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12 DE ENERO

George no podía entender. ¿Por qué Kathy había dicho que él gritaba: «¡Me deshago!»? El sabía perfectamente bien lo que había dicho: «¡Me despego

Y ahora recordó que había estado en la silla y había sentido de repente que una poderosa fuerza levantaba la silla junto con él y lo hacía girar lentamente. Incapaz de moverse, George vio la figura encapuchada vista por primera vez en la chimenea de la sala que lo miraba fijamente con la mitad de la cara deshecha. Los rasgos atrozmente desfigurados se aclararon ante George. «¡Dios me ayude!», gritó. Y vio que su propia cara emergía del capuchón blanco y que estaba hendida en dos. «¡Me despego! ¡Me estoy despegando!», gritó George.

En la actualidad George recuerda, todavía vagamente, que empezó a discutir con Kathy.

—Sé lo que dije —murmuró—. ¡No me digas lo que yo dije!

Los otros no insistieron. «Aún sigue dormido, pensó Kathy, y está en medio de un mal sueño».

—Todo está bien, George —dijo ella dulcemente—, no dijiste nada de eso.

Y llevó la cabeza de él hasta su pecho.

—Papá —dijo Missy—, ven a mi cuarto, Jodie dice que quiere hablar contigo.

La vivacidad del tono de voz de su hija quebró el encantamiento. George se despertó, dio un salto y casi se llevó a Kathy por delante.

—¿Jodie? ¿Quién es Jodie?

—Es el amigo de ella —contestó Kathy—. Ya sabes… Missy imagina personajes. A Jodie no lo puedes ver.

—¡Oh, sí, mamá! —dijo Missy—. ¡Todo el tiempo lo estoy viendo! ¡Es el cerdo más grande que hay! Y Missy salió trotando del cuarto.

George y Kathy cambiaron una mirada.

—¿Un cerdo? —preguntó él. Y la misma idea se les ocurrió a los dos a la vez. «¡El cerdo está en el dormitorio de Missy!» George corrió detrás de Missy.

—¡Quédense aquí! —gritó a Kathy y a los muchachos.

Missy estaba ya subiéndose a la cama cuando George se paró en el umbral de su puerta y no vio ni a Jodie ni a nada que se pareciera a un cerdo.

—¿Dónde anda ese Jodie? —preguntó a Missy.

—Ya va a venir —contestó la niña, arropándose con las frazadas—. Tuvo que irse un minuto.

George suspiró. Después del extraño sueño con la figura encapuchada, había esperado lo peor al oír la palabra «cerdo». Sintió rígido el pescuezo y lo hizo girar, tratando de aliviar la sensación de endurecimiento.

—¡Todo en orden! —gritó a Kathy—. ¡Jodie no está aquí!

—¡Allí está, papá!

George miró a Missy. Ésta señalaba una de las ventanas con un dedo. Siguió la dirección del dedo de su hija y se sobresaltó. Desde el cristal de una de las ventanas lo estaban mirando dos relampagueantes ojos rojos. No había cara: ¡nada más que los mezquinos ojillos de un cerdo!

—¡Ese es Jodie! —gritó Missy—. ¡Quiere entrar aquí!

Algo pasó junto a George, por el lado izquierdo. Era Kathy, que se había puesto a gritar con una voz aterrorizada. Al acercarse a la ventana, Kathy levantó una de las sillitas de juguete de Missy y la arrojó contra el par de ojos. El golpe hizo trizas el cristal y los añicos cayeron encima de ella.

Se oyó un grito de dolor animal, un hondo gemido… ¡y los ojos desaparecieron!

George corrió hasta lo que quedaba de la ventana del primer piso y miró hacia afuera. Debajo no vio nada, pero seguía oyendo el alarido, que venía al parecer del desembarcadero. Luego un gemido de Kathy llamó la atención de George, que se volvió hacia su mujer.

La cara de Kathy era aterradora. Los ojos estaban despavoridos, la boca torcida y contraída. Trataba de articular con voz sofocada algunas palabras y, finalmente, soltó: «¡Ha estado aquí todo el tiempo! ¡Quise matarlo! ¡Quise matarlo!» Y todo su cuerpo se desplomó.

George levantó en brazos a su mujer, en silencio, y la llevó al dormitorio, seguido de Danny y de Chris. Tan sólo Chris vio a su hermanita salir de la cama, ir hasta la ventana rota y hacer un saludo. Missy se volvió tan sólo cuando George la llamó para que fuera a su dormitorio.

Por la mañana, mientras George y Kathy todavía estaban dormitando en sus sillas y los niños dormían en la cama grande, el padre Mancuso se vistió y enfiló hacia Rockville Center.

El sacerdote tiritaba en el frío y penetrante aire matinal. El padre Mancuso no había salido muchas veces desde comienzos del invierno y después de manejar unas cuadras se sintió un poco mareado. Y también agradecido cuando el secretario del obispo le ofreció una taza de té. El joven sacerdote había hablado muchas veces con el padre Mancuso y había admirado la capacidad jurídica de su colega. Los dos hombres charlaron hasta que el obispo tocó el timbre.

La entrevista fue breve, demasiado breve para lo que tenía pensado el padre Mancuso. El obispo, un venerable anciano de cabellos blancos, era un moralista de reputación nacional. Tenía sobre su escritorio los antecedentes del caso Lutz, que los capellanes le habían pasado. Para sorpresa del padre Mancuso, el obispo había adoptado una actitud cautelosa y llena de reticencias ante el informe.

En un punto el obispo se mostró muy firme: el sacerdote debía disociarse de los Lutz. Él ya había elegido otro hombre de iglesia que habría de continuar con la investigación.

El padre Mancuso no tenía nada que decir a esto.

—Tal vez convendría que usted consultara a un psiquiatra.

Al padre Mancuso no le gustó oír esto.

—Lo consultaré en caso de que pueda elegirlo. El obispo notó el desagrado de su visitante y puso más afabilidad en su voz.

—Óigame una cosa, Frank —dijo—. Estoy actuando así por su bien. Usted está obsesionado con esa idea de las influencias diabólicas. Yo tengo la impresión de que buena parte de esto lo tiene a usted como punto central. Tal vez sea así, tal vez no lo sea.

El obispo se puso de pie, circundó el escritorio hasta la silla en que estaba el padre Mancuso y le puso una mano en el hombro.

—Debe usted dejar que otro hombre soporte esta carga —dijo—. Su salud está sufriendo las consecuencias. Hay aquí demasiadas cosas que yo quiero que usted haga. No lo quiero perder. ¿Me entiende, padre?

La mañana del lunes, Kathy estaba decidida a que Danny y Chris reanudaran sus clases en la escuela. Aunque al borde de un colapso en lo que a sí misma se refería, Kathy lograba endurecerse al concentrarse en sus deberes de madre. Mientras George dormía, despertó a los varones, les dio el desayuno y salió con los tres en la camioneta.

George ya estaba levantado cuando Kathy regresó con Missy. Mientras tomaba el café con él, Kathy se dio cuenta de que su marido seguía con un aspecto de zombie después del incidente de la noche anterior. Por el momento, Kathy decidió que debía ser fuerte por los dos. Habló a su marido en términos normales y le recordó que había que arreglar la ventana rota en el dormitorio de Missy. Más adelante habría tiempo para tratar el punto esencial: irse de la casa.

George acababa de clavar unos pedazos de madera prensada en el marco de la ventana rota para proteger al cuarto de las inclemencias del tiempo cuando Kathy llamó desde la cocina, anunciándole que telefoneaban de la oficina de Syosset y preguntaban por él. El contador de la compañía recordó a George que el agente de réditos debía pasar a mediodía. Como George no quería dejar la casa, pidió al contador que se las arreglara solo en la emergencia, pero el hombre se negó. La responsabilidad de decidir la forma en que debían pagarse los impuestos correspondía a George. Y George vaciló con la certeza de que iba a ocurrir algo si él se iba de la casa, pero Kathy le hizo señas de que debía aceptar.

Cuando él cortó, Kathy le dijo que la ausencia no debía prolongarse demasiado. Ella y Missy se las arreglarían muy bien solas. Kathy iba a llamar a un vidriero de Amityville para que compusiera los vidrios de la ventana de Missy y de las otras ventanas. George aceptó dócilmente el consejo de su mujer y partió hacia Syosset. Ninguno de los dos mencionó el nombre de Jodie.

Mientras Kathy daba de almorzar a Missy, George Kekoris telefoneó para excusarse por no haber podido llegar a la hora convenida. Según dijo, creía haber pescado una gripe en Buffalo. El ataque gripal de Kekoris lo había forzado a cancelar todas las citas hechas por cuenta del Instituto de Investigaciones. De todos modos, estaba seguro de estar bien al día siguiente y sus intenciones eran pasar por la casa de los Lutz el miércoles por la noche.

Kathy escuchaba distraídamente sus explicaciones, mientras contemplaba a Missy, que estaba comiendo. La niña parecía haber entablado una conversación secreta con alguien que estaba debajo de la mesa de la cocina. De cuando en cuando Missy llevaba la mano bajo la mesa para ofrecer una parte de su sandwich de jalea y manteca de maní. Al parecer, no advertía que su madre estaba siguiendo todos sus movimientos.

Desde el lugar que ocupaba, Kathy podía comprobar que bajo la mesa no había nada. Pero no quería preguntarle a su hija por Jodie. Por último Kekoris terminó y Kathy cortó.

—Missy —dijo Kathy, sentándose a la mesa—… ese Jodie, ¿es el ángel de quien siempre me hablas?

La niña, con la cara muy turbada, miró a su madre.

—¿No te acuerdas? —siguió diciendo Kathy—. Una vez me preguntaste si los ángeles hablaban. Los ojos de Missy se iluminaron.

—Sí, mamá —y cabeceó—, Jodie es un ángel: habla conmigo todo el tiempo.

—No entiendo. Tu has visto cuadros de ángeles. ¿No viste los que colgamos en el árbol de Navidad? Missy cabeceó de nuevo.

—¡Y dices que es un cerdo! Entonces, ¿cómo puede ser un ángel?

Las cejas de Missy se juntaron, como si hiciera un esfuerzo por pensar.

—El dice que lo es, mamá.

Y bajó la cabeza varias veces:

—Me lo ha dicho.

Kathy arrastró su silla, acercándose a Missy.

—¿Qué dice cuando habla contigo?

Una vez más, la niña pareció turbada.

—Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Missy —dijo Kathy, conminando a su hija—. ¿Tienes juegos con él?

—¡Oh, no! —Missy meneó la cabeza—. Me habla del niño que vivía antes en mi cuarto.

Missy miró en derredor, a fin de ver si alguien estaba escuchando.

—Ese niño murió, mamá —dijo en voz baja—; ese niño se enfermó y murió.

—Ya veo —dijo Kathy— y ¿qué más te dijo? La niña reflexionó un instante.

—Anoche me dijo que va a vivir aquí siempre y así voy a poder jugar con ese niño.

Horrorizada, Kathy se llevó los dedos a la boca para sofocar un grito.

La entrevista de George con el inspector de réditos no fue feliz. El hombre desautorizó todas las deducciones hechas y la única esperanza de George radicaba ahora en la apelación que, según el agente, tenía derecho a iniciar. Por lo menos, esto era un aplazamiento. Cuando el hombre se fue, George llamó a Kathy para decirle que pasaría por la escuela a recoger a los muchachos.

Cuando llegó, después de las tres, Kathy y Missy ya estaban con los abrigos puestos.

—No te quites nada, George —dijo ella—. Vamos en seguida a casa de mi madre.

George y los dos chicos la miraron.

—¿Qué ha pasado? —preguntó George.

—Jodie le dijo a Missy que él es un ángel: eso es lo qué ha pasado.

Empujó a los chicos fuera del cuarto.

—Nos vamos de aquí.

George levantó los brazos.

—¡Un momento, un momento! Supongo que puedes esperar un momento, ¿no? Cuando me dices que es un ángel, ¿qué me quieres decir?

Kathy miró a su hija.

—Missy, dile a tu padre lo que te ha dicho el cerdo.

La niña cabeceó afirmativamente.

—Me dijo que es un ángel, papá. Me lo dijo.

George iba a hacer otra pregunta a su hija cuando fue interrumpido por un ladrido estridente que venía del fondo.

—¡Harry! —gritó—. ¡Nos habíamos olvidado de Harry!

Cuando George y los otros llegaron al embarcadero, Harry estaba ladrando furiosamente, daba vueltas como enloquecido por su corralito y se paraba, sobresaltado, cada vez que llegaba al fin de su cadena de acero.

—¿Qué te pasa, amigo? —dijo George, palmeando el pescuezo del perro—. ¿Hay alguien en el embarcadero?

Harry se alejó del alcance de George.

—¡No entres ahí! —gritó Kathy—. ¡Por favor! ¡Vámonos en seguida de aquí!

George vaciló, luego se inclinó y soltó la cadena del collar de Harry. El perro dio un salto hacia adelante, emitiendo un feroz gruñido, y salió corriendo por su puerta. La puerta del embarcadero estaba cerrada y lo más que Harry podía hacer era golpearse contra ella. Una vez más reinició sus estridentes ladridos.

George ya se disponía a quitar el candado a la puerta y abrirla. Pero en ese momento Danny y Chris se le adelantaron, saltaron sobre Harry e hicieron que no se moviera.

—¡No dejes que entre ahí! —gritó Danny—. ¡Lo van a matar!

George asió el collar de Harry y forzó al perro a adoptar la posición echada.

—¡No tengas miedo! —dijo Chris, como tratando de calmar al poderoso animal, muy asustado—. ¡No tengas miedo!

Pero Harry seguía temiendo.

—¡Llevémoslo a la casa! —dijo George, jadeando—. ¡Se va a tranquilizar cuando no vea el embarcadero!

Mientras George y los muchachos llevaban a Harry a la casa, un camión llegó por la senda de entrada. George vio que era un vidriero. Él y Kathy se miraron.

—¡Dios mío! —exclamó Kathy—. ¡Me arrepiento de haberlo llamado!

Ni él ni ella habían esperado tanta celeridad.

La cara chata y el acento espeso revelaban el origen eslavo del hombre.

—Supuse que querían en seguida la compostura—dijo—… dado este tiempo horrible que tenemos. Sí… —dijo, abriendo las puertas traseras del camión— lo mejor es arreglar en seguida. Con este tiempo, si los muebles se les mojan, les va a costar más plata.

—Está bien —dijo George—. Entre y le mostraré las ventanas que hay que componer.

—Fue el vendaval de la otra noche… ¿no? —preguntó el hombre.

—Si, el viento —contestó George.

Eran casi las seis de la tarde cuando el hombre terminó. Cuando los nuevos cristales quedaron libres de masilla, el hombre retrocedió para admirar su obra.

—Lo siento —dijo a George— no pude arreglar la ventana en el cuarto de la niña. Tienen que llamar a un carpintero antes. Llámelo y después vengo yo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo George—. Lo llamarémos y después vendrá usted.

Metió una mano en el bolsillo del pantalón.

—¿Cuánto le debo?

—¡No, no! —protestó el hombre—. ¡Nada de dinero ahora! Usted es un vecino. Le mandamos la cuenta… ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo George, aliviado: su dinero al contado no abundaba en ese momento.

De algún modo la afabilidad del vidriero dejó una huella en el ánimo de la pareja esa noche. Cuando el hombre se fue, Kathy, que había estado sentada en la cocina con el abrigo puesto mientras él trabajaba, se levantó de repente y se lo quitó. Sin decir una palabra a George, empezó a preparar la comida.

—No tengo mucho apetito —dijo George—. Con un sandwich caliente de queso me basta y sobra.

Kathy sacó de la heladera carne picada para ella y los niños. Mientras preparaba la comida, quiso que Danny y Chris estuvieran junto a ella en la cocina, insistiendo en que hicieran sus deberes allí mismo. Missy se sentó en el cuarto de estar con George y se puso a mirar la pantalla de televisión, mientras su padre encendía un fuego en la chimenea.

El vidriero les había dado exactamente la seguridad que necesitaban. Después de todo, nada le había ocurrido a él mientras estuvo en el cuarto de juegos o el cuarto de vestir. Los Lutz comprendieron que tal vez sus imaginaciones estaban sobrexcitadas, que eran presa de pánico. Por el momento dejaron de lado la idea de abandonar su casa.

El padre Mancuso era un hombre que despreciaba a los matasietes: hombres, animales o entidades desconocidas. El sacerdote sentía que la fuerza que se había apoderado del número 112 de Ocean Avenue se estaba propasando en los temores, que inspiraba a los Lutz y a él mismo. Antes de acostarse, la noche del martes, el padre Mancuso rezó para que esta fuerza maligna pudiera atender razones: debía enterarse que era descabellado lo que estaba haciendo. «¿Cómo era posible encontrar placer en el dolor?», se preguntaba el sacerdote. Él sabía que había una sola respuesta a esto: aquí estaba obrando un elemento demoníaco.

A fin de evitar los riesgos, George y Kathy decidieron que los niños habrían de dormir ahora en el dormitorio principal. Con Harry dentro, en el sótano, Danny, Chris y Missy fueron metidos en cama. George y Kathy trataron de estar tan cómodos como era posible: Kathy se tendió sobre dos sillas y George declaró que se sentía muy cómodo en una sola. Dijo a Kathy que tenía intenciones de estar despierto toda la noche y dormir por la mañana.

A las tres y cuarto George oyó la banda militar, que estaba tocando en el piso de abajo. Esta vez no bajó a ver. Se dijo a sí mismo que todo estaba en su cabeza y que, cuando bajara, no iba a ver absolutamente nada. De modo que siguió allí sentado, contemplando a Missy y a los niños, escuchando el ruido que hacían los músicos paseándose por el cuarto de estar y haciendo resonar cornetas y tambores con tanto descomedimiento que se los hubiera podido oír a un kilómetro de distancia. Ni Kathy ni los niños se despertaron mientras duró esta loca función.

Por último, George se quedó dormido en su silla, probablemente, porque Kathy se despertó al oirlo gritar: lanzaba aullidos en dos idiomas distintos, ¡idiomas que Kathy nunca había oído antes!

Kathy corrió hasta la silla en que estaba sentado su marido, del otro lado de la cama, y lo sacudió para despertarlo de su pesadilla.

George empezó a gruñir y, cuando Kathy lo tocó, gritó con una voz que no era la suya:

—¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris!