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DEL 8 AL 9 DE ENERO

El padre Mancuso se sentía demasiado débil para oficiar misa en la iglesia, de modo que se quedó en sus habitaciones y rezó en su altar particular. Poco después de la misa el padre Nuncio telefoneó desde la oficina de los capellanes para decirle que el padre Ryan y él estaban dispuesto a recibirlo.

El sacerdote dijo que su enfermedad le impedía trasladarse a Rockville Center, y preguntó si podía tratar por teléfono el caso Lutz. El padre Nuncio accedió y escuchó el relato de los últimos acontecimientos de la casa de Ocean Avenue que el padre Mancuso le hizo. Sin vacilar, el capellán aceptó la opinión del padre Mancuso: los Lutz debían dejar su casa por cierto tiempo. Una vez más el padre Nuncio recomendó a su colega que no fuera a la casa de Amityville y le dijo que se limitara a dejar un recado telefónico.

En Amityville, Kathy y George todavía estaban turbados por el coro invisible que habían oído la noche anterior. Ella había pasado la noche en vela sentada en la cama. George había vuelto a colgar el crucifijo en la pared del placard. Luego los dos se tomaron de la mano e intercambiaron palabras tranquilizadoras y cariñosas para atenuar el mutuo miedo. A las ocho de la mañana Kathy se levantó del borde de la cama y despertó a los niños. Jimmy y Carey salieron del dormitorio de Missy a las ocho y media, vestidos y listos para desayunar.

Después de hablar con el padre Nuncio, el padre Mancuso llamó a George Lutz para trasmitirle la decisión del capellán. Éste oyó sonar un buen rato el teléfono y ya estaba por cortar cuando George atendió. El padre Mancuso había pensado que el instrumento estaba practicando de nuevo sus bromitas y se sorprendió de que no hubiera interferencias en la comunicación.

George dijo que acababan de llevar a Jimmy a East Babylon. Luego George contó los resultados de la ceremonia de bendición que habían improvisado la noche antes. El padre Mancuso, escandalizado, instó a George a tomar en cuenta la advertencia del capellán y a dejar la casa sin demora.

—Y George —dijo— no vuelva usted a hacer eso. Evocar el nombre de Dios en la forma en que usted lo ha hecho sólo puede enconar a esa presencia que está en su casa, sea la que fuere. Eso es algo que corresponde a un sacerdote. Él es el intermediario directo entre el Señor y el diablo.

—¿El diablo? —interrumpió George—. Padre: ¿qué está usted diciendo?

El sacerdote hubiera querido morderse la lengua por su lapso. Los capellanes habían reducido la discusión del caso de los Lutz a términos científicos y debía haber un largo período de investigación antes de que la Iglesia reconociera la existencia de una influencia diabólica. El sacerdote no había querido expresar sus temores personales.

—No estoy seguro —dijo el padre Mancuso, corrigiéndose—; es por eso que les ruego que abandonen esa casa hasta que se pueda llegar a una conclusión, científica o…

El sacerdote vaciló.

—¿O qué? —preguntó George.

—Tal vez sea más peligroso que lo que todos imaginamos —contestó el padre Mancuso—. Óigame, George, hay muchas cosas que ocurren y que ninguno de nosotros puede explicar del todo. Reconozco que estoy muy confundido ante lo que parece ser una fuerza maléfica en su casa. También reconozco que esto puede ser causado por algo más que la imaginación de ustedes.

El sacerdote hizo una pausa.

—¿George? ¿Está usted ahí?

—Si, padre. Estoy escuchando.

—Está bien, entonces —empezó a decir el padre Mancuso—. Por favor, váyase usted de ahí. Deje que las cosas se aplaquen un poco. Si usted sale de ese lugar tal vez podamos descubrir de qué se trata, con un poco más de actividad racional. Trasmitiré a los capellanes lo que ha ocurrido anoche, y tal vez ellos manden alguna persona que…

El padre Mancuso fue interrumpido por un grito de Kathy, que se pudo oír muy bien por el teléfono. George exclamó:

—¡Llamaré de nuevo!

Y el sacerdote oyó que colgaba ruidosamente el auricular. Se quedó en su sala, preguntándose qué incidente contra natura se estaría desenvolviendo en el número 112 de Ocean Avenue. George corrió escaleras arriba hasta el último piso. Al llegar al rellano vio a Kathy en el pasillo, gritando a Danny, a Chris y a Missy.

George se dio cuenta del motivo: en todas las paredes del pasillo había más manchas verdes, gelatinosas, que bajaban desde el techo hasta el piso, formando charcas movientes de barro verde.

—¿Quién de ustedes hizo esto? —preguntó Kathy, enfurecida—. ¡Si no me lo dicen no les voy a dejar un solo hueso sano!

—¡Nosotros no hicimos nada, mamá! —dijeron los tres niños al unísono, esquivando los coscorrones destinados a sus cabezas.

—¡No lo hemos hecho! —gritó Danny—. ¡Vimos eso en el momento en que subíamos!

George se interpuso entre su mujer y los niños.

—Un momento, querida —dijo suavemente—. Tal vez los chicos no lo han hecho. Déjame que mire.

Se acercó a una de las paredes y tocó con el dedo una de las manchas verdes. Miró la sustancia, la olfateó y luego la probó un poquito con la punta de la lengua.

—Parece gelatina —dijo, lamiéndose los labios— pero lo cierto es que no tiene gusto a nada.

Kathy se estaba tranquilizando después de su arrebato.

—¿No será tintura? —preguntó.

George meneó la cabeza.

—No.

Y trató de hacerse una idea de la consistencia de la materia fabricando una bolita con la punta de los dedos.

—No sé qué es, pero lo cierto es que ensucia que da miedo.

Miró hacia el techo.

—De allá arriba no parece venir…

George se calló. Miró a su alrededor como si entendiera por primera vez en dónde estaba. De repente recordó la conversación que acababa de tener con el padre Mancuso pocos minutos antes y la temible palabra «diablo» casi salió de sus labios.

—¿Qué dijiste, George? —preguntó Kathy—. ¡No te oí!

George miró a su mujer y a los niños.

—Nada. He estado tratando de hacerme una idea…

Empezó a empujar a su familia hacia las escaleras.

—Oye —dijo—. Tengo hambre. Bajemos a la cocina y comamos algo. Después los muchachos y yo volveremos aquí y limpiaremos esta porquería. ¿Está de acuerdo la tribu?

Jimmy y Carey habían vuelto a East Babylon. Carey estaba contenta de haberse ido del número 112 de Ocean Avenue, aunque eso significaba estar viviendo en casa de su suegra.

—No sé qué me pasa en ese lugar, Jimmy —dijo, en el momento en que bajaban del auto—. ¡Y sé que vi anoche a ese chico! ¡Me digan lo que me digan!

Jimmy dio una palmadita a su mujer en las caderas.

—Bah… ¡Olvídate! —dijo—. ¡No fue nada más que un sueño! Como sabes, no creo en esas cosas.

Carey se contrajo al sentir el contacto de Jimmy y miró en torno para ver si los vecinos estaban observándolos. Pero en el momento en que iba a abrir la puerta para entrar, él la asió por el brazo.

—Oye, Carey —dijo acercándose a ella, hazme un favor. No digas ni una palabra de lo ocurrido delante de mamá. Esas cosas la perturban muchísimo Ya lo único que falta es que venga un cura a la casa.

Carey se mantuvo en sus trece.

—¿Y qué me dices del dinero que perdiste en casa de Kathy? ¿Eso también es un sueño?

El padre Mancuso pasó el resto de la tarde preguntándose por qué motivos George no lo había vuelto a telefonear después de haberse oído el grito de Kathy. Por un momento pensó en llamar al sargento Gionfriddo de la policía de Amityville, y pedirle que hiciera una inspección en casa de los Lutz. Pero un policía que llama inesperadamente a la puerta suele producir más susto que otra cosa. «En fin, pensó, esperemos que nada haya ocurrido». Por último el sacerdote levantó el auricular y marcó el número de George.

No hubo respuesta, toda la familia estaba en el embarcadero y el ruido del compresor ahogaba el de las llamadas telefónicas. George, Danny y Chris estaban echando pedazos de jalea verde en el agua helada, junto a la lancha. La manguera del compresor rompía la gelatina, la mezclaba con el agua helada, esparciéndola por debajo de la capa de hielo.

Cuando los muchachos se pusieron a sacarla del angosto sendero de madera, Kathy se puso a raspar lo que había quedado en los baldes. Missy había abrazado a Harry para que no molestara la tareas de cada uno. George trabajaba en silencio, procurando no trasmitir sus temores a Kathy y a los niños. Por suerte para él, Kathy seguía sospechando que los niños eran los culpables del desaguisado: Kathy no había puesto el incidente de la jalea verde junto a los otros problemas misteriosos que asediaban a la casa.

George había estado tan absorbido en sus pensamientos que se había olvidado del todo de llamar de nuevo al padre Mancuso. Ese anochecer, sentada junto a la estufa, Kathy se declaró partidaria de ir a casa de su madre. Pero cuando propuso irse esa misma noche George, de repente, se encrespó.

—¡La gran puta, no! —gritó, poniéndose de pie de un salto, con la cara roja de furia.

Todas las presiones que se habían hecho sentir dentro de él hacían eclosión al fin.

—¡Todas las porquerías que tenemos están en esta casa! —vociferó—. ¡He puesto demasiado en ella para abandonarla de este modo!

Los niños que aún no se habían acostado, se aterraron y corrieron junto a su madre. La misma Kathy se asustó al entrever un lado de George que nunca había visto. ¡Había vociferado como un poseso!

Pálido, estaba al pie de la escalera y gritaba en tal forma que se podía oírlo en todos los cuartos de la casa.

—¡Hijos de puta! ¡Fuera de mi casa!

Luego corrió escaleras arriba hasta el último piso, entró al cuarto de juegos y abrió enteramente las ventanas.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡En nombre del Señor, fuera!

George corrió hasta el dormitorio de los varones, bajó al dormitorio del primer piso y repitió lo que ya había hecho, levantando la ventana de cada cuarto y vociferando:

—¡Fuera de aquí en nombre del Señor! —una y otra vez. Una de las ventanas no cejó ante sus tirones y él golpeó el marco, enfurecido, hasta que la madera se aflojó. El aire frío entraba de afuera y muy pronto la casa estuvo tan gélida como la calle.

Finalmente, George terminó. En el momento en que volvía al piso bajo, la cólera iba abandonando su cuerpo. Agotado por sus esfuerzos y jadeante, se paró en la mitad de la sala, cerrando las manos en un puño y abriéndolas de nuevo.

Mientras George llevaba a cabo esta santa cruzada; Kathy y los niños se habían quedado como clavados junto a la chimenea. Luego se acercaron a él, lo rodearon y George levantó sus brazos y los tendió sobre aquellas cuatro personas asustadas.

Hubo una quinta persona que intervino en este cuadro vivo, un testigo muy humano, el sargento Al Gionfriddo. Este era el oficial de policía que había querido llamar el padre Mancuso, y que estaba haciendo su último patrullaje de Amityville antes de terminar con sus tareas del día a las nueve de la noche. En el momento de pasar por Ocean Avenue vio algo que le hizo frenar su auto: un loco estaba abriendo las ventanas de la casa número 112 en una de las noches más crudas del invierno.

Gionfriddo se detuvo en la intersección de South Ireland Place y Ocean Avenue, directamente enfrente de la casa de los Lutz. Apagó los faros. Algo le impedía bajar del auto y dirigirse a aquella casa. Realmente no quería investigar por qué razones el dueño estaba actuando como un loco. Gionfriddo siguió sentado en su auto y se puso a contemplar a una mujer que procedió a cerrar todas las ventanas de la casa.

«Esta debe ser la señora Lutz, pensó. Al parecer, por el momento, no les pasa nada. No quiero entrometerme en la cosa». Suspiró y puso en marcha el motor del coche. Siempre con las luces apagadas, el agente retrocedió lentamente por South Ireland Place hasta que pudo doblar a la izquierda en la calle paralela a Ocean. Tan sólo entonces encendió los faros.

En el transcurso de la hora siguiente la casa de Ocean Avenue recobró su temperatura normal. El calor de los radiadores venció finalmente al aire gélido que había invadido las habitaciones y una vez más el termómetro marcó los veintidós grados.

Los muchachos habían estado dormitando frente a la chimenea, mientras Kathy acunaba a Missy, dormida en sus brazos. A las diez Kathy hizo una inspección de los dormitorios de los niños y decidió que ya era hora de que Danny y Chris se fueran a acostar.

Después de su arrebato, George había estado poco comunicativo y miraba en silencio, fijamente, los leños que ardían. Kathy lo dejó en paz, dándose cuenta que su marido estaba tratando de resolver el dilema a su manera. Una vez que los niños estuvieron metidos en cama, Kathy volvió junto a él y trató amablemente de hacerlo salir del cuarto.

George lanzó una mirada a Kathy, y ésta notó la perturbación y el enfado en la cara de él. Los ojos estaban empañados; George había estado llorando, al parecer, de puro despecho. «Hay que dar un descanso a este pobre muchacho», pensó Kathy. Pero él meneó la cabeza cuando ella propuso que se acostaran.

—Acuéstate tú —dijo él en voz baja—. Yo ya voy.

Y los ojos se fijaron de nuevo en las llamas.

En su dormitorio, Kathy dejó encendida la lamparita en la mesa de noche de George. Se desvistió, se metió en la cama y cerró los ojos. Podía oír el viento, que aullaba fuera. Los bramidos la serenaron y, a los pocos minutos, empezó a dormitar.

De repente Kathy se sentó en la cama y miró hacia el lado de George. Él todavía no estaba ahí. Luego dobló lentamente la cabeza y miró detrás. Entonces vio su imagen que se reflejaba en los espejos que cubrían las paredes, desde el techo hasta el piso. Tuvo un impulso de sacar el crucifijo del placard.

Tan fuerte era ese impulso que Kathy ya estaba a medias fuera de la cama cuando se interrumpió y miró nuevamente a los espejos. La imagen que reflejaban parecía haber adquirido una vida propia y Kathy pudo oír que la imagen le decía: «¡No lo hagas! ¡Vas a destruir a todos!»

Cuando George subió al dormitorio, Kathy ya estaba durmiendo. George arregló las frazadas que envolvían a su esposa y luego se acercó a la mesa de noche de ella y sacó la Biblia de un cajón. Apagó la luz y salió sigilosamente del cuarto.

George volvió a su silla de la sala, abrió la Biblia y empezó por el principio: el Génesis. En este primer libro de las revelaciones divinas llegó a unos versículos que le hicieron reflexionar sobre sus tribulaciones. Leyó en voz alta para sí mismo: «Y Jehová Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida».

George se estremeció. La serpiente es el diablo, pensó. En ese momento sintió una bocanada de aire caliente sobre la cara y apartó velozmente la cabeza del libro. ¡Las llamas de la chimenea querían llegar hasta él!

George retrocedió bruscamente en su silla y saltó. El fuego que él había dejado morir había vuelto a adquirir vida: las llamaradas ocupaban toda la chimenea. Podía sentir el quemante calor. Pero en ese instante sintió que un dedo helado le pinchaba la espalda.

George giró sobre sus talones. No había nadie, pero pudo sentir una corriente de aire. Casi pudo ver esta corriente en forma de una nebulosidad fría ¡que bajaba por las escaleras y avanzaba por el pasillo!

George asió firmemente la Biblia en sus manos y subió los escalones hasta su dormitorio. El frío lo envolvió mientras corría. Se detuvo a la entrada del dormitorio. El cuarto estaba caliente y volvió a sentir el contacto de los dedos helados.

George corrió hasta el dormitorio de Missy y abrió de golpe la puerta. Las ventanas estaban enteramente abiertas y el aire helado entraba.

George tomó a su hija entre sus brazos y la levantó de la cama. Pudo sentir que el cuerpecito estaba helado y tembloroso. Salió velozmente del cuarto. Corrió a su dormitorio y metió a Missy bajo las cobijas. Kathy se despertó.

—¡Hazla entrar en calor! —gritó George—. ¡Se está muriendo de frío!

Sin vacilar, Kathy cubrió a la niña con su propio cuerpo. George salió corriendo del cuarto en dirección al último piso.

Las ventanas dél dormitorio de Danny y Chris, como pudo ver George, también estaban abiertas de par en par. Los muchachos estaban dormidos, pero completamente tapados por las frazadas. Tomó a los dos en sus brazos y bajó las escaleras hasta su dormitorio.

Los dientes de Danny y de Chris castañeteaban por el frío. George los puso en su cama y se metió bajo las frazadas con ellos, cubriéndoles el cuerpo con el suyo.

Los cinco Lutz estaban ahora en la misma cama: los tres niños empezaban a descongelarse lentamente y los dos padres les frotaban las manos y los pies. Llevó casi media hora hacer recobrar a los niños la temperatura normal. Sólo entonces se dio cuenta George que seguía aferrado a la Biblia. Y como ya había recibido algo más que una advertencia, tiró el libro al suelo.