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15 DE ENERO

Esa mañana, en el mismo instante en que los Lutz huían de su casa, el padre Mancuso tomaba la decisión de irse de la ciudad.

Esperó hasta las once, porque entonces eran las ocho en San Francisco y no quería despertar a su primo con una llamada telefónica intempestiva. El sacerdote anunció que iba a California a tomarse unas vacaciones y que partiría dentro de uno o dos días, probablemente el 16 de enero.

El padre Mancuso colgó el auricular, sintiéndose aliviado. Era la primera medida positiva que había tomado desde hacía semanas. El sacerdote pensaba que una semana bajo el sol de California iba a hacer bien a su estado físico agotado y tal vez lograría curarse de la gripe que se había instalado en su organismo. ¡Que los diabólicos poderes que reinaban en el número 112 de Ocean Avenue se quedaran con la casa y el crudo invierno neoyorquino!

El sacerdote llamo a su oficina en la diócesis de Rockville Center para dar cuenta de sus planes. Había que aplazar las asistencias a la Corte para después del 30 de enero. Por su parte, él se iba a poner en contacto directo con sus pacientes para fijar nuevas horas con ellos.

A medida que avanzaba la mañana el sacerdote se iba sintiendo mejor. Tenía muchas cosas que hacer antes de partir y todos los pensamientos que suscitaba la familia Lutz fueron puestos de lado. Pero a las cuatro de la tarde llamó George Lutz desde la casa de su suegra en East Babylon. Lutz quería informar al padre Mancuso que él, Kathy y los niños iban a seguir allí mientras se realizaran las investigaciones científicas en la casa de Amityville.

—Me parece muy bien, George —dijo el padre Mancuso—, pero esté usted atento a todo lo que pasa en su casa. No deje que conviertan al caso en un número de circo.

—¡Oh, no, padre, no! —contestó George—. No queremos que la gente se entrometa en el lugar. Hemos dejado allí todas nuestras cosas. Nadie podrá entrar a menos que yo lo autorice.

—Está bien —dijo el sacerdote—. Bueno… Siga usted en contacto con los parapsicólogos. Los capellanes opinan que estas personas son las más indicadas cuando se presenta una situación como ésta.

—Sólo hay una cosa —dijo George, interrumpiendo—… ¿si ellos no encuentran las respuestas…? Y, padre, después de la última noche, no creo francamente que las encuentren. Entonces… ¿qué va a pasar?

El padre Mancuso dejó escapar una bocanada de aire.

—¿Después de la última noche? ¿A qué se refiere usted? ¡No me diga que volvió a pasar allí la noche! Hubo un silencio. Por último George contestó: —No nos dejaba ir. Hasta esta mañana no nos pudimos escapar.

El padre Mancuso sintió que las palmas de sus manos empezaban a picarle. Se miró la mano izquierda: empezaba a ampollarse. «¡Oh, no!, pensó. Dios mío. Dios mío, ¡de nuevo no, de nuevo no! ¡Basta!»

Sin decir una palabra más a George, el sacerdote cortó. Y cruzando los brazos, se metió las manos en los sobacos, tratando de protegérselas. Empezó a balancearse sobre los talones. «Por favor, por favor, imploró, dejadme en paz. Os prometo que no volveré a hablar con él».

George no pudo entender por qué razón el padre Mancuso había colgarlo de golpe. Al oír que ellos se habían ido ya de la casa, el sacerdote habría tenido que alegrarse. George quedó con el receptor en la mano, mirándolo. «Al fin de cuentas, ¿qué dije?», murmuró.

Un tirón brusco de la manga interrumpió los pensamientos de George. Era Missy.

—Mira, papá —dijo—. ¡Dibujé a Jodie, como tu me dijiste!

—¿Qué? —preguntó George. Missy le estaba tendiendo un papel—. ¡Ah, sí! —dijo George—. ¡El retrato de Jodie! Deja que lo vea.

George tomó el papel que le daba Missy. Era el dibujo que un niño puede hacer de un cerdo: deformado sin duda, pero la imagen que de un animal que corre tiene una mente de cinco años.

George levantó las cejas.

—¿Y estas cositas que rodean a Jodie? —preguntó—. Parecen nubecitas.

—Es la nieve, papá —contestó Missy—. ¡Cuando Jodie se fue corriendo en la nieve!

El padre Mancuso decidió tomar el avión de TWA que partía a las veintiuna para San Francisco. Cuando el pánico que le había inspirado la llamada de George se hubo desvanecido, el sacerdote fue al teléfono y habló con la mujer de su primo. Le dijo que había cambiado de idea y que iba a llegar esa misma noche. Quedaron en encontrarse en el aeropuerto internacional de San Francisco.

El padre Mancuso hizo sólo una valija; llamó a su madre, a la oficina de la diócesis y a una compañía de taxímetros. A las ocho de la noche salía ya de la parroquia en dirección al aeropuerto Kennedy. Cuando el sacerdote pasó por la oficina de la companía de aviación, volvió a mirarse las manos. Las ampollas habían desaparecido, pero el miedo estaba instalado en él.

Jimmy y Carey fueron a pasar esa noche a casa de la madre de ella. Pero antes de irse se celebró una fiestecita en casa de la señora Connors. A causa de la intensa, de la dramática sensación de alivio que tenían los Lutz por verse libres de la casa de Ocean Avenue, la reunión tuvo un carácter francamente festivo.

George y Kathy querían hablar ahora de sus experiencias y, rodeados de la familia, eran sensibles a la cordialidad y credulidad de la atmósfera. Los acontecimientos eran relatados en una fluencia sin interrupciones cuando trataban de explicar lo que les había ocurrido. Por último, George reveló que tenía planes de librar a su casa de cualquier fuerza maléfica allí instalada. Dijo a su suegra y a Jimmy que unos grupos de investigación iban a ser invitados a participar, pero que tendrían que llevar a cabo sus trabajos por cuenta propia. En ninguna circunstancia él o Kathy iban a entrar de nuevo en la casa de Ocean Avenue.

Danny, y Chris y Missy iban a dormir en el cuarto de Jimmy. Los varones estaban exhaustos por la aterradora aparición del «monstruo» la noche anterior, y por la excitación traída por la escapada a casa de la abuela. Pero no querían hablar de la demoníaca figura de capuchón blanco. Cuando George los conminó a que dieran su versión, los niños se quedaron callados y en sus caras apareció una expresión de miedo.

Missy, en cambio, parecía ser indemne a toda la historia. Se había adaptado fácilmente a la nueva aventura y se sentía muy cómoda en la nueva casa, con unas muñecas encontradas en casa de su abuela. Ni siquiera pareció perturbada cuando Kathy le hizo algunas preguntas más sobre el retrato de Jodie. La niña se limitó a decir:

—El cerdo es así.

Dibujo de Missy. “Jodie” corriendo en la nieve.
Dibujo de Missy. “Jodie” corriendo en la nieve.

George y Kathy se bañaron muy temprano esa noche. Ambos gozaron del agua caliente y se demoraron un buen rato en la bañera. Era una limpieza doble: limpieza de sus cuerpos y de sus terrores. A las diez de la noche estaban en cama en el cuarto de huéspedes. Por primera vez en casi un mes durmieron el uno en brazos del otro.

George fue el primero en despertar. Tenía la sensación de haber estado soñando, ¡como si hubiera estado flotando en el aire!

La impresión era que su cuerpo se había estado paseando por el cuarto, flotando, y que había aterrizado blandamente en la cama. Siempre en ese estado onírico, George había visto a Kathy levitando sobre la cama. Kathy se había levantado unos treinta centímetros sobre el colchón y se había alejado lentamente de él.

George tendió una mano a su mujer. A sus ojos el propio movimiento aparecía como en ralentisseur, como si su brazo no estuviera unido a su cuerpo. Trató de llamar a Kathy, pero por algún motivo no pudo recordar el nombre de ella. George sólo pudo contemplar a Kathy, levitando cada vez más cerca del techo. Luego sintió que él también se levantaba, la repetida sensación de estar flotando.

Oyó que alguien lo llamaba desde una distancia muy grande, George reconoció la voz, que le sonó muy familiar. Y oyó pronunciar de nuevo su nombre:

—¿George?

De repente recordó. Era Kathy. George miró hacia abajo y vio que Kathy estaba de nuevo en la cama y lo miraba.

Entonces empezó a flotar en dirección a Kathy y sintió que lentamente su cuerpo se depositaba en la cama, al lado del de ella.

—¡George! —gritó Kathy—. ¡Estabas flotando en el aire!

Kathy lo asió por el brazo y lo sacó de la cama.

—¡Ven! —gritó—. ¡Tenemos que salir de este cuarto!

Como un sonámbulo. George siguió a su mujer. En el rellano de la escalera los dos se detuvieron y se echaron hacia atrás horrorizados. ¡Una chorrera avanzaba hacia ellos subiendo las escaleras, formando una especie de serpiente y con la consistencia de una gelatina verdosa y negra!

George se dio cuenta ahora de que no había estado soñando. Todo era real. Eso que él había creído dejar para siempre en el número 112 de Ocean Avenue los estaba siguiendo… ¡los iba a seguir adonde quiera que fueran los Lutz!