21

10 DE ENERO

El sábado por la mañana la madre de Kathy, Joan, recibió una frenética llamada telefónica de su hija.

—Mamá: me haces falta aquí inmediatamente.

Cuando la señora Connors intentó preguntar a Kathy qué ocurría, ésta dijo que no había posibilidades de explicación y que su madre tendría que ver por sí misma. La señora Connors tomó un taxi en East Babylon y dio la dirección de la casa de Amityville.

George hizo pasar a su suegra y le hizo subir las escaleras hasta el dormitorio de Kathy. Luego bajó y advirtió a Danny, Chris y Missy de que debían terminar de desayunarse. Al irse de la cocina para reunirse con las dos mujeres arriba, los niños adoptaron una actitud desusadamente humilde y respetuosa y acataron la orden paterna. Pero a juzgar por la forma en que estaban comiendo, no había duda de que se habían repuesto enteramente de la gélida experiencia de la noche anterior.

Cuando George entró en su dormitorio se encontró con que su suegra estaba examinando a Kathy, en la cama, desnuda bajo la salida de baño abierta. Kathy contemplaba a su madre que, con el dedo, seguía las feas rayas rojas que se extendían desde el vello del pubis hasta el nacimiento de los pechos. Las marcas eran de color fuego, como si la carne hubiera sido quemada con un hierro candente pasado a lo largo del cuerpo.

—¡Auch! —gritó la señora Connors apartando un dedo de una de las marcas en el estómago de Kathy. ¡Me he quemado!

—¡Te dije que tuvieras cuidado, mamá! —gritó Kathy—. ¡A George le pasó lo mismo!

La madre de Kathy lo mira y George hizo un signo afirmativo.

—Traté de aplicar un poco de cold cream a las quemaduras, pero no sirvió de nada. Hay que tocarlas con guantes. No hay otra manera.

—¿Llamaron al médico?

—No, mamá —contestó Kathy.

—Kathy no quiere médico —dijo George, interviniendo—. Sólo quería verla a usted.

—¿Te duele, Kathy?

Ésta, asustada, se echó a llorar. George contestó por su mujer.

—Al parecer, no son dolorosas. Sólo cuando las toca.

La madre de Kathy puso la mano sobre la cabeza de su hija y la acarició.

—Pobre tesoro —dijo—. No te preocupes. Todo va a salir bien.

Se agachó y besó la cara llena de lágrimas de Kathy. Luego cerró la salida de baño, cubriendo delicadamente el vientre inflamado. Se puso de pie.

—Voy a llamar al doctor Aiello.

—¡No! —gritó Kathy. Y miró a su marido con ojos despavoridos—. ¡George!

George se encaró con la señora Connors.

—¿Qué piensa decirle al médico?

La madre de Kathy quedó desconcertada.

—¿Qué me quiere usted decir? —preguntó—. Como puede ver, tiene todo el cuerpo quemado.

George insistió.

—¿Cómo se lo va a explicar, señora? Ni siquiera sabemos la forma en qué ocurrió. Cuando despertó, ya estaba así. ¡El hombre va a creer que estamos locos!

George vaciló. Si decía a la madre de Kathy algo más en relación a lo ocurrido durante la noche, iba a tener que referirse a los incidentes demoníacos que los estaban hostigando. Enterado de que su suegra era una beata, George estaba seguro de que iba a insistir en que Kathy y los niños se fueran de la casa hasta que ella se pusiera al habla con su cura. George había visto una vez a este fraile y pensaba que se parecía mucho al viejo confesor de San Martín de Tours, en Amityville: poco avisado cuando se trataba de algún problema que iba más allá de los deberes parroquiales más elementales. En realidad, George habría recibido con mucho gusto a un sacerdote, pero no a este sacerdote de East Babylon. Y también esperaba recibir noticias de George Kekoris, el investigador de fenómenos metapsíquicos.

—Déjela descansar un poco, Joan —dijo por último—. Las marcas están menos irritadas que antes, me parece. Tal vez desaparezcan pronto.

Estaba pensando en las marcas de tajos en la cara de Kathy.

—Si, mamá —dijo Kathy, que temía comprometer aún más a su madre en el asunto—. Me quedaré aquí descansando un poco más. ¿Puedes acompañarme?

La madre de Kathy miró primero a su hija y después a George. «Hay algo aquí que no me dicen», pensó. Hubiera querido decirle a Kathy que esta casa nunca le había gustado, que cada vez que había venido se había sentido incómoda. No tenía confianza en el número 112 de Ocean Avenue. Sencillamente. La señora Joan Connors, en la actualidad, conoce el motivo de esto.

George dejó a las dos mujeres arriba y bajó a la cocina. Danny, Chris y Missy habían terminado de desayunar e incluso habían levantado los platos de la mesa de la cocina. En el momento de entrar, los miraron con ojos de interrogación.

—Mamá está bien —dijo George—. La abuela se va a quedar con ella.

Puso la mano sobre la cabeza de Missy y la hizo girar, hacia el pasillo.

—Vamos, muchachos —dijo George—, salgamos un ratito. Hay que comprar varias cosas en el almacén y yo quiero pasar por la biblioteca.

Cuando George y los niños se fueron en auto, la madre de Kathy dejó a su hija sola unos minutos y bajó a la cocina para telefonear a Jimmy, que seguramente quería saber por qué razón ella había salido disparando de su casa después de hablar con Kathy, pero ella le había contestado que debía quedarse allí, pues tal vez iba a necesitar alguna cosa que estaba en la casa.

La señora Connors dijo a Jimmy por teléfono que Kathy tenía calambres de estómago y que lo iba a llamar más tarde, en el instante de salir. Jimmy no le creyó y dijo que quería ir allá con Carey. Su madre le gritó que no debía venir y no debía traer a Carey. No quería que se dijera que la familia de Jimmy era lo bastante chiflada para volver a visitar la casa de su cuñado.

Kathy, acostada en la cama, podía oír a su madre abajo, que estaba gritando por teléfono a su hermano. Kathy suspiró y se abrió la salida de baño más de una vez para ver las ardorosas marcas rojas que tenía en el cuerpo. Allí estaban las quemaduras, pero parecían un poco más pálidas. Intentó tocar una de las lastimaduras, bajo el seno derecho. El dedo tocó el punto lacerado. Kathy tuvo la sensación de que estaba un poco mejor. Uno tenía la impresión de meter el dedo en agua muy caliente. Suspiró de nuevo.

Kathy se disponía a cerrar su salida de baño cuando sintió que alguien estaba contemplando su desnudez. La sensación de una presencia provenía de detrás de ella, pero Kathy no logró juntar fuerzas suficientes para darse vuelta y mirar. Sabía que la pared de los espejos estaba allí, y tenía miedo de ver algo horrible en ella. Paralizada de terror, no pudo siquiera mover los brazos para cubrir su desnudez. Y permaneció en esa postura, con el cuerpo enteramente desnudo, con los párpados apretados, con el alma despavorida, esperando el contacto desconocido.

—¡Kathy! ¿Qué estás haciendo? ¡Te vas a pescar una pulmonía!

Era su madre, que volvía de la cocina.

Aun después de haber desaparecido las lastimaduras rojas, la señora Connors no quiso dejar sola a Kathy. Cuando George volvió con los niños, su suegra declaró que toda la familia debía irse de la casa. Él podía quedarse si quería, pero la señora insistió en que Kathy y sus nietos debían irse.

Al llegar a este punto, Kathy estaba durmiendo en su dormitorio y, después del último incidente, George no quería despertarla.

—Déjela dormir un poco más, Joan —dijo George—. Después hablaremos del asunto.

Su suegra aceptó de mala gana, haciéndole prometer que la iba a llamar en cuanto se despertara su hija.

—¡Si no lo hace usted, George, yo volveré de todos modos!

George llamó un taxi para su suegra, que regresó a East Babylon a las cuatro de la tarde.

En la biblioteca de Amityville, George había logrado obtener una tarjeta temporaria que le permitía retirar libros: pidió una monografía sobre brujos y demonios. Y ahora que su suegra se había ido, se sentó a solas en el cuarto de estar y se sumergió en el tema del diablo y sus actividades.

Eran las ocho de la noche pasadas cuando George terminó su libro. Esa tarde la madre de Kathy había cocinado tallarines y albóndigas, que George debía recalentar a la hora de la comida. Danny, Chris y Missy comieron, pero George siguió leyendo. La última vez que había mirado a Kathy, ella se había movido un poco y él pensó que estaba a punto de despertar de aquel necesario descanso. George volvió a la cocina y los tres niños se pusieron a mirar programas de televisión en la sala.

George había tomado notas mientras leía el libro. A partir de este momento se puso a releer lo que había anotado. En su anotador había hecho una lista de los demonios, con nombres que nunca había oído antes. George intentó pronunciarlos en voz alta y las sílabas sonaban extrañamente en su boca. Finalmente decidió llamar al padre Mancuso.

El sacerdote quedó sorprendido de que los Lutz siguieran en la casa de Ocean Avenue.

—Creí que iban ustedes a dejarla —dijo—. Y les dije que ésa era la opinión de los capellanes…

—Lo sé, padre, lo sé —contestó George—, pero ahora me parece que conozco la manera de enfrentar la cosa.

Y levantó el libro que había dejado sobre la mesa.

He estado leyendo algo sobre la forma en que trabajan los brujos y los diablos…

«¡Santo Dios!», pensó el padre Mancuso. «Tengo que vérmelas con un niño, con un inocente. La casa de este hombre está a punto de estallar bajo sus pies y los de su familia y él se pone a hablarme de brujos».

—… aquí se dice que si uno practica un encantamiento y repite tres veces los nombres de estos demonios, éstos pueden acudir al llamado —siguió diciendo George—. Aquí describen claramente el procedimiento a seguir en el conjuro. ¡Iscarón, Madeste! —gritó George con voz cantante—. ¡Son los nombres de los demonios, padre!

—¡Ya sé quiénes son! —vociferó al padre Mancuso.

—¡Y también Isabo! Erz… erz… éste si que es difícil de pronunciar… Erzelaide. Este diablo es una dama y tiene algo que ver con el vudú. Y ¡Eslénder!

—¡George! —gritó el sacerdote—. ¡Por amor de Dios! ¡No vuelva usted a invocar esos nombres! ¡Ni ahora ni nunca!

—¿Por qué, padre? —contestó George—. Aquí, en este libro, hablan de la cosa. ¿Qué hay de malo en…?

El teléfono quedó muerto en la mano de George. Se oyó un gemido de ultratumba, un «clic» violento y luego el zumbido de la línea interrumpida. «¿Me habrá cortado el padre Mancuso?, se preguntó George. Y, ¿qué le habrá ocurrido a este Kekoris?»

—¿Era mi madre?

George se dio vuelta y vio a Kathy parada bajo el dintel. Ya no tenía puesta la salida de baño: se había peinado y tenía puestos pantalones y un sweater. La cara estaba levemente encendida. George meneó la cabeza.

—¿Cómo te sientes, querida? —preguntó—. ¿Dormiste bien?

Kathy levantó el sweater y dejó ver su ombligo.

—Se ha ido —y se acarició la piel— ¡ya no está más! ¿Dónde andan los chicos?

—Están viendo la televisión —contestó George, tomándole las manos entre las suyas.

—¿Quieres llamar ahora a tu madre?

Kathy hizo un signo afirmativo. Se sentía extrañamente descansada, de un modo casi sensual. A partir del momento en que había tenido la sensación de que alguien observaba su desnudez en la cama, Kathy había experimentado una vaga languidez, como se tiene después de un orgasmo plenamente satisfactorio. Esta sensación había estado con ella incluso en su reciente siesta, poblada de visiones inconexas de contactos sexuales con un hombre… que no era George.

Kathy marcó el número de su madre, mientras George iba a la sala a reunirse con los niños. Y en ese momento oyó un ruido atronador. Miró por las ventanas y vio que las primeras gotas de lluvia golpeaban los cristales. Luego, a la distancia, un relámpago interrumpió la oscuridad. Pocos instantes después hubo otra salva de truenos. George pudo distinguir las figuras de los árboles balanceadas por las ráfagas de viento.

Kathy entró al cuarto.

—Mamá dice que está lloviendo a cántaros allá —anunció—. Quiere que usemos la camioneta en vez de que Jimmy venga a buscarnos.

La lluvia era mucho más espesa ahora, golpeaba reciamente los cristales de las ventanas y las paredes.

—A juzgar por los ruidos —dijo George— nadie va a salir de su casa por ahora.

En el momento de salir de su dormitorio, Kathy había abierto una rendija en las ventanas para airear el cuarto. Si bien la rendija no era bastante ancha para que entrara por ella el agua de la tormenta, Kathy quería actuar sobre seguro.

—Danny —gritó—. ¡Sube a mi cuarto y cierra bien las ventanas!

El mismo George corrió a traer a Harry a la casa. A pesar de las cortinas de lluvia helada que lo azotaron, George pudo darse cuenta de que la ola de frío se estaba levantando. Las lluvias iban a lavar los montones de nieve sucia acumulada. El hecho de vivir junto al río creaba problemas, porque cuando la lluvia era tan recia podía aumentar excesivamente el caudal de las aguas congeladas y rebasar los muelles.

George volvió a la casa con Harry que se sacudía, lleno de agradecimiento, a tiempo para oír a Danny, desde el piso de arriba, lanzar un grito doloroso. Kathy se adelantó corriendo a George, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Danny estaba de pie ante la ventana, con los dedos de la mano derecha atrapados por el marco de la ventana y tratando de levantarlo con la mano izquierda.

George apartó a Kathy, corrió en dirección al niño que gritaba e intentó soltarle los dedos. George trató de levantar la ventana, que se negaba a moverse. Martilleó el marco que, en vez de aflojarse, vibró, lastimando aún más a Danny. En medio de su contrariedad, George se enfureció y empezó a decir malas palabras, vociferando indecencias contra sus enemigos invisibles y desconocidos.

De repente la ventana se abrió por sí sola, levantándose unos cuantos centímetros, y liberando a Danny, que se cubrió los dedos con la otra mano y gritó histéricamente, llamando a su madre. Kathy tomó la mano lastimada entre sus manos. Danny no quería abrir el puño. Y Kathy tuvo que gritarle.

—¡Déjame ver! ¡Abre la mano!

Evitando la mirada, Danny tendió el brazo. Kathy gritó al ver los dedos: todos, salvo el pulgar, estaban anormalmente achatados. Danny, más asustado aún por el grito angustiado de su madre, retiró vivamente la mano.

George estalló. Se puso a correr como loco de cuarto en cuarto, gritando invectivas, desafiando a esa maldita entidad, que perpetraba todo aquello contra su familia, a que se mostrara y peleara con él. La tormenta rugía dentro y fuera del número 112 de Ocean Avenue, mientras Kathy corría detrás de su marido y le gritaba que había que llamar a un médico para Danny.

La rabia de George quedó muy pronto agotada. De repente fue consciente de que su hijo estaba lastimado y necesitaba cuidados médicos. Corrió al teléfono de la cocina y trató de dar con el doctor John Aiello, médico de la familia de su mujer. Pero la línea estaba muerta. Como se enteró más tarde, la tormenta había echado a tierra un poste de teléfono, aislando aún más a los Lutz dentro de su casa.

—Tendré que llevar a Danny al hospital —gritó George—. ¡Ponle la chaqueta!

El hospital Brunswick está en la calle principal de Amityville, a una distancia no superior a un kilómetro y medio de la casa de los Lutz. Como los vientos huracanados soplaban con mucha inclemencia sobre la costa meridional de Long Island, a George le llevó casi un cuarto de hora llegar allí.

El interno de guardia quedó asombrado al ver el estado de los dedos de Danny, que parecían aplastados desde la cutícula hasta la segunda falange. Sin embargo, aunque parecían aplastados y sin posibilidad de compostura, no estaban rotos: no había huesos ni cartílagos deshechos. El médico interno hizo un vendaje firme, dio a George unas aspirinas infantiles para Danny y le sugirió que volviera a su casa. No había nada más que hacer.

Al llegar a este punto el niño estaba más asustado del aspecto de sus dedos que del dolor real. Mientras George manejaba en dirección a su casa, el niño se apretaba la mano contra el pecho, con gesto tieso, sollozando y gimiendo. Le llevó a George cerca de veinte minutos llegar al número 112 de Ocean Avenue. Los vientos hacían golpear la puerta del frente contra el edificio, y George tuvo dificultades cuando quiso cerrarla detrás de él.

Kathy había puesto a Chris y a Missy en su cama y estaba esperando en la sala. Levantó a su hijo mayor y se puso a acunarlo. Danny, siempre llorando, quedó dormido, agotado por el dolor y el miedo.

George llevó a Danny en brazos hasta el dormitorio. Se limitó a quitarle los zapatos y lo metió bajo las frazadas, junto a los otros dos niños. Luego él y Kathy se sentaron en unas sillas junto a las ventanas y se pusieron a contemplar la lluvia que golpeaba los cristales.

Los dos durmieron a ratos durante el resto de la noche. Habían tenido que quedarse en casa: era imposible intentar ir a la casa de la madre de Kathy o a cualquier otro lugar a pasar la noche pero se mantenían alerta ante cualquier peligro posible que amenazara a sus hijos o a ellos mismos. Hacia el amanecer, los dos se quedaron dormidos.

A las seis y media, George fue despertado por la lluvia, que le estaba salpicando la cara. Por un instante pensó que estaba al aire libre, pero no, seguía sentado en su silla junto a la ventana. Se puso de pie de un salto y vio que todas las ventanas del cuarto estaban enteramente abiertas y algunos marcos arrancados de sus jambas. Luego oyó el ruido del viento y la lluvia, que penetraban en otras partes de la casa. Salió corriendo del dormitorio.

Todos los cuartos que vio estaban en el mismo estado: los cristales de las ventanas rotos, las puertas del primero y el segundo pisos rotas y arrancadas… ¡pese a que todas habían sido cerradas con llave y pestillo! La batahola se había producido mientras los Lutz habían estado durmiendo.