22 DE DICIEMBRE
El lunes, por la mañana temprano en Amityville hacía mucho frío. La ciudad se levanta sobre la costa atlántica de Long Island y el viento marino sopla reciamente. El termómetro marcaba cinco grados bajo cero y los meteorólogos anunciaban una Navidad blanca.
En la casa de Ocean Avenue, Danny, Chris y Missy Lutz estaban en el cuarto de juegos, levemente aplacados después de la llamada al orden de la noche anterior. George todavía no había ido a su oficina y estaba sentado en la sala, poniendo de cuando en cuando un leño en un fuego ya muy vivo. Kathy escribía en su mesita del rincón de la cocina.
Al redactar la lista de las cosas que había que comprar para Navidad, la concentración mental de Kathy empezó a flaquear. Se sentía culpable por haber castigado físicamente a los niños, y, en especial, por la forma en que George y ella habían actuado. Muchos regalos estaban aún por comprarse y Kathy sabía que debía salir a comprarlos. Sin embargo, desde que se había mudado, nunca tenía ganas de salir a la calle. Acababa de escribir el nombre de la tía Theresa cuando de repente sintió que se le enfriaba la sangre y quedó con el lápiz suspendido en el aire.
Alguien había llegado desde atrás y la había abrazado. Luego le había tomado la mano y le había dado una palmada. El contacto era tranquilizador, como dotarlo de una fuerza interior. Kathy, aunque sobresaltada, no tuvo miedo: sintió que ésta era algo así como la caricia de una madre que conforta a su hija. ¡Kathy tuvo la impresión de que una suave mano femenina estrechaba su propia mano!
—¡Mamá! ¡Ven aquí, pronto!
Era la voz de Chris, llamando desde el rellano del último piso.
Kathy levantó la mirada. El hechizo fue interrumpido, el contacto había desaparecido. Subió corriendo las escaleras en busca de sus hijos, que estaban en el cuarto de baño y tenían la mirada clavada en el inodoro. Kathy vio que el interior del inodoro estaba absolutamente negro, como si alguien lo hubiera pintado desde el fondo hasta el borde. Kathy oprimió el botón y el agua bajó de todos lados: el negro permaneció.
Kathy arrancó un pedazo de papel higiénico e intentó vanamente, frotando, hacer desaparecer aquel color.
—¡No puedo creerlo! ¡Ayer froté todo con Clorox! —Se volvió hacia los niños con aire acusador—: ¿Han echado pintura aquí?
—¡No, mamá, no! —exclamaron los tres al unísono.
Kathy estaba a punto de enloquecer: el incidente ocurrido a la hora del desayuno fue olvidado. Echó una mirada al lavabo y a la bañera: brillaban después del escrupuloso tratamiento que ella había aplicado. Probó los grifos. Salía agua limpia y nada más. Una vez más abrió el depósito de agua, sin esperar ya que desapareciera el horrendo color negro.
Kathy se arrodilló y examinó la base del inodoro para ver si no había una infiltración desde el interior del artefacto. Por último se volvió hacia Danny.
—Tráeme el Clorox del cuarto de baño. Está en el cajoncito debajo del lavabo.
Missy hizo ademán de irse.
—¡Missy: quédate aquí! Deja que Danny haga lo que digo.
El muchacho salió del cuarto de baño.
—¡Y trae también el cepillo de piso! —gritó Kathy detrás.
Chris escudriñó la cara de su madre con unos ojos llenos de lágrimas.
—No lo hice. No me pegues de nuevo.
Kathy lo miró y recordó la atroz noche pasada.
—No, querido, no fue culpa tuya. Algo ocurrió con el agua, creo. Tal vez alguna obstrucción de combustible en las cañerías. ¿Nunca has notado nada?
—¡Yo debía ir! ¡Yo lo vi primero! —gritó Missy.
—¿Ajá? Bueno… veamos qué se puede hacer con el Clorox antes de llamar a tu padre y…
—¡Mamá, mamá! —la voz llegaba ahora de abajo, desde el vestíbulo.
Kathy salió al pasillo del cuarto de baño.
—¿Qué pasa, Danny? ¡Te dije que está debajo del lavabo!
—¡No, mamá, no es eso! Ya lo tengo. Pero tu inodoro también está negro. ¡Y hay mal olor!
El cuarto de baño de Kathy estaba en el extremo más alejado de su dormitorio. Danny estaba en la entrada al dormitorio, apretándose las narices, cuando Kathy y los otros dos niños llegaron corriendo. En cuanto Kathy entró en el dormitorio, sintió el olor: un perfume dulzón. Se paró, husmeó el aire y frunció el ceño.
—¿Qué es esto? ¡No es mi agua de Colonia!
Sin embargo, cuando entró al baño, fue asaltada por un olor totalmente distinto: un hedor espantoso.
Kathy tuvo una arcada y empezó a toser, pero antes de salir corriendo captó una imagen de su inodoro. ¡Estaba completamente negro!
Los niños se apartaron del camino cuando Kathy se precipitó escaleras abajo.
—¡George!
—¿Qué quieres? ¡Estoy ocupado!
Kathy entró como una exhalación en la sala y corrió hacia el lugar en donde estaba George, acurrucado junto a la chimenea.
—¡Ven a ver, por favor! ¡En nuestro cuarto de baño hay olor a rata muerta! ¡Y el inodoro está totalmente negro!
Kathy le agarró una mano y lo sacó vigorosamente del cuarto.
El inodoro del otro cuarto de baño en el piso de arriba también estaba enteramente negro, según comprobó George, pero no hedía. George husmeó el extraño perfume del cuarto.
—¿Qué diablos es este olor?
Y se puso a abrir las ventanas del segundo piso.
—En primer lugar: ¡tenemos que librarnos de este olor asqueroso!
George abrió las ventanas de su dormitorio y tomó por el pasillo en dirección a los otros cuartos. Luego oyó la voz de Kathy.
—¡George! ¡Mira esto!
El cuarto dormitorio del segundo piso —convertido ahora en el cuarto de costura de Kathy— tenía dos ventanas. Una de ellas, la que daba sobre el embarcadero y el río Amityville, era la ventana que George había abierto la primera noche, cuando se había despertado a las tres y cuarto. La otra daba sobre la casa vecina, a la derecha de 112 Ocean Avenue. ¡En esta ventana había centenares de moscas que zumbaban contra los cristales!
—¡Santo Dios! ¡Mira esto! ¿De dónde vienen moscas ahora…?
—Tal vez están atraídas por el olor —se aventuró a decir Kathy.
—Sí… pero no en esta época del año. Las moscas no viven tanto tiempo. No con estas temperaturas. Y… ¿por qué se amontonan todas contra el vidrio de esta ventana?
George echó una mirada a todo el cuarto, tratando de descubrir de dónde venían los insectos. En un rincón había un placard. Abrió la puerta y escudriñó el interior, buscando grietas…, cualquier cosa que pudiera dar una explicación del hecho.
—Si la pared de este placard diera sobre el cuarto de baño, a lo mejor podían ser atraídas por el calor, pero esta pared da a la calle.
George puso la mano sobre la pared.
—Está fría. No veo cómo pueden haber sobrevivido.
Después de hacer pasar a su familia al vestíbulo, George cerró la puerta que llevaba al cuarto de costura. Abrió la otra ventana, la que daba sobre el desembarcadero, recogió algunos periódicos y espantó las moscas que pudo. Mató las que quedaban y luego cerró la ventana. Al llegar a este punto el segundo piso estaba ya muy frío, pero por lo menos el perfume dulzón se había ido. También había disminuido el hedor en el cuarto de baño.
Pero nada de esto ayudó a George en sus esfuerzos por calentar la casa. Aunque nadie se había quejado, verificó el aparato de calefacción en el sótano. Marchaba perfectamente. A las cuatro de la tarde el termómetro de la sala marcaba veinticinco grados, pero George no podía sentir el calor.
Kathy había frotado el fondo de los inodoros con Clorox, Fantastik y Lysol. Los productos de limpieza habían tenido algún efecto, pero en buena parte la tintura negra seguía incrustada en la loza. El peor de todos era el inodoro del segundo cuarto de baño, junto al cuarto de costura.
La temperatura exterior había subido a cuatro grados bajo cero y los niños habían salido y estaban jugando con Harry. Kathy les advirtió que debían mantenerse lejos del embarcadero y la zona arbolada, diciendo que era peligroso jugar allí si no había nadie que los estuviera vigilando.
George había traído algunos leños más del garaje y estaba sentado en la cocina con Kathy. Los dos se pusieron a discutir violentamente, sin ponerse de acuerdo sobre quién habría de efectuar las compras de los regalos de Navidad.
—¿No puedes elegir, por lo menos, un perfume para tu madre? —preguntó George.
—¡Tengo que poner esta casa en orden! —gritó Kathy, enfurecida—. ¿Qué estás haciendo tú, fuera de molestar?
Al cabo de unos minutos la colisión ya había pasado. Kathy se disponía a hablar de la extraña experiencia que había tenido esa mañana en su rincón de la cocina cuando sonó el timbre de entrada.
Un hombre de una edad intermedia entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, con una calvicie incipiente, estaba parado en el umbral, con una sonrisa incierta en la cara y una caja con seis latas de cerveza en la mano. Los rasgos eran toscos y la nariz estaba enrojecida por el frío.
—Todos quieren venir a darles la bienvenida al barrio. No lo toman ustedes a mal, ¿verdad?
El hombre tenía puesto un sobretodo de lana de tres cuartos de largo, pantalones de pana y botas claveteadas. A George la pareció que no tenía aire de ser uno de los vecinos que habitaban las mansiones de la zona.
Antes de mudarse a Amityville, George y Kathy habían jugado con la idea de tener casa abierta, pero una vez instalados en el nuevo domicilio, no habían vuelto a hablar del tema. George saludó con un movimiento de cabeza al representante del vecindario.
—No, no nos parece mal. Siempre que no les incomode sentarse en cajas de embalaje, puede usted venir con todos sus amigos.
George lo hizo pasar a la cocina y presentó a su mujer. El hombre repitió su frase ante ella. Kathy hizo un gesto de aprobación y el hombre prosiguió contando a los Lutz que tenía una lancha que guardaba en un embarcadero vecino, varias casas más allá en la misma avenida.
El hombre levantó la caja de las cervezas y dijo:
—Yo la traje y yo me la llevo.
George y Kathy nunca supieron cómo se llamaba. No volvieron a verlo.
Esa noche, cuando fueron a acostarse, George hizo su previa inspección de puertas y ventanas, todos los cerrojos y pestillos de adentro y de afuera, de tal modo que, cuando se despertó una vez más a las tres y cuarto de la mañana, y cedió al impulso que le llevaba a echar una mirada abajo, quedó asombrado al encontrarse con que el portón de madera del frente —que pesaba por lo menos ciento veinte kilos— estaba abierto y desquiciado, ¡colgando de un solo gozne!