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8 DE ENERO

El jueves Jimmy y su flamante esposa, Carey, regresaron de su viaje de luna de miel a las Bermudas. Pasaron por casa de Kathy después de visitar a la señora Connors y Jimmy dijo a su hermana que volvería a pasar más tarde, en el día. Una de las primeras preguntas que le hizo fue si George y ella habían encontrado sus mil quinientos dólares. Y quedó muy cariacontecido cuando Kathy contestó que no habían visto ni rastros del sobre.

A George le había llevado toda la mañana componer y volver a poner en sus lugares las columnas de la barandilla rota del primer piso. Cuando los muchachos bajaron a desayunarse, ofrecieron su colaboración, pero George la rechazó y les dijo que debían ir a comprarse zapatos nuevos con su madre.

Ninguno —ni Danny, ni Chris, ni Missy, ni Kathy— habían oído nada de la baranda arrancada de sus quicios durante la noche. La causa de este último atentado seguía siendo misteriosa. George y Kathy tenían sus ideas al respecto, pero no las expusieron delante de los niños.

Por último Kathy juntó fuerzas y junto con su prole subió a la camioneta y se fue de compras. George aprovechó la oportunidad para llamar a Eric. Éste pasó a verlo y George le preguntó si Francine había hecho algún comentario al irse de su casa. George quedó muy confundido al enterarse de que la muchacha había quedado perturbada por lo que había sentido en su casa. Francine le había dicho a Eric que no iba a volver a poner los pies en el lugar: la presencia era demasiado fuerte. Temía que, si trataba de hablar con las presencias que había en casa de los Lutz, se iba a exponer a un ataque físico.

—Eric —preguntó George—: ¿qué es ese velo veneciano del que habló Francine antes de irse?

—De acuerdo con lo que Francine me ha dicho —contestó Eric— es una especie de membrana con que nacen algunos niños… Una especie de tela, muy fina, un tejido que cubre la cara. Se puede quitar, pero Francine afirma que la persona que nace con él está dotada de un elevado grado de clarividencia.

George cortó y se sentó durante una hora en la cocina, tratando de idear una manera de conseguir auxilio antes de que fuera demasiado tarde.

El teléfono sonó. Era George Kekoris, un investigador del Instituto de Parapsicología de Carolina del Norte, quien se presentó diciendo que se le había dado el nombre de George y deseaba realizar algunas pruebas científicas en casa de los Lutz. Kekoris también declaró que no podía fijar un día ya que llamaba desde Buffalo, pero que iba a tratar de estar allí en la mañana del día siguiente.

Después de hablar con Kekoris, George tuvo la impresión de que hubiera habido un aplazamiento de último momento en su sentencia. Luego, para matar el tiempo hasta la llegada de Kathy, se distrajo retirando los adornos navideños del árbol que estaba en la sala. Cuidadosamente depositó los delicados ornamentos en hojas de diario, para que Kathy los envolviera y guardara en cajas de cartón, prestando especial atención a la hermosa pieza antigua, en oro y plata, de su bisabuela.

Durante toda la mañana y la tarde de ese jueves el padre Mancuso se dedicó a atender un ataque recurrente de la gripe. Ya se había resignado a esta calamidad como una demostración del poder y el desagrado que emanaban de la fuerza maligna que se había desencadenado en el número 112 de Ocean Avenue.

Esta vez no hubo llamadas solícitas del párroco, aunque el padre Mancuso estaba seguro de que su colega había sido informado de la recaída. Permaneció en sus habitaciones, descansando en la cama y tomando los medicamentos que le había dejado el médico en las visitas previas. La fiebre había subido ahora hasta los cuarenta grados, el dolor de estómago era continuo y, a medida que avanzaba el día, pasaba de los escalofríos a los sudores. Por suerte, esta vez no habían aparecido pústulas en las palmas de sus manos, signo que el padre Mancuso interpretó en el sentido que el grado de su castigo era menor por haberse entrometido en la casa de los Lutz.

El padre Mancuso ni siquiera había intentado ponerse en contacto de nuevo con los capellanes. El sacerdote sentía que los sudores y los afanes iban a disminuir eventualmente si lograba suprimir todo pensamiento en relación a los Lutz, de tal modo que esperaba que el padre Ryan o el padre Nuncio se pusieran en contacto con él. Lo cierto es que, en un momento de la tarde, el sacerdote tuvo el deseo de que los prelados pasaran por alto su solicitud de una nueva audiencia. Y para hacer tiempo se puso a leer su breviario.

A eso de las cuatro de la tarde Kathy había vuelto de hacer sus compras. Como los Lutz aún tenían el auto de Jimmy, los recién casados no podían moverse si alguien no pasaba a recogerlos. Kathy se ofreció a hacerlo.

George vetó la sugerencia, las carreteras cubiertas de nieve endurecida hasta la casa de su suegra en East Babylon eran muy peligrosas y el coche de Jimmy tenía un sistema de cambios que Kathy nunca había dominado del todo. George decidió manejar y volvió a Amityville en menos de una hora.

Kathy estaba encantada de volver a ver a Jimmy y a Carey y se pasaron horas muy agradables escuchando el relato minucioso de las experiencias de la pareja en las Bermudas. Los recién casados tenían también una serie de instantáneas tomadas con una Polaroid, que mostraron junto con una detallada explicación de cada foto. A Jimmy no le quedaba ni un centavo, dijo, pero tenía recuerdos que le iban a durar toda la vida. Naturalmente, habían traído algunos regalos para los niños, y esto mantuvo a Danny, a Chris y a Missy lejos de los mayores, una buena parte de la noche.

A fin de no echar a perder esta visita agradable con el relato de sus propias penurias desde el día de la boda, George y Kathy se limitaron a compartir la alegría de la pareja. En un momento, Kathy y su cuñada subieron a cambiar las sábanas de la cama de Missy. Jimmy y Carey iban a pasar la noche en el cuarto de Missy, y la niña habría de dormir en un viejo diván que estaba en el cuarto de vestir.

Jimmy explicó a George sus planes para el momento en que dejara la casa de su madre. Deseaba alquilar un departamento situado exactamente entre la casa de su madre y la de sus suegros, que también vivían en East Babylon; de esta manera, ambas familias quedaban contentas por cierto tiempo.

Todos se retiraron bastante temprano. Antes de acostarse George y Jimmy examinaron la casa de arriba abajo. George mostró a Jimmy la puerta desvencijada del garaje, pero no dio ninguna explicación; probablemente el daño había sido causado por un viento huracanado muy violento. Jimmy, que había perdido su dinero por mediación de un agente misterioso, tenía sospechas de que aquí había algo más, pero guardó silencio y acompañó a George cuando éste bajó a echar un vistazo al embarcadero.

Ya de vuelta en la casa, continuaron con la inspección de puertas y ventanas, hasta que quedaron satisfechos del estado de seguridad de la casa. Eran las once cuando las dos parejas se dieron las buenas noches.

George sabe lo que ocurrió esa noche a las tres y cuarto porque estaba despierto en ese momento y acababa de mirar su reloj de pulsera. Fue entonces cuando Carey se despertó gritando.

—¡Dios mío, no, no, ella no! —murmuró para sí. George saltó de la cama, corrió al cuarto de Missy y encendió la luz. La pareja estaba en la cama, abrazada: Jimmy apaciguaba a su mujer, que estaba llorando.

—¿Qué pasa? —preguntó George—. ¿Qué ha ocurrido?

Carey señaló la pata de la cama de Missy.

—¡Ah… ah… algo estaba sentado ahí… Me tocó… el pie…!

George se aproximó al lugar que Carey había indicado y tocó la cama con la mano. La cama estaba tibia, como si alguien acabara de estar sentado allí.

—Me desperté —siguió diciendo Carey— y vi un chico. ¡Parecía tan enfermo! Me quería decir que hiciera algo por él…

Y se echó a llorar histéricamente.

Jimmy sacudió un poco a su mujer.

—Vamos, Carey, vamos —dijo con voz tranquilizadora—. Has estado soñando y eso es todo…

—¡No, Jimmy! —protestó Carey—. ¡No fue un sueño! ¡Lo vi! ¡Me habló!

—¿Qué te dijo, Carey? —preguntó George.

Los hombros de Carey seguían temblando, pero poco a poco empezó a mirar un poco en derredor, siempre desde los brazos protectores de su marido. George oyó un ruido detrás de él y sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un salto y luego miró hacia atrás. Era Kathy. Tenía los ojos empañados como si ella también hubiera estado llorando.

—¡Kathy! —gritó Carey.

—¿Qué dijo el chico? —preguntó Kathy.

—¡Me preguntó dónde estaban Missy y Jodie!

Al oír el nombre de Missy, Kathy salió como una exhalación del dormitorio y corrió hasta el otro extremo del pasillo. En el cuarto de vestir la niña estaba profundamente dormida, con un pie colgando fuera de la cama. Kathy levantó la frazada de Missy y metió la pierna bajo las frazadas, se inclinó y besó a la niña en la cabeza. George entró en el cuarto.

—¿Missy está bien?

Kathy hizo un signo de afirmación.

Un cuarto de hora después Carey estaba lo bastante tranquila para echarse a dormir de nuevo. Jimmy estaba nervioso, pero también él se dejó dominar por el sueño.

George y Kathy habían cerrado la puerta del cuarto de la pareja y volvieron a su dormitorio. Kathy fue inmediatamente al placard y sacó de allí el crucifijo que tenía colgado.

—George —dijo—, bendigamos nosotros mismos la casa.

Empezaron por el último piso, en el cuarto de juegos de los niños. En el inquietante silencio que antecede al amanecer en un cuarto frío, George levantó el crucifijo delante de él, mientras Kathy rezaba un padrenuestro. No entraron al cuarto de Danny y de Chris. Kathy dijo que podían esperar hasta el día siguiente para bendecir ese dormitorio y los otros en donde dormían Missy, Jimmy y Carey.

La pareja fue a su dormitorio y luego, al cuarto de costura del primer piso. George, después de advertir a su mujer que debía tener cuidado con la baranda recién compuesta, bajó las escaleras hasta el piso de abajo, blandiendo siempre el crucifijo, como suponía que lo hacían los sacerdotes en las procesiones.

Cuando terminaron de bendecir la cocina y el comedor, la luz del amanecer apuntaba. Aunque no habían encendido las luces, podían ver ya los vagos contornos de la sala. George avanzó entre los muebles y Kathy empezó a recitar: «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…»

Un fuerte zumbido la interrumpió. Kathy quedó callada y miró en derredor. George se detuvo cuando iba a dar un paso y levantó la mirada al techo. El zumbido se intensificó y se convirtió en una algarabía de voces que los sumergió totalmente.

Por último Kathy se tapó las orejas para no oír aquella horrible cacofonía, pero George pudo distinguir claramente estas palabras en medio del estruendoso coro: «¡Terminen de una vez!»