11 DE ENERO
Los Lutz habían estado viviendo veinticinco días en el número 112 de Ocean Avenue. Ese domingo fue uno de los días peores.
Por la mañana descubrieron que la lluvia que había arreciado la noche anterior y el viento habían dejado la casa en un estado espantoso. El agua de la lluvia había manchado paredes, cortinas, muebles, y alfombras desde la planta baja hasta el último piso. Diez de las ventanas tenían rotos los cristales y las cerraduras de varias estaban tan deformadas que se volvía imposible cerrarlas del todo. Las cerraduras de las puertas del cuarto de costura y el cuarto de juegos estaban torcidas y desplazadas de sus encajes metálicos: no era posible cerrarlas. Si la familia tenía intenciones de mudarse a una casa más segura, la idea debía ser archivada, ya que antes era menester recomponer la vivienda y hacerla habitable. En la cocina, las alacenas estaban mojadas y cimbradas. La pintura se había descascarado en los ángulos de casi todos los armarios. Kathy no había pensado en estos problemas todavía: estaba enteramente dedicada a levantar el agua sucia —a una altura de dos centímetros— que se había juntado en el piso de baldosas. Kathy contaba con secar el piso antes de que las baldosas se aflojaran en su lecho de cemento.
Danny y Chris, provistos de dos grandes rollos de toallas de papel, iban de un cuarto a otro secando las paredes. Cuando había que limpiar algún punto más allá del alcance de sus brazos, utilizaban una escalerita de cocina. Missy iba a la zaga de los varones, recogiendo las toallas de papel ya usadas y tirándolas dentro de una gran bolsa de residuos de material plástico.
George retiró casi todos los cortinados y cortinas de sus barras. Parte de esto podía ser lavado a máquina y lo llevó abajo, al lavadero del sótano. Lo que debía lavarse a seco fue apilado en el cuarto más seco de la casa: el comedor.
Los Lutz guardaban un silencio extraño mientras trabajaban esa mañana y esa tarde. El nuevo desastre no había hecho nada más que fortalecer la decisión de ellos de sobrevivir en el número 112 de Ocean Avenue. Nadie lo dijo, pero George, Kathy, Danny, Chris y Missy Lutz estaban ahora preparados para la batalla contra cualquier fuerza: natural o no.
Hasta el mismo Harry había adoptado aires de firmeza. El dogo mestizo seguía atado de su cadena, en su corralito, e iba de un lado a otro, con la cola erecta, mostrando los dientes. Los bufidos y gruñidos que surgían de su robusto pecho eran señales de que el animal estaba dispuesto a hacer pedazos a la primera persona o cosa que no reconociera. De cuando en cuando, Harry se paraba, miraba al embarcadero y emitía un aullido lobuno que suscitaba escalofríos en las espaldas de todas las personas que habitaban Ocean Avenue.
Cuando George terminó con las cortinas empapadas se puso a trabajar en las ventanas. Primero cortó cubiertas de plástico para tapar los vidrios rotos y las afirmó en los marcos con tela adhesiva blanca. No era bonito de ver, ni desde afuera ni de adentro, pero al menos no dejaba entrar a la persistente llovizna.
George había acertado en sus pronósticos del tiempo. La temperatura había subido con la tormenta y ahora estaba por encima del punto de congelación. Muchos daños habían sufrido los árboles y los arbustos de Ocean Avenue y, echando una mirada a South Ireland Place, George pudo comprobar que también aquí el suelo estaba cubierto de ramas rotas. Sin embargo, notó que los vecinos a ambos lados de su casa no tenían ventanas rotas ni habían surgido otros daños exteriores visibles. «Sólo a mí me ocurre», pensó George. «¡Aterrador!»
Las cerraduras de ventanas y puertas presentaban un problema más difícil. George no tenía las herramientas necesarias para reemplazar los encajes de las ventanas, de tal modo que utilizó unas pinzas para torcer los pedazos sueltos de metal. Luego clavó gruesos clavos en los bordes de los marcos de madera y desafió a sus enemigos invisibles: «¡A ver si arrancan éstos, grandísimos canallas!»
Las cerraduras de las puertas del cuarto de vestir y el cuarto de juegos fueron cambiadas. En el sótano, George encontró unos tablones de madera blanca de pino, que resultaron adecuados para sus necesidades. Las puertas se abrían hacia afuera sobre el pasillo, de modo que George clavó tablones en diagonal sobre cada puerta. Él no podía saber qué albergaban los dos cuartos misteriosos, pero en todo caso la salida quedaba clausurada.
George Kekoris telefoneó finalmente para decir que le gustaría ir a visitarlo y pasar la noche en la casa. Esto creaba tan sólo un problema: como Kekoris no estaba provisto del equipo necesario, el Instituto de Investigaciones Metapsíquicas consideraba que su visita tenía un carácter informal. Kekoris tendría que sacar sus conclusiones sin los rigurosos controles que exigen los criterios científicos.
George dijo que no importaba, que tan sólo quería una confirmación de que todos los acontecimientos extraños ocurridos en su casa no eran el producto de su imaginación o de la de su mujer. Kekoris preguntó a George si la casa había sido visitada por algunas personas con dotes parapsicológicas, pero George no entendió el significado de la palabra. El investigador declaró que tratarían el tema cuando fuera a hacerle la visita.
Antes de cortar, Kekoris le preguntó si había un perro en la casa. George contestó que tenía a Harry, un perro de guardia adiestrado. Kekoris dijo que le parecía muy bien, ya que los animales son muy sensibles a los fenómenos psíquicos. Nuevamente George quedó sorprendido… pero, por lo menos, tenía ya una prueba de que el auxilio estaba a punto de llegar.
A las tres de la tarde, el padre Ryan salió del vicariato de Rockville Center. El capellán estaba preocupado por el estado mental del padre Mancuso en relación al caso Lutz, y como una de sus obligaciones en la diócesis era ocuparse de las parroquias, el padre Ryan decidió que había llegado el momento oportuno de visitar la parroquia del Sagrado Corazón, en North Merrick.
Encontró al barbado sacerdote recobrándose de su tercer ataque gripal en las últimas tres semanas. El padre Ryan dijo que estaba perfectamente enterado de la elevada opinión que tenía el obispo del padre Mancuso como abogado. Pero quería saber si el padre Mancuso había pensado que esta enfermedad recurrente podía tener un carácter psicosomático. ¿No tendría su estado emocional una influencia directa sobre estos ataques recurrentes de gripe?
El padre Mancuso protestó: dijo que él era un hombre racional aunque seguía creyendo que ciertas fuerzas maléficas tenían que ver en sus achaques. Y dijo que estaba dispuesto a someterse a un análisis psiquiátrico hecho por cualquier persona elegida por los capellanes.
El capellán no insistió de nuevo en que el padre Mancuso se mantuviera lejos de la casa de Ocean Avenue, pero le dijo que esta decisión debía ser tomada personalmente por él.
El padre Mancuso quedó sorprendido y asustado. Se dio cuenta que lo ponían a prueba: si aceptaba responsabilidades por los Lutz, iba a contar con la aprobación de los capellanes; si no las aceptaba, ellos habrían de entender. Pero no deseaba en ninguna forma comprometerse hasta ese extremo. Estaba profundamente conmovido por la ansiedad y los problemas que asaltaban a los Lutz y no podía, en su condición de sacerdote, parapetarse en su miedo inherente, pero lo cierto es que estaba aterrado.
El padre Mancuso dijo finalmente que, antes de llegar a ninguna decisión sobre el caso, tanto en lo referente a los Lutz como a sí mismo, deseaba hablar con el obispo. El capellán Ryan reconoció la urgencia de la solicitud del sacerdote y dijo que se pondría en contacto con el superior dentro del día. Y que esa noche iba a llamar al padre Mancuso.
La madre de Kathy llamó a las seis de la tarde para saber si su hija y su yerno vendrían a pasar la noche con ella. Kathy asumió la responsabilidad de negarse: la casa seguía en un estado deplorable después de la tormenta y había mucho que lavar al día siguiente. Además, Danny y Chris tenían que ir a la escuela y hacía ya muchos días que estaban faltando.
La señora Connors aceptó de mala gana, pero quiso que Kathy le prometiera que habría de llamar en caso que ocurriera cualquier cosa rara; su madre mandaría entonces a Jimmy a que los recogiera.
Cuando Kathy cortó, le preguntó a George si había obrado bien.
—Vamos a hacer frente a la cosa —dijo George—. Antes de acostar a los chicos, voy a hacer una inspección minuciosa de toda la casa con Harry. Kekoris me ha dicho que los perros son muy sensibles a esta clase de cosas.
—¿Estás seguro de que no los vas a irritar aún más? —preguntó Kathy—. Ya sabes lo que pasó cuando anduvimos de un lado a otro con el crucifijo.
—No, no, Kathy, esto es distinto. Sólo quiero saber si Harry es capaz de oler u oír algo.
—¿Y si así fuera? ¿Qué haríamos en ese caso?
El perro, siempre en actitud agresiva, tenía que estar sujeto. Harry era muy vigoroso y George debía hacer mucha fuerza para que el perro no lo arrastrara.
—Vamos, muchacho —dijo—. ¡A ver si hueles algo! Y salieron en dirección al sótano.
George quitó la cadena del collar de Harry, que dio un salto. El perro dio una vuelta a todo el recinto, olfateando y arañando algunos puntos junto al zócalo. Cuando llegó a los placards de depósito que ocultaban el cuarto rojo, Harry volvió a olfatear la base del tabique. No bien lo hizo metió la cola entre las patas y se echó al suelo, gimoteó y volvió la cabeza hacia George.
—¿Qué ocurre, Harry? —preguntó George—. ¿Has olido algo?
El gimoteo de Harry se intensificó y el animal empezó a arrastrarse y retroceder. Esperó arriba, temblando, hasta que George llegó y le abrió la puerta.
—¿Qué pasó? —preguntó Kathy.
—Harry tiene miedo de acercarse al escondrijo secreto —dijo George. No volvió a ponerle la cadena y atravesó con él la cocina, el comedor, la sala y el porche. El perro se fue reanimando y volvió a olfatear nerviosamente cuarto tras cuarto. Pero cuando George intentó ir con él arriba, Harry se retrajo y no quiso moverse del primer escalón de la escalera.
—Vamos —dijo George, tratando de animarlo—. ¿Qué te pasa?
El perro puso una pata en el segundo escalón, pero ahí se quedó.
—¡Yo puedo hacer que suba! —gritó Danny—. ¡A mí me va a seguir!
El niño se acercó al perro y le hizo una seña.
—No, Danny —dijo George—. Tú te quedas aquí. Yo me ocuparé de Harry.
George se agachó y tiró del collar del perro. Harry se movió de mala gana y luego subió los escalones.
El perro anduvo por todos lados del dormitorio principal y el cuarto de vestir. Tan sólo se retrajo al acercarse al cuarto de Missy. George agarró al perro por las ancas y lo empujó, pero el animal no quiso entrar al cuarto. Harry se comportó del mismo modo frente al cuarto de vestir clausurado. Gimoteando y llorando de miedo, Harry trató de refugiarse detrás de George.
—¡Maldición, Harry! —dijo—. ¡Aquí no hay nadie! ¿Qué mosca te ha picado?
Tan pronto como Harry entró al dormitorio de los varones en el último piso, saltó sobre la cama de Chris. George lo hizo bajar. El perro, echado del cuarto, enderezó hacia las escaleras y pasó junto al cuarto de juegos sin dedicarle ni una sola mirada. George no logró alcanzarlo.
George, a la zaga de Harry, llegó abajo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kathy.
—Nada ha pasado: eso es lo que ha pasado —dijo él.
El padre Mancuso confirmó su cita con el obispo. El prelado telefoneó personalmente y sugirió que, si el sacerdote se sentía con fuerzas para viajar, él podía verlo en la diócesis de Rockville Center a la mañana siguiente.
El padre Mancuso contestó que sólo estaba a una distancia de quince minutos y que su temperatura era normal ahora. Aunque habían pronosticado fuertes vientos, la temperatura habría de mantenerse por encima del punto de congelación, según se anunció. El padre Mancuso dijo a su superior que todo parecía ser favorable para su asistencia a la cita el día siguiente.
En casa de los Lutz, al terminar el día, la familia en pleno se había reunido en el dormitorio principal. Los tres niños estaban en la cama y George y Kathy se habían sentado en unas sillas, junto a las ventanas deterioradas. El cuarto estaba ahora demasiado caldeado y a todos les picaban los ojos. George y Kathy pensaron que era por cansancio. Uno tras otro se fueron quedando dormidos: primero Missy, después Chris, Danny, Kathy y, por último, George. En un plazo de diez minutos, todo el mundo quedó profundamente dormido.
Pero muy pronto un brusco sacudón de Kathy despertó a George. Su mujer y los niños estaban frente a él y tenían los ojos cuajados de lágrimas.
—¿Qué pasa? —murmuró con voz soñolienta.
—¡Estabas gritando, George! —dijo Kathy—. ¡Y no te podíamos despertar!
—¡Sí, papá! —gritó Missy—. ¡Hiciste llorar a mamá! George, no del todo despierto, como si hubiera tomado alguna droga, se sintió muy desconcertado.
—¿Te hice daño, Kathy?
—¡Oh, no, querido! —protestó Kathy—. ¡Ni siquiera me has tocado!
—Entonces… ¿qué ocurrió?
Te pusiste a gritar: «¡Me deshago! ¡Me deshago!» ¡Y no podíamos despertarte!