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18 DE DICIEMBRE

El padre Frank Mancuso no era un simple sacerdote. Además de atender decididamente sus obligaciones sacerdotales, Mancuso era abogado, juez del tribunal católico y psicoterapeuta en ejercicio.

Esa mañana el padre Mancuso se había despertado con una sensación de malestar. Algo lo molestaba. No hubiera podido precisar la causa de esto, porque no tenía a la sazón preocupaciones especiales. Según sus propias palabras, al volver a considerar esos momentos sólo puede decir que se trataba de una «sensación desagradable».

Durante toda la mañana el sacerdote había recorrido sus habitaciones en la parroquia del Sagrado Corazón en un estado de gran agitación. «Hoy es jueves», pensaba. «Tengo una cita para almorzar en Lindernhurst y luego debo ir a bendecir la nueva casa de los Lutz. De allí iré a comer a casa de mi madre».

El padre había conocido a George Lee Lutz dos años antes. Aunque George era metodista, Mancuso lo había ayudado espiritualmente en los días que habían precedido a su matrimonio. Los tres niños eran hijos de un previo matrimonio, y, en su condición de sacerdote que atiende a niños católicos, el padre Mancuso sentía una necesidad personal de velar por sus intereses.

La joven pareja había invitado con frecuencia a amigo sacerdote, con su barba pulcramente recortada, a almuerzos y cenas en su casa de Deer Park De algún modo, el encuentro nunca se había producido. Y ahora George tenía una razón especial para invitarlo de nuevo: ¿vendría Mancuso a Amityville para bendecir la nueva casa? El padre Mancuso prometió estar allí el 18 de diciembre.

Ese mismo día en que el sacerdote aceptó ir a la casa de George, arregló también ir a comer con unos amigos en Lindernhurst, Long Island. Mancuso había tenido allí su primera parroquia. Ahora ocupaba un alto cargo en la diócesis, con sede propia en la parroquia de North Merrick. Como es natural, siempre estaba ocupado y su orden del día era muy nutrido, de tal modo que no se le podía echar la culpa si trataba de matar dos pájaros de un tire, ya que Lindernhurst y Amityville están a pocos kilómetros de distancia.

El sacerdote no lograba librarse de la «sensación desagradable» que se prolongó durante el agradable almuerzo con sus cuatro viejos amigos. Sin embargo, hizo todo lo posible para demorar su partida a Amityville, dándose largas para ponerse en marcha. Sus amigos le preguntaron adónde pensaba ir.

—A Amityville.

—¿A qué lugar en Amityville?

—Es un matrimonio joven… alrededor de treinta años, con tres hijos. Viven en…

El padre Mancuso echó una mirada a un pedacito de papel.

—En 112 Ocean Avenue.

—Ésa es la casa de los De Feo —dijo uno de los amigos.

—No. El nombre es Lutz. George y Kathleen Lutz.

—¿No se acuerda usted de los De Feo, Frank? —preguntó uno de los hombres sentados a la mesa—. El año pasado… Un hijo que mató a toda la familia: al padre, a la madre y a sus cuatro hermanos. Algo atroz. Atroz. Los diarios le dedicaron mucho espacio.

El sacerdote trató de hacer memoria. Rara vez leía las notas cuando echaba la mano a un diario; sólo dos tiras cómicas: «Broomhilda» y «Maní».

—No, no me acuerdo.

De los cuatro hombres sentados a la mesa, tres eran sacerdotes a quienes, al parecer, la cosa no les gustó. El consenso general fue que Mancuso no debía ir.

—Debo ir. Lo he prometido.

En camino a Amityville el padre Mancuso se sentía un poco nervioso. No era el hecho de visitar la casa de los De Feo: de eso estaba seguro. Era otra cosa…

Llegó después de la una y media. La senda de entrada de los Lutz estaba tan abarrotada que debió estacionar su viejo Vega azul en la calle. Notó que era una casa enorme. ¡Tanto mejor para Kathy y los niños si Lutz había podido permitirse una mansión semejante!

El sacerdote retiró los objetos sagrados del coche y se puso la estola. Levantó la botella de agua bendita y entró en la casa para efectuar el rito de bendición. No bien esparció las primeras gotas de agua bendita y pronunció las palabras que acompañan a ese gesto. El padre Mancuso oyó una voz de hombre que decía con claridad impresionante: «¡Fuera!»

El sacerdote giró sobre sus talones, impresionado. Los ojos se abrieron de asombro. La orden llegaba directamente desde atrás, pero él estaba solo en el cuarto. La persona o la entidad que había hablado no se veía por ninguna parte.

Cuando terminó con la ceremonia de la bendición, el sacerdote no mencionó el incidente a los Lutz, quienes le agradecieron su amabilidad y le pidieron que se quedara a comer con ellos, ya que ésa iba a ser la primera noche en la nueva casa. El sacerdote rechazó cortésmente la invitación, explicando que tenía intenciones de comer esa noche con su madre en su casa de Queens, que ella lo estaba esperando, que se hacía tarde y todavía había un viaje largo que hacer.

Kathy deseaba agradecer al padre Mancuso su amabilidad. George le preguntó si no aceptaría un regalo en dinero o una botella de whisky Canadian Club, pero el padre rechazó el ofrecimiento, afirmando que no podía aceptar recompensas de un amigo.

Una vez en su auto, el padre Mancuso bajó el vidrio de la ventanilla. Se repitieron las expresiones de gracias y de buenos deseos, pero mientras hablaba con el matrimonio la expresión de su cara se hizo seria.

—A propósito, George. Estuve almorzando con unos amigos en Lindernhurst antes de venir aquí. Me dijeron que ésta era la casa de los De Feo. ¿Lo sabía usted?

—¡Ah, sí, claro! Creo que por eso me costó tan poco. Hace mucho tiempo que está en oferta. Pero eso no nos preocupa en lo más mínimo. Tiene todo lo que nos hace falta.

—¿No le pareció espantoso? —dijo Kathy—. ¡Esa pobre gente! ¡Piense usted un poco padre! ¡Los seis asesinados mientras dormían!

El sacerdote cabeceó. Luego de despedirse de los tres niños, la familia lo siguió contemplando en el momento en que partió en su auto hacia Queens.

Eran cerca de las cuatro cuando George terminó de sacar los enseres de su primer viaje de furgón. Volvió a Deer Park y enfiló por la vieja senda. Al abrir la puerta del garaje, Harry, su perro, se abalanzó y habría salido disparando en caso de no estar sujeto por una cadena. El perro, a medias Terranova, había sido dejado allí para que protegiera el resto de las posesiones de la familia. Ahora George lo hizo subir con él al camión de mudanza.

En el camino, mientras el padre Mancuso se dirigía a casa de su madre hizo un esfuerzo por formarse una idea de lo que le había ocurrido en casa de los Lutz. ¿Quién o qué podía haberle dicho semejante cosa? Después de todo, él era un psicoterapeuta profesional y, de cuando en cuando, se encontraba con pacientes que afirmaban haber oído voces; esto era un síntoma de psicosis. Pero el padre Mancuso estaba convencido de su propio equilibrio mental.

La madre del sacerdote lo saludó en el umbral de su casa e inmediatamente frunció el ceño.

—¿Qué te pasa, Frank? ¿No te sientes bien? El sacerdote meneó la cabeza.

—¡No me siento demasiado mal!

—¡Ve al cuarto de baño y mírate la cara en el espejo!

Al ver su imagen en el espejo, el padre Mancuso notó dos grandes cercos negruzcos bajo sus ojos, tan oscuros que parecían manchas de hollín. Intentó lavarse con agua y jabón, pero las manchas no se desvanecieron.

De vuelta en Amityville, George llevó al perro a la casilla al lado del garaje y lo ató con una cadena de acero de seis metros de largo. Ya eran más de las seis de la tarde y George, que se sentía muy fatigado, decidió dejar el resto de los objetos en el camión aunque estaba pagando cincuenta dólares diarios por el alquiler del vehículo. Empezó a ordenar los muebles del cuarto de estar, colocando la mayor parte de ellos en sus posiciones aproximadas.

El padre Mancuso dejó la casa de su madre después de las ocho y enderezó hacia la parroquia. En el Pasaje Van Wyck, de Queens, sintió que su coche era literalmente empujado sobre la derecha. Echó una rápida mirada en torno. ¡A una distancia de quince metros a su alrededor no había ningún vehículo!

Poco tiempo después de tomar por la carretera y seguir su camino, el capó se levantó de golpe, chocando contra el cristal delantero. Uno de los goznes soldados se soltó. ¡La portezuela de la derecha se abrió! El padre Mancuso, alarmado, trató de frenar el coche, que se detuvo por sí solo.

Muy perturbado, logró llegar hasta un teléfono y llamó a otro sacerdote que vivía en esas vecindades. Afortunadamente este colega pudo llevar al padre Mancuso a un garaje en donde logró alquilar un camión de remolque para arrastrar su coche accidentado. De vuelta en la carretera, el mecánico del garaje no logró poner en movimiento el automóvil. El padre Mancuso decidió dejar el coche en el garaje y hacerse llevar por su amigo a la parroquia del Sagrado Corazón.

Casi al fin de sus fuerzas, George resolvió terminar sus trabajos del día con algo más agradable. Puso en conexión su aparato estereofónico con el equipo de alta fidelidad que los De Feo habían instalado en la sala. Luego él y Kathy se iban a poner a oír música, gozando de su primera noche en la casa. Apenas había iniciado los trabajos, cuando Harry empezó a aullar atrozmente. Danny irrumpió precipitadamente en la casa, diciendo a gritos que Harry estaba en apuros. George corrió hacia el fondo y se encontró con que el pobre animal se estaba estrangulando: había tratado de saltar la empalizada y había enredado la cadena en la punta de una de las tablas. George libró a Harry y acortó la cadena para que el perro no realizara un nuevo intento. Y volvió a trabajar en su equipo estereofónico.

Una hora después, ya de vuelta en sus habitaciones, el padre Mancuso oyó sonar la campanilla del teléfono. Era el sacerdote que acababa de ayudarlo.

—¿Sabes qué me ocurrió después de separarnos?

El padre Mancuso casi tuvo miedo de preguntar…

—¡Los limpiaparabrisas, Frank! ¡Empezaron a moverse de un lado a otro, como enloquecidos! ¡No pude pararlos! ¡Y no los había puesto en movimiento, Frank! ¿Qué diablos está ocurriendo aquí?

Esa noche, a las once, los Lutz ya se disponían a sentarse tranquilamente para gozar de su primera noche en la casa. La temperatura había bajado afuera hasta los cinco grados bajo cero. George quemó en la chimenea unas cuantas cajas de cartón que ardieron, alegremente. Era el 18 de diciembre de 1975, el primero de sus veintiocho días.