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DEL 6 AL 7 DE ENERO

Un poco antes, ese día Kathy había vuelto de la casa de su madre a tiempo para recoger a Danny y Chris en la nueva escuela de Amityville. Los muchachos estaban ansiosos por hablar de los maestros, los condiscípulos y las instalaciones escolares. Habían retirado la nieve del patio y los niños pudieron practicar algunas actividades al aire libre. Missy, envidiosa por tener que quedarse en casa, preguntó repetidas veces a sus hermanos cómo eran las niñas de la escuela primaria.

Toda la familia se reunió a comer a las seis y media. George dijo a Kathy qué medidas había tomado respecto de la sugerencia del padre Mancuso y también contó que había hablado con la muchacha que podía ponerse en contacto con los espíritus. A Kathy le pareció muy bien que hubiera llamado por teléfono a los parapsicólogos en vez de esperar una respuesta a la carta. Pero no le gustó demasiado la idea de una persona extraña que iba a venir a su casa a hablar con los espíritus, particularmente una mujer joven, como Francine.

Cuando terminaron de comer, Kathy dijo a George que su deseo era volver a casa de su madre hasta el momento en que sintiera que la casa ofrecía seguridades para vivir en ella. George le recordó que afuera el termómetro marcaba ocho grados bajo cero y que se había pronosticado una nevada para esa mañana. Aunque East Babylon no estaba demasiado lejos de la carretera, él no creía que ella iba a poder llegar desde la casa de su madre a tiempo para llevar a los chicos al colegio esa mañana.

Danny y Chris dijeron que querían quedarse en casa, tenían deberes de colegio que hacer y, además, la abuela no les permitía ver la televisión después de las ocho. Kathy fue convencida finalmente por sus argumentos, aunque le inquietaba la perspectiva de pasar otra noche en la casa. Y dijo a George que no se creía capaz de pegar los párpados ni una sola vez.

Harry había estado en la cocina con ellos mientras comían, y Kathy le había dado todos los pedazos de carne que habían sobrado. Antes de meterse en cama George pensó que tal vez fuera mejor que Harry durmiera esa noche adentro. El frío era intenso y probablemente iba a aumentar con la nevada. Harry no haba engullido su habitual comida canina, pero George pensó que al animal le hacía falta carne fresca.

Mientras los muchachos hacían sus deberes, Missy hizo pasar a Harry a su cuarto y se puso a jugar, con él. Pero Harry no se quiso quedar: estaba nervioso y movedizo, como notó Kathy, especialmente después que Missy presentó a Harry a su amigo invisible, Jodie. Por último la niña debió cerrar la puerta para impedir que Harry se fuera. El perro se metió bajo la cama y allí se quedó. Por último, Chris vino a buscarlo. Harry salió con aire compungido del cuarto de Missy y subió las escaleras hasta el último piso, donde se quedó el resto de la noche.

A las doce, cuando George y Kathy se acostaron, ella quedó dormida instantáneamente —era ya la tercera noche que le ocurría— sumiéndose en un sueño profundo, respirando con pesadez. Pero George, que estaba a su lado, de espaldas a ella, seguía muy despierto, con el oído atento a cualquier indicio de la banda militar.

Cuando notó por primera vez los copos de nieve que caían, miró su reloj de pulsera: la una de la mañana. Empezaba a levantarse viento, que agitaba los copos. Luego le pareció oír el ruido de una lancha que navegaba por el río Amityville. Pero las ventanas del dormitorio no daban sobre el río y George no tuvo valor para levantarse de su cama caliente y mirar por las ventanas del cuarto de Missy o del cuarto de costura. Además el río estaba congelado, de modo que George atribuyó el sonido a los juegos del viento.

A las dos de la mañana empezó a bostezar, los párpados se le cerraban y sentía el cuerpo rígido de estar siempre en la misma postura. Unos momentos antes había mirado por encima de su hombro a Kathy, que seguía durmiendo con la boca abierta.

De repente George sintió unas ganas inesperadas de levantarse de la cama, bajar e ir a The Witches Brew a tomar una cerveza. Sabía que en la heladera no faltaban las latas de cerveza, pero pensó que estas latas no podían aplacar su sed. Tenía que ir a The Witches Brew y no importaba que fueran las dos de la mañana y la temperatura, polar. Se volvió para despertar a Kathy y decirle que bajaba a dar una vuelta.

En la oscuridad del cuarto, George pudo notar que Kathy no estaba en la cama. ¡Pudo ver que estaba levitando de nuevo, casi treinta centímetros por arriba de él, y alejándose!

Instintivamente George tendió un brazo, la asió de los cabellos y tiró. Kathy avanzó por los aires, flotando, hacia él y luego cayó sobre el colchón. Entonces se despertó.

George encendió la lámpara de la mesa de noche y quedó boquiabierto. ¡Estaba ante una mujer de noventa años: los cabellos en desorden y de un blanco sucio, la cara hecha una pasa, llena de arrugas y feas hendiduras, la barbilla goteando la saliva que se escapaba de la boca desdentada!

George quedó tan horrorizado que quiso irse sin más del cuarto. Los ojos de Kathy, hundidos entre las arrugas, lo miraban con aire sorprendido. George se estremeció. «¡Esta es Kathy!, pensó, ¡ésa es mi mujer! ¿Qué diablos estoy haciendo?»

Kathy notó el terror en la cara de su marido. «¡Dios mío!, ¿qué está viendo?» Saltó de la cama, corrió hacia el cuarto del baño y encendió la lamparilla que estaba encima del espejo, se miró la cara y lanzó un grito.

La vieja arpía vista por George había desaparecido: los cabellos estaban desordenados, pero habían vuelto a ser rubios, los labios ya no babeaban y no estaba arrugada. Pero había marcas profundas y feas en sus mejillas.

George entró al cuarto de baño a la zaga de Kathy y contempló la imagen de su esposa en el espejo. El también vio que el rostro de noventa años se había desvanecido, pero las tajaduras hondas y largas desfiguraban la cara de Kathy.

—¿Qué le pasa a mi cara? —aulló Kathy. Ella se volvió hacia George, que puso su mano sobre la boca de Kathy. Los labios estaban secos y muy calientes. Luego rozó los surcos profundos. Había tres en cada mejilla y se extendían desde abajo de los ojos hasta la línea de la mandíbula.

—No sé, querida —dijo en voz baja.

George trató de borrar los surcos con una toalla que encontró cerca del lavabo. Kathy giró y se miró en el espejo. La cara asustada le devolvía la mirada. Se pasó los dedos por la cara y se echó a llorar.

El desamparo de Kathy conmovió profundamente a George, que le puso las manos sobre los hombros.

—Voy a llamar en seguida al padre Mancuso —dijo.

Kathy meneó la cabeza.

—No, no lo debemos mezclar en esto.

Y miró la cara de George, reflejada en el espejo.

—No sé porqué creo que podría ser dañino para él. Es mejor que vayamos a ver cómo están los chicos —dijo serenamente.

Los niños dormían plácidamente, pero ni George ni Kathy pudieron dormir esa noche. Se quedaron en su dormitorio, con las luces encendidas, contemplando la nieve que caía. De cuando en cuando Kathy se llevaba las manos a la cara para comprobar si los surcos aún estaban allí. Fielmente llegó el frío amanecer. La nevada había cesado y ya había bastante luz para que George pudiera ver a Kathy cuando ésta le tocó el hombro.

—George —dijo Kathy—, ¡mírame la cara!

Él se volvió desde la silla que había puesto junto a la ventana y miró a su mujer. A la débil luz del amanecer George vio que los surcos habían desaparecido. Con los dedos tocó la piel de la cara de ella. Era suave de nuevo y no tenía rostros de los horribles surcos.

—Se han ido, querida —dijo, y sonrió amablemente—. Totalmente desaparecidos.

Pese a lo que Kathy había dicho esa noche, George telefoneó al padre Mancuso por la mañana y lo encontró en el momento en que salía celebrar su misa matinal.

George le dijo que había hablado con Carolina del Norte y que un tal Jerry Solfvin le había prometido enviar inmediatamente un investigador a su casa. Luego habló del incidente de la noche pasada. El padre Mancuso quedó muy turbado al enterarse de la segunda levitación y de las alteraciones en la cara de Kathy.

—George —dijo con voz preocupada—, tengo miedo de lo que pueda venir ahora. ¿Por qué no abandona usted esa casa por cierto tiempo?

George contestó que había estado pensando en hacer eso mismo, pero que antes deseaba saber qué había de decir Francine, la médium. A lo mejor podía ser útil.

—¿Una médium? —preguntó el padre Mancuso—. ¿De qué habla usted, George? ¡Eso no es científico!

—Me ha dicho que puede conversar con espíritus —dijo George—. Lo cierto, padre, es que… ¿Sabe usted qué me dijo ayer? Me dijo que hay un pozo de aguas oculto bajo la casa. ¡Y tiene razón! Ayer descubrí uno… ¡y esa mujer nunca ha puesto los pies aquí!

El padre Mancuso se enojó.

—Óigame una cosa —gritó—. ¡Usted está metido en algo muy peligroso! ¡No sé qué está pasando en su casa, pero es mejor que no siga usted ahí!

—¿Irme… y dejar todo?

—Sí, por un tiempo. Nada más —insistió el sacerdote—. Voy a hablar de nuevo con los capellanes y veré si puedo enviar a alguien, tal vez un sacerdote.

George guardó silencio. Había intentado que el padre Mancuso fuera a la casa y éste se había negado una y otra vez. Los superiores del sacerdote se habían limitado a sugerir que había que ponerse en contacto con una sociedad de investigaciones. Finalmente había encontrado una persona que, al parecer, era capaz de ayudarlo a él y a su mujer. ¿Por que habría de abandonar todo y huir?

—Se lo diré a Kathy, padre —dijo George por fin—. Gracias.

Y se dispuso a cortar.

—George, hay algo más —dijo el padre Mancuso—. Creo recordar que usted y Kathy han estado practicando la Meditación Trascendental a la vez.

—Sí, así es.

—¿La siguen practicando ustedes? —preguntó el sacerdote.

—No… sí. Bueno, en realidad no la hemos practicado desde que nos mudamos —contestó George—. ¿Por qué?

—Curiosidad de saberlo, George, nada más. Me alegro de que no mediten ustedes ya. Se me ocurre que esa práctica podría volverlos más sensibles.

Inmediatamente después de hablar con George el padre Mancuso llamó al vicario en Rockville Center. Por desgracia, los capellanes Ryan y Nuncio no estaban disponibles y el secretario sólo pudo prometer que trataría de que telefonearan al día siguiente. El sacerdote estaba extremadamente turbado y pedía al cielo que la situación no siguiera deteriorándose antes de que la Iglesia lograra reunir fuerzas para enfrentar las potencias malignas que se habían apoderado de la casa de Ocean Avenue.

Movido por la compasión que le inspiraba el aprieto de los Lutz, el padre Mancuso olvidó sus propias tribulaciones. Pero a los pocos minutos algo ocurrió que lo llamó al orden y le recordó que también él era destinatario de la maléfica influencia. Empezó a temblar y estremecerse. El estómago se le contrajo y la garganta se le apretó. El sacerdote estornudó y los ojos lloraron; estornudó de nuevo y pudo ver que había sangre en su pañuelo. La advertencia del capellán Ryan: «¡No debe usted mezclarse más en eso!», le pasó por la cabeza. Pero ya era demasiado tarde. ¡El padre Mancuso tenia todos los síntomas de otro ataque de gripe!

Más avanzado ese día Eric, el joven ingeniero que trabajaba en la agencia de George, llegó a la casa de los Lutz con su novia, Francine. George hizo pasar inmediatamente a la sala a la pareja, que venía del frío externo, para que se calentara frente a la gran hoguera.

La pareja irradiaba un buen humor contagioso: lo que había estado faltando justamente en la casa de Ocean Avenue. George y Kathy reaccionaron favorablemente y muy pronto los cuatro estaban charlando como viejos amigos. Con todo, había cierta urgencia por debajo de la afabilidad exterior de George: él quería que Francine hiciera una inspección de la casa.

Cuando se disponía a llevar la conversación por el lado de las experiencias de Francine con los espíritus, ella misma se le adelantó. Se levantó del sillón y se acercó a George.

—Ponga usted las manos aquí —dijo.

George se levantó y movió las manos en el punto del espacio que ella había señalado.

—¿Siente usted el aire frío? —preguntó Francine.

—Levemente —contestó George.

—Ha estado sentada aquí. Ahora se ha ido. Camine junto al sofá, ahora. ¿Lo siente aquí?

George acercó la mano a un almohadón.

—¡Sí, está tibio!

Francine hizo una seña a George y a Kathy para que la siguieran. Los tres entraron al comedor, mientras Eric se quedaba en la sala, junto a la chimenea. Francine se paró al lado de la mesa grande.

—Aquí hay un olor extraño —dijo—. No sé dónde situarlo, pero hay un olor. ¡Uf! ¿Pueden ustedes olerlo?

George olfateó.

—Sí, aquí mismo. Es olor a sudor.

La muchacha se dirigió a la cocina, pero vaciló antes de pasar por el rincón favorito de Kathy.

—Hay un viejo y una vieja. Son espíritus perdidos. ¿Huelen ustedes el perfume?

Los ojos de Kathy se agrandaron. Miró a George, que se encogió de hombros.

—Evidentemente estas personas han estado en esta casa alguna vez —siguió diciendo Francine—, pero murieron. No creo que hayan muerto en la casa.

Se volvió hacia George y dijo:

—Ahora querría ver el sótano. ¿De acuerdo?

Cuando George había hablado con Francine por teléfono por primera vez, le había dicho que en su casa habían ocurrido cosas misteriosas, pero no había aclarado qué clase de fenómenos eran, ni tampoco lo que había ocurrido entre Kathy y él. No había hablado de los contactos en la cocina ni del perfume barato que Kathy había olido. En todo caso, Francine había dicho que prefería sacar sus propias conclusiones después de visitar la casa y «haber hablado con los espíritus que viven allí».

Ahora Francine bajó las escaleras hasta el sótano.

—Esta casa ha sido construida sobre un cementerio o algo parecido —dijo. Y señaló la parte del sótano en donde estaban los depósitos.

—¿Eso es nuevo? —preguntó a George.

—No lo creo —contestó él—. Por lo que puedo saber, toda se hizo a la vez.

Francine se detuvo frente a los placards.

—Hay personas enterradas aquí. Hay algo encima de ellas. Hay un olor raro. El aire no debería estar tan pesado.

Y señaló directamente el tabique de madera prensada que disimulaba el cuarto secreto.

—¿Siente usted el frío?

Y empezó a mover las manos, a tocar la madera.

—Aquí han asesinado a alguien. O ha sido enterrado aquí. Tengo la impresión de que hay una nueva parte, una nueva parte que han añadido sobre la tumba.

Kathy tuvo ganas de salir corriendo. Su marido notó que estaba perturbada y le tomó las manos. Francine resolvió el problema de la pareja:

—Este lugar no me gusta nada. Lo mejor es que subamos.

Sin esperar respuesta, se dio vuelta y enderezó hacia la escalera.

En el momento en que subían al primer piso el novio de Francine, Eric, se unió a ellos. Francine se detuvo un momento y se apoyó en la balaustrada.

—Debo decir que, cuando llegué, tuve una sensación de mareo. Sentí una especie de opresión en la parte derecha del tórax.

—¿Dolor? —preguntó Kathy. Francine asintió con la cabeza.

—Muy leve. Muy rápido. Justamente en el instante de doblar. Pasó muy pronto.

Avanzó hacia la puerta cerrada del cuarto de costura.

—Ustedes han tenido problemas aquí.

George y Kathy hicieron un signo afirmativo. Él abrió la puerta, esperando tal vez que el cuarto estuviera lleno de moscas. Pero no las había y él y Francine entraron. Kathy y Eric se quedaron en el umbral. De repente Francine entró en trance, al parecer.

Desde su garganta llegó una voz diferente, más espesa, masculina:

—Querría hacer una advertencia a todos ustedes. La mayor parte de la gente descubre quienes son sus espíritus y terminan haciéndose amigos de ellos. No quieren perderlos y no quieren que se vayan. Pero en este caso, de todos modos, me parece que hay que practicar un exorcismo en esta casa.

La voz que salía de Francine le pareció conocida a George. No pudo situarla de entrada, pero estaba seguro de que la había oído antes.

—Una niña y unos muchachos… Veo manchas de sangre. Algunos se han lastimado aquí. Alguien que ha tratado de matarse o no sé qué…

Francine emergió de su trance.

—Me querría ir ahora —dijo a George y Kathy—. Éste no es un buen momento para intentar hablar con los espíritus. Tengo la sensación de que me debo ir. Nací con un velo veneciano…

George no entendió estas palabras, pero ella prometió que iba a volver en un día o dos… «Cuando las vibraciones sean mejores», explicó. La pareja se fue casi inmediatamente.

De vuelta en la sala, George y Kathy guardaron silencio por un largo rato. Por último Kathy preguntó:

—¿Qué impresión tienes?

—No sé —contestó George—. Simplemente no sé. Todo el tiempo estuvo dando en el clavo. —Se puso de pie y empezó a apagar el fuego. —Tendré que pensar un rato en esto.

Kathy subió a ver qué hacían los niños. Harry estaba de nuevo con ellos, ya que hacía demasiado frío incluso para un perro aguerrido. George hizo su inspección usual de todas las puertas y cerrojos y apagó las luces de la planta baja.

Subió las escaleras en dirección a su dormitorio y se detuvo antes de llegar al rellano del primer piso. George vio que la barandilla había sido arrancada de sus bases, desarraigada casi completamente de su implantación en el piso.

En ese mismo instante supo cuál era la voz que había hablado por intermedio de Francine. ¡La del padre Mancuso!