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6 DE ENERO

—Su relato es muy interesante, Frank, pero si yo no tomara en cuenta sus antecedentes, que son intachables, creería realmente que usted no está en sus cabales… por darle crédito.

El capellán Ryan se levantó de su escritorio y se acercó a la flamante maquinita de hacer café en el otro extremo del cuarto. El padre Mancuso meneó la cabeza cuando el padre Ryan le invitó. Y entonces el capellán sirvió una taza de café negro para el padre Nuncio —el otro capellán— y otra para sí.

El capellán volvió a sentarse a su escritorio, sorbió un trago de café y empezó a hojear sus notas.

—En su condición de psicoterapeuta, ¿cuántas veces le ha ocurrido dar con personas que vienen a verlo con historias de esta clase? Centenares de veces, me temo.

El capellán Ryan era un hombre extremadamente alto, incluso cuando estaba sentado. Medía más de dos metros y tenía una mata de cabellos blancos que coronaba un rubicundo rostro irlandés. En la diócesis era bien conocido por la manera franca que tenía de hablar con los otros sacerdotes, fueran jóvenes curas párrocos o el obispo en persona.

El capellán Nuncio, en cambio, era todo lo contrario. Rojo, achaparrado, de pelo negro, de aspecto joven a los cuarenta y dos años —el padre Ryan ya había pasado los sesenta— ponía en su trato una seriedad que complementaba las maneras más accesibles del otro capellán.

Los dos habían escuchado el relato hecho por el padre Mancuso de los episodios que, según George Lutz, habían tenido lugar en la casa de Ocean Avenue y que, para propia humillación, incluían el último percance que acababa de ocurrir en la casa parroquial. Los dos hombres quedaron muy asombrados de los temores del padre Mancuso, para quien estos fenómenos tenían un carácter diabólico.

El capellán Ryan levantó la mirada del cuaderno que tenía en su escritorio y habló al perturbado sacerdote.

—Antes de que formulemos algunas sugerencias sobre la forma en que debe usted encarar este asunto, Frank, como participante y como sacerdote, creo que conviene que conozca usted el reglamento.

El padre Ryan hizo un movimiento de cabeza al padre Nuncio. El otro sacerdote dejó su taza de café.

—Al parecer, usted cree que hay un elemento demoníaco en los acontecimientos ocurridos en casa de los Lutz, que el lugar estaría «poseído» de algún modo. Bueno, permítame asegurarle que, ante todo, los lugares y las cosas nunca pueden ser «posesos». Esto sólo puede ocurrir a las personas.

El padre Nuncio hizo una pausa, tanteó su chaqueta y extrajo varios cigarros cortos. Invitó a los otros dos, que no aceptaron. Luego encendió el cigarro, resoplando y hablando al mismo tiempo.

—El punto de vista tradicional de la Iglesia considera al demonio en varios aspectos: el Malo obra mediante la tentación, aguijoneando así a los hombres hacia el pecado, entablando batallas psicológicas que, estoy seguro, usted conoce, perfectamente.

—¡Oh, sí! —dijo el padre Mancuso—. Como ha dicho el padre Ryan, he entrevistado y oído a muchas personas que vienen a consultarme como médico de almas y sacerdote.

El capellán Ryan retomó el hilo.

—Y también están las llamadas actividades extraordinarias del diablo en el mundo: Por lo general, una persona es afectada en forma material: éste podría ser el caso que usted nos cuenta. A esto llamamos nosotros infección. La infección se subdivide en varias categorías que le expondré en seguida.

—La obsesión —dijo el padre Nuncio, interviniendo— es el paso siguiente. En la obsesión la persona es afectada interna o externamente. Y por último está la posesión que hace perder a la persona momentáneamente el dominio de sus facultades y permite al diablo actuar desde ella y por su intermedio.

Cuando el padre Mancuso había entrado al despacho de los capellanes, cumpliendo con la cita, se había sentido un poco tímido en relación a la forma de encarar su problema. Pero se sintió aliviado al notar el intenso interés que demostraban los dos prelados. Ahora, después de haber expuesto ellos las grandes líneas que había que tomar en cuenta en esta clase de situaciones, el padre Mancuso advirtió que aumentaban sus esperanzas de poner fin a sus tribulaciones.

—Al investigar casos de posible interferencia diabólica —prosiguió diciendo el capellán Ryan— debemos tomar en cuenta lo siguiente: primero, fraude y dolo. Segundo, causas científicas naturales. Tercero, causas parapsicológicas. Cuarto, influencias satánicas. Y quinto, el milagro. En el caso que consideramos, el fraude y el dolo no son posibles, al parecer. George y Kathy Lutz son, por lo que se me alcanza, personas normales y equilibradas. Pensamos que también usted lo es. Por lo tanto, las posibilidades quedan reducidas a influencias psicológicas o diabólicas.

—El milagro queda excluido —dijo el padre Nuncio— porque el Ser Divino no puede mezclarse a lo que es trivial y estúpido.

—Muy justo —dijo el padre Ryan—. Por lo tanto la explicación debe incluir la alucinación y la autosugestión… Por ejemplo, los contactos invisibles que Kathy sintió… o cuando George cree haber oído las pisadas de los músicos de una orquesta. Pero tomemos en cuenta la explicación parapsicológica. Parapsicológos como el doctor Rhine, que trabaja en la Universidad Duke, de Carolina del Norte, distinguen cuatro aspectos principales en esta ciencia. Los primeros tres caen bajo el rótulo general de ESP (percepción extrasensorial). Esto incluye la telepatía mental, la clarividencia y la precognición, que podrían explicar las visiones de George y la «selección» de informaciones que coinciden al parecer con hechos conocidos en la vida de los De Feo. El cuarto aspecto parapsicológico en la llamada psicokinesis, que estudia el movimiento de objetos que, al parecer, se mueven por sí solos. El león de porcelana de los Lutz entraría en esta categoría…si se movió realmente.

El padre Nuncio se levantó para servirse una nueva taza de café.

—Todo lo que hemos dicho, Frank, es parte de las recomendaciones que hacemos a los Lutz. Trate usted de ponerlos en contacto con alguna institución dedicada a estas investigaciones, como la del doctor Rhine, que pueda disponer una inspección de la casa. Ellos están en condiciones de hacer pruebas a fondo y estoy seguro de que llegarán a alguna conclusión que nada tiene que ver con influencias satánicas.

—Y… ¿en lo que a mí se refiere? Yo… ¿qué voy a hacer?

El capellán Ryan se aclaró la garganta y miró benévolamente al sacerdote.

—No debe usted volver a esa casa. Puede usted llamar a los Lutz y trasmitirles nuestras propuestas. Pero de ningún modo debe usted poner de nuevo los pies en esa casa.

—Creí que usted me había dicho que yo era un tonto por creer en estas cosas —dijo el padre Mancuso.

—Se lo he dicho —dijo el padre Ryan—. Pero usted está tan perturbado por este asunto que, de momento, lo mejor que puede hacer es desentenderse de los Lutz y del número 112 de Ocean Avenue.

Después del desayuno, Kathy llevó a los niños en auto hasta la nueva escuela y luego siguió con Missy hasta la casa de su madre. George había quedado solo en la casa y bajó al sótano para realizar un intento de dispersar el mal olor con dos ventiladores. Pero al bajar las escaleras no notó ni rastros del atroz olor que le había hecho vomitar el día antes.

Husmeó por todos lados, pero no pudo hallar nada. Incluso fue directamente hasta el cuarto rojo secreto, empujó el tabique de madera prensada y recorrió las paredes rojas con el haz de luz de su linterna. «¿Qué es esto?», se dijo, «¡no es posible que se haya evaporado de esta manera! Debe haber algún agujero en algún sitio, que traga el aire».

George se había puesto a buscar la posible abertura cuando el padre Mancuso marcó su número. Después de la reunión, el sacerdote había vuelto a sus habitaciones en North Merrick con intenciones de llamar a George y trasmitirle las recomendaciones de los capellanes. Oyó sonar diez veces el teléfono antes de colgar. El padre Mancuso pensó que iba a llamar más tarde, cuando los Lutz estuvieran de vuelta.

George estaba en la casa, pero no oyó la campanilla del teléfono. La puerta que llevaba al sótano estaba abierta y, por lo general, la campanilla de teléfono se oía en todas partes de la casa.

George no logró encontrar la abertura por la que podía haber escapado el mal olor, pero en cambio descubrió algo interesante en la zona de los escalones de entrada a la casa. Cuando el constructor había echado los cimientos para la casa de Ocean Avenue, cubrió al parecer un agujero de forma circular con una tapa de cemento. Rastrillando la tierra amontonada sobre esta protuberancia, George aflojó accidentalmente el pedregrullo que estaba en la base y oyó que ésta caía en una sustancia líquida que estaba abajo. Al iluminar con su linterna vio una viga negra y mojada.

—¡Una fuente surgente! —dijo en voz alta—. ¡Esto no estaba en los planos! ¡Debe ser un resto que queda de la antigua casa que habían edificado aquí!

Volvió a la planta baja y echó una mirada al reloj de la cocina. «Es extraño, pensó. Son casi las doce y todavía no tengo noticias del padre. Es mejor que yo llame».

George llamó a la parroquia. El sacerdote atendió al primer timbrazo. George se sorprendió cuando el padre Mancuso le dijo que acababa de llamar y que nadie había contestado. Luego George preguntó al padre Mancuso cuándo pensaba ir a visitarlos y entonces el sacerdote le dio el informe de los capellanes.

Dijo a George que había ido a ver a sus superiores en la diócesis y repitió la recomendación de éstos: los Lutz debían ponerse en contacto con alguna institución que efectuara una inspección de la casa. El padre Mancuso dio a George la dirección de un Instituto de Investigaciones Psíquicas en Carolina del Norte y sugirió que se pusiera inmediatamente al habla con ellos. George estuvo de acuerdo, pero insistió en que el sacerdote fuera a visitarlo.

Muchos meses debieron pasar después de haber dejado él y su familia la casa de Ocean Avenue para que George Lutz se enterara de lo mucho que había sufrido el padre Mancuso, que había dado su bendición original a la casa, y de los tantos sinsabores y humillaciones que había padecido. Por lo tanto, cuando el padre Mancuso se negó una vez más a ir a verlo, George se alteró y dijo que esta visita le hacía falta realmente, mucho más que un equipo de cazadores de fantasmas en algún Estado del Sur. Además, dijo, ¿quién iba a pagar por todo? De todos modos, después de haber prometido que iba a llamar a los parapsicólogos y que mantendría informado al sacerdote de los resultados, George cortó.

Todavía estaba fastidiado en el momento en que llamó a Kathy a casa de su madre. George dijo a su mujer lo que le había recomendado el sacerdote, pero añadió que no pensaba tomarse esa molestia. Kathy, en cambio, opinó que debían seguir las recomendaciones de los capellanes y acatar lo que proponía la Iglesia.

Finalmente George accedió y dijo que pensaba ir a su oficina y escribir una carta a la gente de la Universidad de Carolina del Norte. Pero no dijo que pensaba hablar con Eric, un joven empleado en su agencia, cuya novia tenía condiciones de médium, según él aseguraba.

Después de hablar con George, el padre Mancuso sintió que un tremendo peso se levantaba de sus hombros. El solo hecho de haber podido compartir su carga con otros le aclaró completamente la mente por primera vez en varias semanas: la responsabilidad que debía soportar solo, ahora era compartida por sus superiores.

El sacerdote se puso a preparar su plan de trabajo para la semana venidera. Le llevó varias horas —hasta el momento de la comida— redactar el programa definitivo para atender su consultorio y sus pacientes.

Pidió que le mandaran comida china de un restaurante cercano de North Merrick y la devoró mientras leía sus historias clínicas.

George fue en auto a su agencia y puso en el buzón la carta para los parapsicólogos, utilizando como referencia los nombres de los capellanes. No esperaba, en realidad, una respuesta inmediata a su solicitud, de modo que pegó en el sobre una estampilla de correo regular, no aéreo. Y luego telefoneó a la amiga de Eric, Francine.

La muchacha se mostró muy interesada en lo que él le contó. Estaba segura de que podía ponerse en comunicación con lo que o con la entidad que estaba hostigando la vida de él y la de Kathy, y prometió ir a casa de los Lutz con su novio dentro de un día o dos.

Luego la muchacha dijo algo que hizo parar la oreja a George. Sin que hubiera habido ningún antecedente en la conversación, dijo que George debía ver si en su propiedad no había un pozo viejo, tapado y abandonado. Él no reconoció que ya había encontrado ese pozo, pero preguntó en cambio por qué. Francine quería que él iniciara esa búsqueda.

La respuesta lo dejó estupefacto:

—Creo —dijo Francine— que los espíritus que los están hostigando provienen de un pozo. Naturalmente, ustedes pueden taparlo. Pero me temo que si hay un pozo bajo la casa el pasaje debe ser directo. De algún modo, aunque sea una tenue rajadura, es todo lo que hace falta para que trepe cuando así desee hacerlo.

Después de agradecer a la muchacha y colgar, George telefoneó al Instituto de Investigaciones Psíquicas de Durham, Carolina del Norte, y se refirió a la carta que acababa de enviar. Ellos accedieron a enviar un investigador a la brevedad posible. A cambio de esto, George aceptó pagar los gastos que ocasionara el viaje al investigador.

El padre Mancuso, asimismo, debió una vez más atender el teléfono esa noche. La llamada se produjo después de las once y la persona que llamaba era la misma que lo había ayudado cuando su auto se había quedado parado en el pasaje Van Wyck.

Los dos sacerdotes rememoraron los azarosos acontecimientos de esa noche y el padre Mancuso preguntó a su colega si había tenido nuevas dificultades con su parabrisas.

—No —dijo su amigo—. Es decir, todo ha estado en orden hasta hace unos minutos.

El corazón del padre Mancuso empezó a golpear contra sus costillas.

—Frank —dijo el otro sacerdote—, acabo de recibir una llamada telefónica muy peculiar. No sé quién es, pero el hombre me ha dicho: «Dígale al sacerdote que no vuelva».

—¿De quién estaba hablando? —preguntó el padre Mancuso.

—Se lo pregunté. Dije: «¿De quién está usted hablando?» La voz se limitó a contestar: «Del sacerdote a quien usted ayudó».

—«¿El sacerdote a quién usted ayudó?»

—Si. Pensé en estas palabras después que el hombre colgó, y no pude acordarme de nadie, fuera de usted. ¿Cree que se estaba refiriendo a usted, Frank?

—¿En ningún momento le dijo quién era?

—No. Se limitó a decirme: «El sacerdote sabrá quién es».

—¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

—Dijo: «Dígale al sacerdote que no vuelva si no quiere morir».