado por la casa parroquial y se había ido, después de confirmar que el padre Mancuso tenía un ataque de gripe y haberle recomendado que guardara cama por un día o dos. La fiebre se había instalado en el organismo y la temperatura iba a seguir siendo alta en las próximas veinticuatro horas.
Al padre Mancuso le irritaba la idea de no tener nada que hacer. ¡En su agenda había tantas cosas por hacer! Convino en que algunos de los casos en su calendario del tribunal podían postergarse una semana, pero había pacientes de psicoterapia que, no estaban en condiciones de permitirse una postergación similar. Sin embargo, tanto el médico como el párroco insistieron en que el padre Mancuso sólo iba a prolongar su enfermedad si insistía en trabajar o salir de su casa.
No obstante, había algo que aún podía hacer: telefonear a George Lutz. La sensación desagradable que experimentara ante el cuarto del primer piso no lo había abandonado y lo inquietaba tanto como la misma enfermedad. Cuando el padre Mancuso decidió hacer el llamado telefónico, eran las cinco de la tarde. Danny atendió el teléfono y corrió a llamar a su padre. A Kathy le sorprendió la llamada, pero no a George. Este, sentado todo el día junto a la chimenea, había estado pensando sin cesar en el sacerdote. George había tenido un impulso de llamar al padre Mancuso, pero finalmente no logró hacerse una idea clara de lo que quería decirle.
George lamentó que el padre Mancuso tuviera un ataque de gripe y preguntó si podía ayudar en algo. Después de oír que nada podía hacerse para aliviar las molestias del sacerdote, George se puso a hablar de lo que estaba ocurriendo en la casa. En un principio, la conversación fue de tono menor. George dijo al sacerdote que iba a bajar los ornamentos para colgar del árbol de Navidad que Jimmy, su cuñado, había regalado a la familia.
El padre Mancuso interrumpió a George:
—Tengo que hablar con usted de algo que me está preocupando mucho. ¿Tiene usted presente el cuarto del primer piso de su casa, el que da sobre el embarcadero…? ¿Ése en donde ustedes han puesto todos esos cajones y cajas de cartón sin abrir?
—Claro que sí, padre. Ése va a ser el cuarto de costura y de meditación de Kathy en cuanto yo tenga unos momentos libres para ponerlo en orden. A propósito, ¿sabe usted lo que encontramos allí el otro día? ¡Moscas! ¡Centenares de moscas! ¿Se imagina usted algo parecido? ¡En pleno invierno!
George esperó la reacción del sacerdote. Y la tuvo.
—George: no quiero que usted, Kathy y los niños vuelvan a entrar en ese cuarto. Deben ustedes mantenerse lejos:
—¿Por qué, padre? ¿Qué hay en ese lugar?
Antes de que el sacerdote pudiera contestar, se oyó, por el teléfono, un crujido estridente. Los dos hombres apartaron el receptor de sus orejas, muy sorprendidos. George no pudo entender las palabras siguientes que dijo el padre Mancuso. Lo único que se oía por el teléfono era un ruido parejo e irritante.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Padre? ¡No oigo nada! ¡Algo anda mal en la línea!
Desde su teléfono, también el padre Mancuso realizaba esfuerzos por oír a George y sólo distinguía los lejanos «holas». Por último el sacerdote colgó y volvió a marcar el número de los Lutz. Pudo oír los campanillazos, pero nadie atendió. El sacerdote esperó a que sonaran diez campanillazos antes de renunciar. Quedó muy turbado.
Al no poder oír ya al padre Mancuso a través de los ruidos telefónicos, George también debió colgar, y esperó que el sacerdote llamara de nuevo. Durante varios minutos siguió sentado en la cocina, con la mirada fija en el teléfono quieto. Luego marcó el número privado del padre Mancuso en la rectoría. No hubo respuesta.
En la sala, Kathy empezó a desempaquetar los pocos regalos de Navidad que había juntado antes de venir a Amityville. Había ido a las liquidaciones de Sears y al mercado Green Acres de Valley Stream y había comprado ropa para los niños —ofertas a precios convenientes— y algunas cosas para George y la familia. De todos modos, Kathy notó con tristeza que la cantidad de paquetes era exigua y se reprochó a sí misma por no haber ido de compras. Había pocos juguetes para Danny, Chris y Missy, pero ya era demasiado tarde y nada podía hacerse.
Kathy había enviado los niños al cuarto de juegos a fin de trabajar a solas. Pensaba ahora en Missy. No había contestado la pregunta de su hija cuando ésta se había referido a los ángeles que hablaban: Kathy había eludido la respuesta diciéndole que se lo iba a preguntar a papá. Pero la pregunta no fue formulada de nuevo cuando ella y George fueron a acostarse. ¿Cómo se le había ocurrido a Missy una idea semejante? ¿Tendría algo que ver esto con el extraño comportamiento de la niña ayer, en el dormitorio? Y ¿qué habría estado buscando en el cuarto de costura?
Las reflexiones de Kathy se interrumpieron cuando George volvió después de hablar por teléfono en la cocina. En la cara tenía una expresión extraña y evitaba encontrarle la mirada. Kathy esperó que le contara su conversación con el padre Mancuso, pero en ese instante sonó el timbre de la entrada. Kathy se dio vuelta, sorprendida.
—¡Debe ser mamá! George; ¡ya están aquí y ni siquiera he empezado a cocinar! —Corrió en dirección a la cocina—: ¡Abre tú, por favor!
El hermano de Kathy, Jimmy Connors, era un hombre joven, robusto, corpulento, que simpatizaba realmente con George. Esa noche su cara, expresaba una afabilidad y una cordialidad encantadoras. Iba a casarse el día después de Navidad y había pedido a George que fuera su padrino. Pero cuando la madre y el hijo entraron en la casa —Jimmy con un pino de buen tamaño entre los brazos— y vieron a George, las caras cambiaron: George no se había afeitado ni bañado desde hacía casi una semana. La madre de Kathy, Joan, se alarmó.
—¿Dónde están Kathy y los niños? —preguntó a George.
Kathy está preparando la cena y los chicos están en el cuarto de juegos. ¿Por qué?
—No sé… tuve la sensación de que algo no andaba.
Ésta era la primera vez que su suegra y su cuñado venían a la casa, de tal modo que George procedió a mostrar a su suegra la dirección de la cocina. Luego Jimmy y él llevaron el árbol a la sala.
—¡Caramba! ¡Que fogata hay en esa chimenea!
George explicó que no lograba entrar en calor: no lo había logrado desde el día de la mudanza, pese a que ese día había quemado diez leños.
—Sé… —observó Jimmy— hace más bien frío. Tal vez el quemador o el termostato no anden bien.
—No —contestó George—. El quemador anda perfectamente y el termostato marca veinticuatro grados. Ven conmigo al sótano y te mostraré.
En la casa parroquial el médico del padre Mancuso había advertido a éste que la temperatura del cuerpo sube por lo general después de las cinco de la tarde. Aunque el sacerdote no se sentía bien, y el estómago le ardía, su mente volvía a cavilar en los problemas telefónicos, tan extraños, de la familia Lutz.
Ya eran las ocho de la noche y los repetidos intentos de Mancuso de ponerse en contacto con George habían sido inútiles. Varias veces el sacerdote había solicitado a la telefonista que verificara si el teléfono de los Lutz funcionaba normalmente. Y cada vez que lo hizo la campanilla del teléfono sonó interminablemente, hasta que un inspector lo llamó de vuelta y le informó que no había problemas de servicio con ese número.
¿Por qué no había llamado George de vuelta? El padre Mancuso, estaba seguro de que George había oído lo que él le había dicho sobre el cuarto del primer piso. ¿Habría algo horrible detrás de todo esto? El padre Mancuso no tenía confianza en la casa de Ocean Avenue y ya no fue capaz de seguir esperando.
Llamó a un amigo que tenía en el Departamento de Policía del distrito de Nassau.
El árbol de Navidad ya estaba ubicado en la casa de los Lutz. Danny, Chris y Missy ayudaban a tío Jimmy, que lo estaba engalanando, y cada cuál insistía en que sus ornamentos debían colgarse antes. George había vuelto a su mundo particular junto al fuego. Kathy y su madre charlaban en la cocina. Éste era el «cuarto feliz» de Kathy, el único lugar de la nueva casa en donde se sentía segura.
Kathy se quejó de George a su madre: estaba cambiado desde que se habían instalado en la nueva casa.
—Mamá: no quiere bañarse, no quiere afeitarse. Ni siquiera sale de la casa para ir a la oficina. Lo único que le interesa es estar sentado ante esa maldita chimenea y quejarse del frío. Otra cosa más; no hay noche que no se despierte para hacer una inspección del embarcadero.
—¿Qué va a buscar allí? —preguntó la señora Connors.
—¿Yo qué sé? Se limita a repetir que tiene que echar un vistazo… y cerciorarse de que la lancha está dentro.
—Nada de esto es normal en George. ¿Le has preguntado si hay algo que no anda bien?
—¡Claro que sí! —Kathy levantó las manos—. ¡Y lo único que hace, como respuesta, es echar más leña al fuego! Desde hace una semana hemos gastado una barbaridad de leña.
La madre de Kathy tuvo un escalofrío y trató de ajustarse mejor la tricota al cuerpo.
—Bueno… Lo cierto es que en esta casa hace un poco de frío. Lo he sentido desde que entré.
Jimmy, que se había parado sobre una silla de la sala, se disponía a colgar uno de los adornos de George en la copa del árbol. También él tuvo un escalofrío.
—¡Oye, George! ¿Hay alguna puerta abierta? Siento un soplo de aire en la nuca.
George levantó la mirada.
—No; no creo. He cerrado todas las puertas.
Y sintió un súbito impulso de comprobar el estado del cuarto de costura del primer piso.
—Ya vuelvo.
Kathy y la señora Connors se cruzaron con él en el momento en que salían de la cocina. Él no dijo ni una palabra a ninguna de las dos y corrió escaleras arriba.
—¿Qué le pasa? —preguntó la señora Connors. Kathy se encogió de hombros.
—¿Ves lo que te digo?
Y empezó a colocar los regalos de Navidad debajo del árbol. Cuando Danny, Chris y Missy vieron el negro número de paquetes con bonitos forros que estaban en el suelo, se oyó un coro de voces desilusionadas.
—¿Por qué lloriquean?
Era George, que estaba de vuelta, bajo el dintel de la puerta.
—¡A ver si se callan! Están demasiados malcriados.
Kathy estuvo a punto de contestar de mal tono a su marido por haber gritado a los niños en presencia de su madre y de su hermano, pero se contuvo al ver la expresión de la cara de George.
—Dime: ¿abriste la ventana del cuarto de costura, Kathy?
—¿Yo? ¡No he puesto los pies allí en todo el día! George se volvió hacia los niños, que estaban junto al árbol.
—¿Alguno de ustedes ha ido a ese cuarto después de bajar los paquetes?
Los tres menearon las cabezas. George no se había movido de su lugar bajo el dintel. Y volvió los ojos hacia Kathy.
—George, ¿qué ocurre?
—Hay una ventana abierta. Han vuelto las moscas.
¡Crac! Todos dieron un salto al oír un crujido que venía no se sabe de dónde, afuera. Luego el ruido de un golpe repentino. Harry ladró.
—¡La puerta del embarcadero! ¡Se ha abierto de nuevo!
George se volvió hacia Jimmy.
—¡No los dejes solos! ¡Vuelvo en seguida!
Echó mano a la campera que estaba en el placard del vestíbulo y enderezó hacia la puerta de la cocina. Kathy se echó a llorar.
—Kathy, ¿qué pasa? —preguntó la señora Connors, levantando la voz.
—¡Oh, mamá! ¡No lo sé!
Había un hombre que se puso a observar a George en el momento en que salió por la puerta del costado y corrió hacia los fondos de la casa. El hombre sabía que era la puerta de la cocina, porque ya había estado antes en el número 112 de Ocean Evenue. El hombre estaba sentado dentro de un auto estacionado frente a la casa de los Lutz y contempló a George cuando cerraba la puerta del embarcadero.
Echó una mirada a su reloj. Eran casi las once. El hombre tomó en su mano el micrófono de la radio del auto. «Cammaroto. Habla Al. Llame de nuevo a North Merrick y dígales que la gente que vive en 112 Ocean Avenue está en casa». El sargento Al Gionfriddo, del departamento de policía de Amityville estaba de guardia esa Nochebuena, como lo había estado la noche en que la familia De Feo fue ultimada.