13 DE ENERO
George está convencido ahora de que no estaba soñando. Desde el lugar en donde estaba, podía ver claramente —está seguro— hasta el dormitorio de los varones en el último piso. Y había visto una figura nebulosa que se aproximaba a la cama de Chris.
George había intentado correr junto a la cama de su hijo y tomarlo en sus brazos para defenderlo de la forma amenazadora. ¡Pero George no había podido levantarse de la silla! Una mano firme se había apoyado en sus hombros y lo había clavado al asiento. Era una lucha que —George sabía— no podía ser ganada.
La sombra revoloteó sobre Chris. George, ya sin fuerza, gritó: «¡Está en el cuarto de Chris!» Pero nadie lo oyó.
—¡Está en el cuarto de Chris! —repitió. Entonces la presión que sentía sobre sus hombros se aflojó y lo empujaron. Los brazos quedaron libres y pudo ver a Chris fuera de la cama, envuelto por la forma oscura.
George agitó las manos y gritó una vez más: «¡Está en el cuarto de Chris!» Y sintió otro empujón violento.
—¡George!
Sus ojos se abrieron de repente. Kathy estaba inclinada sobre él y lo sacudía.
—¡George! ¡Despiértate!
George se levantó de un salto de su silla.
—¡Lo tiene a Chris! —aulló—. ¡Tengo que ir! Kathy lo agarró del brazo.
—¡No…! —Hizo que retrocediera—. ¡Estás soñando! ¡Chris está ahí!
Kathy señaló la cama con la mano. Los tres niños estaban bajo las frazadas. Se habían despertado por los gritos de George y ahora estaban mirando a sus padres. George seguía perturbado.
—No estaba soñando, te digo —insistió—; vi que lo levantaba y…
—No es posible —dijo Kathy— ha estado aquí, en la cama, todo el tiempo.
—No, mamá. Me había levantado un poco antes para ir al cuarto de baño —dijo Chris, incorporándose en la cama—. Tú y papá estaban dormidos.
—No te oí. ¿Usaste mi cuarto de baño? —preguntó Kathy.
—No. La puerta estaba cerrada con llave y tuve que ir arriba.
George fue al cuarto de baño: la puerta estaba cerrada con llave.
—¿Arriba? —preguntó Kathy.
—Sí —dijo Chris— pero me asusté.
—¿Por qué? —preguntó George.
—Porque podía ver a través del piso y te estaba viendo, papá.
Los Lutz siguieron despiertos el resto de la noche. Sólo Missy logró conciliar el sueño. Por la mañana, George llamó al padre Mancuso.
Unos minutos antes el padre Mancuso había tomado una resolución. La angustia que le inspiraban los hijos de los Lutz y los temores por la seguridad de ellos se impusieron a sus propios temores. El padre Mancuso tenía la impresión de haber actuado cobardemente desde hacía tiempo y resolvió ver de nuevo al obispo y solicitar su permiso pera entrevistarse con George.
Por primera vez en muchos días, se dio una ducha y ya se disponía a afeitarse. En el momento de enchufar la maquinita eléctrica, el padre Mancuso quedó con la boca abierta. Debajo de sus ojos tenía las mismas ojeras negras que había visto por primera vez en el espejo de la casa de su madre. En ese instante sonó el teléfono.
Aun antes de contestar, el sacerdote supo quién estaba llamando.
—¿Si… George? —dijo.
George estaba tan preocupado que no advirtió que el padre Mancuso se había adelantado a reconocerlo. George dijo que Kathy y él habían decidido seguir el consejo del capellán e iban abandonar la casa de Ocean Avenue. Iban a vivir en casa de su madre política hasta que George lograra poner en marcha la investigación. Había demasiados incidentes que afectaban ya a los niños y George pensó que, si seguía demorando su decisión. Danny, Chris y Missy podían verse en situaciones de serio peligro.
El sacerdote no preguntó cuáles eran esos incidentes, y tampoco mencionó la reaparición de las ojeras. Estuvo de acuerdo en que la seguridad de los niños era el punto más importante y que George obraba bien al irse.
—Deje usted que eso que está ahí se quede con el lugar —dijo— pero usted… ¡Váyase!
Danny y Chris no fueron esa mañana a la escuela de Amityville. Kathy hizo que se quedaran una vez más en casa, porque quería empaquetar a la brevedad posible. George dijo que habrían de irse en cuanto avisara a la policía que la familia se ausentaba por cierto tiempo. También quería que la policía tuviera el número de teléfono de la señora Connors por cualquier eventualidad. Pero cuando levantó el tubo del teléfono para marcar el número del departamento de policía, la línea estaba muerta. Cuando George dijo a Kathy que se había descompuesto el teléfono, ella se puso muy nerviosa y luego, sin recoger siquiera una muda de ropa, los hizo subir a la camioneta.
George subió con Harry del sótano y lo puso en la parte de atrás de la camioneta. Luego dio una vuelta a la casa para cerciorarse de que las puertas estaban cerradas con llave. Lo último que vio fue el embarcadero. Y después subió al volante de la camioneta. Abrió la llave del encendido, pero el motor no se puso en marcha.
—¿George? —preguntó la voz de Kathy, temblorosa— ¿qué ocurre?
—No es nada —dijo él— tenemos bastante nafta. Voy a echar un vistazo a la máquina.
Al bajar de la camioneta, miró hacia el cielo. Las nubes se habían puesto oscuras y amenazadoras. George sintió que se estaba levantando un viento frío. En el momento en que levantó el capot cayeron las primeras gotas de lluvia sobre el parabrisas.
George nunca logró saber exactamente qué había causado la obstrucción del motor. Una violenta ráfaga de viento llegó desde el río Amityville y el fondo de la casa cerrando ruidosamente el capot. George apenas logró ponerse a un lado para evitar la caída de la cubierta cuando un rayo cayó a tierra detrás del garaje. El estruendo fue instantáneo, las nubes se abrieron y una espesa cortina de agua empapó a George.
George corrió hasta la puerta de entrada y la abrió.
—¡Entren! —gritó a su familia, que había subido a la camioneta. Kathy y los niños corrieron hasta la puerta abierta, pero cuando él consiguió cerrar la puerta detrás de ellos, todos estaban empapados. «Estamos atrapados», se dijo a sí mismo, sin atreverse a expresar su pensamiento en voz alta a Kathy. «No va a dejarnos ir».
La lluvia y el viento arreciaron y a la una de la tarde Amityville fue azotada por otra tormenta con vientos huracanados. A las tres de la tarde la electricidad quedó cortada; afortunadamente, la casa se mantuvo caldeada. George encendió la radio portátil en la cocina.
El informe meteorológico anunció seis grados bajo cero y dijo que estaba cayendo granizo sobre la totalidad de Long Island. Como el radar mostraba un sistema de presiones extremadamente bajas que cubría toda la zona metropolitana, la oficina no podía predecir la duración de la tormenta.
George se ocupó de componer como pudo la ventana rota de Missy, metiendo toallas en los espacios donde no había encaje en el marco, y finalmente clavó una frazada vieja que tapó todo el jambaje. Aún no había terminado y sus ropas secas, recién puestas, estaban de nuevo empapadas.
En la cocina George miró el termómetro colgado junto a la puerta de atrás. Marcaba veintiséis grados y la casa se estaba poniendo excesivamente caldeada. Él sabía que, suspendida la electricidad, el termostato del quemador de petróleo no podía funcionar. Pero cuando George miró de nuevo el termómetro, éste marcaba veintinueve grados.
Para refrescar la casa hubo que hacer entrar un poco de aire. Abrió un poco las ventanas del porche interior, el único cuarto que estaba de espaldas a la dirección de la tormenta.
A partir del momento en que estalló la tormenta, el cielo se oscureció y, pese a ser de día, Kathy había encendido unas velas. A las cuatro y media estaba instalada la noche en la casa de Ocean Avenue.
De cuando en cuando, Kathy levantaba el tubo del teléfono para ver si funcionaba de nuevo, pero lo hacía con pocas esperanzas: la tormenta no iba a dejar que las cuadrillas de trabajo salieran a hacer sus reparaciones. Los niños no estaban asustados en lo más mínimo por la oscuridad. Para ellos el accidente era una especie de fiesta, y empezaron a subir y bajar bulliciosamente las escaleras, jugando a las escondidas. Como los varones eran mucho más hábiles para esconderse, por lo general el «hallazgo» era Missy. Harry, muy contento, se unió a la algazara, y logró irritar a George al punto que éste le dio un coscorrón con un diario doblado. Harry huyó y se escondió detrás de Kathy.
A las seis de la tarde la tormenta no había amainado. Al parecer, toda el agua del mundo se precipitaba sobre los techos del número 112 de Ocean Avenue. Y dentro de la casa la temperatura alcanzaba los treinta y dos grados. George bajó al sótano para examinar el quemador de gasolina. Estaba en descanso pero no importaba: el calor continuaba aumentando en todos los cuartos, salvo el de Missy.
Desesperado, George decidió implorar a Dios. Con una vela en la mano, George empezó a pasar de un cuarto a otro, pidiéndole a Dios que echará de su casa a los que no formaban parte de ella. Se sintió levemente tranquilizado al comprobar que no había ninguna reacción siniestra ante sus plegarias.
George había retirado el candado de la puerta del cuarto de juegos cuando éste había quedado dañado en la primera tormenta. Ahora, al acercarse al cuarto recitando su oración, vio que la gelatina verde estaba allí de nuevo y fluía por un agujero de la puerta, derramándose sobre el piso del pasillo. George contempló el charco de sustancia gelatinosa que se extendía lentamente hacia las escaleras.
Arrancó los tablones clavados en las puertas y las abrió, esperando que iba a ver los cuartos llenos de la sustancia gelatinosa. ¡Pero la única fuente de esta sustancia, al parecer, era el agujero abierto en la puerta, donde había estado la cerradura!
George recogió unas toallas en el cuarto de baño del último piso y las metió en el agujero. Las toallas quedaron saturadas muy pronto, pero la gelatina dejó de fluir. Limpió la materia derramada en el pasillo, que había bajado incluso por los escalones. George no tenía intenciones de hablar a su mujer de este último descubrimiento.
Durante todo el tiempo en que su marido iba de un lado a otro de la casa, Kathy había estado sentada junto al teléfono. Había tratado de abrir un poco la puerta de la cocina para que entrara aire. Pero bastaba una simple rendija para que el agua de la lluvia se metiera, inundando el cuarto. Kathy empezó a sentirse soñolienta por culpa de la calefacción excesiva.
Cuando George volvió finalmente a la cocina, Kathy estaba casi dormida, con la cabeza descansando en los brazos sobre la mesa de desayuno de su rincón favorito. Kathy estaba empapada de sudor: cuando él la tocó, notó la nuca húmeda y, cuando trató de despertarla, ella levantó un poco la cabeza, murmuró algo que él no entendió y dejó caer de nuevo la cabeza entre los brazos.
George ya no tuvo necesidad de comprobar si la lluvia y la tormenta habían aumentado. Torrentes de agua seguían volcándose sobre la casa y, de algún modo, él supo que ellos no iban a poder abandonar la casa esa noche. Levantó a Kathy en sus brazos y la llevó al dormitorio, tomando nota de la hora en el reloj de la cocina: eran exactamente las ocho de la noche.
Por último, los treinta y dos grados de calor dieron cuenta de Danny, Chris y Missy. Los correteos por toda la casa a lo largo del día los habían dejado exhaustos, de tal modo que poco después de haber subido George con Kathy, los niños estaban dispuestos a meterse en cama. George se sorprendió al encontrarse con que el cuarto de los varones en el segundo piso estaba algo más fresco. Sabía que el aire calentado siempre sube, y justamente la temperatura es siempre más alta en el último piso.
Missy trepó soñolientamente a la cama, junto a Kathy, pero se negó a que la cubrieran con sábanas o frazadas. Antes de que George bajara de vuelta, ella y los muchachos ya se habían quedado dormidos.
George y Harry estaban ahora solos en el cuarto de estar. Pero esta vez el perro no parecía dispuesto a dormir y seguía con la vista todos los movimientos de su amo. Éste también padecía los efectos del excesivo calor. Cuando George se levantaba de su silla para ir al otro cuarto, Harry no lo seguía y permanecía estirado junto a la rendija respirando el aire fresco que entraba por las ventanas.
George pensó en bajar a ver si el motor de la camioneta se encendía ahora. El vehículo seguía estacionado en la senda de entrada y George calculaba que, a esta altura, el motor debía estar mojado. Pero el factor inhibitorio decisivo era la sospecha de George: «una vez afuera, ya no podré volver a entrar en la casa». Algo dentro de él le decía que no iba a abrir de nuevo la puerta del frente o la de la cocina.
De repente, a las diez de la noche, la temperatura de treinta y dos grados empezó a bajar. Harry fue el primero en notarlo: se incorporó, husmeó el aire, marchó hacia la chimenea apagada, junto a la cual estaba sentado George, y emitió un gemido. El patético sonido interrumpió los pensamientos del amo, concentrados en su camioneta. George tuvo un escalofrío. Había habido un gran bajón en la temperatura de la casa.
Media hora más tarde, el termómetro estaba en los quince grados. George fue al sótano a buscar leños. Harry marchó detrás de él hasta la puerta del sótano, pero no quiso bajar los escalones con George y se quedó en el rellano, girando continuamente la cabeza para ver si alguien venía detrás de él.
George utilizó su linterna para escudriñar todos los rincones del sótano, pero no vio señales de nada desusado. Con unos cuantos leños entre los brazos, George volvió a subir las escaleras e intentó telefonear desde la cocina. La línea seguía muerta. Ya se disponía a encender el fuego en la chimenea cuando creyó oír un grito de Missy.
Al entrar a su dormitorio vio a la niña, que estaba tiritando: se había olvidado de cubrirla en el momento en que la temperatura había empezado a bajar. Kathy, boca abajo, dormía como una persona intoxicada, sin moverse ni revolverse en la cama. George también arropó el cuerpo enfriado de su mujer.
Finalmente, al volver al cuarto de estar, decidió que no iba a encender la chimenea. Quería estar con las manos libres para vigilar junto a Kathy y los niños. «Es mejor, pensó, que esta noche esté preparado para cualquier eventualidad». Puso a Harry el collar con la larga cadena de metal y lo llevó al dormitorio principal. Dejó la puerta abierta, pero midió la cadena suelta en forma de que Harry pudiera bloquear la entrada. George se quitó los zapatos y, sin desvestirse, se deslizó dentro de la cama, junto a Missy y Kathy, pero no se echó a dormir, sino que se sentó, apoyando la espalda en la cabecera.
A la una de la mañana, George sintió que empezaba a congelarse. Los ruidos de la tormenta que se había desatado le indicaban que no había esperanzas de que el calefactor produjera calor esa noche. Y se puso a llorar silenciosamente, pensando en el horrible aprieto en que se habían metido él y su familia. En este instante comprendió que debía haber huido de la casa cuando el padre Mancuso se lo había recomendado. «¡Dios mío, Dios mío! ¡Ayúdanos!», dijo con voz velada.
De repente, Kathy levantó la cabeza. Mientras él la contemplaba, bajó de la cama y se volvió para verse en el espejo de la pared. A la luz del velador, George pudo ver que Kathy tenía los ojos abiertos, pero se dio cuenta de que estaba dormida.
Después de fijar un instante la mirada en su reflejo, Kathy se dirigió a la puerta. Pero se detuvo al topar con un obstáculo: Harry, profundamente dormido, estaba echado a lo largo, cerrándole el paso.
George saltó de la cama y asió a su mujer. Kathy lo miró con ojos que no veían. George pensó que su mujer estaba en un trance.
—¡Kathy! —gritó—. ¡Despiértate!
George la sacudió, pero no hubo ninguna reacción. Luego los ojos se cerraron. Sintió que el cuerpo de Kathy se aflojaba entre sus brazos y, suavemente, la fue llevando, casi levantándola, de vuelta a la cama. Empezó por hacerla sentar, luego le estiró las piernas para que estuviera en posición horizontal. El estado de trance parecía afectar a todo el cuerpo. Al contacto, era una muñeca de trapo.
George notó que Missy, en medio de la cama, había dormido sin parar durante todo el episodio. Pero luego su atención fue atraída por un movimiento que percibió en el umbral. Vio que Harry hacía un esfuerzo por incorporarse, se sacudió violentamente y empezaba a vomitar. El perro vomitó por todo el piso, siguió haciendo arcadas y tratando de arrojar algo que parecía atascado en su garganta. La cadena restringía sus movimientos y el pobre animal se enredaba aún más a cada esfuerzo por liberarse.
El olor del vómito suscitó arcadas en George. Corrió al cuarto de baño, bebió un sorbo de agua, respiró hondamente y salió provisto de unos trapos. Después de limpiar el piso, dejó al perro suelto. Harry miró a George, agitó varias veces la cola y se echó luego sobre el piso del pasillo, cerrando los ojos. «Ahora ya no estás tan mal», farfulló George con voz inaudible.
Se puso a escuchar, pero todo estaba tranquilo ahora en la casa: demasiado tranquilo. Al cabo de unos instantes, George se dio cuenta de que la tormenta había cesado. Ya no había lluvia ni viento. La quietud era tan completa que parecía que alguien hubiera cerrado los grifos abiertos en una pileta. Había un vacío de silencio en la casa de Ocean Avenue.
Al irse la tormenta, la temperatura empezó a descender y, en poco tiempo, la casa estaba helada. George sentía que su dormitorio estaba más frío que nunca. Enteramente vestido, se metió bajo las cobijas.
Por encima de su cabeza oyó un ruido. Levantó la mirada y escuchó. Algo parecía estar rascando el piso del dormitorio de los chicos. El ruido se intensificó y George pudo advertir que el movimiento era ahora más rápido. ¡Si, las camas de los chicos eran arrastradas de un lado a otro!
George logró tirar las frazadas, pero no pudo levantar su cuerpo de la cama. Ahora no había presión, como la había habido antes, en el momento de sentarse en la silla del dormitorio. ¡Sencillamente, George no tenía fuerzas suficientes para moverse!
Y ahora oyó que los cajones del ropero empezaban a abrirse y a cerrarse. Como había dejado una vela encendida en la mesa de noche, pudo ver que los cajones se abrían y cerraban a toda velocidad. Un cajón se abría de repente, luego otro; después, el primero se cerraba estruendosamente. Lágrimas de frustración y de miedo inundaron los ojos de George.
Casi inmediatamente después de esto, hubo voces. Las podía oír en la planta baja, pero no logró distinguir qué estaban diciendo. Sólo notó que era el ruido que hace cierta cantidad de gente reunida en una sala. La cabeza de George empezó a darle vueltas en el momento en que intentó tocar a Missy y a Kathy.
Luego la banda militar inició unos aires y la música ahogó las voces ininteligibles. George pensó que estaba en un manicomio. Podía oír distintamente a los músicos que desfilaban por toda la planta baja, las primeras pisadas de las personas que empezaban a subir las escaleras.
Al llegar a este punto, George intentó gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Su cuerpo se agitó y pudo sentir la tensión en los músculos de la nuca cuando intentaba vanamente levantar la cabeza de la almohada. Por último abandonó el intento, dándose cuenta de que el colchón estaba empapado.
Las camas del piso de arriba estaban haciendo un ruido de todos los diablos y los cajones del ropero de su cuarto se cerraban y abrían violentamente, mientras los músicos de la banda subían los escalones hacia el primer piso. Y esto no era todo. Pese al ruido, ¡George pudo oír ahora que, las puertas de toda la casa empezaban a abrirse y cerrarse a tambor batiente!
Vio que la puerta del dormitorio se balanceaba locamente, como si alguien la estuviera agitando con fuerza y luego la cerrara de un portazo. También pudo ver que Harry se había echado afuera, en el pasillo, enteramente indiferente al tumulto. «O a este perro le han dado un droga, pensó George, ¡o el que se está volviendo loco soy yo!»
Un relámpago deslumbrador, tremendo, iluminó el dormitorio. George oyó que el rayo golpeaba estruendosamente algún objeto que estaba afuera, muy cerca. Luego se oyó un golpe descomunal, que hizo temblar a toda la casa. Había vuelto la tormenta, con torrentes de lluvia y viento que castigaban la casa de Ocean Avenue desde el techo hasta los pisos.
George siguió tendido, jadeante, mientras el corazón le golpeaba ruidosamente en el pecho. Esperaba, sabía que algo habría de pasar. ¡Entonces George emitió un grito horrible y sofocado! ¡Junto a él, en la cama, había alguien!
¡Sintió que lo estaban pisoteando! Unas patas fuertes, pesadas se apoyaron sobre sus piernas y su cuerpo.
Podía sentir el dolor de los golpes. «Dios mío, pensó ¡Son cascos! ¡Es un animal!»
George debe de haberse desmayado del susto, porque lo primero que recuerda ahora es la imagen de Danny y Chris, parados junto a su cama.
—¡Papá, papá, despiértate! —gritaban—. ¡Hay algo en nuestro cuarto!
Él parpadeó. Pudo divisar una luz afuera. La tormenta había cesado. Los cajones del ropero estaban todos abiertos y sus dos hijos lo instaban a que se levantara.
¡Missy! ¡Kathy! George se volvió a mirarlas. Las dos estaban cerca de él y profundamente dormidas. Se volvió hacia los muchachos, que se esforzaban por arrancarlo de la cama.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué hay en vuestro cuarto?
—¡Hay un monstruo! —gritó Danny—. ¡Un monstruo sin cara!
—¡Trató de agarrarnos! —dijo Chris—. ¡Pero nos escapamos! ¡Ven, papá, levántate!
George lo intentó. Casi logró levantar la cabeza de la almohada en el instante en que oyó los ladridos furiosos de Harry. George miró por encima de los muchachos hacia el pasillo abierto. El perro se había parado allí y gruñía y amenazaba junto a la escalera. A pesar de no estar encadenado, Harry no había enderezado hacia las escaleras, sino que permanecía en el pasillo, con los dientes descubiertos, ladrando contra algo o alguien que George no podía ver desde su posición en la cama.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad, George logró finalmente levantar su cuerpo del colchón, y lo hizo con tanta brusquedad que se llevó por delante a Danny y a Chris. Luego corrió hasta la puerta abierta y echó una mirada a los escalones.
En el último escalón estaba parada una figura gigantesca, vestida de blanco. George se dio cuenta que era la imagen encapuchada que Kathy había visto por primera vez en la chimenea. ¡Y ese ser tenía una mano tendida hacia él, señalándolo!
George giró sobre sus talones y corrió de vuelta a su dormitorio, levantó a Missy y la puso en brazos de Danny.
—¡Sácala de aquí! —gritó—. ¡Tú, ve con ellos, Chris! Luego se inclinó sobre Kathy y la levantó de la cama.
—¡Pronto! —gritó George detrás de los muchachos. Y en seguida salió corriendo también él del cuarto, con Harry a la zaga.
En la planta baja, George vio que la puerta de entrada estaba abierta: había sido nuevamente arrancada de sus quicios, rota por alguna fuerza poderosa.
Danny, Chris y Missy estaban fuera. La niña, que tan sólo ahora se estaba despertando, se agitaba entre los brazos de su hermano. Y, como no sabía dónde estaba, empezó a llorar de miedo.
George corrió en dirección a la camioneta. Puso a Kathy en el asiento delantero y luego ayudó a los niños a entrar en la parte de atrás. Harry saltó dentro también y George cerró la portezuela del lado de Kathy. Luego fue por el otro lado del vehículo, subió al asiento y oró.
Abrió la llave del motor, que se puso en marcha inmediatamente.
Haciendo crepitar el pedregullo mojado, George fue saliendo de la senda de entrada. Al llegar a la calle patinó, giró el volante y abrió el cebador de la nafta al mismo tiempo. La camioneta vaciló un instante y en seguida las cuatro llantas se movieron y por los escapes salió humo. Al cabo de un intento, la camioneta avanzaba por Ocean Avenue.
Mientras marchaba hacia su refugio. George echó una mirada al visor lateral. Su casa se iba perdiendo rápidamente de vista. «¡Gracias a Dios!», murmuró para sí mismo. «¡Ya nunca te volveré a ver, maldita!»
Eran las siete de la mañana del 14 de enero de 1976, el vigésimo octavo día de la estadía de la familia Lutz en el número 112 de Ocean Avenue.