23 DE DICIEMBRE
Kathy fue despertada por los ruidos que hacía George debatiéndose con el portón desvencijado. Se levantó y, al sentir el frío que había invadido la casa, se echó encima una bata y corrió escaleras abajo. Encontró a su marido haciendo esfuerzos por encajar el pesado portón de madera en su marco.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —contestó George, logrando por fin cerrar la puerta—. La puerta estaba totalmente abierta y colgada de un gozne, ¡mira esto!
Y señaló la cerradura metálica. El picaporte estaba completamente fuera de centro. La cubierta metálica estaba levantada, como si alguien hubiera querido arrancarla con una herramienta, ¡desde adentro! ¡Alguien había tratado de salir de la casa, no de entrar!
—No sé qué está pasando aquí —murmuró George, hablando más para sí mismo que para Kathy—. Sé que cerré antes de subir. Para abrir la puerta desde adentro bastaba con girar la llave.
—¿Desde afuera es lo mismo?
—No. Afuera no hay ningún desperfecto ni en la cerradura ni en el picaporte. Sólo alguien con una fuerza tremenda puede haber sido capaz de sacar de sus goznes a un portón tan macizo como éste…
—Tal vez fue el viento, George —dijo Kathy esperanzada—. A veces es muy fuerte aquí, ¿sabes?
—Aquí el viento no entra, y mucho menos un huracán. ¡Alguien o algo es el autor de esto!
Los Lutz cambiaron una mirada. Kathy fue la primera en reaccionar. «¡Los chicos!» Se dio vuelta y corrió escaleras arriba hasta el dormitorio de Missy.
Una lucecita en forma de oso estaba enchufada en la pared, cerca de la parte baja de la cama de la niña. A la débil luz, Kathy pudo ver la forma del cuerpo de Missy, echada boca abajo.
—Missy —susurró Kathy, inclinándose sobre la cama.
Missy lanzó un leve gemido y se puso boca arriba. Kathy exhaló un suspiro de alivio y subió las frazadas hasta la barbilla de su hija. El aire frío que había entrado mientras la puerta estaba abierta había enfriado el cuarto. Kathy besó a Missy en la frente y silenciosamente salió del cuarto, dirigiéndose al piso alto.
Danny y Chris dormían profundamente, los dos boca abajo. «Ahora, cuando pienso en ello, dice Kathy, me doy cuenta que fue la primera vez que vi a los chicos dormir en esa postura… Especialmente a los tres al mismo tiempo. Incluso recuerdo que iba a decir algo a George en ese sentido, a decirle que aquello me parecía raro».
Por la mañana la ola de frío que envolvía a Amityville no se había retirado. El cielo estaba nublado y la radio prometió, una vez más, una Navidad con nieve. En el vestíbulo de la casa de los Lutz el termómetro seguía marcando veintidós grados, pero George había vuelto al cuarto de estar y seguía metiendo leños entre las llamaradas de la chimenea. George dijo a Kathy que no podía librarse del frío que lo tenía transido hasta los huesos, y que no entendía por qué razón ella y los niños no sentían tanto frío como él.
La tarea de cambiar el picaporte y la cerradura en la puerta de entrada era demasiado complicada, incluso para un hombre tan avezado como George. El cerrajero local llegó a eso de las doce, como se había convenido. El hombre hizo una inspección larga y minuciosa de los daños dentro de la casa y luego miró a George con una expresión peculiar, sin ofrecer ninguna explicación de los motivos que habían hecho posibles los trastornos relatados.
El hombre terminó su trabajo lenta y tranquilamente. Al retirarse, el cerrajero dijo que, en una ocasión, los De Feo lo habían invitado dos años antes. «Tuvieron algún inconveniente con la cerradura de la casilla de los botes». Lo habían llamado para cambiar el cerrojo, ya que antes la puerta, cuando se cerraba desde adentro se trababa y la persona que estaba en la casilla no podía salir.
George quiso decir algo más en relación al embarcadero, pero cuando Kathy lo miró se contuvo. Ni él ni ella querían enterarse de las noticias que circulaban a la sazón en Amityville: cosas raras estaban ocurriendo una vez más en el número 112 de Ocean Avenue.
A eso de las dos de la tarde la temperatura empezó a subir. Una leve llovizna bastó para que los niños decidieran quedarse en casa. George, como siempre, no había ido a su oficina y seguía yendo y viniendo entre la sala y el sótano, agregando leños a la chimenea y comprobando el funcionamiento del calefactor. Danny y Chris estaban en el cuarto de juegos del tercer piso y jugaban ruidosamente con sus juguetes. Kathy había vuelto a sus tareas de limpieza y forraba con papel las tablas de los placards. Ya había avanzado hasta su dormitorio del segundo piso Cuando se le ocurrió echar una mirada al cuarto de Missy. La niña estaba sentada en su diminuta hamaca y canturreaba para sí misma una canción mientras miraba por la ventana que daba sobre el embarcadero.
Kathy se disponía ya a decir algo a su hija cuando sonó el teléfono. Tomó el llamado desde el aparato que estaba en su dormitorio. Era su madre, que anunciaba la llegada para el día siguiente —Nochebuena— con el hermano de Kathy, Jimmy, que iba a llevarles un árbol de Navidad como regalo para caldear el ambiente.
Kathy dijo que se sentía muy aliviada de que alguien hubiera pensado finalmente en el árbol, ya que ella y George no se habían sentido capaces de hacer compras de ninguna clase. Luego, con el rabillo del ojo, vio que Missy abandonaba su dormitorio y se dirigía al cuarto de costura. Kathy sólo oía a medias lo que le decía su madre. ¿Qué podía estar haciendo en ese cuarto donde se habían amontonado las moscas el día anterior? Podía escuchar el canturreo de la niña, que se movía entre las cajas de cartón aún no abiertas.
Kathy se disponía ya a interrumpir a su madre cuando vio llegar a Missy desde el cuarto de costura. La niña, al tomar por el pasillo y volver a su dormitorio, dejó de canturrear. Sorprendida por el comportamiento de su hija, Kathy reanudó la conversación con su madre, dándole una vez más las gracias por el árbol. Luego colgó, avanzó sigilosamente hasta el cuarto de Missy y se paró en el umbral.
Missy estaba de vuelta en su mecedora, miraba fijamente a la misma ventana y canturreaba una canción que no parecía del todo conocida. Kathy se disponía a decir algo cuando Missy dejó de canturrear y, sin volver la cabeza, preguntó:
—Mamá… ¿hablan los Angeles?
Kathy miró a su hija. ¡La niña se había dado cuenta que ella estaba allí! Pero antes de que Kathy pudiera entrar al cuarto, fue sorprendida por un estruendo que llegaba desde arriba. ¡Los muchachos estaban en el otro piso! Asustada, subió corriendo las escaleras en dirección al cuarto de juegos. Danny y Chris se revolcaba por el suelo, trenzados, golpeándose y pateándose.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Kathy—. ¡Danny! ¡Chris! ¡Basta! ¿Me oyen?
Trató de separarlos, pero los dos niños trataban de lastimarse, con los ojos relampagueantes de furor, Chris gritaba en medio de su furia. Era la primera vez que los dos hermanos se habían trabado en una pelea.
Kathy dio una bofetada —bastante vigorosa— a cada uno, y exigió que se le explicara cómo se había iniciado la gresca.
—Fue Danny que empezó —dijo Chris lagrimeando.
—¡Mentiroso! ¡Tú empezaste! —exclamó Danny, torciendo la cara.
—¿Qué empezó qué? ¿Por qué están peleando? —preguntó Kathy levantando la voz. Ninguno de los niños contestó. Muy pronto los dos se apartaron de su madre. Kathy sintió que fuera cual fuere la historia entre ellos, era asunto de ellos y no de su madre.
Su paciencia se agotó.
—¿Qué está pasando aquí? Primero Missy con sus ángeles, y ahora ustedes dos, estúpidamente, tratan de matarse. Bueno. ¡Basta por hoy! Veremos qué va a decir papá de todo esto. Los dos recibirán el castigo merecido, pero ahora no quiero oír absolutamente nada de ninguno de los dos. ¿Me oyen? ¡Ni una sola palabra más!
Kathy, temblando, bajó las escaleras y volvió a sus tareas. «Tranquilízate», se dijo a sí misma. Al pasar junto al cuarto de Missy, oyó que la niña canturreaba la misma canción extraña. Kathy estuvo a punto de entrar, pero luego le pareció más oportuno no hacerlo y continuó su camino. Más adelante habría de hablar con George, cuando lograra tener una actitud más calma en relación a todo el asunto.
Kathy recogió un rollo de papel de envolver y abrió la puerta del placard. Inmediatamente le llegó a sus narices un olor rancio. «¡Dios mío! ¿Qué es esto?» Miró de la cadenita que colgaba del techo del placard para encender la luz y miró dentro. El placard estaba vacío, salvo por una sola cosa. El primer día en que los Lutz se habían mudado, Kathy había colgado un crucifijo en la pared interna, frente a la puerta del placard tal como lo había hecho cuando, vivían en Deer Park. Un amigo le había dado el crucifijo como regalo de bodas: era un crucifijo de plata, una obra de buena artesanía, de unos treinta centímetros de largo, que tenía la bendición desde hacía mucho tiempo.
Cuando Kathy lo buscó con la mirada y lo encontró, sus ojos se dilataron de horror. El olor rancio le provocó arcadas, pero no pudo apartar la vista del crucifijo, ¡que colgaba cabeza abajo!