DEL 19 AL 21 DE DICIEMBRE
George se sentó en la cama, completamente despierto. Había oído un llamado en la puerta del frente.
Escudriñó la oscuridad. Por un instante no supo dónde estaba, pero luego logró situarse. Estaba en el dormitorio principal de su nueva casa. Kathy dormía a su lado, arropada bajo las abrigadas cobijas.
Se oyó un nuevo golpe en la puerta. «¡Santo Dios! ¿Qué es eso?», murmuró.
Tendió un brazo hacia la mesa de noche buscando su reloj de pulsera. ¡Eran las tres y cuarto de la mañana! Otro nuevo golpe, muy recio. Pero esta vez tuvo la impresión de que el ruido no venia de abajo, sino más bien de algún lugar a su izquierda.
George salió de la cama, caminó por el corredor frío, sin moquette, hasta el cuarto de vestir que daba sobre el río Amityville. Miró por la ventana hacia la oscuridad exterior. Oyó de nuevo un golpe. George hizo un esfuerzo por ver algo. «¿En dónde diablos está Harry?»
Desde algún punto que estaba por encima de su cabeza llegó un chirrido. Instintivamente se apartó y luego miró al techo. Oyó un crujido. Los niños, Danny y Chris, se hallaban en el dormitorio que estaba encima del suyo. Probablemente uno de ellos habría arrojado un juguete al suelo al hacer un movimiento mientras dormía.
Descalzo y con los pantalones del piyama como única vestimenta, George empezó a tiritar. Echó una mirada por la ventana. ¡Si, algo se estaba moviendo por el lado del embarcadero! Sin demorarse, levantó el cristal de la ventana y recibió contra la cara la ráfaga de aire frío. «¡Eh! ¿Quién anda ahí?» Harry ladró y se movió. George, tratando de escudriñar la oscuridad, vio que el perro daba un salto. La sombra estaba próxima a Harry.
—¡Harry! ¡Agárralo!
Otro golpe se oyó, proveniente del embarcadero, y Harry giró al oírlo. Se echó a correr en torno de la casilla, ladrando fuertemente, tironeando de la cadena.
George cerró la ventana de golpe y corrió hacia su dormitorio. Kathy se había despertado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, encendiendo la lámpara de la mesa de noche, mientras George se ponía los pantalones.
—¿George?
Kathy vio la cara barbada que se volvía hacia ella.
—Todo está en orden, querida. Sólo quiero bajar a echar un vistazo. Harry ha descubierto no sé qué junto al embarcadero. Probablemente un gato. Es mejor que lo tranquilice antes de que despierte a todo el vecindario.
Metió los pies en las zapatillas y tanteó en busca de su vieja bata azul marino, que estaba echada sobre una silla.
—Vuelvo en seguida. Sigue durmiendo.
Kathy apagó la luz.
—Ponte la chaqueta.
A la mañana siguiente, Kathy ya no pudo recordar que se había despertado durante la noche.
Cuando George salió por la puerta de la cocina, Harry seguía ladrando a la sombra movediza. Junto al borde de la piscina había una tabla apoyada contra la baranda. George la asió y corrió hacia el galpón de los botes. Entonces vio que la sombra se movía. George asió con más fuerza la tabla. Se oyó otro golpe vigoroso.
—¡Maldición! —exclamó George, dándose cuenta de que el ruido provenía de la puerta del embarcadero; abierta y balanceada por el viento—. ¡Creí que la había cerrado!
Harry ladró de nuevo.
—¡Basta, Harry, basta! ¡Termina de una vez!
Media hora más tarde George se había metido de nuevo en su cama y seguía perfectamente despierto. En esa condición de ex marino, alejado no hacia tanto del servicio, estaba acostumbrado a las llamadas intempestivas. Pero poner en movimiento su sistema de alarma interno le llevaba tiempo.
Mientras esperaba conciliar el sueño, George reflexionó en la situación en que se había metido: un segundo matrimonio con tres hijos que no eran suyos, una nueva casa con una fuerte hipoteca. Los impuestos en Amityville eran tres veces más altos que en Deer Park. ¿Le hacía falta realmente la nueva lancha? ¿Cómo diablos se las iba a arreglar para pagar por todas estas cosas? El negocio de la construcción era muy lerdo en Long Island, por culpa de la rigidez del sistema de pagos, y al parecer la cosa no se iba a arreglar mientras los Bancos no aflojaran las riendas. Si no se construyen casas y la gente no compra propiedades, ¿a quién diablos le hace falta un vendedor de inmuebles?
Kathy se movió en su sueño y dejó caer un brazo en torno del cuello de George. Hundió profundamente la cara en el pecho de él, que sintió el olor del pelo de ella. Sin duda tenía olor a limpio, pensó, y la idea fue de su agrado. También mantenía a sus hijos así: inmaculados. ¿Sus hijos? Los de George, ahora. Cualesquiera que fueran las dificultades, ella y los niños merecían que uno las enfrentara.
George miró el techo. Danny era un buen chico, capaz en todo sentido. Podía encontrar la vuelta para hacer cualquier cosa que se le pidiera. Ahora se estaban haciendo más amigos, Danny había empezado a llamar «papá» a su padrastro: ya no le decía «George». En cierto modo, George se alegraba de no haber conocido nunca al ex marido de Kathy; de este modo Danny era enteramente suyo. Kathy le había dicho que Chris era igual a su padre, que tenía los mismos modales, los mismos cabellos crespos y los mismos ojos. Cuando George le reprochaba algo al niño, la cara de Chris se entristecía, compungida, y el niño lo miraba con ojos muy expresivos. Sin duda el niño sabía usar los ojos.
A él le gustaba la forma en que los dos varones se ocupaban de Missy, una verdadera calamidad, aunque muy despierta para sus seis años. Nunca había tenido dificultades con ella desde el primer día en que había visto a Kathy. Era la nena de papá y nada más. «Me escucha a mí y a Kathy. Lo cierto es que los tres nos escuchan. Son tres chicos buenos».
Después de las seis George logró quedarse dormido. Kathy se despertó unos pocos minutos después y echó una mirada en torno del extraño dormitorio, tratando de poner en orden sus pensamientos. Estaba en el dormitorio de su hermosa casa nueva. Tenía junto a ella a su marido y los tres niños estaban durmiendo en sus propios dormitorios. ¿No era maravilloso esto? Dios había sido bueno con ellos.
Kathy trató de deslizarse bajo el brazo de George. El pobre había trabajado demasiado ayer, pensó Kathy, y hoy tenía más quehaceres por delante. Mejor dejarlo dormir. Ella, en cambio, no podía dormir: había demasiadas cosas que hacer en la cocina y era mejor empezar a moverse antes de que se levantaran los chicos.
Ya abajo, Kathy echó una ojeada a su nueva cocina. Afuera todavía estaba oscuro. Encendió la luz. Sobre el piso y la pileta había cajas apiladas con fuentes, vasos y cacerolas. Las sillas seguían puestas sobre la mesa de cocina. De todos modos, pensó Kathy sonriéndose a sí misma, la cocina iba a ser un cuarto feliz para toda la familia. Tal vez fuera el lugar adecuado para la Meditación Trascendental, que George practicaba desde hacía dos años y Kathy desde hacía un año. Él se había puesto a meditar después del fracaso de su primer matrimonio y había asistido a sesiones de un grupo de terapia. De aquí había nacido su interés en la meditación. Le había hecho conocer el tema a Kathy, pero ahora, atareado con la mudanza, se había olvidado totalmente de su hábito, bien establecido, de encerrarse en su cuarto y meditar unos cuantos minutos cada día.
Kathy lavó su calentador eléctrico; lo llenó, lo enchufó y encendió su primer cigarrillo del día. Mientras bebía el café, sentada a la mesa con un block y un lápiz, empezó a tomar nota de las tareas que debía hacer en la casa. Hoy era viernes 19. Los chicos no habrían de ir a la nueva escuela hasta después de las vacaciones de Navidad. ¡Navidad! ¡Había tanto por hacer aún!
Kathy tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando fijamente. Sorprendida, levantó la mirada y se volvió. Su hija menor estaba en el pasillo.
—¡Missy! Me has dado un susto. ¿Qué pasa? ¿Por qué te has levantado tan temprano?
La niña tenía los ojos entornados. Los cabellos rubios le cubrían la cara. Echó una mirada en derredor, como si no se diera cuenta de dónde estaba.
—Quiero ir a casa, mamá.
—Estás en casa, Missy. Ésta es nuestra nueva casa. Ven aquí.
Missy se acercó tambaleando hasta Kathy y subió a su regazo. Las dos damas de la casa permanecieron sentadas en su simpática cocina; Kathy acunó a su hija hasta que ésta quedó dormida.
George bajó después de las nueve. A esta hora los muchachos ya habían terminado el desayuno y estaban fuera, jugando con Harry y haciendo investigaciones. Missy dormía nuevamente en su dormitorio.
Kathy miró a su marido, que llenaba el marco de la puerta con su corpulencia. Notó que no se había afeitado la parte de abajo de la mandíbula y que los cabellos de color rubio oscuro y la barba estaban desgreñados. Todo esto quería decir que no se había dado una ducha.
—¿Qué ocurre? ¿No piensas trabajar hoy? George se sentó pesadamente a la mesa.
—No. Todavía tengo que descargar el camión y volver a Deer Park. Hemos gastado cincuenta dólares más por haberlo retenido toda la noche.
Echó una mirada en derredor, bostezando, y tuvo un escalofrío.
—Aquí hace frío. ¿No has puesto la calefacción?
Los muchachos pasaron junto a la puerta de la cocina, gritando detrás de Harry. George levantó la mirada.
—¿Qué les pasa a esos dos? ¿No puedes hacer que se queden quietos?
Ella, de pie junto a la pileta, se volvió.
—¡No tienes que gritarme! ¡El padre eres tú! ¡Hazlos callar!
George golpeó la mesa con la palma de la mano. El ruido hizo dar un salto a Kathy.
—¡Está bien! —gritó.
Abrió la puerta de la cocina y se asomó. Danny, Chris y Harry seguían corriendo de un lado para otro.
—¡Basta! ¡Basta de bochinche! ¡Basta!
Y, sin esperar la reacción de ellos, cerró la puerta de un portazo y salió bruscamente de la cocina.
Kathy quedó sin habla. Era la primera vez que George había salido de sus casillas y había gritado a los niños. ¡Y por tan poca cosa! Ayer no había estado de mal humor.
George descargó con sus propias manos el camión y volvió con él a Deer Park, poniendo la motocicleta en la parte de atrás, para la vuelta a Amityville. No se afeitó, no se duchó y no hizo durante el resto del día nada más que quejarse por la falta de calefacción en la casa y por el ruido que hacían los niños en el cuarto de juegos del piso alto.
Todo ese día, George no hizo más que rezongar y esa noche, a las once más o menos, cuando ya era hora de meterse en cama, Kathy ya estaba harta. Estaba muy cansada de poner una y otra cosa en orden y tratar de mantener a los niños lejos de George. A la mañana siguiente habría de iniciar la limpieza de los cuartos de baño, pero esta noche no podía hacerlo. Ahora se iba a meter en cama.
George se quedó un rato en la sala, echando un leño tras otro en la chimenea. Aunque el termostato marcaba veinte grados, no podía entrar en calor. Probablemente verificó una docena de veces la temperatura del calorífero en el sótano a lo largo del día.
A las doce, finalmente, George fue al dormitorio y se echó a dormir sin más. A las tres y cuarto de la mañana estaba de nuevo despierto y sentado en la cama.
Algo lo estaba preocupando. El embarcadero. ¿Había trancado la puerta… sí o no? No podía recordar. Tuvo que salir a comprobar. La puerta estaba cerrada y trancada.
En los dos días siguientes la familia Lutz pasó por un extraño cambio de personalidad colectiva. Como hubo de decir George más adelante: «No fue algo repentino. Fue en pedacitos: por aquí y por allá». El ni se afeitaba ni se bañaba, como siempre lo había hecho, infaltablemente. Por lo general, George dedicaba todo el tiempo que podía a su trabajo: dos años antes había abierto una segunda oficina en Shirley para atender negocios inmobiliarios en la costa sur. Ahora, en cambio, se conformaba con llamar a Syosset y dar órdenes malhumoradas a sus empleados, exigiéndoles que terminaran con sus tareas de inspección antes de fin de semana, ya que él necesitaba el dinero. En cuanto a la posibilidad de mudar su oficina al nuevo sótano, no lo pensó ni un solo instante.
En cambio, se quejaba constantemente de que la casa estaba fría como una heladera y había que calentarla. Echar leño tras leño a la chimenea le ocupaba la mayor parte del tiempo, salvo en los momentos en que iba al embarcadero, miraba el espacio vacío y volvía a la casa. Ni siquiera al llegar a este punto podía decir qué iba a mirar allí cuando salía. Sólo sabía que se sentía arrastrado a ese lugar. Prácticamente era una compulsión. En la tercera noche que pasaron en la casa, George se despertó nuevamente a las tres y cuarto, muy preocupado con la idea de lo que podía estar ocurriendo.
Los niños también lo irritaban. A partir del momento de la mudanza, se habían convertido en unos mocosos traviesos, unos monstruos malcriados que no oían ninguna advertencia, niños desbandados a quienes había que castigar severamente.
Cuando se trataba de los niños, Kathy tenía la misma impresión. Se sentía crispada por sus relaciones tensas con George y por los esfuerzos que realizaba para poner la casa en orden antes de Navidad. En la cuarta noche que pasaron en la casa. Kathy estalló y, junto con su marido, castigó a Danny, a Chris y a Missy con una correa y un pesado cucharón de madera.
Los niños habían roto accidentalmente el vidrio de una ventana en la banderola semicircular del cuarto de juegos.